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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La mano del Coyote / La ley de los vigilantes (3 page)

BOOK: La mano del Coyote / La ley de los vigilantes
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Mientras bajaba por la escalera, murmuró, sonriendo:

—Creo que esto sólo puede arreglarlo
El Coyote
.

Y al recordar las palabras de Lucía, al referirse una hora antes al
Coyote
, César soltó una silenciosa carcajada.

El criado, que le estaba observando desde el vestíbulo, quedó sumamente desconcertado y siguió con la mirada a don César de Echagüe, que, abandonando la calle del Junco, tomó también el camino de la plaza, y más específicamente, el de la posada del Rey don Carlos.

Capítulo III:
El Coyote
sonríe

José Garrido había tomado una decisión. No podía sentirse orgulloso de ella, porque era una decisión impropia de un caballero y, sobre todo, de un Garrido; pero en aquel caso era la única que se le antojaba totalmente resolutiva.

Todo ocurría por él. Si él dejaba de existir, dejaba también de existir el problema que él planteaba. Y una vez resuelto el problema, ni Lucía tendría que casarse, ni su padre se vería obligado a soportar la humillación.

Sobre la mesa, ante él, tenía una botella de seco vino de Jerez. Junto a la botella un revólver. El mismo revólver que… Con aquel arma José Garrido pondría fin a su vida inútil y muy pecada. Un disparo contra su corazón y todo habría terminado. Muy fácil. Muerto el perro se acabó la rabia. Su padre lloraría, su hermana también; pero los dos comprenderían que su acto era el único lógico y sensato.

Los padres del Colegio de Nuestra Señora, que le habían educado, cuidarían de que se hiciera constar que se había matado en un rapto de locura. Así podría ser enterrado en la tierra en que reposaban sus familiares. Su madre, sobre todo. Sin duda, ella le estaba viendo en aquellos momentos y la pobre debía de sufrir mucho.

Con mano temblorosa escanció otro vaso de vino y se lo llevó a los resecos labios. No le encontró ningún gusto, y pensó que tampoco los condenados a muerte deben de encontrar gusto alguno a los mejores alimentos que les sirven antes de dar el último paseo por la vida.

Pero el vino le daba calor, y esto ya era mucho.

Sin duda, su padre y su hermana debían de estarle esperando para cenar. No imaginarían que se encontraba en la posada del Rey don Carlos bebiendo una última botella de vino antes de abrirse de un tiro contra el corazón el camino hacia la eternidad.

Había pedido un reservado, que Yesares, el dueño, le proporcionó en seguida.

—Espero a unos amigos —había dicho José Garrido.

Por eso, a un lado de la mesa se veían otros vasos que no serían utilizados, porque el amigo a quien esperaba el hijo de don Lucas Garrido era la Muerte. Y la Muerte no bebe vino.

José Garrido acarició el revólver. Sería el primero de los Garrido que se quitaba voluntariamente la vida. Alguno de sus antepasados murió en el cadalso, otros, la mayoría, murieron peleando por su patria. Él debiera haber muerto en el patíbulo y sólo cambiaba aquella vergüenza por otra mayor: la del suicidio.

Quiso repasar su vida y desistió de ello, porque sólo podía recordar una cosa: la que motivaba aquella decisiva determinación. Y aquello era, precisamente, lo que más quería olvidar.

Bebió otro trago de vino y miró con disgusto la botella. Aún quedaba dentro de ella algo más de la mitad de su contenido inicial. Y hasta que terminase no podría… ¿Por qué no? ¿Quién, en realidad, le impedía acabar con su vida antes de acabar con el vino? ¿Qué le importaba que quedase media botella?

Llevó la mano al bolsillo de su chaleco y sacó una moneda de oro. La depositó junto a la botella. Era más de lo que ésta valía; pero no importaba. Además, el dueño de la posada iba a sufrir, por su causa, muchas molestias. Por lo que pudiera ocurrir era conveniente que no se culpara a nadie de una muerte de la que sólo él era el autor. Sacó, por ello, la carta escrita unas horas antes y la dejó también sobre la mesa. Iba dirigida a las autoridades y en ella, de su puño y letra, José Garrido hacía constar que, por su propio albedrío, terminaba con su vida.

Ya estaba todo en orden. Sólo faltaba el gesto supremo.

La mano derecha del joven avanzó hacia el revólver, lo empuñó y, amartillándolo, lo acercó a su pecho. Sólo una ligera presión con el dedo y…

¡Pam, pam, pam!

Bruscamente, José Garrido apartó el revólver y lo encañonó hacia la puerta. ¿Quién podía llamar en aquellos momentos?

Se puso en pie y desamartillando el revólver lo guardó en el bolsillo de su levita, aunque sin apartar las manos de su culata. Luego avanzó paso a paso hacia la puerta. La llamada no se había repetido, y el joven preguntó con voz temblorosa:

—¿Quién llama?

Nadie contestó.

—¿Quién llama? —preguntó con voz más fuerte José Garrido.

Silencio.

Cautamente el joven entreabrió la puerta y vio que el pasillo, a derecha e izquierda, estaba vacío. Si alguien había llamado, debió de marcharse a toda prisa.

O tal vez la llamada fue fruto de su imaginación.

José Garrido cerró de nuevo la puerta y volvióse para regresar a su sitio.

—Buenas tardes.

Las palabras del enmascarado que estaba sentado en la misma silla que un momento antes él ocupara hicieron dar un respingo a José Garrido, cuyos ojos, muy abiertos, trataban de penetrar a través de la barrera que ofrecía a su mirada aquel antifaz. El que lo llevaba era un hombre alto, delgado, vestido a la moda mejicana y californiana. Se cubría la cabeza con un sombrero de alas anchas y cónica copa. Su enjuto rostro sólo tenía la peculiaridad de un fino bigote, y de su estrecha cintura pendían, de dos cinturones cruzados y repletos de munición, dos excelentes revólveres Colt. Sin embargo, el enmascarado no mantenía sus manos cerca de sus armas. Por el contrario, estaba entretenido en juguetear con la carta que José Garrido escribiera para justificar su muerte.

—¿Quién es usted? —preguntó con voz alterada—. ¿Por dónde ha entrado? ¿Qué hace aquí?

Con un ademán, el enmascarado interrumpió al joven.

—Vayamos por partes —dijo—. ¿No me reconoce?

—Parece
El Coyote
—murmuró José Garrido.

—Lo soy —replicó el enmascarado—. Y en cuanto a entrar aquí, he podido hacerlo a través de las paredes o por la ranura de la puerta. O por debajo de ella, como lo haría una hormiga.

—Usted no es una hormiga —sonrió, a su pesar, Garrido.

—No, desgraciadamente no puedo serlo. A veces me sería muy útil. Creo que una hormiga podría, incluso, introducirse dentro de una carta y leer, poco más o menos esto: «Señor juez, no culpe a nadie de mi muerte. Me quito la vida porque me falta valor para seguir viviendo». Y la firma lleva un nombre muy vulgar y un apellido muy honrado.

José Garrido cerró los puños y, mirando fríamente a su misterioso visitante, replicó:

—Señor
Coyote
, como todos los californianos, le he admirado; pero ahora le ruego que me deje solo. Tengo que hacer algo muy urgente e importante.

—¿Matarse? —
El Coyote
sonrió de nuevo—. Eso podrá ser importante, por lo menos para usted y para su familia; pero nunca será urgente. Puede aguardar unos minutos si hasta ahora ha podido aguardar dieciséis años. Le agradezco que me haya admirado. ¿Qué represento yo para usted?

—¿Ha venido a escuchar las alabanzas que puede prodigarle un hombre que va a morir?

—El que va a matarse no es un hombre, Garrido, en el mejor de los casos, será un chiquillo.

—Seré un chiquillo, no me importa. Desde luego, le he admirado porque usted representa el espíritu de nuestra raza en lucha contra los que tratan de humillarla. ¿Quiere alguna alabanza más?

—No, tengo bastante con eso. Al fin y al cabo, es lo mismo que usted quiso hacer, ¿no?

—No entiendo.

—No mienta. Me entiende muy bien. Pero no es necesario que rectifique sus palabras. Puede sacar ese revólver que guarda en el bolsillo y matarse. Me gustará ver cómo muere un hombre cobarde.

—No soy cobarde. Si me quiero matar es porque…

El Coyote
le atajó con un imperioso ademán.

—No me dé explicaciones. Me tiene sin cuidado el porqué de su suicidio. Mátese. Ya le he dicho que me gustará verle morir.

—¿Quiere que me mate delante de usted? —preguntó, incrédulamente, José Garrido.

—¿Por qué no? Creo que son los japoneses los que cuando quieren abandonar este mundo por medio del suicidio requieren la presencia de un amigo para que los conforte en el duro trance. ¿No puedo ser yo su amigo?

—Podría serlo —replicó el joven—. Y por ello le pido que se marche como ha venido y me deje a solas con mis problemas.

—Lamento mucho no poder seguir sus indicaciones, Garrido. Si me he tomado el trabajo de filtrarme a través de estos recios muros ha sido con el exclusivo objeto de ver cómo se pegaba el tiro definitivo. No querrá que me marche sin haber satisfecho mi curiosidad.

—No siga burlándose de mí, señor
Coyote
. Usted no se ha filtrado a través del muro. Eso lo sabe tan bien como yo. No sé cómo ha entrado ni por qué…

—Le diré por qué. He venido porque quiero preguntarle el motivo de su suicidio. En la carta no lo explica.

—Ése es asunto que sólo a mí me concierne.

—¿Cree que
El Coyote
irá divulgando por Los Ángeles el motivo del suicidio del joven Garrido? No sea niño. Yo no hago esas cosas.

—Ya lo sé…

—Entonces, cuénteme qué motivos le impulsan a esa locura. Hace tiempo supe que el hijo de don Lucas Garrido andaba mezclado con una banda de criminales y ladrones…

—¡Yo no sabía qué clase de gente eran! —protestó José.

—También sé eso. Usted creía que se trataba de un movimiento patriótico. ¿No es cierto?

—Sí. Me aseguraron que estaban en combinación con el Gobierno mejicano para la expulsión de los norteamericanos, aprovechando las circunstancias favorables…

—Pero le engañaron, y usted se encontró de pronto con que había asesinado a un hombre para robarle.

—¿Cómo lo sabe? —gritó el joven.

—Si soy capaz de atravesar una pared de medio metro de espesor, más fácilmente puedo averiguar una cosa que es sabida de varias personas.

—¿Lo ha sabido por mi padre?

—No. Su padre es muy discreto y no ha dicho ni palabra. Su hermana tampoco ha querido hablar, aunque sospecho que no sabe otra cosa: que si no se casa con el joven Archie Wade usted será encerrado en la cárcel y luego hasta es posible que suba al cadalso. ¿No es así como Mathias Wade ha planteado el problema?

—Sí… Pero yo no quiero hablar ni decir…

—No sea niño. Cuénteme cómo ocurrió todo. Yo conozco una versión del suceso; pero me interesa conocer otra. Al fin y al cabo, usted se va a suicidar. Yo le prometo que vengaré su muerte y castigaré a sus cómplices.

—¿Cómo podrá hacerlo, si ni yo mismo los conozco? —preguntó Garrido.

—El que usted no los conozca no quiere, ni mucho menos, decir que yo no pueda descubrirlos. ¿Quién le hizo ingresar en la banda?

—Recibí algunas cartas…

—¿Cuándo?

—Hace un año, poco más o menos. Eran anónimos. Se me decía que estaba próxima una gran sublevación contra el dominio norteamericano. Se instaba a todos los californianos a unirse para la gran epopeya.

—¿Y cómo respondió usted?

—Una noche en que yo regresaba a casa, se acercó a mí un hombre envuelto en una larga capa y me dijo que venía a mí enviado por Los Vengadores. Así se llamaba la banda. ¿Cuál era mi respuesta?

—Afirmativa, ¿no?

—Sí. Le dije que contasen conmigo. Me contestó que la noche siguiente me reuniera con mis compañeros en las ruinas de la ermita de San Beltrán. Allí sería presentado a todos.

—¿A cuántos fue presentado?

—Sólo a dos. Me dijeron que los otros no podían acudir a aquella ceremonia; pero que no importaba, pues a su debido tiempo nos conoceríamos todos. La vieja bandera de California ocupaba toda una pared.

—¿Quién eran sus compañeros?

—No lo supe. Tanto ellos como yo llevábamos la cara cubierta con un capuchón negro. Se dijo que para probarme debería acompañarles a una casa donde se guardaban documentos de gran interés para los patriotas.

—Y usted fue tan ingenuo que aceptó sin más pruebas ni explicaciones, ni garantías.

—Sí. No pude imaginar que no fuesen lo que decían ser.

—¿Qué ocurrió?

—Me llevaron hasta una casa, entramos en ella saltando la tapia del jardín. Me entregaron un revólver y yo lo amartillé, como hicieron ellos. Forzamos una puerta, subimos por la escalera, llegamos a un despacho en el que se veía un cofre fuerte que mis compañeros forzaron. De dentro sacaron fajos de billetes y sacos de oro. Yo iba a decirles que aquello no eran documentos, cuando se abrió una puerta y apareció un hombre que sostenía un quinqué de petróleo. Yo no sabía qué hacer y estaba a punto de escapar; pero mis compañeros me dijeron que disparase, pues ellos habían guardado sus armas.

—¿Y disparó?

—Sí. Fue un movimiento instintivo, del que me di cuenta demasiado tarde. Vi cómo el hombre se desplomaba al suelo, se apagó su quinqué y mis compañeros tiraron al suelo la vela que habían encendido. Quise escapar y no pude encontrar la puerta. Al fin, di con ella y la encontré cerrada. Fui a la ventana y la hallé defendida por fuertes barrotes de hierro. Cuando ya no sabía qué hacer, oí abrirse una puerta y apareció el señor Mathias Wade. Traía una linterna cuya luz me cegó, y empuñaba un revólver. Me ordenó que tirara al suelo mi arma y él la recogió, guardándola. Es este mismo revólver —agregó José Garrido, mostrando el que había destinado para matarse.

—Continúe. Es muy interesante. ¿Qué había sido del muerto?

—Seguía en el suelo, con la cara bañada en sangre…

—¿En sangre?

—Sí, en sangre. Aunque disparé al azar debí de alcanzarle en el rostro.

—¿Y qué hizo el señor Wade?

—Pensé que me mataría. Dijo que había asesinado a su secretario y luego, al examinar el contenido de la caja, agregó que mis cómplices le habían robado cien mil pesos.

—¿Es posible que tuviera tanto dinero en casa? —preguntó
El Coyote
.

—Todos saben que el señor Wade se dedica a hacer préstamos y que, por ello, tiene siempre en casa grandes sumas de dinero.

—O sea, que usted se encontró complicado en un crimen y en un robo. Mal asunto. ¿Qué más ocurrió?

—Wade me dijo que tendría que entregarme a la Justicia, y pareció muy molesto por tener que hacerlo. Yo le supliqué perdón y olvido; pero en seguida me hizo ver que no podía perdonar ni olvidar. ¿Qué podía hacer con el cadáver de su secretario? ¿Y quién le reembolsaría el dinero robado?

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