Sí: después de haber vivido en el cuarto piso la entendía. Los demás, en cambio, la miraban perplejos.
—Mírame a mí, por ejemplo: cuando conocí a Lorenzo…
Al ingeniero Barilla le bastó carraspear para frenar a Lidia:
—Tratemos de no alejarnos del tema principal,
dottoressa
—añadió.
—Vamos a olvidar mi relación con Lorenzo, va a ser mejor —intuyó ella—. Pero lo que está claro es que nosotros, y sólo nosotros, somos los responsables de las historias de amor que vivimos. Por desgracia, en algunos periodos, sobre todo a tu edad, decidimos acercarnos a alguien sólo para darle la responsabilidad de arruinarnos la vida: no quisiera que tú estuvieras atravesando uno de esos periodos, Mandorla.
—En pocas palabras: te prohibimos que sigas viéndote con ese chico. —Por fin llegó el momento que tanto esperaba el señor Barilla: el de impartir órdenes y formular soluciones.
Mi padre no habría llegado donde lo ha hecho si hubiera vivido un solo día de su vida sin reflexionar: Matteo no paraba de repetir eso. La vida es una abscisa, nosotros estamos en la ordenada, ése es el lema de mi padre. Lo que ocurre en esos noventa grados está determinado única y exclusivamente por las reglas que somos capaces de imponernos.
—Pues sí, Mandorla —corroboró Carmela Barilla. Y miró a Tina para suplicarle: ánimo, al menos usted diga algo útil.
—Es por tu bien, pequeñita —farfulló Tina—. Como sostiene Lidia, las historias de amor se dividen en dos categorías, ¿y por qué la mejor niña del universo tendría que elegir la categoría de las peores relaciones?
—Exacto, tiene razón la señorita Polidoro —comentó Paolo, quizá para compensar el exceso al que se había dejado llevar Michelangelo poco antes.
—Venga, Mandorla, no te pega nada ese tipejo.
—¡Si supieras la cantidad de chicos mejores que te están esperando!
—Es un delincuente.
—¡Un chico que casi viola a una chica en Venecia!
—¿Estás de acuerdo, Mandorla?
—¿Qué opinas?
—Algo tendrás que decir.
En lo que llevábamos de reunión, no: no me parecía que tuviera nada que decir.
Pero me bastó abrir la boca para descubrir en cambio que sí. Sí que tenía algo que decir. Y tanto que sí.
—Para vosotros yo sólo soy un juguete: un soldadito de plomo, una muñeca con qué entreteneros. Pero no sois mis padres y no lo seréis jamás. Ésa es la verdad. Así que no podéis sermonearme con lo que debo o no debo hacer, con lo que está bien y lo que está mal —susurré con una voz que parecía una cuchilla de afeitar y que nunca creí que pudiera tener.
Tina se echó a llorar. No como todo el mundo, que primero se sorbe la nariz y, una vez calentado el motor de la desesperación, lo hace estallar a sollozos. No: ella sollozó directamente. Como sólo hace quien lleva demasiado tiempo sin derramar una lágrima y cuando por fin llora, no lo hace sólo por el motivo de marras. Tina lloraba por mi voz nueva y malvada: claro que sí. Pero también por lo lejos que estaban sus hermanos, por su padre, por la muerte de su madre, por la muerte de la mía, por la desaparición del gato
Naranja
, por los invitados a sus fiestas nocturnas. Hasta ahora no lo había entendido. Aunque esa tarde aún no lo entendía, porque de haberlo hecho, quizá habría evitado que ocurriera lo que estaba a punto de ocurrir.
—Mandorla, tranquilízate. Yo te doy la razón. —La nueva Cate no se había dejado impresionar ni por mi voz desconocida ni por las lágrimas de Tina—. Hagamos una cosa: tú renuncias a seguir viendo a ese tal Palomo, y nosotros te concedemos la prueba de ADN que te mereces. ¿Trato hecho?
En ese momento se desató el infierno.
Sólo los ojos de Samuele se quedaron fijos, clavados en Cate, que, una vez que hubo lanzado su propuesta, se refugió en una esquina del antiguo lavadero para redactar un larguísimo mensaje de móvil.
Matteo se levantó de repente para bloquear a su madre, que se había levantado de golpe a su vez para decirle algo al oído a Tina, que se levantó bruscamente para seguir llorando sin que nadie la molestara, mientras Lidia se le colgaba del cuello para poder llorar juntas. Lorenzo tiró a Lidia del brazo, como para llevársela a casa. Michelangelo ocultó la cabeza entre las manos y se puso a contar hacia atrás, desde cien hasta cero, Paolo le dio una patada a la silla de Michelangelo y soltó un taco, mientras el ingeniero Barilla caminaba de un lado a otro del antiguo lavadero, repitiendo calma, calma.
Pero.
Pero, pero, pero.
Pero da la casualidad de que el momento de rebelarse era mío.
Así que pensé: nanay.
¡Esto al menos no me lo podéis quitar!
Y grité, más fuerte que Paolo durante la tormenta de cojines, más fuerte que el ingeniero cuando se enfadaba con sus subalternos por teléfono, más fuerte que el daño que me había hecho la muerte de mi madre, más fuerte que el que me habían hecho Matteo y Eva al enamorarse, más fuerte que los sollozos de Tina, más fuerte de lo que gritaba
Mundoperro
en mis pesadillas:
—¡Me dais asco todos! ¡Todos!
Y me fui.
Sólo me dio tiempo a ver, de reojo, que Matteo estaba a punto de correr detrás de mí.
Y a oír, mientras ya bajaba la escalera, que su padre le decía:
—Quieto, Cariñito. No empieces también tú, maldita sea.
—Quién sabe. Creo que ésa fue la primera vez en la vida del ingeniero Barilla que las cosas no salieron exactamente como él había decidido.
Maldita sea. Lo que faltaba, piensa Cesare Barilla.
La varicela, así, de golpe y porrazo.
La culpa la tiene el hijo de mi compañera de trabajo, que se la ha pegado a ella, y ella a mí. Maldita sea. Si al menos esto me hubiera pasado en fin de semana…
Porque hasta ahora Cesare no ha faltado un solo día, ni un solo día, al trabajo. Nunca jamás. Ni siquiera se cogió unos días cuando nació su hijo.
El director general de la empresa se ha percatado de ello y se ha decidido a hablar con él para decirle algo en lo que lleva mucho tiempo pensando: para anunciarle la posibilidad de que dirija una filial.
Con sólo veintisiete años.
—
¿Quién hubiera dicho que tú, de donde venías, llegarías tan pronto tan alto? —le dijo el otro día una de las secretarias del director general, con quien mantuvo una breve relación.
¿Cómo que quién hubiera dicho?, estuvo a punto de contestarle Cesare. ¡Yo, yo lo hubiera dicho! Si no ¿por qué habría querido marcharme de ese agujero donde nací, por qué habría venido a estudiar a Roma? ¿Por qué me habría sacado la licenciatura en cuatro años y medio, a base de becas? ¿Para poder invitarte a cenar? No me hagas reír, estuvo a punto de contestarle. Pero se contuvo: ¿de qué habría servido? Sólo pasó un par de noches con esa tipa, nada más. Aunque es cierto que excitarlo lo excitaba: para él, las chicas de Roma siguen estando envueltas en una nube como de ámbar y de misterio que las hace criaturas inasibles y míticas.
Míticas, sí, pero monstruosas, reflexiona a menudo Cesare. Caprichosas, llenas de deseos momentáneos, de sueños personales, de cigarrillos largos y finos, vaya cigarrillos, tienes que recorrerte la ciudad de un extremo a otro para encontrar la marca que quieren ellas. Y no es casualidad que ahora, postrado en la cama por la broma de pésimo gusto de esa varicela tan inoportuna, con cuarenta de fiebre y la despensa vacía, de todas las chicas de Roma con las que se distrae por las noches después de trabajar catorce horas no haya una, ni una sola, a quien poder llamar para pedirle ayuda.
Entonces, de repente, se acuerda de Carmela. Sí, se llama así: Carmela, piensa Cesare. Esa chica con la que se encontró en Año Nuevo, en la plaza Navona. ¿No te acuerdas de mí?, le preguntó ella, sin atreverse a mirarlo. Somos del mismo pueblo, soy la hermana de Peppe, tu compañero de clase en la escuela primaria: ¿ahora ya sí te acuerdas? Claro que Cesare se acuerda de Peppe, de su fiel y querido amigo Peppe. Pero de su hermana, no. Y ahora mírala, ahí está: una chica grandota y como desubicada, tímida y, pensándolo bien, hasta guapa. Se intercambiaron los números de teléfono: Carmela se había trasladado a Roma hacía unas semanas para estudiar Enfermería.
¡Enfermería! Cesare tiene una iluminación, mientras se retuerce en la cama con ese picor insoportable. No necesita desesperarse para encontrar el número de teléfono: es un tipo ordenado, Cesare, siempre sabe dónde están las cosas que le hacen falta.
La llama y le explica la situación.
—
Estaré allí dentro de media hora como mucho: te llevo taquipirina, un antihistamínico y un termo con un poco de caldo caliente —le asegura sin pensarlo un segundo.
Ahora que me acuerdo, tenía unas piernas bien bonitas, se dice Cesare. Además tengo casi treinta años, si no lo hago ahora, ¿entonces cuándo? Todas las mujeres de Roma, si me apuras, si quieres reunirlas en un subconjunto, tienen la regla una vez al mes, una amiga pesada y un peligroso miedo a envejecer. ¿Qué van a tener de especial que no pueda tener también Carmela? Es la hermana de Peppe: una garantía. Anda que no sería bonito reunirnos todos en Navidad y en Semana Santa. Anda que no se pondría contento Peppe de ser el padrino de bautismo del primero de nuestros hijos. Porque tendremos dos: Giulio y Matteo, así los llamaremos. Serán dos varones, espero: porque si nace una niña aquí en Roma, ya se sabe luego lo que pasa, se echa a perder. No, no, por Dios. Dos chicos fuertes y simpáticos, con la pureza de corazón de Carmela reflejada en la mirada, y mi tesón y mi determinación como rasgos de carácter.
Eso exactamente planea Cesare.
Y llega a la conclusión de que, para fundar una familia con una mujer, enamorarse locamente de ella es como el año 1929 para Wall Street.
Porque, con una mujer, si pretendes que las cosas funcionen para siempre, de lo único que te tienes que enamorar es del tipo de vida que quieres llevar con ella.
Suena el timbre de la puerta.
Llega Carmela.
• • •
Llega el alba.
Roe la noche para poder despuntar.
En esta habitación (por llamarla de alguna manera) no hay ventanas que den al mundo, pero yo lo sé.
Los insomnes lo envidian todo de aquellos que son capaces de dormir, pero al menos tienen un talento del que éstos carecen.
No les hace falta estudiar el color del cielo, como tampoco necesitan las manecillas de un reloj. Saben distinguir la una de la madrugada de las dos, como los otros saben distinguir las siete de la mañana de las once.
Es una simple cuestión de costumbre, nada más. Sencillamente los insomnes pasan mucho más tiempo con horas con las que los demás sólo se encuentran de refilón. Ocurre lo mismo que con las personas: aquellas a las que ves todos los días las reconocerías incluso con los ojos vendados, ¿verdad?
Vamos, que más o menos serán las cuatro y cincuenta y uno.
Lo que significa que dentro de poco más de tres horas llegará el abogado Pavarotti y se ocupará de sacarme de aquí.
Hemos quedado a las ocho.
No pensaba que conseguiría poner en orden todo lo que voy a tener que contarle: pero algo me dice que la parte más difícil viene ahora.
Porque justo ahora que casi estoy, justo ahora que la Verdad de los Hechos se vuelve más necesaria, justo ahora, a las cuatro y cincuenta y uno (o quizá cincuenta y tres), se me ha vuelto a abrir.
El agujero.
Parece que, por lo general, es en el estómago. Pero el hambre no tiene nada que ver con ello.
El agujero lo aspira todo rápidamente. Los rostros, los pensamientos, la necesidad de orden: todo.
Ciérrate te lo suplico ciérrate te lo suplico ciérrate ciérrate ciérrate te lo suplico te lo suplico ciérrate ciérrate ciérrate, te lo suplico: ciérrate.
Nada. Al contrario: sigue haciéndose más grande.
«¿Por qué? ¿Qué ocurre? ¿Acaso tienes miedo de que esté
Mundoperro
escondido en alguna parte en esta cárcel, Mandorla? Pero si fuera así, tendrías que estar tranquila: encerrado aquí, ¿qué daño puede hacerte?»
No, no, no. No se trata de eso. ¿Y tú quién eres, si se puede saber?
«Olvídate de saber quién soy, Mandorla. Respóndeme. ¿Te ha disgustado recordar esa horrible reunión de vecinos?»
Quizá.
«¡Pero luego todo se arregló!»
Sí, pero…
«¿Pero?»
Pavarotti.
«¿Qué tiene que ver Pavarotti, Mandorla? ¡Ni que hubiera estado en esa reunión!»
Sí, es verdad, no estaba. Pero si me asomo al borde del pozo sin fondo que se me ha abierto dentro veo brillar sus gafillas. Él se las coloca sobre la nariz y dice: «Puedes estar segura de que mañana te sacaré de aquí, Mandorla. Tú sólo tienes que contarme lo que pasó: de lo demás me ocupo yo. Luego, en cuanto hayamos resuelto todo este lío, te prometo que me ocuparé personalmente de tu situación. Te lo juro por Cate. Ya no se puede seguir perdiendo más tiempo: decididamente, ha llegado el momento de que tengas tú también lo que todo el mundo tiene derecho a tener.»
«¿Entonces? Pavarotti quiere ayudarte, ¿no? ¡Ni que te hubiera insultado, ni que te hubiera dicho que eres una “oNTE de imitación”!»
Socorro.
«Vayamos por partes, Mandorla. Para empezar, trata de salir de este lugar horroroso. Que sobre todo lo demás ya podremos reflexionar con calma.»
¿Qué todo lo demás?
«Tu situación, Mandorla. Lo que todo el mundo tiene derecho a tener. El ADN del que Cate se atrevió a hablar en esa horrible reunión.»
Socorro.
«Vayamos por partes, Mandorla.»
Socorro.
«Respira hondo, Mandorla, respira, respira, respira. Así, muy bien. Ahora repite: soy inocente. Porque ésa es la base de la que hay que partir para entender lo que pasa ahora y lo que pasó hace once años. Sobre todo lo que pasó hace diecisiete años. Repítelo, venga. Soy inocente soy inocente soy inocente soy inocente soy inocente soy inocente soy inocente soy inocente.»
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