Don Alfredo (7 page)

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Authors: Miguel Bonasso

Tags: #Relato, #Intriga

BOOK: Don Alfredo
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Llegaron con la leña y encendieron los hogares de las dos salas. Don Alfredo decía que en la casa hacía más frío que afuera.

Poco después de las once estaban instalados en la sala de juegos, junto al
pool,
disfrutando de una picada que había preparado Andrea por orden del patrón: apenas unos trozos de queso y unas rodajas de salamín picado grueso. En la cocina había una tapa de asado que Alfredo había dejado marinando con aceite de oliva, orégano y ají molido. Andrea se ocuparía de las ensaladas. Los chicos acompañaron la picada con vermut, pero Alfredo tuvo un capricho insólito y se tomó un sorbo de champán, algo que hacía por compromiso y sólo en las instancias festivas. A pedido de Alfredo, Leo encendió el televisor. El patrón hizo un poco de
zapping
y
luego se detuvo en Telefé.

Los móviles policiales de Gualeguaychú y Concepción del Uruguay se encontraron a las once y veinte de la mañana en el cruce de las rutas 14 y 39, en el punto conocido como El Rulo. La cita ya estaba convenida desde el día anterior por los jefes de ambas departamentales, el comisario mayor Hernán Degrugiller y el comisario principal Adolfo Ramón Alloatti, cuando aún los exhortos iban y venían entre las dos ciudades. Los dos jefes estaban presentes, "dada la importancia del procedimiento conjunto" que movilizaría, en total, a unos treinta efectivos de las departamentales. Había móviles "identificables" y "no identificables", efectivos de uniforme y agentes de civil. Una vez cambiados los saludos de rigor, la caravana enfiló por la ruta 39 hacia Villa Mantero y desde allí se dirigió hacia el sur por un camino de tierra y ripio, para llegar al mediodía al casco viejo de San Ignacio, donde Manuel Lazo aguardaba con el equipo de comunicaciones preparado. En el camino, Alloatti no "divisó, ni escuchó alguna aeronave o vehículo que se alejara raudamente". Tampoco vieron ningún vehículo los otros jefes. En el caserío, salió a recibirlos Roberto Gervasoni, un extraño total para el jefe de "Uruguay". Éste no sabía, por ejemplo, que el puestero conocía a Yabrán desde hacía diecisiete años, cuando él y su hermano Roque fueron sus primeros peones de estancia en el campito que aquél le había comprado a Pablo Díaz. Y que cinco años antes, Yabrán le había regalado un Ford Sierra a cada hermano.

La comisión policial le exhibió la orden de allanamiento y Gervasoni, obviamente, "no opuso resistencia". La acompañó a recorrer el caserío, donde estaba "el escritorio" —que la policía usaría rápidamente para redactar las primeras actas—, la vivienda del puestero y su esposa, las de los cuatro peones y otras dependencias que fueron revisadas minuciosamente, "con resultado negativo". Desde ese lugar no se alcanza a ver el casco principal, que está situado a cinco kilómetros. Apenas se divisa una arboleda en el horizonte que oculta la casa rosada. Basado en esa ventaja, Gervasoni apostó a que le creyeran cuando dijo que todo lo que había para ver ya lo habían visto. Uno de los policías observó un croquis de la estancia en la pared donde se distinguían dos núcleos de edificación no revisados y le preguntó al mayordomo qué era eso. "No, son construcciones nuevas, a medio hacer", respondió el cazurro Gervasoni y como vio que persistía la duda en la mirada del pesquisa, agregó con aire de inocencia: "Hay un tambo y alguno que otro puesto, pero no vive nadie por ahí". Los policías casi le creyeron y ya empezaban a resignarse a un fracaso como el de La Selmira, cuando el jefe Alloatti dispuso que una camioneta "identificable", al mando del principal Chamot recorriera "el establecimiento". Al rato le informaron que a unos "cuatro o cinco mil metros en dirección noroeste" había una edificación importante que parecía "el casco principal". Entonces Alloatti le ordenó al comisario principal Seves, que conducía operativamente el procedimiento, que "se constituyera" en el casco recién descubierto "para apoyar al otro vehículo".

Yabrán había dejado de ver la tele y escuchaba el programa de Lazo, que todavía no había dado ninguna noticia alarmante para él, cuando se oyó el ruido de un vehículo que se aproximaba a toda velocidad. Leonardo se asomó por el ventanal de la sala de juegos y vio venir la camioneta que el jefe de "Uruguay" había enviado como avanzada. Aristimuño pegó un grito atroz que Yabrán sintió en la espalda como un chicotazo de adrenalina.

—¡Alfredo, Alfredo, la policía!

Yabrán pegó un salto y corrió hacia el dormitorio. Leo salió para intentar frenar a los polis en la puerta de entrada. Andrea apagó el televisor y la radio, llevó los restos de la picada a la cocina y luego salió, detrás de Leo, para apoyar a su marido que dialogaba —tratando de aparentar calma— con el adelantado Chamot, mientras éste le informaba acerca de la orden de allanamiento.

Seves se subió al Falcon azul de Investigaciones y se dirigió al casco nuevo. Pasó varias tranqueras abiertas y prolijamente numeradas, hasta llegar al parque aledaño a la casa rosada. Chamot lo vio, se apartó de Aristimuño y fue a su encuentro.

—Acá hay algo raro, jefe —le dijo Chamot en voz baja—. Están los caseros solos pero tienen prendidas las chimeneas.

Seves se acercó al casero y se lo preguntó. Aristimuño puso su mejor cara de tonto y explicó que era "normal", que "siempre lo hacían para mantener la casa a una cierta temperatura".

Seves dirigió una mirada significativa a Chamot y esperaron a los colegas que debían traer la orden de allanamiento y los testigos, tal como manda el fastidioso Código de Procedimientos de la democracia. Aunque en este caso era mejor que todo estuviera en orden, para evitarse problemas. El hombre que estaban buscando era demasiado poderoso y si zafaba —como zafaban siempre los poderosos—, y se habían mandado una cagada, los podían hacer mierda.

Los testigos eran dos peones jóvenes, Rodríguez y Apt, que ya habían acompañado a la Comisión en la inspección del casco viejo y ahora verían, por primera vez, ese casco nuevo que Gervasoni les vedaba y que él mismo tenía vedado. Pero ellos, a diferencia del encargado, llevaban pocos meses al servicio de Yabito y no habían visto nunca al hombre que les pagaba el sueldo y al que buscaba la policía. Sus nombres de pila confirmaban que la poesía es popular en la campiña entrerriana. Rodríguez se llamaba Gustavo Adolfo y Apt, Rubén Darío. La Comisión también se llevó a Gervasoni, que estaba secretamente amargado porque no le habían dado tiempo para agarrar la radio del escritorio y avisarle al chico Aristimuño que "la cana iba para allá".

Los jefes, escamados por lo que les acababa de ocurrir con el casco nuevo, destacaron patrullas hacia posibles vías de escape de la estancia y marcharon hacia la misteriosa casa de las chimeneas encendidas.

Manuel Lazo, mientras tanto, observaba los movimientos, registraba las comunicaciones policiales y en alguna medida cumplía, con su sola presencia, un papel similar al de Gustavo Adolfo y Rubén Darío. Como si hubiera sido
puesto
por alguien o por las circunstancias para dar fe de las reales características que tenía el hecho que estaba a punto de estallar. El Coro mediático de una tragedia contemporánea.

Cuando vio todos los móviles que llegaban, Aristimuño se dijo que sólo un milagro podía salvar al patrón de salir esposado. Éste había quedado a sus espaldas, presumiblemente encerrado en la
suite.
Los jefes le mostraron la orden a Leo y pasaron al interior de la casa, seguidos por los testigos. Gervasoni se quedó afuera, charlando con uno de los policías. La Comisión se fue asomando sucesivamente a la "amplia sala de juegos o estar donde se observa una mesa con sillas, una mesa de
pool,
una estufa hogar encendida, un anexo churrasquera o quincho, un cuarto de baño, trasponiendo una puerta se comunica una sala de estar, seguidamente un salón grande, amplio, donde se observa un bar, una mesa con sus respectivas sillas —lo que hace las veces de comedor—, una estufa hogar encendida en otro sector, un juego de living con amplios ventanales; pared por medio hacia el sur del salón se encuentra la cocina y un cuarto —lavadero—; al este del comedor se encuentra un pasillo que comunica dos piezas, ambas con baño privado. Todo se registra con resultados negativos; se deja constancia que todas las puertas estaban abiertas, a excepción de otra habitación ubicada al norte del pasillo lindera a las otras ya mencionadas y al salón ya descripto". Esa habitación, según Aristimuño, permanecía cerrada porque guardaba "efectos personales de los patrones". Y él, claro, no tenía la llave. Por ese motivo —según el comisario Miguel Cosso de Gualeguaychú— se la "dejó para lo último".

El jefe Alloatti, que habría leído alguna novela policial, inspeccionó la cocina, donde quedó intrigado por una "ensaladera que contenía pepinos cortados en rodajas" y la carne que estaba lista para ser asada. Otro policía descubrió la picada y reparó, incluso, en un pedazo de queso que tenía marcado un mordisco. El jefe de "Uruguay" sumó esos indicios a los hogares encendidos y se dijo que allí había gato encerrado. Interrogó "al masculino Aristimuño" sobre las chimeneas y obtuvo la misma respuesta que Seves; a la casera le preguntó sobre la comida. "La femenina contestó que era para ellos. Como no tenían cocina donde habitaban, los patrones los autorizaban a almorzar en ese lugar".

Al comisario Seves, por su parte, le llamaron la atención dos ejemplares de las revistas
Caras
y
Gente
"bastante nuevos", y "puchos en un cenicero". Uno de los policías descubrió la valijita del satelital Planet 1 y después lo declaró oficialmente en la causa. Inútilmente, porque la doctora Pross Laporte y su secretaria, María Angélica Pivas, negarían luego su existencia.

Cosso, a su vez —y es el único que lo registra en su testimonio ulterior ante la jueza de Gualeguaychú—, dio una vuelta por la parte externa de la casa y se detuvo ante la ventana de la misteriosa
suite
que tiene rejas y persianas y da "hacia el fondo, o sea hacia el este". Allí tuvo este singular comportamiento:

"Levantamos la persiana para mirar bien hacia adentro, pudiéndose visualizar una cama de dos plazas tendida y una cómoda, todo bien ordenado. No viéndose ninguna persona. Que, teniendo en cuenta que en el lugar había dos hogares encendidos y solamente dos personas, se intuía que podía haber más o que hubiera estado otra persona, por lo que, al levantar la persiana, grité por las dudas, ya que no se veía a nadie: SEÑOR YABRÁN, SI USTED ESTÁ ADENTRO, SALGA: SOMOS DE LA POLICÍA DE GUALEGUAYCHÚ. Que quiero aclarar que repetí dos veces este proceder, es decir, levantar la persiana y gritar.

"Que interrogado nuevamente el casero, sobre si el Sr. Yabrán se encontraba en el lugar expresó que no, que allí solamente estaban él y su señora. Que Yabrán hacía meses que no iba por allí."

Luego, según Cosso, al haber concluido "con todas las dependencias de la finca, vuelvo por nueva vez a la
suite
cerrada". La recorrida incluyó un altillo que había sobre el comedor y los otros dormitorios, en uno de los cuales encontraron tres escopetas y abundantes cartuchos de distintos calibres.

—¿Lo imagina ahí, en ese estrecho baño de lo que el pobre Aristimuño llamaba "la
suite",
escuchando a los policías que venían a buscarlo, agazapado, con la escopeta entre las piernas, dudando entre entregarse o volarse la cabeza? —dice Garganta Uno en un ángulo deliberadamente oscuro del boliche, mientras manosea su Johnnie Walker etiqueta negra y abstrae la mirada en los tornasoles del hielo.

—Imagino a José Luis Cabezas en la cava de Pinamar. Esposado. Queriendo que la vida no se acabe en ese pozo solitario, por la decisión de un hijo de puta. Lo veo parpadear de espanto bajo el caño del revólver. Esperando el tiro, como lo esperaban los condenados por la Triple A. Francamente, me cago en los minutos finales de Yabrán.

—Está bien. ¿Pero usted está seguro de que Yabrán lo mandó matar?

—¿Y usted está seguro de que no?

De nuevo frente a la puerta cerrada insistieron ante Aristimuño que reiteró su explicación sin variantes: "ése es el cuarto de los patrones. Ahí dejan sus cosas y yo no tengo llave". Los policías empezaron a mosquearse. Cosso espió por el ojo de la cerradura y vio que un objeto lo obstruía. Una llave, evidentemente. Alguien había cerrado por dentro. O sea:
había alguien adentro.
Cosso miró a Seves, que estaba a su lado, y le dijo al casero con cierta severidad:

—O nos conseguís la llave o una de dos: buscamos un cerrajero o abrimos por la fuerza. Así lo manda el Código de Procedimientos. Tenemos que ver si el señor Yabrán no está en esta pieza.

—Le digo que no —insistió Aristimuño, lívido—. Sólo estamos mi señora y yo. El patrón hace dos meses que no viene.

Entonces Cosso se volvió hacia el comisario Seves y le pidió que le alcanzara la llave de otra
suite
cercana. Esas llaves tipo banderita abrían en todas las puertas. Aristimuño bajó la vista cuando el policía comenzó a hurgar en la cerradura con la llave de la otra habitación. Andrea miraba la escena espantada, mezclada con los policías y los dos testigos. Sólo se escuchaba el ruido de la llave banderita, empujando el obstáculo que se le oponía. Cosso y Seves estaban juntos; sus caras y sus manos se tocaban y luego Seves no recordaría quién accionó el picaporte (si Cosso o él mismo) cuando la llave giró por segunda vez y destrabó el mecanismo. Al bajar el picaporte estalló la casa.

"Lo vi un segundo, loco, me miró. Se dio vuelta y me miró, desde el baño. Se había metido el caño de la escopeta dentro de la boca. Porque le deformaba la boca o porque realmente se reía, me pareció que me estaba desafiando. No llegó a ser un segundo, loco, pero le vi los ojos azules a través del listón de la puerta entreabierta. Me dio la espalda y se voló la cabeza. Cuando pasó todo tuve que salir a lanzar al pasto. Tenía el estómago hecho mierda."

Seves no recordaría luego lo que le confesó a Manuel Lazo en los primeros momentos: que Yabrán lo había mirado antes de suicidarse. Después testificaría, como los otros policías, que escuchó el escopetazo detrás de la puerta todavía cerrada. En el medio se había producido la llegada del ministro de Gobierno de Entre Ríos, Faustino Schiavoni, y algún periodista local sugirió, probablemente sin fundamento, que el funcionario le habría aconsejado no decir que había presenciado el momento mismo del suicidio para no alimentar alguna especie fantasiosa y maligna en esas horas de gran confusión. Como, por ejemplo, que la propia policía entrerriana lo había asesinado. Lazo aseguró al comienzo que su amigo Seves se lo había contado. Eso le costó al periodista la buena relación que llevaba con el comisario. Ya nadie recuerda la versión, excepto el protagonista, que nunca sabrá si fue una imagen extraída de una pesadilla, un espejismo producido por la adrenalina o una de esas curiosas fantasmagorías que acompañan como la sombra al cuerpo todos los relatos sobre Yabrán.

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