La mano izquierda de Dios (5 page)

BOOK: La mano izquierda de Dios
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—¡Mirad qué colores! —decía el redentor—. Vuestras almas, que deberían ser blancas como el ala de una paloma, se encuentran peor que los negros y morados de la espalda de este muchacho. Así es como aparecéis todos vosotros ante los ojos de Dios: negros y morados. Y si alguno de vosotros muere esta noche, no necesitáis que os diga en qué fila tendrá que ponerse a hacer cola. Y en cuanto a lo que le espera al final de esa fila, son bestias que os devorarán y después os defecarán para volveros a devorar. Y también os aguardan los hornos de metal, todos al rojo vivo, y os asarán en ellos durante una hora hasta que os carbonicéis, y después vuestra grasa se derretirá, y os amasarán los demonios, juntando la ceniza con la grasa para formar una masa asquerosa de la que volveréis a nacer para volver a arder y a nacer, y así una y otra vez por toda la eternidad.

En cierta ocasión, durante la visita de un dignatario, un tal redentor Compton, que estaba enfrentado a Bosco, había presenciado el resultado, así como el castigo que había provocado los moratones.

—Estos muchachos —había dicho el redentor Compton—, están siendo formados para luchar contra la blasfemia de los antagonistas. Una violencia tan extrema contra un niño, no importa hasta qué punto se haya podido convertir en un juguete del demonio, destruirá su espíritu mucho antes de que pueda fortalecerlo para que nos ayude a barrer el sacrilegio de la vista de Dios.

—Este niño no es rebelde, y está muy lejos de haberse convertido en un juguete del demonio. —Bosco, que tan cauteloso era siempre a la hora de discutir de Cale, se enfureció al instante consigo mismo por ser provocado a dar incluso una explicación tan enigmática como aquella.

—Entonces, ¿por qué permitís esto?

—No preguntéis el motivo. Alegraos de que sea así.

—Decidme, Padre...

—No lo haré.

Y, ante esto, el redentor Compton, más prudente por una vez que Bosco, se mordió la lengua, pero después instruyó a dos de los confidentes pagados que tenía en el Santuario para que recogieran toda la información posible sobre el muchacho de la espalda amoratada.

—¿Y si muero esta noche? ¿Y si muero esta noche? ¿Y si muero esta noche? —Mientras Cale y los demás se dirigían a la cama, canturreando aquellas palabras a las que años de repetición habían terminado por despojar de todo significado, él rememoró el horrible poder que habían ejercido sobre ellos en otro tiempo, cuando siendo niños, se quedaban despiertos toda la noche, convencidos de que en cuanto cerraran los ojos sentirían la cálida boca de la bestia, u oirían el ruido metálico, pero amortiguado por el hollín, de las puertas de los hornos.

En cosa de diez minutos el dormitorio estaba abarrotado, y se cerraron las puertas detrás de quinientos niños que, en absoluto silencio, se preparaban para dormir en aquella especie de cobertizo enorme, gélido y apenas iluminado. A continuación se apagaban las velas, y los niños se preparaban para un sueño que no tardaba en llegar, pues llevaban despiertos desde las cinco de la mañana.

El dormitorio quedaba inmerso en una ruidosa mezcla de ronquidos, llantos, gritos y gruñidos, mientras los muchachos se introducían en el consuelo o en el horror que pudieran depararles sus sueños.

Por supuesto, había tres chicos que no solo no se durmieron tan rápido como los otros, sino que tardarían todavía varias horas en hacerlo.

4

Cale se despertó también pronto. Era una costumbre suya que había mantenido desde siempre, por lo que podía recordar. Eso le permitía permanecer durante una hora en soledad, en la medida en que puede encontrarse solo alguien rodeado de quinientos durmientes. Pero en la oscuridad que precede al alba no hay nadie que hable con uno, ni lo vigile, ni le diga lo que tiene que hacer, ni que lo amenace ni que busque una excusa para pegarle o para matarlo. Y aunque estuviera hambriento, al menos estaba caliente.

Entonces, claro está, se acordó de la comida. Tenía los bolsillos llenos de ella. Coger algo del hábito que colgaba junto a su cama era correr un riesgo insensato, pero se veía impelido por un impulso irresistible, un impulso que no era solo causado por el hambre (algo con lo que vivía constantemente), sino por el placer: el irresistible deseo de comer algo que tuviera un sabor maravilloso. Tomándose su tiempo, metió la mano en el bolsillo y cogió lo primero que encontró: una especie de galleta plana con una capa de crema pastelera. Y se la metió en la boca.

Al principio pensó que se iba a volver loco de placer con aquellos sabores de azúcar y mantequilla que le estallaban no solo en la boca, sino también en el cerebro, en la propia alma. Siguió masticando y tragó, sintiendo un placer indescriptible.

Y entonces se mareó. No estaba más acostumbrado a comida como aquella de lo que estaba un elefante a volar. Como un hombre que se muere de sed o de hambre, tenía que recibir líquido o alimento en dosis muy pequeñas, o de lo contrario su cuerpo se rebelaría y él moriría de lo mismo que tan desesperadamente necesitaba. Cale permaneció allí media hora, tratando por todos los medios de no vomitar.

Comenzaba a recobrarse cuando oyó a uno de los redentores, que hacía su ronda antes de la hora de despertarse. Las duras suelas de los zapatos resonaban en el suelo de piedra al caminar alrededor de los durmientes. Eso duró diez minutos. Entonces, de pronto, aquel paso se aceleró y se oyeron fuertes palmadas:

—¡ARRIBA! ¡ARRIBA!

Lentamente, Cale, que seguía mareado, se levantó y se puso el hábito, teniendo mucho cuidado de que no se le cayera nada de los rebosantes bolsillos, al tiempo que otros quinientos muchachos gemían y se ponían en pie tambaleándose.

Unos minutos después, marchaban bajo la lluvia hacia la misa en la Basílica de la Eterna Misericordia, un imponente edificio de piedra en el que pasaron las siguientes dos horas murmurando oraciones en respuesta a los diez redentores que oficiaban, usando palabras que hacía mucho tiempo se habían vaciado de todo significado a base de repetirlas. A Cale eso no le importaba, porque siendo niño había aprendido a dormir con los ojos abiertos sin dejar de murmurar con los demás, en tanto que una pequeña parte de su mente seguía alerta ante la presencia de redentores que buscaban asistentes poco participativos.

Entonces llegó el desayuno, consistente en más gachas de color gris y en pies de muertos, una especie de pastel hecho con muchos tipos de grasa animal y vegetal, normalmente rancia, y con numerosas variedades de semillas. Era asqueroso pero muy nutritivo. Solo gracias a aquella desagradable mezcolanza conseguían sobrevivir los muchachos. Los redentores deseaban que tuvieran en la vida el menor placer posible, pero sus planes para el futuro, dada la gran guerra contra los antagonistas, requerían que los muchachos fueran fuertes. Los que sobrevivían, claro está.

No pudieron volver a hablar los tres hasta las ocho en punto, cuando estaban haciendo cola para entrenar en el Campo del Absoluto Perdón de Nuestros Redentores.

—Me encuentro mal —dijo Kleist.

—Yo también —susurró Henri el Impreciso.

—Yo casi vomito —admitió Cale.

—Vamos a tener que esconderlo.

—O tirarlo.

—Ya os acostumbraréis —dijo Cale—. Pero si no lo queréis, yo me como vuestra parte.

—Yo tengo que ir a guardar las vestiduras después de los ejercicios —comentó Henri el Impreciso—, así que podéis darme la comida y la esconderé allí.

—¡Hablando! ¡Vosotros, estáis hablando! —A su manera habitual, que parecía casi milagrosa, el redentor Malik había aparecido tras ellos. Debido a su extraña habilidad para acercarse a la gente de modo completamente sigiloso, resultaba muy poco prudente hacer cualquier cosa que no estuviera permitida cuando Malik se encontraba cerca. Había sido muy mala suerte que sustituyera en las sesiones de entrenamiento, sin previo aviso, al redentor Fitzimmons, conocido por todo el mundo como Fitz el Cacas a causa de la disentería que le había afectado desde su época en las campañas de los pantanos—. Vais a hacer doscientas —dijo Malik propinándole a Kleist un buen sopapo en la parte de atrás de la cabeza.

Mandó que la fila entera, y no solo ellos tres, se colocaran sobre los nudillos y empezaran a hacer las flexiones que les acababa de mandar.

—Tú no, Cale —dijo Malik—. Tú haz el pino. —Sin dificultad, Cale hizo el pino y empezó en aquella postura a doblar los brazos, arriba abajo, arriba abajo. Salvo la de Kleist, el resto de las caras de la fila estaban ya tensas del esfuerzo, pero Cale seguía subiendo y bajando como si no pudiera parar, con los ojos en blanco, como perdido a miles de kilómetros de distancia. Kleist simplemente parecía aburrido, pero nada incómodo, mientras hacía flexiones el doble de rápido que los demás. Cuando, exhausto y dolorido, terminó el último de los acólitos, Malik le mandó a Cale hacer otras doscientas flexiones, por pavonearse—. Te dije que hicieras el pino, no que además hicieras flexiones. ¡El orgullo de un muchacho es un sabroso refrigerio para el demonio! —Aquella era una lección moral que no apreciaron sus acólitos, que lo miraron sin comprender, pues la experiencia de un refrigerio entre comidas, fuera sabroso o no, era algo que nunca habían imaginado, no digamos ya experimentado.

Cuando sonó la campana para indicar el final de los ejercicios, los quinientos muchachos se pusieron en camino, lo más lentamente que osaban hacerlo, hacia la Basílica, para las oraciones de la mañana. Al pasar por el callejón que llevaba a la parte trasera del enorme edificio, los tres se escondieron. Le dieron a Henri el Impreciso toda la comida que llevaban en los bolsillos, y entonces Kleist y Cale volvieron a ponerse en la larga cola que iba entrando en la plaza que daba a la Basílica.

Mientras tanto, Henri el Impreciso empujaba con los hombros el pestillo de la puerta de la sacristía, con las manos repletas de pan, carne y pastel. Abrió la puerta y aguzó el oído por si había redentores. Penetró en la oscuridad amarronada del vestidor, preparado para volver a salir en cuanto viera el menor asomo de alguien. Parecía que estaba vacía. Entonces se dirigió apresuradamente hacia uno de los armarios, pero antes de abrirlo tuvo que dejar en el suelo parte de la comida. Un poco de suciedad del suelo, pensó, no les haría ningún daño. Con la puerta abierta, metió la mano en el interior del armario y levantó la tabla de madera que había en la parte inferior. Debajo de esa tabla había un hueco en el que Henri el Impreciso solía ocultar sus pertenencias, todas ellas prohibidas. Los acólitos, tal como se los llamaba formalmente, no podían poseer nada, pues las cosas materiales de este mundo los habrían corrompido, tal como decía el Padre Puerco. Aunque Puerco, como supondréis, no era su verdadero nombre, pues en realidad se llamaba Padre Glebe.

Y fue la voz de Glebe la que sonó a su espalda.

—¿Quién anda ahí?

Casi oculto por la puerta del armario, Henri el Impreciso arrojó al interior del armario la comida que llevaba en los brazos, así como los muslos de pollo y el pastel que había en el suelo, y tras ponerse en pie, cerró la puerta.

—¿Perdonad, Padre?

—¡ Ah, eres tú! —dijo Glebe—. ¿Qué estás haciendo?

—¿Que qué estoy haciendo, Padre?

—Sí —dijo Glebe, algo irritado.

—Eh... bueno —Henri el Impreciso miró a su alrededor en busca de inspiración. Pareció encontrarla en algún punto del techo.

—Estaba... estaba guardando la casulla que se ha dejado olvidada el redentor Bent. —El redentor Bent estaba ciertamente loco; pero su reputación de olvidadizo se debía en gran medida al hecho de que, siempre que era posible, los acólitos le culpaban de todo aquello que no se encontraba en su lugar, o de todas las cosas cuestionables que hacían. Si alguna vez los pillaban haciendo algo incorrecto, o encontrándose en algún sitio en el que no debían estar, lo primero que se les ocurría decir para defenderse era que les había mandado el redentor Bent, cuya memoria de cortísimo plazo se podía confiar que no los contradiría.

—Acércame la mía. —Henri el Impreciso miró a Glebe como si no supiera de qué le hablaba—, ¿Y bien...? —preguntó Glebe al cabo de un rato.

—¿Vuestra casulla? —preguntó Henri el Impreciso. Y como vio que Glebe estaba a punto de ir hacia él para darle un tortazo, añadió con entusiasmo—: ¡Por supuesto, Padre! —Se volvió y se dirigió hacia otro de los armarios. Abrió la puerta con alegría fingida.

—¿Blanca o negra, Padre?

—¿Qué es lo que te pasa?

—¿Lo que me pasa, Padre?

—Sí, imbécil. ¿Por qué iba a llevar casulla negra entre semana durante el mes de los muertos?

—¿Entre semana? —preguntó Henri el Impreciso, desconcertado por aquella idea—. Por supuesto que no, Padre. Sin embargo, necesitará un tranoclo.

—¿De qué me estás hablando? —preguntó Glebe, pero su tono de queja albergaba dudas. Existían cientos de prendas y ornamentos ceremoniales, muchos de los cuales habían caído en desuso a lo largo de los mil años que habían pasado desde la fundación del Santuario. Estaba convencido de que nunca había oído hablar del tranoclo, pero eso no quería decir que no existiera.

Bajo la atenta mirada del redentor Glebe, Henri el Impreciso se dirigió hacia un cajón y lo abrió. Rebuscó por un instante, y sacó un collar formado por cuentas diminutas al final de las cuales colgaba un pequeño cuadrado de arpillera.

—Hay que llevarlo el día del mártir San Fulton.

—Jamás me he puesto una cosa como esa —comentó Glebe, pero no del todo seguro. Se acercó al Calendario Eclesiástico y lo abrió por la fecha de aquel día. Se conmemoraba, efectivamente, el martirio de San Fulton, pero había muchos mártires, y no suficientes días, y el resultado era que algunos de los menos importantes se celebraban solo una vez cada veinte años o cosa así. Con irritación, Glebe aspiró aire.

—Date prisa, se hace tarde.

Con la debida solemnidad, Henri el Impreciso le colocó a Glebe el tranoclo alrededor del cuello, y le ayudó con la larga y primorosamente elaborada casulla. Hecho esto, siguió a Glebe al interior de la Basílica, como debía hacerse en las oraciones matutinas, donde se pasó la siguiente media hora reviviendo con placer el episodio del tranoclo, que era algo que no existía realmente, como tal vez hayáis adivinado. No tenía ni idea de qué era aquel cuadrado de arpillera al final del collar de cuentas, pero había montones de chismes desconocidos en la sacristía cuyo significado había caído hacía mucho tiempo en el olvido. Sin embargo, había corrido, y no por primera vez, un riesgo enorme, tan solo por el placer de tomarle el pelo a un redentor. Si lo descubrieran, lo despellejarían. Y no se trata de ninguna metáfora.

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