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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

La Maestra de la Laguna (86 page)

BOOK: La Maestra de la Laguna
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Una quietud anormal pesó sobre la hora del mediodía. Tan acostumbradas estaban a los ruidos habituales del monte, que de inmediato ambas mujeres levantaron la cabeza, mirándose.

—¿Qué es eso?

—Parece que los pájaros se callaron de golpe —susurró Cachila.

La actitud temerosa de la joven alarmó a Elizabeth, que se levantó para verificar que la puerta estuviese cerrada. Al hacerlo, le pareció que una sombra se guarecía tras la pared de la casa.

—¡Pronto! —animó a Cachila—. ¡A escondernos en el dormitorio!

De todas las habitaciones, era la que tenía ventana más chica. Cachila no se hizo repetir la orden. Salió disparada y poco le faltó para meterse debajo de la cama del matrimonio.

—¿Qué es? ¿Quién vino? —balbuceó.

Elizabeth comprendió que de aquella muchachita no podía esperar gran ayuda, de modo que decidió actuar: tapó la ventana con una de las mantas que cubrían los baúles y trabó la puerta con ayuda de una silla. Luego hizo señas a Cachila para que no hablase, algo inútil, pues la chica estaba muda de espanto. En su febril imaginación, veía toda clase de esperpentos cernirse sobre ellas. Para Elizabeth, el peligro tenía contornos humanos bien definidos, no creía en apariciones ni monstruos. Si había alguien afuera, era de carne y hueso.

Las mujeres aguardaron silenciosas, tratando de captar cualquier sonido que denunciase la presencia extraña. ¡Cómo deseaba que Francisco apareciera en ese instante! Olvidada de su enojo, pensó en él con todas sus fuerzas, como si pudiese atraerlo con el pensamiento. En puntas de pie avanzó hacia la ventana, arrastrando a una asustada Cachila que ejercía fuerza en sentido contrario.

—Ssss... —susurró Elizabeth—. Sólo quiero espiar.

—Ay, no, señora, no lo haga. ¿Y si está tras la cortina?

Era una posibilidad, no obstante, Elizabeth no podía permanecer más tiempo allí escondida, sin saber qué estaba ocurriendo en su propia casa. El otro hombre, Silvio, ya debería haber llegado. ¿Dónde estaba? Un miedo cerval recorrió su espalda. Podrían haberlo matado. Pensar en eso le dio el valor de avanzar y, con mucho tiento, descorrer un poco la manta, atisbando la luz de afuera. Todo estaba en orden: el patio de tierra donde se apilaban los fardos, el cerco de pitas alrededor, las barbas de los pajonales meciéndose con la brisa, aunque recién respiró aliviada cuando observó a las calandrias picoteando el suelo con el desparpajo habitual.

Se había ido. Quienquiera que fuese, ya no estaba allí.

Unos cascos retumbaron, acercándose desde el norte.

—Ay, señora...

—Calla. Debe ser Silvio. Vamos a ver.

Ignoró los lamentos de Cachila y salió a la cocina, desde donde se avistaba el camino. Era Silvio. Galopaba con furia, presintiendo que estaba en falta.

Al llegar, desmontó de un salto y casi se cuadró ante la figura de Elizabeth, que abría la puerta.

—Usted perdone, señora, me retrasé boleando perdices. Mire —y extendió ante ella una rama de donde colgaban en hilera tres aves gordas—. No es para que me perdone el retraso, señora, pero quise sorprenderla con un regalo. Como tienen tanto trabajo acá, y sólo la Cachila para ayudar, pensé...

Elizabeth reaccionó enseguida.

—Gracias, Silvio, me vienen muy bien estas perdices. Justamente había encomendado a Faustino que me trajese un pavo de la casa, pero ahora con esto creo que me las arreglaré mejor.

El mozo se sintió satisfecho de haber colaborado y anotarse un punto por sobre el otro. Andaba medio rascado porque la joven sirvienta miraba a Faustino como si el tipo fuese un dulce para comérselo. A él no le importaba la mocosa, pero un hombre tenía su orgullo.

—De nada, señora, que las disfruten.

Elizabeth prefirió no alertar a Silvio, pues en verdad no habían visto nada, y no quería dar la impresión de ser una pueblerina asustadiza. Al parecer, el peón no había notado nada extraño. Cargando las perdices, entró en la cocina, dispuesta a emprender la tarea de desplumarlas.

A Francisco se le hacía largo el día de trabajo. Había partido sin desayunar, más que deseoso de abandonar la casita. Los silencios de Elizabeth, cargados de reproche, le resultaban insoportables. Más de una vez estuvo a punto de ceder y, en ese instante, la imagen del libro de tapas azules le volvía a la mente para avivar su enojo. Si tan sólo le hubiese dicho que tenía aquel recuerdo de Julián... entonces, tal vez él, magnánimo, le habría quitado importancia. Descubrirla en el engaño atizó su temperamento, de por sí arisco. A las seis, impaciente por saber qué estaba haciendo su esposa, decidió dar por terminada la jornada. Se despidió de los peones, sorprendidos al ver que retomaba su antigua costumbre de regresar temprano, pues en los últimos tiempos había compartido el mate con ellos en el galpón hasta el anochecer.

Al enfilar hacia el monte, contempló el cielo surcado de jirones rosados.

"Mañana hará buen tiempo", pensó. "Le propondré a Armando cabalgar hasta el límite sur para ver las vacas de por allá."

Gitano lo llevaba al paso, disfrutando el aire del atardecer y los trinos de las aves que buscaban refugio en la arboleda. El monte donde su casa se alzaba se veía como una mancha difusa y amenazante. Era razonable que Elizabeth desease vivir en otro sitio. Pensó si no estaría siendo demasiado terco al rechazar la parte que le correspondía por línea materna. Una imagen repentina de Elizabeth acunando al niño, con trazas de pobreza y las manos ajadas de tanto trajinar, le produjo un estremecimiento. Recordó las palabras de Julián, teñidas de amenaza: "No pensarás llevarla al altar vestida de paisana... Elizabeth es una dama y se merece una boda decente".

No estaba siendo justo con Elizabeth. Ella no pedía nada y, sin embargo, eso no significaba que no lo añorara. ¿Por qué ser más duro con su esposa que con cualquiera de las mujerzuelas que habían compartido su lecho? Ella iba a darle un hijo. Ese pensamiento lo hizo apurar el paso para llegar pronto. Hablaría con su esposa. Empezaría él mismo por cumplir la promesa de sinceridad, hablándole de su verdadera sangre, la parte india. Si Elizabeth era como su madre decía y como se había mostrado hasta ahora, lo aceptaría. Claro que, de sólo imaginar un gesto de repugnancia en su boca, se le congelaba el corazón.

Al llegar a unos zarzales espesos donde solían ocultarse los zorros, Francisco percibió que Gitano se tensaba bajo sus piernas.

—¿Qué te pasa, viejo? —le dijo, en tono amistoso.

Se había acostumbrado a hablar con su caballo en las largas recorridas por la estancia, cuando su mente se cansaba de elucubrar estrategias para resolver su vida. Gitano resopló, alzando la cabeza y echando las orejas hacia atrás. Esa actitud puso en guardia a Francisco. Llevó su mano al cinto para palpar el revólver. Aquellos pajonales estaban demasiado quietos. No vio el movimiento, lo sintió en las venas. Un golpe seco lo bajó del caballo y, antes de poder distinguir a su atacante, olió la grasa de potro y escuchó un alarido bajo de triunfo cuando el pampa lo desmayaba de un trancazo.

Caía la noche y Francisco no aparecía. Elizabeth disimulaba su inquietud revisando una y otra vez la fuente donde había aderezado la carne con tomates y ajíes traídos de la casa grande. El pobre Faustino se había sentido ofendido al ver que el pavo que con tanto esfuerzo había conseguido no sería la cena de esa noche y, más aún, al enterarse de que la perdiz la había traído Silvio. Elizabeth ordenó a Cachila que le sirviese una limonada con azúcar para endulzarlo y vigilaba desde la cocina el intercambio de los tórtolos.

Al cabo de dos horas de aguardar con la mesa puesta, comenzó a enojarse. ¿Hasta cuándo la torturaría su esposo con los desplantes? Se iba casi sin despedirse, volvía lo más tarde que podía, a veces oliendo a ginebra por haber compartido un juego de naipes con la peonada. Esta situación se acabaría o ella terminaría mudándose a la casa grande con Cachila. Que se arreglara solo. Armando Zaldívar no le negaría refugio a la nuera de Dolores Balcarce. Lamentó que doña Inés no estuviese. En ella tenía a una mujer de su misma condición para desahogarse.

—"Misis", ¿comemos solas otra vez? —preguntó con imprudencia Cachila.

Elizabeth frunció el ceño con disgusto.

—Lleva la fuente a la mesa, Cachila. Que el patrón coma cuando venga.

Se dirigió al dormitorio sin saber bien qué hacer. Con todo lo enojado que parecía, Francisco nunca había llegado tan tarde. Se sentó en el borde de la cama y su mano tocó la pechera del vestido de modo instintivo. La medalla ya no estaba allí, lo sabía desde hacía mucho. Imaginó que se le habría caído a lo largo de aquella peregrinación descabellada a la que la sometió Jim Morris. Buscó el rosario que guardaba en su estuche y lo oprimió contra sus labios, rezando mentalmente. Detuvo la mirada en la muñeca. La había colocado sobre el baúl de su lado, pero Francisco no dijo nada al verla. Su esposo era un hombre inescrutable, nunca se sabía qué estaba pensando ni por qué se enojaba de repente, sin que hubiese sucedido nada. Y a pesar de que no quería admitirlo, lo extrañaba en todos los sentidos, añoraba también el calor que desprendía su piel, la manera posesiva en que la envolvía con sus brazos, la fuerza de sus besos, que la asustaba y complacía a la vez. Se tocó los labios y llevó la mano hacia el vientre, transmitiendo calor al bebé que crecía en su interior.

—Tendrás un padre muy severo, mi niño —murmuró—. Deberás acostumbrarte a él como lo hago yo. O como lo intento, al menos.

La voz de Cachila atravesó la puerta:

—Señora, la comida se enfría.

—Ya voy, Cachila, ya voy.

Con desgano, se dirigió al comedor y tomó su lugar junto a la cabecera, al lado del plato vacío de su esposo. La casita, despojada de adornos, le parecía más desnuda sin la presencia reconfortante de aquel hombre que todavía era un extraño para ella.

A la mañana siguiente, Elizabeth estaba de un humor desconocido hasta para sí misma. Francisco no había dormido en la casa. Llevada por un impulso vengativo, ordenó a Cachila que recogiera algunas cosas y a Faustino que las llevara hasta la casa grande. Ya le enseñaría a su esposo de qué madera estaban hechos los O'Connor.

Don Armando Zaldívar se hallaba en el patio, compartiendo unos mates con su capataz, y al verla llegar con un lío de ropa entre los brazos creyó que aquella mujercita eficiente traía la colada de la semana para lavarla en los piletones de la estancia. Le extrañó, sin embargo, que no hubiese delegado esa tarea en su sirvienta. La vio avanzar hacia él con determinación.

—Buenos días, Elizabeth.

El tono afable la frenó un poco en su arrebato.

—Buenos días, don Armando. ¿Podría hablarle en privado un momento?

Armando Zaldívar miró a Cachila primero y luego a Faustino, que parecía tan incómodo como ella. Sospechó que Elizabeth podía estar quejándose del servicio, aunque sabía de su carácter comprensivo y tolerante. Pasó el mate a manos de Rufino, el capataz, y encaró la situación con su habitual aire campechano.

—No me diga que tiene problemas con estos dos —comentó, algo risueño.

—Oh, no, de ninguna manera. Quería hablar con usted de un tema personal.

El hombre acomodó su paso largo al de la joven y sacó un cigarro del bolsillo mientras aguardaba a que Elizabeth comenzara.

—Verá, don Armando, estoy muy agradecida por la ayuda que nos brindaron ofreciéndonos la casita del monte, pero...

—La vida es dura allí, lo sé. Nunca estuve de acuerdo con eso, aunque su esposo no es hombre fácil de convencer.

Ella elevó sus ojos al cielo.

—Más difícil de lo que piensa, don Armando. Como le digo, no estoy quejándome del lugar, sino de la forma en que debo vivir allí, sola casi por completo.

—¿Sola? —de modo inconsciente, Armando giró la vista a su alrededor.

No había visto a Fran ese día y supuso que habría iniciado sus trabajos desde el monte, sin pasar por la casa grande. Pensándolo mejor, esa actitud le resultaba extraña. El hombre solía aparecer muy temprano para recibir órdenes, por muy incómodo que le resultase a él dárselas, sabiendo que no era un simple peón de campo.

—Mi esposo se ausenta mucho, sin duda porque sus tareas se lo exigen. El caso es que preferiría permanecer más cerca de la gente, por si acaso. Doña Inés me lo había ofrecido antes de partir y yo no sabía si sería necesario, aunque ahora...

—Desde luego, mi niña —dijo enseguida Armando, al tiempo que se preguntaba qué demonios le pasaba a Francisco—. La casa es toda suya. Bastante se extraña la presencia femenina en estos días. Acomódense en la habitación que más les plazca y háganme saber todo lo que necesiten. No bien vea a su esposo, le diré que está instalada. "Y le daré un buen rapapolvo", agregó para sí.

Elizabeth agradeció la franqueza con una sonrisa y de inmediato hizo señas a Cachila para que acercase los pocos bártulos que habían acarreado. Ya habría tiempo de ir por más, cuando se organizara mejor. Don Armando las vio dirigirse al interior de la casa con el ceño fruncido. Aquel asunto nunca le había gustado. Someter a una dama como Elizabeth O'Connor a la rudeza de la vida de frontera era un disparate que, por muy orgulloso que fuese Francisco, no tenía derecho a imponer a su nueva esposa. Armando sabía que el joven estaba peleado con su padre y no deseaba vivir a expensas de la fortuna que Rogelio Peña había amasado con el comercio, pero de ahí a convertirse en empleado en la casa de los padres de su mejor amigo había un gran trecho. Tendría que poner ciertas cosas en claro con aquel muchacho terco antes de que hiriese los sentimientos de la joven maestra.

Al mediodía, la preocupación de Armando Zaldívar tomó otro color. Francisco no aparecía por ningún lado y nadie lo había visto esa mañana, ni siquiera en los campos del sur, adonde el joven insistía en ir para echar un vistazo. Más tarde, supo por Faustino que faltaba de la casita del monte desde el día anterior, lo que terminó por alarmar al estanciero.

Esa conducta era impropia de un hombre responsable y, por muy cabezón que fuese Francisco, Armando sabía que no era capaz de dejar a su esposa sola y sin explicaciones durante la noche. Mandó un chasqui al Fortín Centinela y comenzó a organizar una partida de búsqueda con disimulo, para no preocupar a Elizabeth. Al atardecer, sus hombres le llevaron la noticia que temía: Francisco había sido capturado cerca del límite del monte. Huellas recientes y un pañuelo rojo sucio de tierra era todo lo que necesitaba para comprender lo ocurrido. Un secuestro.

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