Quico
hizo la primaria en la escuela pública número 54, conocida en Larroque como la "Escuela Grande". Allí, una de sus hermanas, Angélica
(Coca),
fue su profesora de matemáticas y con el tiempo llegó a ser directora. Terminó su secundaria en 1961, coincidiendo con el quincuagésimo aniversario de la Escuela Grande y sus hermanas lagrimearon cuando lo vieron salir a escena como abanderado del establecimiento.
Un lustro antes, cuando apenas era un chico de doce años, el abanderado que ahora desfilaba, formal y engominado, portando "la enseña patria", había insinuado una inclinación hacia la picaresca que se agigantaría con el tiempo: en el boliche de su padre jugaba a los naipes con los adultos y les ganaba siempre con una receta simple: usaba dos mazos de cartas.
Pronto su capacidad para las matemáticas y las trampas se unirían en un solo haz para proyectarlo a un destino portentoso y atroz, pero no en Larroque, sino en la inescrutable Buenos Aires, a la que se dirigió el turquito ambicioso de dieciocho años, en ese mismo tren del frenesí y de la codicia en el que habían llegado su padre y su abuelo.
Manuel Lazo se subió al techo del rancho que alquilaba cerca de San Ignacio, y no vio nada, ni siquiera las luces del puesto. Era el martes 19 de mayo. La víspera. Fue a buscar "a un vago" amigo suyo, que conocía bien la zona. Por las dudas se calzó "una pistolita y el revólver", porque tenía "alguna reserva". El vago se animó y, en el auto de Lazo, entraron al campo por un camino lateral. Marchaban con las luces apagadas, temiendo ir a dar con sus huesos a la banquina, y el ruido del motor les sonaba como el fragor de una batalla. Cuando llegaron al alambrado, Lazo comprobó que seguía "sin ver una mierda" y propuso: "Acá, loco, lo único que nos queda es meternos". El vago intentó resistirse: "Estás en pedo, papá, nos van a cagar a balazos". Lazo se rió como un escolar sorprendido en falta, como si no supiera que eso era exactamente lo que ocurriría si eran descubiertos. "No —dijo—, no nos van a cagar a balazos. Vamos hasta donde podamos". Franquearon el alambrado y se pegaron un susto tremendo cuando unos teros inoportunos se pusieron a chillar. "Yo pensé que de noche no te corrían", dijo Lazo, y el vago, riéndose, se tiró cuerpo a tierra. Se quedaron un rato acostados en el pasto hasta que los teros los dejaron en paz. Después siguieron caminando en la tiniebla y llegaron a un altozano desde el cual la descubrieron. A unos doscientos metros, "como en un bajo, estaba la casa, un casco divino". Y había luz. En un ambiente grande, con varios ventanales, que daba a la galería de columnas rosadas, había luz. Lazo, excitado, se volvió hacia el vago y le dijo: "¡Loco, está!". Se quedaron un rato montando guardia a ver si lo veían aparecer, pero al final se impuso la prudencia del vago y regresaron por donde habían venido, sin que los descubrieran los teros ni los temidos hombres de Yabrán.
No sólo Lazo y el vago Carmelo estaban por dar en el blanco. Al
Señor Cinco
también le llegó un dato que puso en conocimiento del Presidente:
—Está en Entre Ríos, en una de las estancias que compró hace poco.
El aviso se lo había pasado uno de sus agentes más o menos orgánicos, un médico de la zona. Pero la Secretaría de Inteligencia del Estado no tenía funciones policiales y, en apariencia al menos, debía limitarse a informar, aunque antes había "cooperado" con la Justicia en algunos casos resonantes de fugitivos capturados en el exterior, como el del ex presidente del Concejo Deliberante José Manuel Pico, el ex juez Francisco Trovato o el ex guerrillero Enrique Haroldo Gorriarán Merlo, a quien los hombres de 25 de Mayo trajeron secuestrado desde México con la complicidad de la policía azteca. Pero Yabrán no era guerrillero, ni estaba en Jamaica o Siria, como especulaban algunos medios, sino en Entre Ríos, a escasos kilómetros de su estancia La Margarita, llamada así en homenaje a su esposa, Margarita Moliné O'Connor, hermana del ministro de la Corte Suprema, Eduardo Moliné O'Connor. Era el escenario bucólico donde al jefe de la SIDE le gustaba recluirse, incluso durante la semana, para manejar a la distancia los asuntos de la Secretaría. Allí se sentía más tranquilo, lejos de sus rivales y enemigos, de los que hablaban mal de él en Olivos, como el periodista Daniel Hadad, o querían su puesto, como el juez de San Isidro Roberto Marquevich, dos hombres a los que se vinculaba estrechamente con el
Cartero.
"Dos amarillos", como decía en la intimidad el jefe de los espías, repitiendo la clasificación cromática que había inventado el ex ministro del Interior, José Luis Manzano —un enemigo jurado de Yabrán—, para señalar a todos los altos funcionarios del gobierno que llevaban la camiseta de OCASA. Ellos habían ido saliendo a la luz, meses antes, señalados por la espada electrónica del Excalibur.
El
Señor Cinco
había llegado a los sesenta años convertido en un hombre sensato. Alto, canoso, rubicundo, con aspecto de antiguo rugbier de clase alta más que de peronista típico, tenía sin embargo un largo curriculum personal y familiar dentro del justicialismo que se remontaba a su padre, subsecretario de Justicia durante el segundo gobierno de Perón. En los setenta, Hugo Anzorreguy era abogado de los sindicatos combativos y pensaba que el mundo se podía cambiar. En los noventa había dejado de pensarlo. Por eso sabía que el tema Yabrán era infinitamente más delicado que todos los que había manejado anteriormente y no estaba dispuesto a permitir que le estallara en la mano. Si había permanecido nueve años en su puesto era porque respetaba una máxima sencilla, inventada por uno de sus colegas, el secretario de Agricultura y Ganadería Felipe Solá: "Para durar en el gobierno hay que hacerse el boludo". A lo que el jefe de los espías podía agregar, por obvias razones profesionales: "Hacerse el boludo, pero estando bien informado". Y en lo que respecta a Yabrán, Hugo Anzorreguy estaba bien informado. Lo había mandado investigar cuando el empresario era un desconocido para la opinión pública. Había hecho sondeos entre sus contactos de la CIA, el FBI y la DEA para averiguar si estaba o no conectado con el narcotráfico —sondeos que según él no habían dado ningún resultado—, y se había ganado algunos disgustos a raíz de esas pesquisas cuando las acciones del
Cartero
ya estaban muy altas en los círculos áulicos. Vivía quejándose de los "amarillos" y sus intrigas, y de las continuas disputas de poder con el hombre que, desde la poltrona del Ministerio del Interior, conducía la Policía Federal y la Secretaría de Seguridad: Carlos Vladimiro Corach, cuyo teléfono había sido cruzado con los de Yabrán por la espada cibernética que enarbolaba, en el torneo por la Casa Rosada, el
Caballero Negro
de La Plata.
Durante un tiempo, el
Señor Cinco
había enfriado sus investigaciones acerca del
Cartero,
al que alguno de sus subordinados consideraba el "Cajero de la reelección". Pero en los últimos tres meses se había sentido intrigado por las múltiples compras de tierras que Yabrán estaba haciendo en Entre Ríos, en la misma zona de su propio campo y de otros altos funcionarios del gobierno de Menem, como el ministro de Economía, Roque Fernández, o Pedro Pou, presidente del Banco Central, los vecinos más destacados de una nómina selecta de felices propietarios.
Cuando el empresario fue declarado prófugo por el juez, el
Señor Cinco
pensó que el tema era demasiado conflictivo para el gobierno. Yabrán prófugo era un desgaste. Yabrán preso era un problema. En cualquier caso, era un asunto extremadamente delicado como para que sólo lo manejaran los detectives del comisario Víctor Fogelman o los policías entrerrianos. Tampoco bastaban sus ojos y orejas locales. Había que mandar un especialista.
Un hombre, que se hacía llamar
Maldonado,
partió para Gualeguaychú.
Leonardo Aristimuño no estaba muy convencido de la razón que el patrón le había dado cuando le pidió su escopeta Baykal 12.70 y le dijo que era para cazar. Si nunca salía de la casa, ¿adónde iba a ir a cazar? Además, ¿qué pretendía cazar con semejante escopeta? No había elefantes en San Ignacio. Y él tenía, por otra parte, otras escopetas más aptas en uno de los dormitorios —tanto del 12 como del 16— para pegarle a una liebre o a una perdiz. Tampoco entendía para qué le había hecho averiguar el teléfono de la jefatura de policía de Gualeguaychú, si andaba rajando de ellos. Salvo que realmente temiera un secuestro de los bonaerenses y quisiera que lo protegieran los entrerrianos. No entendía esas órdenes, pero tampoco quería quedar como indiscreto. Al Jefe no le gustaban los entrometidos. Entonces Leo canceló esas dudas y siguió con la rutina diaria, que no tuvo grandes variantes. Don Alfredo se levantaba temprano y tomaba unos mates, mientras Andrea le preparaba el desayuno. Luego prendía la radio o —según declararía Andrea— "leía los periódicos" (que no era fácil ni prudente traerle de lejos) y después hacía algunas llamadas por el satelital o por otros celulares que tenía Aristimuño y que estaban a nombre de personas desconocidas de otras provincias. Al parecer, Don Alfredo estaba informado al dedillo de su situación y una mañana comentó, de mal humor, que él mismo hubiera debido ser su propio abogado. Ni Leo ni Andrea aparecían si él no los llamaba, pero siempre los invitaba a su mesa a la hora del almuerzo y en más de una ocasión reemplazó a Andrea como cocinera preparando él mismo el asado en una de las churrasqueras que tenían los hogares del casco. Les decía que se sentía bien con ellos y era verdad. Él prefería a los suboficiales antes que a los oficiales; a la gente sencilla, sin pretensiones intelectuales o de cuna. Estos chicos de cara limpia, en cuyos rasgos no se habían grabado todavía las miserias y las vilezas inevitables de los años, le hacían menos dura la soledad. Ellos lo amaban sin codicia, sin cálculo, con la obediencia ciega que su talante vertical reclamaba. Con su presencia sublimaba, de alguna manera, la ausencia de sus hijos. Además, esa escena doméstica lo retrotraía a sus primeros tiempos de OCASA, cuando todavía su propio poder no lo había separado de la gente de abajo y tomaba mate con los choferes. Los mismos choferes a los que paradójicamente exprimía como un limón y en algunos casos llegó a convertir en muertos vivientes.
"Si me siguen tratando así no me voy a ir más de acá", les dijo a los jóvenes, con una cálida sonrisa, el mediodía del martes. Esa mañana, en la cocina, mientras lidiaba con el satelital, le había confesado a la mujer de Aristimuño: "Leo es un buen chico, yo le tengo mucha confianza y lo quiero mucho".
Esa misma tarde habló con Héctor Colella y le dijo:
—Ocupate de mi familia, esto va para largo.
Afuera del aguantadero soplaba la tempestad. El lunes 18 se filtró una versión: el juez Macchi se proponía determinar que detrás del secuestro y del asesinato de José Luis Cabezas había operado una "asociación ilícita". Menem mantenía un "silencio de radio", pero había trascendidos emanados del segundo nivel. El título de tapa de
Clarín
de ese lunes rezaba: "El gobierno admite que Yabrán debe entregarse". Arriba, una volanta añadía otra señal inquietante: "La Corte no tiene apuro en tratar su caso". La Central entendió el mensaje: ese mismo lunes el
Gordo
Argibay retiró el recurso presentado para lograr que la causa emigrara del juzgado de Macchi al de Bernasconi. El abogado explicó que la decisión "se tomó a tenor de los últimos acontecimientos producidos, que modificaron el marco jurídico existente al momento de promover tal acción". Su fastidio era evidente, así como su competencia con Ledesma, que parecía haber bajado los brazos desde que Belawsky confesó que Yabrán había sido el instigador del crimen, molesto por las fotos que le había tomado Cabezas. Tal vez pensaba, como alguno de sus amigos del foro, que los ex jueces o camaristas —como Ledesma, precisamente— no solían ser buenos abogados porque utilizaban más el "lobby" que la estrategia. Y reiteró sus andanadas contra el gobernador Duhalde y esa policía a la que el Gobernador, no mucho antes, había calificado como "la mejor del mundo". "Hay un proceso armado para perjudicar a mi cliente —esgrimió Argibay— y para ponerlo en práctica se usaron informes de Inteligencia de la Policía Bonaerense". También Wenceslao Bunge, que en el pasado había tenido nexos con los militares que formaron a la "mejor del mundo", dijo que su amigo y cliente temía ser secuestrado por la "maldita policía" de la provincia. Bunge preparaba un operativo mediático secreto que podía homologarse, paradójicamente, a ciertos encuentros que planeara la guerrilla de los setenta: quería llevar a tres o cuatro periodistas de los principales diarios a una conferencia de prensa clandestina con el prófugo. No llegó a tiempo: había organizado todo para el miércoles 20 de mayo.
En curiosa simultaneidad con el retiro del hábeas corpus, el propio juez Bernasconi recordó súbitamente que tenía una querella contra el acusado Gregorio Ríos y esto lo obligaba a inhibirse en el caso Cabezas y pasarle el fardo al juez Ricardo Ghiglione, un ex concejal duhaldista. La estrategia del tero, sostenida por Argibay y Jorge Diez —el abogado de Ríos—, que por esta vía pretendían sacar a Macchi del medio, había fracasado. Yabrán quedaba, sencillamente, sin salida judicial. Por si fuera poco, se iba calentando la causa "Boyler": la jueza Elías había rechazado el pedido de absolución presentado por el equipo del empresario y había vuelto a solicitar su comparendo compulsivo, el paso inmediatamente anterior al lanzamiento de la captura. Frente a esta acumulación de calamidades contaba muy poco la esperanza de que el policía Gustavo Prellezo, acusado de ser el ejecutor material del secuestro y asesinato del fotógrafo, declarase en contra de lo que había dicho Silvia Belawsky, su ex mujer, que lo había abandonado, y de la que seguía, aparentemente, enganchado. Prellezo, que se había cuidado de involucrar a Yabrán —al menos en sus testimonios oficiales ante el juez—, iba a declarar nuevamente ese jueves a las diez de la mañana. Algunos especialistas en el tema, como Raúl Kollmann, de
Página/12,
conjeturaron que un Prellezo "ojeroso y demacrado" se limitaría a admitir que "efectivamente organizó la operación, pero que las instrucciones que les dio a los integrantes de la banda de los
Horneros
fueron de golpear a Cabezas, no de matarlo". Una declaración favorable a Yabrán que no llegó a producirse ese jueves. Y que, de haberse producido, tampoco le hubiera servido a un acusado difunto.