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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

La Maestra de la Laguna (8 page)

BOOK: La Maestra de la Laguna
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—Micaela —dijo a la criada que con frecuencia la atendía—. Ordena que me preparen el carruaje, que voy a dar una vuelta, por favor.

La muchacha pareció asustada ante la idea. Elizabeth vio sus ojazos marrones conmocionados y hasta el cabello pareció erizársele más de la cuenta de sólo pensar en la "prima americana" conduciendo un carro.

—No te preocupes, sé conducir estos coches —la tranquilizó Elizabeth—. Sólo ordena que esté listo para las cuatro.

—Ay, señorita —gimió la chica—, que su primo no va a estar contento con esto, va a ver que no, que él gusta de acompañarla adonde vaya y yo me temo que se enoje conmigo si no le aviso.

—Corre por mi cuenta, Micaela. Si Roland pone el grito en el cielo, seré yo quien le explique cómo fueron las cosas, no te voy a desamparar. Además, me cuesta creer que se enoje contigo, parece que le caes muy bien.

La morenita se sonrojó bajo su tez aceitunada, pues no pensó que la señorita hubiese notado que el señorito Dickson la perseguía por los pasillos. ¡En todo ese tiempo la señora jamás había advertido nada!


Güeno,
siendo así... Ya le cumplo el pedido, señorita —y salió rauda a ordenar que sacaran el coche por el portón de mulas.

El día lluvioso no invitaba a salir, así que la ciudad estaba poco concurrida. Eso facilitó el tránsito a Elizabeth, acostumbrada a las calles de Boston, mucho más parejas que las de Buenos Aires, donde las carretas daban tantos tumbos que podían perder al pasajero en un abrir y cerrar de ojos. Los Dickson presumían de tener caballos para el tiro y no mulas, como mucha gente. Era más distinguido.

Guiándose por su sentido de la orientación, pudo dar con la vivienda de Aurelia en poco tiempo. Bajó de un salto, acomodándose las enaguas y la falda de su traje color chocolate. Impulsada por el deseo de proteger sus rizos del agua, llevaba una capotita al tono, sujeta bajo la barbilla por cintas de satén. Elizabeth detestaba que su cabello se rizase y, con el clima húmedo de Buenos Aires, era imposible mantenerlo en su sitio. Usaba a diario las peinetas de carey para domeñarlo, mas siempre había un momento en que se desbocaba y brotaba salvaje en torno a su cara. Ese era uno de aquellos días.

El portón se abrió y asomó la cara redonda de Ña Lucía, sorprendida de ver a la damita extranjera bajo semejante clima.

—Buenas tardes. ¿La señorita está en casa?

—Pos sí, niña. Enseguidita le aviso. Arrímese al fuego, que afuera está frío.

Elizabeth se acercó gustosa a la chimenea que calentaba el vestíbulo, mientras desataba los lachos de su capa. Sobre la repisa de mármol negro había un retrato de la mismísima Aurelia, con la cabeza repleta de rizos apretados, tocados con un listón de terciopelo, y una dulce expresión en la mirada. Elizabeth pensó si la muchacha miraría así a su amado cuando estaban solos.

Un susurro tras ella la sobresaltó.

—Perdón, no quise asustarla —dijo la mujer.

Tenía el semblante más triste que Elizabeth hubiese visto. Era hermosa, aunque su belleza lucía apagada por algún oscuro sentimiento. Su voz también era bella, profunda y dulce. Con sus manos enguantadas se anudaba la capota, escondiendo un espeso cabello que llevaba tirante hacia atrás.

—No hay cuidado. He llegado de improviso, temo ser inoportuna.

—De ningún modo —dijo otra voz desde el saloncito donde ambas habían compartido un té la primera vez—. Dolores, te presento a mi nueva amiga, la señorita Elizabeth O'Connor. Es una de las maestras de Sarmiento.

La mujer morena contempló a Elizabeth con interés.

—Encantada, señorita. Dolores Balcarce, para lo que guste. Si tenemos en común la amistad de Aurelia, sé que seremos amigas.

A Elizabeth le cayó bien la señora Balcarce. Al margen de la compasión que despertó en ella el sufrimiento que delataba, percibió en los modos de la mujer la misma sencillez de espíritu que le había atraído en Aurelia. Se alegró de haber ido a la casa de los Vélez en esa tarde lluviosa.

—Ya me iba. En otro momento podremos compartir una merienda en mi casa, si gusta.

—¡Claro que iremos! —exclamó Aurelia.

¿Así que esa señora era de las pocas personas que Aurelia Vélez trataba? Debía ser alguien especial, sin duda.

La mujer salió y la puerta se cerró tras ella.

—Su cochero la espera en la esquina —aclaró Aurelia—. Así nadie sabrá que me visitó.

Elizabeth se conmovió al conocer el aislamiento en que estaba aquella mujer sólo por tener el coraje de vivir a su manera. Una vez dentro del saloncito de recibo, Elizabeth experimentó la misma calidez que el primer día y se amonestó por no haber visitado antes a su nueva amiga, en lugar de perder el tiempo y la paciencia en las francachelas de los amigos de Roland. ¿Sabría Aurelia con quién pasaba ella sus tardes y sus noches? Se avergonzó ante la posibilidad de que pensara que era como aquella gente vacía y se dispuso a demostrarle que estaba interesada en otras cosas, como la enseñanza de los niños, algo tan caro al Presidente de la República y a Aurelia misma.

Se sentaron en las butacas que Elizabeth ya conocía y Aurelia ordenó chocolate.

—Hace frío —se justificó—. Algo espeso y caliente nos sentará de maravilla.

Minutos después, departían en confianza alrededor de una mesita de ónix donde Ña Lucía había servido un chocolate delicioso, acompañado por bizcochitos de grasa y una factura pequeña con forma de medialuna.

—Tatita no ha vuelto aún de Arrecifes y lo extraño horrores, aunque prefiero que se quede allá cuando hace mal tiempo, pues los caminos se ponen peligrosos con la lluvia y el barro.

—¿Dónde queda ese lugar?

—En la campaña, no demasiado lejos, si bien las condiciones de vida cambian mucho cuando uno se aparta de la ciudad. Si acepta el trabajo de maestra, podrá saberlo por su cuenta. ¿Le asusta pensarlo?

—No tanto —sonrió Elizabeth—. Lo prefiero a tener que sobrellevar mucho tiempo más el tren de vida social de mi primo Roland.

Aurelia sonrió también, conocedora de aquellas fiestas de la élite porteña.

—Yo soy solitaria. Nadie nota mi ausencia en los salones, pero entiendo que una mujer joven y bonita como usted se encuentre solicitada. Es algo que puede llegar a añorar si acepta radicarse fuera de la ciudad.

—¿Me parece a mí o intenta prevenirme? —dijo risueña Elizabeth.

Sabía que no debía esperar nada malo de aquella mujer, de modo que no tomó a mal sus comentarios.

—Lo que me parece —respondió Aurelia con un mohín travieso— es que cualquier cosa que le diga jamás la alejará de la meta que se ha fijado. ¿Me equivoco?

—Me conoce muy bien. Y me alegro, pues me he decidido a tomar el empleo.

—¡Fantástico! Domin... eh... el Presidente se alegrará de saberlo. Tenía puestas en usted muchas esperanzas. Como vino tan bien recomendada por Mary... Si quiere, podemos ir juntas a decírselo. Esta tarde está en su despacho.

Elizabeth aceptó gustosa y condujo el carruaje de los Dickson hasta el Fuerte, donde Sarmiento atendía los asuntos de gobierno.

Mientras trotaban hacia allá, Aurelia le comentó a Elizabeth en pocas palabras cuántas penurias debía sobrellevar el gobierno con la recién terminada guerra del Paraguay en la que, además, había perdido la vida el hijo del Presidente. Y el asesinato de Urquiza en Entre Ríos, "justo ahora que Sarmiento y él habían hecho las paces, después de ser enemigos durante tanto tiempo". Le habló también de las disputas con el anterior Presidente, Bartolomé Mitre, íntimo amigo de Sarmiento, que ahora se le enfrentaba a cada ocasión.

—Yo sé que no es cosa de don Bartolo, que él lo quiere mucho a Sarmiento, pero sus partidarios se volvieron muy quisquillosos. Es difícil gobernar con todo en contra y, además, el carácter del Presidente no es muy benevolente que digamos —al decir esto, se le escapó una sonrisa, porque esa mujer sabía mejor que nadie por dónde renqueaba el "viejo loco", como lo llamaban sus enemigos políticos.

—¿Y no pueden reunirse en privado y resolver sus cuestiones?

—Los hombres son tercos. Y en política cualquier movimiento está mal visto o juzgado por lo que no es. Hace poco, Sarmiento volvía acongojado de la tumba de Dominguito y un periodista publicó que regresaba "tomado" de una juerga nocturna. Eso le dolió mucho.

Cada palabra de Aurelia conmovía más y más a Elizabeth, al punto de sentirse impaciente por llegar al Fuerte y saltar delante de Sarmiento, proclamando que iba a aceptar el puesto de maestra por todo el tiempo que él quisiera.

Aquel hombre tenaz le ganó de mano, gritando primero desde el interior de su despacho. El edecán que Elizabeth ya conocía salió a la carrera y apenas alcanzó a saludarlas de refilón.

—¿Qué habrá ocurrido? —se extrañó Aurelia, y entró en el cuarto.

Encontraron a Sarmiento gesticulando frente a la ventana.

—¿Quién fue? ¡Sólo díganme quién fue! —bramaba.

Parecía que se había cometido un error gravísimo, de seguro en cuestiones de Estado. Elizabeth no entendía cómo Aurelia se animaba a enfrentar al Presidente con naturalidad, como si nada pudiese perjudicarla.

Sarmiento se volvió hacia ellas furioso. Su ceño se había erizado como si estuviese a punto de transformarse en una fiera y Elizabeth recordó el impulso de retroceder que sintió la primera vez.

—Estoy rodeado de imbéciles. No hacen lo que deben y se meten en lo que no saben. Mira acá —y señaló el alféizar de la ventana que apuntaba hacia el foso.

Aurelia y Elizabeth se aproximaron con cautela, sin percibir nada anormal, puesto que miraban la calle, la ribera y la Plaza, cuando lo que el Presidente señalaba estaba ante sus ojos, mucho más cerca, sobre la ventana misma.

—Aquí —dijo, conteniendo la rabia— había un nido de cardenales y un idiota entre mis empleados lo quitó, seguramente pensando en hacerme un favor. ¡Por qué carajo no van a hacerle favores a su abuela!

El estallido asustó a ambas, y Aurelia fue la primera en reaccionar:

—Pues ya su abuela los habrá mandado a freír churros, señor Presidente.

Elizabeth se encogió, creyendo que las dos sucumbirían a la ira del hombre. De pronto, Sarmiento se echó a reír, como si se viese a través de los ojos de ellas.

—Qué viejo loco soy... Miss O'Connor pensará lo peor de mí. Lo que no sabe, Elizabeth —agregó, llamándola por primera vez por su nombre de pila— es que esos pajaritos me hacían compañía cada tarde mientras trabajaba. Y no causaban ningún mal con sus repiqueteos. En fin, las cosas son como son y no puedo pretender que todo vaya según mi gusto. A ver, qué se traen entre manos ustedes dos.

Aurelia empujó hacia adelante a Elizabeth y dijo, exultante:

—La señorita O'Connor acepta el puesto de maestra, donde haga falta.

Esto último casi provocó que Elizabeth se atragantara, aunque la audacia de su amiga valió la pena sólo por ver la expresión radiante de Sarmiento. Poco faltó para que le palmeara el hombro como si se tratase de un correligionario.

—Ya digo yo que las mujeres son el horno donde se cocinan las mejores tortas. ¡Ahora sí! ¡Avanti, pues! ¡Quiero ver ese contrato! ¡Francis! ¡Francis!

Esa tarde, Elizabeth regresó a la mansión Dickson con la bendición del Presidente de la República, la amistad incondicional de Aurelia Vélez, y un extraño cosquilleo en las entrañas, mezcla de desasosiego y entusiasmo.

A su llegada, encontró a su tía agasajando a unas visitas. Una matrona ataviada con un extravagante sombrero de alas negras ribeteadas de blanco se llevó a la nariz los impertinentes para verla mejor, sin duda porque ya habrían hablado sobre ella y deseaba confirmar lo que pensaba.

—Así que ésta es tu sobrina, Florence —comentó, como si Elizabeth fuese una niñita sin permiso para hablar—. Es bonita —reconoció—, aunque se le nota lo irlandés en la mirada.

Atónita ante el comentario, Elizabeth miró a su tía que, con los ojos, le reprochaba haberse presentado así, delatando que viajaba sola y sin aviso por las calles de la ciudad.

—Elizabeth tiene costumbres extrañas para nosotros, Alba. Tendrá que adaptarse de a poco a lo que se le pide a una señorita bien, para que la pretenda un buen partido.

Esas palabras la irritaron más allá de lo conveniente. Poco a poco se le iba aguando el entusiasmo de la decisión que había tomado horas atrás y una rabia creciente se apoderó de su estómago, al punto que necesitó respirar hondo para calmarse. Se quitó los guantes con parsimonia, buscando ese tiempo, y extendió hacia la visita la mano desnuda.

—Mucho gusto —repuso con frialdad.

La señorona la contempló un segundo antes de tomar la mano, y luego se volvió hacia Florence, diciendo:

—No sé en qué estaba pensando mi hermano cuando aceptó esta situación. Traer maestras de Norteamérica, válgame Dios, como si no tuviésemos aquí las necesarias y católicas, además. Pero Mariquita ya se encargó del asunto. Mandamos llamar, a través del cónsul, a dos damas de nuestra religión. Ya llegaron —aclaró, dirigiéndose a Elizabeth— y están alojadas en la casa de mi hermano, con sus correspondientes acompañantes.

—La señora Alba Torres de Sotomayor es hermana del Obispo —explicó la tía Florence, algo nerviosa— y miembro de la Sociedad de Beneficencia.

Elizabeth recordó las expresiones de Sarmiento sobre las Damas de la Sociedad de Beneficencia y su empeño en rechazar a las maestras de credo protestante.

—Las señoras son doña Teresa del Águila y Felicitas Guerrero, viuda de Álzaga —agregó Florence, indicando a las damas jóvenes que observaban la escena.

Elizabeth se encontró con la mirada de la misma mujer de la quinta de Palermo, que la evaluaba con desdén. Vestía de manera elegante, nada estrafalaria como la señora de Sotomayor, y su cabello, recogido en complicados bucles que dejaban escapar algunos rizos sobre la frente y las sienes, daban al rostro pálido un toque de juventud. La señora Del Águila era una dama de gran belleza, tuvo que reconocer con disgusto Elizabeth.

La otra joven, por el contrario, ostentaba una hermosura radiante. Su viudez la obligaba al luto y, sin embargo, aquellas ropas austeras no hacían sino resaltar la tersura de su cutis y la dulzura de los ojos, oscuros y soñadores. Felicitas Guerrero de Álzaga poseía una sensualidad que se manifestaba, sobre todo, en la curva suave de los labios.

Elizabeth se dejó caer en el taburete de terciopelo que su tía le señaló, con el aire de un mártir que camina rumbo al cadalso.

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