Don Alfredo

Read Don Alfredo Online

Authors: Miguel Bonasso

Tags: #Relato, #Intriga

BOOK: Don Alfredo
5.25Mb size Format: txt, pdf, ePub

 

El hombre recibe el aviso de la misteriosa Central y emprende la fuga hacia la tierra de la que salió pobre treinta años antes. Es el empresario más rico del país, pero sus miles de millones de dólares no le sirven: el Poder le ha soltado la mano. Lleva apenas un bolso, un maletín y un escurridizo teléfono satelital por el que debería llegar la señal salvadora y en el que sólo escucha el balbuceo de la muerte. Viaja a encontrarse con su destino, acompañado por un fiel ayudante, que maneja la 4 x 4 por los caminos de Entre Ríos.

Así arranca la saga de
Don Alfredo
, acompañando la intimidad de Yabrán en las horas que precedieron al enigma de una muerte que para muchos argentinos sigue siendo un montaje alucinante; la última de sus estratagemas. Y este relato terminal, helado y sórdido como la más dura de las novelas negras, discurre en paralelo con la revelación de una vida que el protagonista siempre quiso mantener en el mayor de los secretos; la increíble parábola del 'turquito ambicioso' que vendía helados en el pueblo de Laroque y llegó a convertirse en un Estado dentro del Estado.

Con el ritmo y la riqueza de los mejores thrillers, la apasionante investigación de
Miguel Bonasso
responde a las inquietantes preguntas que se dispararon junto con el escopetazo de San Ignacio: ¿Quién era realmente Alfredo Yabrán? ¿El mafioso que describen sus enemigos o el padre tierno, el amigo leal, el visionario genial que describen sus seguidores? ¿Por qué estaba rodeado por un aparato de antiguos represores? ¿Cómo hizo para edificar su imperio en tan poco tiempo? ¿Fue el testaferro del 'botín de guerra'? ¿Cuál era su verdadera relación con Menem? ¿Por qué lo persiguieron Cavallo y Duhalde? ¿Qué lugar ocupa su debacle personal en la declinación del menemismo? ¿Qué papel jugó el Departamento de Estado en su caída? ¿Ordenó realmente el asesinato de José Luis Cabezas o fue víctima de una conspiración urdida en los sótanos del poder?

Miguel Bonasso

Don Alfredo

ePUB v1.0

GONZALEZ
06.11.11

Colaboraron en la investigación:

DANIEL ENZ

PALOMA GARCÍA

ANDRÉS KLIPPHAN

ANA DE SKALON

© 1999, Miguel Bonasso

© 1999, Editorial Planeta Argentina S.A.I.C.

Independencia 1668, Buenos Aires

Grupo Editorial Planeta

ISBN 950-49-0116-6

Hecho el depósito que prevé la ley 11.723

Impreso en la Argentina

A mis cuates:

Jorge Denti, Francis Pisani, Luis Javier Solana,

Paco Ignacio Taibo II, Marco Tropea y Jan van der Putten

A Carlos Dutil
,
in memoriam

1

El hombre no conocía la expresión colombiana "volver sobre sus pasos", pero estaba llevándola a la práctica desde abril. Desde que los jueces de la Cámara rechazaran el hábeas corpus de Ríos y él se sintiera asfixiado por un cerco de abogados, periodistas y políticos. La cosa sería ahí nomás, en su tierra, en esa estancia todavía fría y deshabitada que había armado, juntando dos campos, para sus tres hijos. Afuera, la llanura se combaba como si buscara la orilla de un río invisible y más allá del césped inglés y las palmeras del casco nuevo, el monte vecino le sugería que la fuga seguía siendo posible, contradiciendo la sentencia que ya se había autodictado. Cada tanto el hombre espiaba sus posesiones a través de los ventanales de la sala de juegos y hasta se permitía fastidiar al pobre Leo con una presunta broma:

—Ya vas a ver que hoy viene a buscarme la policía.

El muchacho protestaba y él volvía a escudriñar el primer paisaje de su vida, con los ojos rojos de no dormir, acechando la polvareda de los coches, la inexorable llegada de la partida.

El chiste de mal gusto se repitió durante todos los días que precedieron al miércoles 20 de mayo. Pero esa mañana, casualmente, no dijo nada. En el aparato de sonido, que causaba la admiración de Leo porque admitía cinco CD a la vez, se escuchaba la voz de Celine Dion cantando "My heart will go on", el tema central de la película
Titanic.

Tal vez se preguntó por primera vez en su vida para qué servía una fortuna de cinco mil millones de dólares y haber actuado como el poder detrás del trono con los militares, los radicales y el menemismo. "Vos sos infinitamente más grande que esos mugrientos", había aullado su hermano el
Toto
cuando se encontraron allí, en San Ignacio, la mañana del viernes 15, pocas horas antes de que se cumpliera el pronóstico de la Central y de que la agente de la Policía Bonaerense Silvia Belawsky lo acusara en Dolores de ser el autor intelectual del asesinato de José Luis Cabezas, precipitando el pedido de captura que ya aguardaba sobre el escritorio del juez José Luis Macchi.

En rigor, no necesitaba la persecución judicial para saber que había perdido. Que la maldición de la foto había dado en el blanco y el poder que ocupaba el trono le había soltado la mano. Mucho antes del último encuentro —secreto— con uno de esos personajes que el viejo
Toto
llamaba "los mugrientos".

Se había despedido de la familia la noche del jueves 14, cuando la Central le aconsejó la fuga a toda marcha. Pero la real despedida, la que sólo él conocía, se había producido dos semanas antes, en la misa celebrada para bendecir La Selmira, la última gema del imperio agropecuario de Yabito. Diez mil hectáreas que muchos años antes habían pertenecido al gringo Roger Guilmour y a los Blaquier, y por las que había pagado quince millones de dólares. Una maravilla, con coto de caza incluido; sin embargo, distaba mucho de ser su campo favorito. Allí escuchó junto a su familia, bajo el rumor del viento entre los eucaliptos, el sermón de Pililo Jeannot, el octogenario "cura gaucho" de Larroque, que dedicaba palabras de aliento para Alfredo, el más admirado de sus feligreses, aunque para Domingo Cavallo fuera un mafioso. Allí vio, alineados en la liturgia, a su mujer de toda la vida, María Cristina Pérez, y a sus hijos: el primogénito Pablo, siempre tan dócil; el inquietante y entrañable Mariano, que tantos disgustos le había dado, y la princesita Melina, a la que algunos amigos de la familia consideraban la más inteligente del trío. En la segunda fila estaba José Felipe Yabrán,
Toto,
el más cercano de sus hermanos mayores, acompañado por su mujer correntina y sus hijos. Allí les dijo adiós mentalmente a Cristina y a los chicos, aterrado, probablemente, por lo que había vivido unas horas antes en la María Luisa, otra de sus estancias en el sur de Entre Ríos. El juez Macchi iba a pedir su captura en cualquier momento y sólo un milagro podría salvarlo.

El viernes 1° de mayo, los vecinos de la bucólica Colonia Elías se sobresaltaron con un espectáculo digno de una producción cinematográfica: el alboroto producido por un ruido de aspas en el cielo y una ominosa caravana de autos y camionetas en el camino de ripio que va desde la ruta a Gualeguaychú hasta el sendero de acceso a la María Luisa, más los mil metros de polvo y terracería que conducen a un pórtico de piedra blanca, coronado por un arco de hierro forjado al que ningún lugareño pudo acercarse, porque setecientos metros antes, hombres gruesos y oscuros como sus anteojos habían cerrado el paso. Esos hombres, según los paisanos, "no parecían custodios de Don Alfredo", sino "pesados de algún poronga venido de la Capital".

Siempre se dijo —y así consta en la causa, en el testimonio de Andrea Biordo, la mujer de Leonardo Aristimuño— que Alfredo Yabrán, después de pasar por La Selmira, se instaló en San Ignacio hasta el momento del escopetazo. Sin embargo, hay quien lo niega. Es alguien que siguió sus pasos, pero no puede dar la cara. El primer Garganta Profunda de este relato.

Según Garganta Uno, el hombre pasó por San Ignacio, recorrió el casco viejo y el nuevo y volvió en secreto a la fastuosa Mansión del Águila (que en otros tiempos perteneció a los dueños de la fábrica de chocolates Saint), erigida en el centro de un terreno de dieciséis mil metros cuadrados, en Martínez. Un gozoso parque que desciende hacia el río, circundado por una alta muralla de ladrillos, en la que sobresalen, de trecho en trecho, las casetas que ocupan rotativamente los treinta custodios que Bridees apostaba en el lugar y que Yabrán insistía en llamar "vigiladores". Los guardias conocían bien a ese muchacho amable y sencillo que andaba de arriba para abajo con el Jefe, y le franquearon el acceso por el portón enrejado de la calle Pueyrredón, sin sospechar que, acostado en el piso del asiento trasero de la 4 X 4, venía Don Alfredo. En una de sus clásicas piruetas, a menudo cargadas de ironía, el Hombre Invisible —que en los setenta se presentaba como "el señor Ferrari"— había decidido entrar de incógnito en su propia casa y esconderse en el lugar más obvio.

El jueves 14, a las 10 de la noche, Leo y su jefe repitieron la maniobra en sentido inverso. El Sospechoso Número Uno de la Argentina salía de su imponente vivienda escondido en el asiento trasero de la camioneta japonesa, soñando con volver algún día a la Mansión del Águila, donde quedaba su familia, la aparente razón de ser de todo lo bueno y lo malo que había hecho en su vida.

Un rato antes se había comunicado con el
Toto
para pedirle que lo esperase en San Ignacio, en la mañana del viernes. La Central le había avisado a Don Alfredo que esa mañana la mujer del policía Gustavo Prellezo iba a declarar en su contra, y el pequeño juez de Dolores, al que (teóricamente) hubiera podido comprar con un sándwich de miga, podría entonces pedirle la captura. Esa misma mañana, además, había faltado a una cita con otra jueza de la maldita ciudad de Dolores, la doctora Laura Elías, que pretendía indagarlo en una causa de obvias concomitancias con el caso Cabezas: el "incidente Boyler". En enero de 1995 (siempre en enero), el vigilador Claudio Boyler que custodiaba el chalet Narbay de Pinamar había agredido a unos periodistas marplatenses. Yabrán negó ante la Justicia cualquier vinculación con el vigilador, pero la relación de dependencia entre Boyler y él había sido confirmada y la jueza volvía a citar a
Papimafi
que esta vez podría quedar preso. Los abogados le habían aconsejado que no se presentara porque era muy peligroso. En lugar del acusado había concurrido al juzgado de la doctora Elías, Guillermo Ledesma, el ex camarista del juicio a las juntas militares. El abogado presentó un escrito en el que pedía el sobreseimiento de su pupilo. Ledesma había sido nombrado por sugerencia de la Central, que coordinaba, en un discreto segundo plano, el ex fiscal del fuero penal económico Pablo
el Petiso
Medrano. La idea era contraponer el prestigio antidictatorial del famoso abogado al de otro antiguo integrante de aquella Cámara Federal, que ahora fungía como secretario de Justicia y Seguridad del gobernador bonaerense Eduardo Duhalde, el archienemigo León Carlos Arslanian. Pero no todos en la Central y en el círculo más íntimo de Yabrán estaban contentos con esa estrategia más "jurídica" que "política" del personaje. Algunos más frontales, como el ex abogado de Carlos Menem, Pablo Argibay Molina, echaban pestes.

Cuando se alejaron de la Mansión del Águila —a la que el ex ministro de Economía Domingo Cavallo llamaba "la Fortaleza" para acentuar el carácter "mafioso" de su dueño—, un Yabrán extrañamente sonriente se ubicó al lado del muchacho gordito y campechano que iba al volante. Leo le caía bien. Lo había contratado cinco años antes, cuando era un chico de veintiún años que venía de González Catán y sabía engañar a los vivos porteños haciéndose el boludo, como él mismo lo había hecho a su edad. El muchacho, al que le pagaba un sueldo de cinco mil pesos mensuales, lo respetaba "como a un hombre estricto, un hombre de orden" y "lo adoraba" (como lo declararía pocos días después ante la jueza de Gualeguaychú). En los últimos tiempos, Leonardo Aristimuño se había convertido en chofer, acompañante y correo del hombre aquilino y rapaz que gustaba llamarse a sí mismo el
Cartero,
asumiendo con orgullosa ironía el mote que le habían regalado sus enemigos para desacreditarlo.

Other books

Sex Mudras by Serge Villecroix
Let the Night Begin by Kathryn Smith
White Christmas, bloody Christmas by Jones, M. Bruce, Smith, Trudy J
1 Ender's Game by Orson Scott Card
Shadow Games by Ed Gorman
East to the Dawn by Susan Butler
Heartbreaker Hanson by Melanie Marks