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Authors: Laura Gallego García

La Maldición del Maestro (14 page)

BOOK: La Maldición del Maestro
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Salamandra transmitió a sus compañeros las palabras de Kai.

No tardaron en desaparecer de allí.

Shi-Mae se aseguró de que Morderek se había marchado y tomó nota mentalmente de que había que hacer algo con él. Sospechaba que, igual que había abandonado a Dana a su suerte, era también perfectamente capaz de traicionarla a ella en un futuro. Eso había que tenerlo en cuenta.

Salió del despacho y entró en la habitación que hasta poco después de su llegada había estado sellada. Cerró la puerta cuidadosamente tras de sí y se dirigió al espejo del fondo.

Abrió la puerta y esperó.

Enseguida una voz serena y bien modulada le llenó la mente.

—¿Qué es lo que ha pasado?

—Los chicos lo saben todo.

—Lo suponía. Te dije que tenías que deshacerte de Kai.

—Yo... ¿cómo iba a imaginarlo? Solo Dana podía verlo y oírlo. Y el mago elfo estaba inconsciente. No pensé que...

—Ya es tarde, —la interrumpió la voz. —Kai ha atravesado el espejo esta misma mañana. Todos tus secretos están cayendo, uno tras otro.

—Han huido de la Torre; van hacia las montañas para abrir la puerta al Laberinto de las Sombras. ¿Debo impedírselo?

—No. Todo lo que has de hacer es cerrar la puerta tras ellos. Seguro que el Consejo se dará cuenta de que unos simples aprendices nunca debieron meterse en hechizos tan complejos.

Shi-Mae asintió.

—Era la posibilidad que más me convencía.

—No te preocupes, Archimaga. Las cosas no están saliendo exactamente como las planeamos, pero no van mal del todo. El elfo sigue sin intervenir, y esos aprendices nunca lograrán rescatar a Dana. Yo tendré mi venganza y tú tendrás la Torre y todos sus secretos».

—No voy a conformarme con la Torre, y lo sabes.

—Sí. Lo sé.

Apenas se oyó un leve rumor entre las sombras. Si Shi-Mae hubiera estado mirando, tal vez habría apreciado que un pedazo de muro parecía diferente del resto.

Pero a la Archimaga no le hacía falta mirar para saber quién había estado en la habitación todo el tiempo.

—¿Quién estaba ahí, contigo?, quiso saber la criatura que hablaba desde el otro lado del espejo
.

Shi-Mae sonrió de nuevo.

—No todos mis secretos han sido desvelados aún, mago —dijo.

Los chicos se habían materializado en un lugar que todos conocían, una pequeña cueva al pie de las montañas. Jonás y Salamandra habían reforzado la entrada con una barrera mágica para protegerse de los lobos, mientras Conrado estudiaba nerviosamente un libro a la luz de una pequeña hoguera.

—¿Tardarás mucho más? —preguntó Salamandra, nerviosa.

—Ya va, ya va. Este conjuro es más complicado de lo que yo pensaba.

Kai paseaba arriba y abajo, como un león encerrado. —Lo siento —dijo Salamandra.

—No podemos hacer más. Kai gruñó algo, pero no dejó de caminar. —Ya va, ya va

—repitió Conrado.

—No —dijo Jonás. —Tómate el tiempo que sea necesario. Tenemos que asegurarnos de que el conjuro sale bien.

Mientras, en la Torre, Fenris no podía dormir. No dejaba de pensar en su conversación con Salamandra, y en todo lo que había pasado en la escuela en los últimos días. De pie junto a la ventana de su habitación, el elfo contemplaba la nieve cayendo sobre el valle y escuchaba los aullidos de los lobos.

Había hablado con Shi-Mae, y ella se había comprometido a comunicarse con el Consejo de Magos para rescatar a Dana de la situación en la que se encontraba. Fenris sabía que él no tenía poder suficiente para hacer nada por ella, y esa idea le hacía sentirse muy mal.

Movió la cabeza para estirar los músculos del cuello, que tenía entumecidos de dormir poco, y calculó cuántas horas faltaban para el amanecer. Gracias a la cura mágica, ahora sentía que había recuperado gran parte de poder.

Entonces vio una sombra deslizándose sigilosamente por el patio. Llevaba de la brida a uno de los caballos élficos. La visión nocturna del elfo le permitió distinguir la capa de piel blanca de la princesa Nawin.

Rápidamente, se teletransportó a la entrada de la Torre. Interceptó a la muchacha cuando esta estaba a punto de cruzar la verja de entrada.

—¿Adonde crees que vas?

Nawin lanzó una exclamación de sorpresa; fue más rápida de lo que había previsto el elfo. Realizó otro hechizo de teletransportación y desapareció de allí con el caballo.

Fenris se quedó parado, perplejo, preguntándose qué demonios estaba pasando allí. Tuvo una sospecha y corrió al establo. Alide, su caballo, le dio la bienvenida con un suave relincho. Fenris saludó a los otros animales y vio que todos seguían allí, pero eso no lo tranquilizó. Sondeó la Torre mentalmente con un hechizo de localización y descubrió inmediatamente quiénes eran los que faltaban.

El elfo aulló de rabia; los caballos piafaron, nerviosos y asustados.

—Kai, esta me la pagas —juró con gesto torvo.

Nawin apareció en medio del bosque. Su caballo relinchó, asustado, y la sobresaltó. La princesa miró a su alrededor. No conocía bien aquel bosque, pero su visión nocturna le permitía ver en la oscuridad y, además, los elfos poseían una cualidad innata para orientarse en la floresta.

Temblaba de miedo. Todavía tenía en la mente la conversación que había escuchado entre Shi-Mae y el ser del espejo, y aún no podía creerlo. ¡La Archimaga que debía velar por su seguridad, la Señora de la Torre en funciones, estaba dispuesta a encerrar a los demás aprendices en el Laberinto de las Sombras! Nawin no sabía qué significaba todo aquello, pero sí sabía una cosa: tenía que avisar a los demás, cuanto antes. Aunque no le cayesen bien aquellos humanos, ella no deseaba su muerte, de ninguna de las maneras.

Y aquello del Laberinto de las Sombras no sonaba nada bien.

Nawin respiró hondo y subió a la grupa de su caballo. «Hacia las montañas», pensó.

Un lobo aulló en la lejanía.

XI. A TRAVÉS DEL BOSQUE

Fenris topó con una sombra, que se escondía en un rincón y alargó la mano hacia allí. Era un tembloroso Morderek.

—No sé nada..., te juro que no sé nada...

—Entonces, ¿qué haces aquí a estas horas?

—Yo... no sé... no podía dormir...

Fenris temblaba de ira.

—Mientes. Tú sabías que iban a marcharse.

—Y Shi-Mae también —se defendió el chico. —Yo mismo se lo dije.

Fenris lo soltó, sorprendido. Movido por un oscuro presentimiento, realizó el hechizo de teletransportación y desapareció de allí.

Aún temblando, Morderek se apoyó contra el muro de piedra.

—Ayudadme —indicó Conrado. —Tenemos que formar un círculo.

Jonás y Salamandra obedecieron. Los tres chicos se tomaron de las manos, mientras Kai observaba, expectante.

Conrado cerró los ojos y se concentró. Ninguno de sus compañeros se atrevía a respirar siquiera, para no distraerlo.

Lo vieron morderse el labio inferior, y sintieron que acumulaba energía.

Sentado en un rincón de la cueva, Kai también cerró los ojos, deseando con todas sus fuerzas que aquello saliera bien, evocando el rostro de Dana y sintiendo que su existencia no tendría sentido si llegaba a perderla para siempre.

Fenris entró sin ceremonias en el despacho de Shi-Mae.

—¡Se han ido! —exclamó. —¿Tú sabías algo de esto?

—Cálmate —ella le indicó una silla, pero el mago no quiso sentarse.

—No puedo calmarme. Maldita sea, Shi-Mae, estás a cargo de la Torre. Tus alumnos se han marchado, y ya sabes lo peligroso que resulta salir de aquí por las noches desde que la maldición del Maestro cayó sobre nosotros.

—He mandado a un elemental a buscarlos, mago. No tardará en traerlos de vuelta.

—Estás mintiendo —Fenris plantó las manos sobre el escritorio de Shi-Mae y se inclinó hacia ella, ceñudo—. Tú sabías que iban a marcharse. No lo has impedido. ¿Por qué?

Shi-Mae se levantó.

—No me hables en ese tono, hechicero. ¿Olvidas quién es la Señora de la Torre?

—No —Fenris se separó de ella, irritado. —No he olvidado quién es la Señora de la Torre. Y durante todo este tiempo había supuesto que el Consejo tampoco lo había olvidado. Ahora veo cuan equivocado estaba.

Shi-Mae no respondió.

—No es la primera vez que los aprendices toman la iniciativa en la Torre —prosiguió Fenris. —La experiencia debería habernos enseñado a escucharlos. Incluso Nawin, tu protegida...

Se calló súbitamente, dándose cuenta de que algo no encajaba. Miró a Shi-Mae, que seguía sin hablar.

—Nawin, tu protegida —susurró el elfo. —La princesa de los elfos. Nawin, la última de su dinastía.

Palideció cuando comprendió qué era lo que estaba pasando.

—La has enviado a la muerte —musitó. —Porque tú perteneces a la familia noble más influyente de nuestro reino.

—Porque si ella muere y tú mueves un par de hilos... podrías ser la próxima reina de los elfos.

Shi-Mae no replicó a la acusación, pero Fenris leyó la verdad en sus ojos.

—Tú... —balbuceó el elfo.

Shi-Mae sonrió. Temblando de ira, Fenris se lanzó sobre ella; sin embargo, se detuvo a medio camino. Lo pensó mejor y, con un aullido de rabia, se teletransportó lejos de allí.

Shi-Mae se quedó sola en el despacho.

—Corre hasta ella, mago —murmuró, satisfecha. —Corre hasta ella y alcánzala. La luna llena brilla esta noche.

Nawin oyó el coro de lejanos aullidos y se sobresaltó. Su caballo se encabritó y se alzó de manos. La princesa hizo lo posible por controlarlo, pero no lo logró. Cayó al suelo.

Pudo levantar un poco la cabeza, justo para ver cómo su caballo se perdía en la oscuridad.

Se levantó, cojeando, y se dijo que, al fin y al cabo, un caballo no le servía de mucho de noche, en pleno bosque. Miró a su alrededor. Estaba perdida, pero eso no era ninguna novedad.

—Tengo que llegar a las montañas —se recordó a sí misma.

Tuvo que admitir que no sabría llegar sola. Un nuevo aullido resonó por el bosque, y Nawin supo que los lobos no tardarían en encontrarla. Sin embargo, eso no le preocupaba. Conocía varios hechizos que podían neutralizarlos. Shi-Mae le había enseñado bien, al fin y al cabo.

Tuvo una idea. Se arrodilló en el suelo, junto a un árbol, cerró los ojos y se concentró para comenzar a acumular energía.

Después, empezó a entonar el cántico mágico de llamada a los espíritus del bosque.

Conrado murmuraba las palabras del hechizo mágico. Un pequeño remolino de color azul comenzó a formarse en el centro del círculo.

Conrado calló, y fue el turno de Jonás. Pronunció la misma fórmula, pero con pequeñas variantes, y al remolino azul se unió uno de color violeta. Ambos se fusionaron en uno más grande que comenzó a girar a mayor velocidad.

Salamandra tragó saliva, pero se esforzó en evitar que su voz temblara cuando pronunció la tercera variante del hechizo. Sintió que una gran cantidad de energía salía de su cuerpo para unirse al resultado del conjuro de sus compañeros. Se notó muy débil de pronto y comprobó que las piernas le temblaban, pero se mantuvo firme.

Otro remolino, de color rojo, se unió a los otros dos. Giraban los tres a una velocidad considerable, y formaban ya un tornado tricolor de la altura de Jonás.

Salamandra respiraba entrecortadamente, exhausta. Notó que Jonás le oprimía la mano para infundirle ánimos, y eso la ayudó un poco.

Ambos miraron a Conrado, que sudaba copiosamente y temblaba casi con violencia. El muchacho trató de sobreponerse y comenzó a pronunciar la última parte de la fórmula.

Jonás y Salamandra hicieron que fluyera hacia él parte de la poca magia que les quedaba.

El rostro del hada era etéreo y juvenil, pero mostraba una pequeña mueca de preocupación.

—Pequeña mortal, no deberías salir de noche. El Valle de los Lobos está maldito.

Nawin oía los aullidos de los lobos cada vez más cerca.

—Busco a unos chicos humanos —dijo. —Por favor, necesito que me ayudes.

—Jóvenes aprendices de la Torre —asintió el hada. —No han pasado por el bosque.

Nawin abrió la boca, sorprendida; pero el hada seguía hablando:

—Han volado directamente a las montañas.

—Por favor, llévame hasta ellos.

El hada no respondió, pero echó a volar ante ella, dejando tras de sí una leve estela de luz dorada.

Nawin la siguió.

El lobo alzó la cabeza y olfateó en el aire. No había rastro de los aprendices, pero sí olía a la joven elfa. Podría encontrar fácilmente el lugar donde ella se había materializado.

Con un aullido de triunfo, el animal echó a correr entre los árboles, en busca de la muchacha que había osado adentrarse en el bosque.

—Resiste, Conrado —murmuraba Kai para sí mismo. —Por favor, resiste. La existencia de Dana depende de ello.

Conrado seguía pronunciando el hechizo. Cada palabra salía de sus labios tras un enorme esfuerzo. Cada frase del conjuro extraía de su ser una enorme cantidad de energía vital.

—Aguanta, Conrado —repitió Kai.

De nuevo pensó en Dana, deseando con todo su ser que no fuera demasiado tarde para ella.

Shi-Mae volvió a retirar el paño de terciopelo para abrir la puerta al mundo de los muertos.

No tuvo que esperar mucho. Enseguida, la voz de aquel que se comunicaba con ella desde allí llenó su mente:

—¿Y bien?

—Todo sale según lo previsto. Los aprendices abrirán la puerta, y no tendré más que empujarlos al otro lado.

—¿También a Fenris?

—No. Para él reservo otra sorpresa.

La voz calló, intrigada. Shi-Mae sonrió.

El hada se volvió rápidamente.

—¡Ya están aquí, joven mortal! —avisó. —¡Huye! ¡Vuelve a la Torre antes de que sea demasiado tarde!

Nawin pensó que el hada la subestimaba. Conocía muchos hechizos de ataque y defensa, y, al fin y al cabo, los lobos eran solo lobos. Se dio la vuelta. Su mirada nocturna apreció perfectamente varios pares de ojos observándola desde la oscuridad.

Juntó las manos y preparó un hechizo que petrificaría a cualquier lobo que se cruzase en su camino. El hada la observaba, preocupada.

Las últimas palabras del conjuro no llegaron a salir de los labios de Conrado. El muchacho, con un suspiro, cayó desvanecido; a pesar de que Jonás y Salamandra trataron de que el círculo no se rompiera, las manos de Conrado se soltaron de las de sus compañeros.

Inmediatamente, los tres remolinos mágicos desaparecieron.

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