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Authors: Laura Gallego García

La Maldición del Maestro (2 page)

BOOK: La Maldición del Maestro
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—Nunca antes habías visto un elfo, ¿verdad?

—¿Un elfo? —repitió ella.

—Mis amigos me llaman Fenris —se presentó él—. Y este es Jonás.

El chico saludó desde delante, sin soltar las riendas.

—Encantada —dijo la chica, aún confusa.

El elfo le dirigió una sonrisa tranquilizadora, y ella ladeó la cabeza para observarlo mejor.

—¿A que ya no me encuentras tan extraño?

La muchacha se apartó de la cara la melena pelirroja, todavía con restos de hortalizas, y siguió mirándolo. La brisa revolvía el suave cabello cobrizo del elfo, dejando al descubierto sus extrañas orejas. Sus delicadas facciones no carecían de atractivo, y sus enormes ojos almendrados eran los ojos más misteriosos y sugerentes que ella había visto nunca.

—No pareces el diablo —decretó finalmente, sonriendo—. ¿De dónde vienes?

A Fenris no pareció gustarle aquella pregunta. Desvió la mirada para pasearla por el horizonte, pensativo.

—De muy lejos... —respondió vagamente.

Se acomodó sobre la carreta. Todos sus movimientos eran ágiles y elegantes como los de un felino, y la chica se descubrió a sí misma observándolo fascinada.

—¿Hay más como tú? —quiso saber.

Fenris no parecía dispuesto a responder, pero Jonás lo hizo por él:

—¡Todo un continente poblado por elfos al otro lado del mar!

—Oh... vaya —fue lo único que pudo decir ella.

Hubo un breve e incómodo silencio, que la chica rompió al cabo de un rato:

—Así que me habéis rescatado —miró hacia atrás y vio que la ciudad quedaba ya muy lejos. —¿Por qué lo habéis hecho?

Fenris se encogió de hombros.

—Me parece una atrocidad eso de ir quemando a la gente. ¿Quieres más motivos? ¿O es que habrías preferido quedarte allí? —añadió.

Ella se estremeció.

—No, ni hablar —se apresuró a responder. —Además, nada me ata allí ya. No tengo familia... y acabo de descubrir que tampoco tengo amigos.

—Nos tienes a nosotros —dijo Jonás con una sonrisa.

Pero la muchacha no podía olvidar aquel extraño rescate.

—Me has hecho pasar a través de las llamas —dijo, mirando fijamente al elfo.

—No —corrigió él—: tú sola has pasado a través de las llamas.

—¿En serio? —intervino Jonás, sorprendido—. ¿Cómo lo has hecho?

—¡Yo qué sé! Yo no...

Fenris alzó la mano para indicarle silencio.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó.

—Trece.

—¿Por qué querían quemarte en la hoguera?

Ella se encogió de hombros.

—La tonta de Bela me vio encendiendo el fuego y fue con el cuento a la señora.

—¿Y qué tiene eso de particular? —dijo Jonás, extrañado, pero Fenris lo hizo callar con un gesto.

—¿Cómo encendías el fuego?

—¿Qué es esto, otro interrogatorio? —protestó ella, exasperada. Pero Fenris la miraba fijamente con aquellos extraños ojos suyos, y la joven descubrió que no podía resistirse a aquella mirada.

Le contó que llevaba tiempo sirviendo como doncella en una de las casas más importantes de la ciudad. Era un buen trabajo; había sido afortunada, teniendo en cuenta que no tenía familia ni nadie que cuidase de ella.

Ella era una chica normal; lo único que hacía era... encender el fuego. Con suma facilidad. Con demasiada facilidad, había dicho el presidente del tribunal.

La muchacha no entró en detalles, y Fenris se dio cuenta enseguida de que no le gustaba hablar de ello.

—Fenris —dijo Jonás, volviéndose un momento hacia él. —¿En serio crees que...?

—Sí. Es tal y como yo sospechaba. Cruzó el círculo de llamas ella sola, y salió indemne, como si fuera una salamandra.

—¿Qué es una salamandra? —preguntó la chica.

—Es un bicho que aguanta el fuego sin quemarse —explicó Jonás.

—Un reptil —corrigió Fenris.

—Pero los poderes de la salamandra solo se aprenden a partir de cuarto grado, ¿no? —le preguntó Jonás.

El elfo asintió, pensativo.

—Son incluso difíciles de aprender para los de cuarto grado. Pero en esta chica parecen ser innatos.

—Me gustaría saber qué está pasando —protestó ella.

Fenris sonrió de nuevo.

—Pequeña Salamandra. —dijo —Sí, creo que ese será tu nombre a partir de ahora. Te queda muy bien.

—Yo no me llamo así.

—Ya lo sé. Pero tu vida ya no va a ser igual a partir de ahora, y eso bien merece un cambio de nombre, ¿no crees? Aunque no es obligatorio. Puedes quedarte con tu nombre, por supuesto. Por cierto, ¿cuál es?

—¿Qué quieres decir con eso de que mi vida va a cambiar? —preguntó ella con desconfianza—. No pienso hacer nada que...

—¿Alguna vez has pensado en estudiar?

—¿Estudiar? —repitió la chica, sorprendida. —No.

Fenris no dijo nada más, y ella tuvo que volver a la carga:

—Bueno, os agradezco mucho que me hayáis salvado y todo eso, y no es que me muera de ganas de regresar, pero, por curiosidad, solo por curiosidad ¿adonde vamos?

—A la Torre —respondió Fenris.

—¿Y dónde está eso?

—En el Valle de los Lobos.

—¿Queda muy lejos?

—Bastante.

La muchacha, cansada de que fuera tan poco explícito, le tiró de la túnica para llamar su atención. El elfo se había tumbado boca arriba sobre las mantas, con los brazos detrás de la cabeza, en ademán indolente, y parecía poco dispuesto a mantener una conversación.

—¿Por qué me lleváis allí? —exigió saber ella. —¿Y quiénes sois vosotros?

—Explícaselo, Fenris.

—Bueno —el elfo suspiró y se incorporó un poco para mirarla a los ojos. —Tengo buenas noticias para ti, Salamandra: eres una bruja.

Llegaron al valle tras dos semanas de viaje, a lo largo de las cuales Salamandra tuvo ocasión de conocer a sus salvadores más a fondo, y de averiguar más cosas sobre la Torre y la naturaleza de sus habitantes.

—Y, si sois magos... —dijo un día, —¿por qué viajáis en carreta?

—Porque aún no has sido oficialmente aceptada como alumna de la Torre —contestó Jonás. —Y, además, no estás preparada para un hechizo de teletransportación.

—Tele... ¿qué?

—Ya lo aprenderás. ¡Para eso está la Torre!

Fenris era ya un mago consagrado, como indicaba el color de su túnica, porque había superado la temida Prueba del Fuego, que marcaba el final del aprendizaje básico. Pero Jonás lucía una túnica de color azul, que lo señalaba como estudiante de tercer grado.

El chico hablaba con entusiasmo de la Torre y los que vivían en ella. Sus alabanzas más sinceras y calurosas estaban destinadas a la que llamaba la Señora de la Torre.

—Es la mejor Maestra que uno podría tener, te lo aseguro. Cuando yo llegué a la Torre no las tenía todas conmigo, pero ella hizo que me apasionara por la magia... ¡y aquí me tienes!

Por Jonás, Salamandra se enteró también de que solo había dos alumnos más en la Torre, aparte de ellos dos: Conrado, un muchacho tímido y silencioso que ya estaba en cuarto grado, y un chico fanfarrón e impertinente que se hacía llamar Morderek.

—A veces se pone pesado, pero es buen chaval.

—Es un imbécil —terció Fenris amablemente. —Pero bueno, nadie es perfecto y, además, es endiabladamente bueno con los animales... aunque no me explico cómo lo aguantan.

Nunca había entrado en los planes de la muchacha estudiar magia y hechicería en una Torre oculta en un valle remoto, pero, a medida que Fenris y Jonás le hablaban de la vida allí, Salamandra sentía crecer su entusiasmo hasta límites insospechados.

Un día la carreta se internó por un estrecho desfiladero que los llevó por fin hasta el Valle de los Lobos.

II. LA SEÑORA DE LA TORRE

Era un valle muy grande, pero había en él un enorme bosque, y un río lo recorría de parte a parte. Al pie de las altísimas montañas coronadas de niebla y nieve se desparramaban las casas de un pueblecito

—Nada cambia, ¿eh, Jonás? —dijo Fenris, contemplando la belleza del valle.

—No —coincidió el muchacho. —Todo sigue igual de hermoso.

Anochecía. El aullido de un lobo rasgó el silencio, y Salamandra se sobresaltó. Miró a sus compañeros, pero Jonás no parecía preocupado, y Fenris mostraba una amplia sonrisa.

—Solo nos dan la bienvenida —aclaró, cuando todo un coro de aullidos se elevó sobre el valle.

—Ya, muy gracioso —replicó ella, creyendo que el elfo bromeaba. —¿Dónde está la Torre?

—No llegaremos esta noche. Dormiremos en el pueblo y mañana reemprenderemos el camino.

Salamandra se resignó a esperar al día siguiente para satisfacer su curiosidad.

La última etapa del viaje a través del Valle de los Lobos transcurrió sin novedad. Era primavera, y la naturaleza exhibía sus mejores galas. Con todo, la chica notó que la temperatura allí era considerablemente más baja que en la ciudad.

A media tarde vieron la Torre a lo lejos.

Salamandra se quedó mirándola, sobrecogida. Era como una inmensa aguja clavada al pie de las montañas, junto al bosque. Su cúspide parecía rozar las nubes, y estaba rematada por una pequeña plataforma con almenas. Fenris dirigió su mirada hacia allí, y a la muchacha le pareció ver un brillo extraño en sus ojos.

En cuanto salieron de la sombra del bosque el caballo echó a trotar alegremente hacia la Torre. Jonás no tiró de las riendas para frenarlo, de modo que los tres ocupantes de la carreta no tuvieron más remedio que agarrarse bien.

Rodeaba la Torre una alta verja de hierro. El caballo se detuvo frente a la puerta y se puso a piafar con impaciencia.

—Ya va, ya va —dijo Jonás, y alzó la mano.

—Espera —dijo Fenris de pronto; había clavado sus ojos al otro lado de la verja, donde una pequeña comitiva de gente se había reunido en torno a algo. —Creo que hay problemas —concluyó, frunciendo el ceño.

Salamandra gruñó. Odiaba los problemas. Ya había tenido bastantes.

Jonás ladeó la cabeza y miró a Fenris. El elfo suspiró y pronunció una palabra que Salamandra no entendió. Enseguida, la puerta de la verja se abrió sola, con un chirrido.

Salamandra no se sorprendió. Llevaba dos semanas viajando con el mago y el aprendiz, y había sido testigo de prodigios similares. La simple idea de que algún día ella también podría hacer eso la hacía estremecerse de pies a cabeza.

—Lleva a Alide al establo —ordenó Fenris, mientras tendía la mano a Salamandra para ayudarla a bajar del carro. Ella, sin embargo, rechazó su ofrecimiento con una sonrisa y saltó ágilmente al suelo.

Jonás se llevó el caballo, no sin antes dirigirle al elfo una mirada de preocupación e incertidumbre.

Fenris avanzó por el patio bordeado de rosales hasta las personas que estaban reunidas ante la puerta de la Torre, y Salamandra lo siguió.

Había dos chicos jóvenes, vestidos con túnicas. Salamandra los reconoció fácilmente gracias a la descripción que Jonás había hecho de ellos: se trataba de Conrado y Morderek. Conrado era un chico larguirucho que no paraba de sonarse la nariz. Morderek era algo más bajo, de pelo castaño largo, recogido en la nuca, y también parecía consternado. Junto a ellos había tres individuos muy cortos de estatura, fornidos, que lucían largas barbas. «Enanos», pensó Salamandra. No había visto muchos a lo largo de su vida, pero alguna vez alguno de ellos se dejaba caer por la ciudad, para comerciar con los humanos.

Presidiendo aquella extraña reunión había una mujer joven, alta y esbelta, que vestía una sencilla túnica blanca. Su cabello, negro como el ala de un cuervo, contrastaba con sus ropas y con su semblante pálido. Su único adorno consistía en un amuleto de plata que llevaba colgado al cuello con una fina cadena. La joya tenía forma de una luna en cuarto creciente que sostenía entre sus cuernos una estrella de seis puntas

Ella alzó la cabeza al verlos llegar, y Salamandra vio que tenía las mejillas húmedas.

—¡Fenris!

El elfo corrió a su encuentro, y los dos se fundieron en un abrazo. Salamandra sintió una punzada de celos, pero enseguida tuvo otras cosas en qué pensar.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Fenris, aún con el brazo alrededor de los hombros de la Señora de la Torre.

Los ojos de ella se dirigieron hacia un bulto inmóvil, tendido sobre un improvisado lecho en medio del patio. Era una mujer anciana, de raza enana, pálida y serena, con el cabello gris enmarcándole un rostro surcado de profundas arrugas, que yacía frente a los otros tres enanos.

—Maritta —susurró Fenris.

—El corazón —informó la Señora de la Torre con un suspiro. —Ya sabes, a su edad no habría debido trabajar tanto, todos se lo decíamos pero ya la conoces, era testaruda y cabezota como una mula.

Se secó otra lágrima.

Salamandra se dio la vuelta al sentir que Jonás se reunía con ellos. Vio que el chico se detenía a hablar con sus compañeros, y observó su expresión de incredulidad, primero, y de dolor, después, cuando Conrado le dijo lo que había sucedido. Jonás ahogó un grito y corrió junto al cuerpo inerte de la anciana.

—¡Maritta! —exclamó.

Se quedó mirándola un momento, con los ojos llenos de lágrimas. Salamandra se reunió con él.

—Lo siento —dijo. —No la conocía, pero, por lo visto, todos la queríais mucho.

Jonás suspiró.

—Era la cocinera de la Torre —explicó, secándose las lágrimas. —Gruñía mucho, pero era un pedazo de pan. Siempre podíamos contar con ella, para lo que fuera.

El sonido de unas ruedas de madera llamó la atención de Salamandra. Un cuarto enano avanzaba tirando de las riendas de una mula que arrastraba una carreta tras de sí. Conrado y Morderek se apartaron para dejarle paso.

Uno de los enanos carraspeó y se adelantó.

—Señora de la Torre —dijo con voz profunda, —ha llegado la hora.

La hechicera asintió. Avanzó hasta colocarse junto al cuerpo de Maritta y miró a su alrededor.

—Vosotros, habitantes de la Torre —dijo a Fenris y a los chicos, —sabéis más de la vida y de la muerte que ningún mortal. Sabéis que en el fondo nada muere, y que Maritta seguirá con nosotros, de una manera o de otra. Hoy lloramos su pérdida porque la echaremos de menos. Pero todos sabemos que ella sigue existiendo en el Otro Lado.

Fenris asintió, pero Jonás, Conrado y Morderek no parecían muy convencidos. Salamandra se preguntó qué sabía la Señora de la Torre. «Más que ningún mortal», se dijo.

La maga se inclinó junto al cuerpo de su amiga muerta para depositar un beso sobre su frente arrugada y marchita. Susurró unas palabras en su oído, y Salamandra pudo oír algo que sonó como: «... dile que no lo olvido».

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