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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La mano del Coyote / La ley de los vigilantes (9 page)

BOOK: La mano del Coyote / La ley de los vigilantes
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Los perros quedaron aullando ferozmente contra sus huidas presas, y éstas, en lo alto de los árboles, agregaron los clamores de sus peticiones de auxilio a los ladridos de los perros.

AI fin, abrióse la ventana del cuarto de don César, y éste, asomándose, gritó:

—¡A ver si hacéis callar a esos animales!

Después cerró la ventana y ya no pareció oír ni un ladrido más, a pesar de que, con breves intermitencias, los perros no cesaron de aullar en toda la noche.

Capítulo VIII: En el Juzgado

En el Juzgado de Los Ángeles estaban ocurriendo aquella mañana cosas muy raras y anormales. Esto lo advirtió en seguida el señor Mateos. En primer lugar, Solomón Zukor, de las pompas fúnebres, se había presentado con el cadáver de Rand Ríos, cuya presencia en el juicio que debía determinar cómo había muerto Rand, no se juzgaba necesaria. Sin embargo, el israelita insistía en dejarlo allí y se negaba a llevárselo, respondiendo a todas las órdenes, que
El Coyote
se lo hacía llevar, y que sin pretender afirmar que las órdenes de los demás no fueran tan dignas de ser obedecidas como las del
Coyote
, éste agregaba a sus derechos el de ser sumamente peligroso.

—¿Dice que fue
El Coyote
quien le ordenó que trajera aquí el cadáver? —preguntó Mateos.

Solomón explicó lo ocurrido y el interés del jefe de Policía empezó a despertarse. Al fin, ordenó que trasladaran el cuerpo a una habitación inmediata a aquella en que debería celebrarse la vista preliminar o encuesta, y luego salió a comprobar si estaban presentes todos los testigos. Faltaban aún don César y Dorotea, y, por lo tanto, era imposible comenzar. Entre los presentes se encontraban los Wade, Bill Burley, Lucía Garrido y numerosas personas atraídas por la curiosidad que aún despertaba aquel sistema jurídico tan distinto del español.

El forense, que debía solicitar del jurado un veredicto de culpabilidad contra el autor del crimen, paseaba nerviosamente por la sala. Sólo faltaba que llegaran don César y Dorotea de Villavicencio.

De pronto se abrió la puerta de la sala y entraron Bart Keller, doña Gertrudis de Avala y un mejicano embozado en su sarape.

—¿Qué…? —empezó a preguntar el forense; pero las palabras se ahogaron en su garganta cuando el mejicano se quitó el sarape y dejó al descubierto la máscara que velaba su rostro.

—¡
El Coyote
! —exclamaron varias voces.

Abriéndose paso por entre la mujer y el armero,
El Coyote
avanzó hacia el forense, empuñando dos revólveres de largo cañón que parecían clavados en sus manos.

Nadie hizo intención de empuñar sus armas, e incluso Teodomiro Mateos permaneció inmóvil, mirando escrutadoramente al
Coyote
, buscando en sus facciones algún rasgo que le descubriese.

—Buenos días, señores —saludó
El Coyote
, abarcando con sus revólveres toda la sala—. Creo que hoy se tenía que decidir si Rand Ríos encontró la muerte por casualidad o fue asesinado por mí. ¿Cómo es que la vista no ha empezado aún? ¡Ah! Ya sé. Faltan la señorita de Villavicencio y el pobre don César. Creo que tardarán un poco en llegar porque los caballos de la señorita no podrán ser enganchados por estar destrozadas las riendas y arneses. Y en cuanto a don César… Creo que su coche sufrirá un accidente más o menos cerca de Los Ángeles y que también se retrasará.

Todos escuchaban al
Coyote
y aquellos que llevaban encima algún arma de fuego se olvidaron de ella. Volviéndose hacia el forense.
El Coyote
siguió:

—Podemos empezar la vista, señor. Cuando lleguen los demás testigos ya les interrogaremos. Creo que se me acusa de haber asesinado a Rand Ríos, ¿no? Rand era un pobre muchacho que en un tiempo me fue muy útil, aunque nunca llegó a conocer mi verdadera identidad… Le gustaba demasiado beber vino y nunca juzgue prudente que supiese demasiado. Al fin, dejé de utilizarlo. Sin embargo, en el tiempo que le traté, pude averiguar una cosa respecto a él: que no sabía leer ni escribir, como podrá confirmarlo cualquiera de los que le conocieron íntimamente.

—¡Es verdad! —exclamó uno de los miembros del jurado—. Rand no sabía leer ni escribir. ¿Quién ha dicho lo contrario?

—Gracias por su declaración, señor —dijo
El Coyote
, saludando con una inclinación de cabeza al que había hablado—. Me interesaba hacer constar esto, porque en poder de Rand se encontró una nota en la cual decía quién era en realidad
El Coyote
. Desde el momento en que no sabía escribir, mal podía Rand legar a la posteridad el nombre del
Coyote
; pero aún quedan muchos puntos más.

¿Qué religión practicaba Rand Ríos? Su padre era californiano y, por lo tanto, católico; pero, en cambio, su madre era inglesa y enemiga acérrima del catolicismo. Como el padre de Ríos murió cuando Rand era un niño de dos o tres años, su madre pudo inculcarle las ideas religiosas que quiso. El resultado fue que a Rand nunca le vieron en la iglesia. Sin embargo, debía de tener muy ocultos sus sentimientos, ya que sobre su cuerpo se encontraron unos escapularios de la virgen de los Dolores y dentro de uno de ellos aquel papelito en que denunciaba la verdadera personalidad del
Coyote
.

Un murmullo de asombro corrió por la sala, y Bill Burley, que estaba sentado junto a Edwin Wade, comenzó a agitarse, inquieto, y sacando del bolsillo una botellita de whisky bebió ansiosamente un trago.

—Como en Los Ángeles sólo existe una vendedora de escapularios, o sea, doña Gertrudis Ayala, ayer noche la cité aquí para que nos diga si recuerda haber vendido algún escapulario de la virgen de los Dolores.

—Claro que recuerdo haberlo vendido —dijo la mujer—. Sólo tenía uno y lo vendí…

—Un momento —interrumpió
El Coyote
—. Mas tarde nos dirá el nombre de la persona a quien lo vendió. De momento, basta con que reconozca el escapulario y nos diga si realmente procede de su establecimiento. Tenga la bondad de enseñárselo, don Teodomiro.

El jefe de Policía tomó los escapularios de encima de la mesa donde habían sido dejados y los mostró a la mujer, que afirmó que aquellos escapularios habían sido no sólo vendidos, sino también hechos por ella.

—Pero no se los vendí a Rand Ríos —agregó—. A aquel hereje, a quien Dios haya perdonado, nunca lo vi por mi casa.

—Bien —siguió
El Coyote
—, ya hemos aclarado que Rand Ríos no pudo escribir la nota que encontraron encima de él y también que no compró los escapularios. Ahora pasemos a descubrir quién le asesinó.

Bill Burley dirigió una rabiosa mirada a Edwin y le arrancó de las manos la botellita de licor que Edwin le había sustraído un momento antes, como si también él necesitara el reforzante del alcohol.

—Ten calma —susurró Edwin—. No hay nada perdido.

Bill bebió ansiosamente otro trago y su mano derecha buscó la culata de su revólver.

Mientras tanto,
El Coyote
siguió:

—Desconozco los motivos que pueden tener los que desean que las culpas de este crimen recaigan sobre un honrado caballero de esta ciudad. Mejor dicho, sí las conozco; pero no las revelaré aún. El asesinato de Rand Ríos ha sido cargado sobre mi conciencia y prendido en sus ropas se encontró un papel escrito por mí. Conozco la procedencia de ese papel, que es un aviso dirigido a ciertas personas. Pero mi palabra no vale nada contra la de ellos y, por eso, prefiero no citar nombres. Pasando a las pruebas, el señor forense debe de haber examinado el cadáver de Rand Ríos, ¿no?

—Sí… Sí —tartamudeó el forense.

—¿Examinó usted la herida? —insistió
El Coyote
.

—CÍaro.

—¿Y qué advirtió junto a Jos labios de dicha herida?

—No sé a qué se refiere…

—¿No vio dos huellas amoratadas?

—Sí.

—¿A qué se debe la existencia de dichas huellas? ¿Cuál es su origen?

—Pues… yo creo que proceden de la cruz del cuchillo que se utilizó para cometer el crimen.

—¿No está seguro? —insistió
El Coyote
.

—Sí, sí. Claro que estoy seguro.

—¿Tienen algo de particular esas huellas? —preguntó
El Coyote
.

—Sí. Una de ellas está bastante desviada con relación a la otra.

—Gracias. Eso quiere decir que la cruz del puñal que se utilizó para matar a Rand estaba ligeramente torcida. ¿No es eso?

—Claro.

—Entonces ha llegado el momento de que intervenga el señor Keller. Señor Keller, ¿quiere usted acercarse y entrar en ese cuartito para examinar el cadáver que hallará en él? Examine la herida y vea si recuerda algún puñal o cuchillo hecho por usted, cuya cruz pueda haber dejado esa huella.

—No necesito entrar para ver ningún cadáver —dijo Keller—. Puedo decirles que hace unos meses hice un excelente cuchillo, acaso el mejor que ha salido de mi casa. Era de doble filo y de un acero tan bien templado, que estaba seguro de poderlo vender muy bien; pero al colocarle la cruz que formaba un arco a ambos lados de la hoja, se me torció uno de los brazos de dicha cruz y como entonces tenía mucho trabajo dejé el cuchillo a un lado para arreglarlo en otro momento. Pasaron días, y como salió un comprador dispuesto a quedarse el cuchillo tal como estaba, lo vendí.

—¿A quién?

Bart Keller vaciló.

—¿Perjudicará mi declaración a alguien? —preguntó.

—Los jueces y el jurado comprobarán si Rand fue asesinado con ese cuchillo, y si todo demuestra que sí…

—Bien, yo sólo digo que aquel cuchillo lo vendí a Bill Burley; pero no digo…

—¡Maldito! —rugió Bill, levantándose y empezando a desenfundar su revólver.

Todos los ojos se volvieron hacia él y durante unos segundos quedaron como hipnotizados por el espectáculo. Bill, que había, al fin, sacado su revólver, vaciló un momento: el arma resbaló de entre sus dedos y chocó sordamente contra el suelo. Luego, Burley se llevó ambas manos a la garganta y lanzando un estertor cayó a tierra, donde, después de unas convulsiones, quedó inmóvil.

—¡A él le vendí el escapulario! —exclamó doña Gertrudis, señalando al muerto—. ¡A él! Lo recuerdo perfectamente.

Hasta aquel momento no pensó Teodomiro Mateos en que
El Coyote
estaba en la sala; pero cuando lo buscó, vio que había desaparecido.

—Saltó por la ventana —explicó Solomón Zukor, que había presenciado la fuga del Coyote—. Antes de que Bill cayera al suelo…

Mateos corrió a la ventana y asomándose a ella vio, a lo lejos, galopando por la carretera, un jinete a quien reconoció en seguida. Pero
El Coyote
estaba ya demasiado lejos para que pudiera ser alcanzado por ningún disparo.

A pesar de todo, corrió hacia la puerta del Juzgado, y en el momento de abrirla tropezó de manos a boca con don César de Echagüe, que con el elegante traje arrugado y polvoriento entraba en el edificio.

—Hola, señor jefe.

Teodomiro lo apartó a un lado y, dirigiéndose a un grupo de hombres armados que descansaban a la sombra de los arcos del viejo edificio, les gritó:

—¡Pronto! Montad a caballo y salid hacia la carretera del Sur. ¡Tenéis que alcanzar al
Coyote
!

Esta orden, en vez de despertar el entusiasmo de los agentes, los enfrió de tal forma, que desde que empezaron a montar a caballo hasta que estuvieron sobre la silla transcurrió tiempo suficiente para que
El Coyote
llegase a San Diego, por lo menos.

—¿Qué hace aquí
El Coyote
? —preguntó César, bostezando.

—¿Eh? ¡Déjeme ahora, don César, no estoy para tonterías!
El Coyote
ha tenido la desfachatez de presentarse… Bueno, para usted todo se ha arreglado. ¿Cómo llega tan tarde?

César señaló el cochecillo en que había llegado.

—Aún no sé cómo se escapó una rueda y me di la gran caída. No sé cómo pude arreglarla y llegar hasta aquí.

—Por allí viene otra retrasada —comentó Mateos, señalando hacia el extremo de la calle, por donde acababa de aparecer Dorotea de Villavicencio, montada a caballo y con expresión muy indignada.

—¿No le está agradecido por lo que hizo ayer noche por usted?

—No lo hizo por mí, sino por ella —replicó César—. Favor con favor se paga, y Dorotea quería un pago muy grande por un favor muy pequeño.

—¿Lo considera usted pequeño?

—Claro. Si yo era inocente, ¿por qué tenía ella que comprometerse y comprometerme con una mentira?

Mientras entraban en el Juzgado, Teodomiro Mateos explicó a César lo ocurrido. Cuando llegaron junto adonde había caído Burley, el forense anunció a Mateos:

—Está muerto. Envenenado. Debió de suicidarse al ver que era descubierto su delito.

—Nos ha ahorrado trabajo —dijo Mateos—. ¿Sabían ustedes algo? —agregó, dirigiéndose a los Wade.

—Le aseguro que lo ocurrido nos ha asombrado tanto como a ustedes —dijo Edwin—. Bill había sido siempre un servidor honrado. Claro que él también sabía lo de Rand… En fin, no comprendo nada.

En ese momento entró en el Juzgado Dorotea de Villavicencio y César acudió hacia ella.

—¿Qué tal, mi distinguida señorita? —preguntó.

—Bien —replicó Dorotea—. Supongo que…

—Por mucho que suponga usted, no imaginará nunca lo ocurrido —dijo César—. Todo se ha aclarado, se ha descubierto al asesino, que se ha suicidado, y su buen nombre está a salvo. Ya no tendrá que sacrificarlo declarando ante cien testigos que usted y yo, aprovechando el poco tiempo de que disponemos en mis recepciones, somos unos apasionados amantes.

—¿Qué burla es ésta? —preguntó Dorotea—. No estoy para bromas. He tenido que venir a caballo, porque alguien se entretuvo estropeando las riendas y todos los arneses.

—No hay mal que por bien no venga —sonrió César—. Así no llegó demasiado pronto. También a mí me perjudicaron estropeándome el coche y haciéndome caer por el polvo. Pero así
El Coyote
ha demostrado que yo no soy él.

—Verdaderamente no sé cómo se me ocurrió sospechar de usted —dijo Mateos.

—Espero que después de esta vez ya no obligarán de nuevo al
Coyote
a salir en mi defensa. No me gusta tener que estarle agradecido.

—La ayuda del
Coyote
es preferible a su enemistad —dijo Mateos—. Y como parece que ya hemos descubierto todo lo que estaba por descubrir, puede marcharse, don César. A menos que prefiera ver el levantamiento del cadáver.

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