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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

La Maestra de la Laguna (11 page)

BOOK: La Maestra de la Laguna
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Un estallido de llanto coronó las palabras de Francisco. Dolores escondió el rostro hinchado entre las manos y sacudió convulsivamente los hombros. Ella también pensaba en Tomasa, que le hubiera servido de consuelo como tantas otras veces, cuando su condición de esposa de un hombre mayor se le hacía insoportable.

—Sí que eres un Balcarce —dijo de pronto, irguiéndose en un patético intento de parecer firme ante su hijo.

—Usted sabe a qué me refiero. Nada tengo para mí en esta casa, todo le pertenece a Dante y prefiero que se respete eso. No quiero pretender cosas que no me corresponden.

—Hijo, yo puedo hablar con tu... con Rogelio y pedirle que te emplee en la compañía. Serás un empleado más y recibirás tu paga, no se te hará un regalo. Hasta puedes vivir en la casa de Flores. Allí hay...

—Basta, madre —la interrumpió Francisco.

Le urgía irse antes de que alguien más apareciese en el saloncito donde estaba teniendo lugar la discusión. Los postigos entornados y una penumbra bienhechora suavizaban el dolor que atravesaba los rostros de ambos. Dolores se colgó del brazo de su hijo, suplicando de modo histérico, sin advertir que estaba siendo arrastrada hacia la puerta por el paso inflexible de Francisco.

—Déjalo.

La voz estentórea cortó el llanto de súbito.

—Quiere irse, déjalo.

—¿Cómo puedes... cómo puedes permitirlo?

Don Rogelio miró la cara deformada de su mujer, los hombros caídos, las manos apretando la mantilla hasta desgajarla y, en el fondo de su ser, sintió una pizca de compasión por aquella hermosa hembra que lo había conquistado cuando él era un viudo todavía atractivo y necesitado de hijos que continuaran su apellido. Dolores Balcarce lo había cautivado con su hermosura morena, tan distinta de la languidez de su primera esposa, demasiado frágil para concebir, que había muerto de fiebres al parir a su primogénito, el que la siguió a la tumba dos días después. Lo fastidiaba el temperamento sentimental de su segunda esposa. Demasiado impulsiva, propensa al llanto y a la alegría desbordada, resultaba una mujer difícil de tratar. Parecía temerle y, cuando él deseaba compañía, se mostraba silenciosa y sufriente, como si se encaminase al cadalso. Por fortuna, no tenía que ir muy lejos para encontrar brazos más efusivos y complacientes. La calle del Pecado era bien conocida por todos los que buscaban placeres cortesanos y diversión despreocupada. Lo único que le molestaba era encontrarse con alguna cara conocida que pudiese avergonzarlo. Como la de su hijastro, que aquella fatídica noche lo había visto salir del lupanar con unas copas encima y se lo había reprochado. ¡Qué se creía el mocito! Decirle a él lo que era la decencia, cuando su propia madre lo había concebido fuera del matrimonio. Así se lo hizo saber, en medio de la calle polvorienta, bajo la luz de gas de la farola y envuelto en los vapores del alcohol. Mejor que supiese antes que tarde cuál era su verdadera posición en la casa, pues ya estaba harto de los aires de mandamás que se daba el joven. Verlo vestido con chaqueta de viaje y rodeado de bártulos le produjo una intensa satisfacción. Nunca había podido tragar del todo ese traspiés de Dolores, ni siquiera sabiéndolo justificado.

Rogelio ignoró el dolor de su esposa y comentó con ironía:

—El que se va sin que lo echen, vuelve sin que lo llamen, dice el refrán.

Francisco sostuvo la mirada de su padrastro con sus ojos apenas visibles entre los párpados caídos, tratando de que se notase todo el desprecio que de pronto sentía por aquel hombre que los había sermoneado sobre la moral y la caridad cristiana, para después desmentir con sus obras lo mismo que pontificaba.

—No pienso cumplir con el refrán —repuso con frialdad—. No voy a volver.

Dolores dejó escapar un gemido agónico y volvió a acercarse a su hijo, que retrocedió.

—Adiós, madre. Piense que la quiero. Nunca deje que la convenzan de lo contrario —y miró a don Rogelio, para que quedase claro de quién podía esperarse ese convencimiento.

—Fran, hijo, si me quieres de verdad no te alejes así de mí. Puedes vivir cerca, en cualquier parte donde yo pueda verte. Piensa que si muero un día, nunca te veré de nuevo... —otro sollozo ahogó las palabras, fastidiando a Rogelio Peña, que detestaba las escenas.

—No hables de muerte todo el tiempo, mujer. Sabes que me crispa.

Francisco miró a su madre con un atisbo de ternura. En un arrebato, la atrajo hacia su pecho y la abrazó, tratando de infundirle fortaleza, la misma que él estaba intentando mantener en esa despedida. Le susurró al oído, protegiendo del padrastro la intimidad que siempre había reinado entre ellos:

—Adiós, madre, sea fuerte. Voy a estar bien. No seré el primero que pruebe fortuna lejos del hogar, después de todo. Le prometo —añadió, en un rapto de debilidad— hacerle saber de mí cuando me instale.

Una mentira piadosa. Su secreto debía seguir oculto, no quería ser visitado cuando la enfermedad lo convirtiese en un paria. Sólo sabía que tendría que irse lo más lejos posible.

—¿Llevas dinero suficiente? —se alarmó de pronto Dolores. Le desgarraba el pecho ver partir al hijo de sus amores como un ladrón, con lo puesto. A pesar de que ya no era un niño en ningún sentido, su corazón de madre lo sentía como tal, desprotegido y necesitado de cariño. Lo estrechó entre sus brazos, apoyando la cabeza sobre el fornido pecho.

—Te amo —musitó llorosa.

—Y yo a usted. Siempre.

Un carraspeo los devolvió a la realidad de la separación. Francisco tomó a Dolores por los hombros y la apartó con dificultad, pues la mujer parecía prendida de sus ropas. No quiso mirar su rostro desfigurado por el llanto ni tampoco el impasible de su padrastro, que continuaba parado como una columna en el quicio de la puerta. Se inclinó para recoger el baúl donde había metido algunos libros, sus cigarros y pocas ropas y se dirigió al portón de entrada. Lo abrió de un tirón y salió al zaguán, protegido de los ruidos de la calle por la puerta cancel. Afuera, densos nubarrones anunciaban la tormenta. Un cornetazo surgió entre la neblina y Francisco se detuvo en seco para dejar pasar al jinete uniformado en verde que anunciaba el paso del tranvía tirado por caballos. Las campanillas de los arneses ratificaban que se acercaba el novedoso medio de transporte público que reemplazaría a los carruajes. Francisco se lanzó a cruzar las vías esquivando el convoy, presuroso por cortar el lazo que lo ataba a la casa familiar, ubicada justo enfrente de la línea. No pudo evitar volver el rostro un segundo antes de que el ruidoso tranvía se interpusiese, a tiempo de contemplar a su madre en la ventana, a través de los postigos abiertos, una figura desolada que buscaba con desesperación la imagen amada para retenerla en la memoria. Francisco reanudó la marcha a paso forzado, con el corazón oprimido y la mandíbula tan apretada que le crujía. Los ruidos urbanos ahogaron sus pensamientos y le permitieron cerrar su mente a todo lo que no fuese planear su vida futura. A partir de ese momento, ya no sería un Peña y Balcarce. Buscaría un nombre ficticio y se labraría una existencia nueva, durara lo que durase. Ya no le importaba.

Un trueno lejano traía olor a tierra mojada. Buenos Aires, que iba camino de convertirse en una gran ciudad, por el momento seguía siendo apenas una Gran Aldea.

No lejos de allí, Ña Lucía aguardaba silenciosa a que su patrona terminara de abrazar a la "señorita maestra", como se había empeñado en llamar a Elizabeth desde que supo que iría a desempeñarse en una escuelita de esas que el Presidente estaba ansioso por sembrar en toda la República. Para Lucía, una negra pobre, la instrucción se le antojaba un tesoro. Si hubiese tenido hijos, habría querido que fuesen a la escuela y gozaran de las oportunidades que ella no tuvo. En Buenos Aires no había tanto remilgo con la servidumbre, bien podía decirlo ella, que se sentía parte de la familia de los patrones. Y si se alejaba de su casa era porque la señorita Aurelia se lo había pedido, para cuidar de "Miselizabét" hasta que se estableciera. Tampoco le vendría mal cambiar de aires. No conocía la campaña y no temía a las incomodidades. Además, se sentía útil. Su presencia sería indispensable para que "una de las maestras" hiciese su trabajo. Cuidaría muy bien de aquella jovencita, sí señor, nada le pasaría mientras la negra Lucía estuviese cerca. Podía jurarlo ante la Virgen de Montserrat.

Elizabeth oprimió una vez más las manos de Aurelia Vélez con afecto.

—Me gustaría tanto que viniera conmigo. Sería otra cosa con usted. Sé que tiene cualidades para dirigir una escuela. La he visto dirigir asuntos más complicados acá en la ciudad, con su padre.

Aurelia sonrió con tristeza.

—Es que cuando una se ve obligada... Además, no puedo dejar sola a Rosarito. Otra vez está delicada y yo soy la que mejor la comprende. Tatita es hombre y mi madre sufre demasiado al verla decaída. Ya sabe cómo es eso de los hijos.

—No, no lo sé, y temo saberlo. Pensando en mi madre, me maravilla que me haya dejado partir, siendo yo lo único que tiene.

La pena ensombreció los ojos almendrados de Elizabeth al mencionar lo que desde hacía tiempo era su principal preocupación.

—No piense en cosas tristes, que necesita de toda su fuerza para los alumnos de allá.

—Y su hermanita, ¿se pondrá bien?

—Dios lo quiera —suspiró Aurelia—. Rosario es débil de los pulmones y el aire húmedo de Buenos Aires no le sienta. Por eso cada tanto vamos a Arrecifes, aunque en realidad deberíamos ir a Córdoba. Aquel aire serrano es lo que necesita.

—Córdoba —repitió Elizabeth—. No está cerca de donde vamos, ¿no?

Aurelia se echó a reír con una risa grave aunque juvenil, y Ña Lucía sonrió. Reía tan poco esa patrona suya, herida por la vida y su situación social, que la amistad de la "señorita maestra" era lo mejor que le había pasado hasta ahora. Lástima que no pudiera quedarse más tiempo.

—No, ¡qué va! Córdoba está justo en el centro del país. Es una provincia grande y hermosa. Allí nació Tatita, en un pueblo de montaña llamado Amboy. El podría haberse quedado en la ciudad capital donde estudió, pero los asuntos se cocinan en Buenos Aires. Si hay que hacer algo, deberá ser desde aquí. Y el lugar adonde usted va queda en otra dirección, sin duda una bella tierra también, aunque sospecho que el clima será más riguroso. Oí mencionar algo acerca de una laguna.

—¿Otro río que parece mar? —sonrió Elizabeth.

—No conozco el sitio. Ya lo verá usted y me contará los detalles, pues no pienso quedarme en ayunas sobre su nuevo trabajo. Escríbame, Elizabeth, será un soplo de frescura para mí recibir sus cartas.

—Desde luego, lo haré —prometió la muchacha emocionada.

Aurelia abrazó por última vez a su joven amiga y le dio un empujoncito para que subiera por fin al carro que la llevaría hasta las vías del ferrocarril, rumbo al sur. Allá donde el trazado de los rieles concluyera, tomarían otro carricoche que las alcanzaría hasta el lugar de destino. No iban solas, Sarmiento había dispuesto una escolta armada para transitar los caminos que a veces eran sólo una huella. Le preocupaba la seguridad de las viajeras, aunque Elizabeth no era remilgada ni temerosa, como lo había demostrado al embarcarse hacia la Argentina.

Si bien en el este de los Estados Unidos la sociedad era progresista y las ideas renovadoras permitían libertades a las mujeres, en las pampas todavía no se acostumbraba que las jóvenes se manejasen a su antojo, salvo en Buenos Aires, donde las porteñas hacían gala de independencia en sus paseos de compras por las tiendas.

En un coche de alquiler, bien acomodadas una junto a la otra y cubiertas las piernas con una manta de lana, Elizabeth O'Connor y la que desde ese momento sería su sombra, Ña Lucía, emprendieron el viaje hacia el interior del país, un mundo en el que todavía no se habían acallado los ecos de los malones y donde los pueblos eran míseros caseríos desperdigados en medio de la inmensa planicie a la que los conquistadores españoles dieron el nombre que sonó en sus oídos de boca de los mismos indios: "pampa".

En una casa de la calle de la Defensa, los postigos enrejados y el portón de recios paneles ocultaban la intimidad de una escena clandestina: en uno de los dormitorios del segundo patio, allí donde las familias resguardaban su privacidad de los ojos de los visitantes, un hombre y una mujer se fundían en un abrazo. La penumbra amparaba a los amantes. Sobre la cama de alto respaldo, enredados entre las sábanas, los cuerpos desnudos ataban y desataban mil posturas distintas, procurando que la servidumbre, que dormía en los cuartuchos que daban al tercer patio junto al gallinero y la huerta, no escuchase los suspiros ni los gemidos.

La mujer se estremecía bajo las caricias osadas del hombre, deseando que esa tortura deliciosa no acabara jamás. Presentía que algo grave ocurría. El no habría ido a visitarla un día cualquiera, en plena tarde, si no tuviese motivos urgentes. Y temía escucharlos, porque se estaba enamorando de su
partenaire.
Lo que había comenzado como un capricho de mujer casada y aburrida estaba a punto de consumirla, pues no estaba lista para sufrir por aquel joven que frecuentaba su cama en ausencia del esposo.

Él la penetró una vez más, meciéndose sobre ella con lentitud, buscando prolongar el éxtasis, observando en las sombras cómo la mujer curvaba el labio en una mueca de placer y cerraba los ojos, incapaz de resistir un segundo más.

—Ahora, querido... ¡Ahora! —exclamó, subiendo un tono los susurros.

—Shhh... Evangelina va a oírte.

La mención de la doncella en un momento como ese fastidió a Teresa, que abrió los ojos.

—No hables, sólo ámame —exigió.

Él sonrió y aceleró el ritmo, dispuesto a dejar un buen recuerdo en aquella hembra insatisfecha. La aventura lo estaba cansando, sobre todo por la necesidad de ocultarse en todo momento y evitar las reuniones que el señor Del Águila frecuentaba. Teresa era bella y ardiente, aunque muy posesiva para ser casada. Debería haber aprendido que de los amantes ocasionales no se puede pedir fidelidad.

El punto agónico llegó entre jadeos y ambos se desplomaron, exhaustos. Había sido intenso. Francisco estaba tan vacío como antes, mientras que Teresa sonreía satisfecha como una gata mimada. Se desperezó bajo el peso del hombre y le acarició el rostro humedecido por el sudor antes de formular la temida pregunta:

—¿A qué se debe esta visita inesperada? No me diste tiempo de arreglarme para ti, bandido. Sabes que para una mujer eso es delito.

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