La mano izquierda de Dios (10 page)

BOOK: La mano izquierda de Dios
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Casi dos horas después, abrió los ojos para comprobar que el alba le ofrecía la luz suficiente para ver a su alrededor. Miró atrás, a la soga que colgaba de la muralla, señalando el camino por el que él comenzaba su huida como si se tratara de un larguísimo dedo índice. Pero no podía hacer nada para remediarlo, solo lamentar que tuviera que dejar allí algo que le había costado dieciocho meses de trabajo y muchas arcadas. Parecía, aunque Cale no hubiera visto nunca tal cosa, una cola de caballo de sesenta metros de largo. Se volvió, y bajo la luz naciente empezó a caminar por la roca que descendía, sin camino alguno, de la Colina del Santuario, contento al pensar que todavía faltaría una hora hasta que hallaran el cadáver del Padre Disciplinario y, con un poco de suerte, otras dos hasta que encontraran la soga.

Pero no podía contar con la suerte. El criado del redentor Picarbo había descubierto su cuerpo media hora antes del alba, y sus gritos histéricos habían despertado ya al Santuario entero, con todo lo grande que era, que en pocos minutos vivía un enorme revuelo. Rápidamente, habían hecho levantarse a los acólitos de todos los dormitorios para pasar lista, y habían descubierto que faltaban tres.

El redentor Brunt, que era el monje encargado de los perros, y tenía a su cargo capturar a los poquísimos acólitos que lograban fugarse, fue enviado de inmediato ante el redentor Bosco, y se le hizo pasar a sus aposentos, sin pérdida de tiempo, por primera vez en su vida.

—Quiero a los tres vivos, lo que implica que debéis hacer todo lo necesario para aseguraros de ello.

—Por supuesto, Padre Militante. Yo siempre...

—Ahorraos las explicaciones —interrumpió Bosco—. No os estoy pidiendo que hagáis nada, os lo estoy ordenando. Si mueren Kleist y Henri, pase. Sin embargo, a Thomas Cale no se le hará daño bajo ninguna circunstancia, o de lo contrario responderéis con vuestra propia vida.

—¿Puedo preguntar por qué, Padre?

—No.

—¿Qué les digo a los demás? No comprenderán nada, y la ira se ha apoderado de ellos.

Bosco comprendió lo que Brunt insinuaba. La santa ira podía apoderarse incluso del más obediente redentor cuando tenía delante a un acólito que había hecho algo tan inimaginable y horrible. Lanzó un suspiro de irritación.

—Podéis decirles que Cale está trabajando a mi servicio, y que se ha visto obligado a huir con esos asesinos mientras intentaba descubrir una terrible conspiración que incluye una trama de los antagonistas para asesinar al Supremo Pontífice. —Aquella era, pensó Bosco, una historia bastante lamentable, pero funcionó con Brunt, que al instante palideció horrorizado. Brunt se distinguía por su ciega brutalidad, que sobresalía incluso de lo que era normal entre los encargados de los perros. Pero era evidente la protección que brindaba el temor al Pontífice, un temor como el que inspira una madre a su hijo pequeño.

No tardaron en encontrar la soga de pelo hecha por Cale. Se la dieron a oler a los Perros del Paraíso, y entonces se abrieron las grandes cancelas para dejar salir a una partida de caza que empezó a perseguir a Cale, que les sacaba menos de ocho kilómetros de ventaja. Aunque al menos en un aspecto importante su plan estaba teniendo éxito: a nadie se le ocurrió la posibilidad de que hubiera escapado tan solo uno de los tres acólitos, y por eso no se hizo registro alguno por el interior del Santuario. Por el momento, Henri el Impreciso, Kleist y la muchacha se encontraban a salvo. Suponiendo, claro está, que Cale mantuviera su promesa.

Cale había recorrido otros seis kilómetros para cuando oyó el lejano sonido de los perros, que atravesaba la distancia. Se detuvo y escuchó en el silencio. Durante un momento no percibió sino el arañazo del viento en la roca arenisca. Pero entonces comprendió que se encontraba en situación muy apurada, y que lo que temía iba a ocurrir más bien pronto que tarde. Lo que oía consistía en un ruido extraño, agudo, que no se parecía a los ladridos de la jauría que podéis haber oído vosotros mismos, sino que era más bien un constante aullido de rabia, algo que sonaba como un cerdo al que le cortaran el cuello con una sierra oxidada. De hecho, aquellos perros eran gordos como cerdos, y tenían peor humor incluso que un jabalí, además de unos cuantos colmillos que parecían puestos en la boca por el más inútil y vengativo carpintero del infierno. El sonido se apagó cuando miró a ver si había alguna señal del oasis de Voynich. Nada sobresalía de la interminable extensión de montículos, que eran como costras producidas por una enfermedad, que daban su nombre al Malpaís. De nuevo volvió a correr, ahora más rápido que antes. Había un largo trayecto que salvar, y con los perros tan cerca, sabía que tendría suerte si conseguía pasarlo antes del mediodía. Si corría demasiado despacio, lo atraparían los perros; si lo hacía demasiado rápido, el agotamiento acabaría con él. Pero dejó de pensar en eso, y escuchó tan solo el ritmo de su propia respiración.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí, Riba?

Durante un rato, dio la impresión de que no había oído a Henri el Impreciso, pero después lo miró como si le costara esfuerzo verlo con claridad.

—Llevo aquí cinco años. —Los muchachos se miraron uno al otro, sorprendidos.

—Pero ¿por qué estás aquí? —preguntó Kleist.

—Vinimos aquí para prepararnos como novias —respondió ella—. Pero nos engañaron. Ese hombre mató a Lena y estaba a punto de hacer lo mismo conmigo. ¿Por qué? —preguntó, perpleja—. ¿Por qué puede hacer alguien una cosa así?

—No lo sabemos —respondió Kleist—. No sabemos nada sobre vosotras. No teníamos ni idea de vuestra existencia.

—Empieza por el principio —le pidió Henri el Impreciso—. Dinos cómo llegaste aquí, de dónde eres.

—Puedes tomarte tu tiempo —dijo Kleist—. Tenemos mucho.

—Va a volver, ¿no? El otro...

—Se llama Cale.

—¿Va a volver...?

—Sí —dijo Henri el Impreciso—. Pero puede que tengamos que esperar bastante.

—No quiero esperar —repuso ella, furiosa—. ¡No quiero!

—Baja la voz.

—No quiero...

No era solo que Kleist no tuviera ni idea de cómo tratar a un miembro del sexo opuesto, sino que tampoco sabía cómo reaccionar ante alguien que se comportaba de manera tan emotiva. En el Santuario, expresar el enojo de aquella manera incontrolada le acarreaba a uno una estancia permanente en el camposanto de Ginky, al fondo de un agujero de un metro de profundidad. Kleist quiso hacerla callar, pero Henri le tiró del brazo.

—Tienes que tranquilizarte. Cale volverá y te llevaremos a algún lugar seguro. Pero si nos oyen, nos matarán. Tienes que entenderlo.

Ella lo miró por un momento, temiendo enloquecer. A continuación, asintió con la cabeza.

—Dinos de dónde vienes y por qué estás aquí. Todo lo que sepas.

Muy nerviosa, Riba se levantó. Era una muchacha alta y bien formada, aunque llenita. Se volvió a sentar y respiró hondo para tranquilizarse.

—La madre Teresa me compró en el mercado de siervos de Menfis cuando tenía diez años. También compró a Lena.

—¿Eres una esclava? —preguntó Kleist.

—No —respondió la chica de inmediato, sintiendo vergüenza e indignación—. La madre Teresa nos dijo que éramos libres y que podíamos irnos cuando quisiéramos.

Kleist se rio:

—Entonces ¿por qué no lo hicisteis?

—Porque era buena con nosotras, nos hacía regalos y nos mimaba como si fuéramos unos gatos de Angora. Nos daba de comer cosas deliciosas, nos enseñaba a ser novias, y nos decía que cuando estuviéramos preparadas llegaría un rico caballero de armadura resplandeciente que se enamoraría de nosotras y nos cuidaría toda la vida. —Se paró, casi sin aliento, como si aquello que contaba fuera la realidad, y los horrores de los últimos días, tan solo un sueño. Y estuvo bien que lo hiciera, porque nada de lo que decía tenía sentido para los muchachos.

Henri el Impreciso se volvió hacia Kleist.

—Va contra la fe poseer esclavos.

—No entiendo nada. ¿Por qué iban a comprar una chica los redentores y tratarla de esa manera, para después descuartizarla como...?

—¡Cállate! —Henri miró a la muchacha, pero en aquel momento ella no escuchaba porque estaba perdida en su propio mundo. Kleist lanzó un suspiro de irritación. Henri el Impreciso lo apartó y bajó la voz—, ¿Cómo te sentirías si fueras tú el que hubiera tenido que ver que le hacían eso a alguien con quien has vivido cinco años?

—Daría gracias a mi buena estrella porque hubiera aparecido un tonto como Cale para rescatarme. No tienes por qué seguir preocupándote por ella en vez de hacerlo por nosotros. ¿Qué es ella para nosotros, o nosotros para ella? Dios sabe que todos tenemos lo que nos depara el destino, no hay necesidad de ir a buscarlo.

—Lo hecho, hecho está.

—Pero esto no está hecho, ¿verdad?

Como eso era cierto, Henri el Impreciso se calló y se quedó un momento en silencio.

—¿Por qué los redentores, precisamente —preguntó finalmente, en un susurro—, iban a traer al Santuario a alguien que es el juguete del demonio, lo iban a alimentar, lo iban a cuidar y le iban a contar maravillosas mentiras para después cortarlo en trozos mientras aún sigue con vida?

—Porque son unos hijos de perra —respondió Kleist de mal humor. Pero no era ningún idiota, y la pregunta le interesaba—.

¿Por qué han multiplicado el número de acólitos por cinco, tal vez incluso por diez? —Lanzó una maldición, y se sentó—. Dime una cosa, Henri.

—¿Qué...?

—Si supiéramos la respuesta... ¿te sentirías mejor o peor? —Y diciendo esto, se calló definitivamente.

Cale orinaba por el borde de uno de los montículos del Malpaís, que estaba medio derrumbado. Los aullidos de los perros se oían ahora cerca y de manera continua. Terminó de hacerlo, con la esperanza de que el olor de la orina los alejara de su verdadero trayecto durante unos minutos. Pese al descanso que acababa de tomarse, le costaba respirar, y los muslos le pesaban y empezaban a tirar de él hacia el suelo. Por los cálculos que había hecho a partir del mapa que había en la oficina del redentor Bosco, ya tenía que haber llegado al oasis. Pero aún no había ni rastro de él, y hasta donde le alcanzaba la vista solo podía ver montículos, rocas y arena. Solo entonces encaró la posibilidad a la que le había estado dando vueltas desde el momento en que encontró el mapa: que se tratara de una trampa tendida por el Padre Militante.

No había ya motivo para tratar de reservar fuerzas: los perros se le echarían encima en unos minutos. Que no hubieran dejado de aullar ni por un momento significaba que o no habían encontrado el rastro de la orina, o lo habían ignorado. Corrió todo lo que pudo, aunque estaba demasiado cansado, después de cuatro horas, como para ir mucho más rápido.

Ahora los perros aullaban, a punto de lanzarse a matar, y Cale había empezado a ir más despacio porque comprendía que lo iban a pillar de todas maneras. Le costaba trabajo respirar, como si la arena le raspara en los pulmones. Empezó a dar traspiés. Cayó.

En un instante volvió a ponerse en pie, pero al caer había mirado a su alrededor. Seguían presentes las mismas rocas y los mismos montículos, pero ahora en la arena había largos hierbajos y trozos de hierba tupida. Agua. Inmediatamente, aumentó el aullido de los perros, como si los azuzaran con un látigo. Cale echó a correr en busca del oasis, con la esperanza de estar dirigiéndose a él y no solo bordeándolo, pues de ser así le aguardaría más desierto y muerte.

Pero la hierba y la maleza se volvían más espesas. Saltó por encima de una peña alargada, y se volvió a caer. Allí, ante él, tenía el oasis de Voynich. Los perros aullaban más fuerte aún al ver que la cacería llegaba a su punto culminante. Cale siguió corriendo, pero tropezó. Su cuerpo empezaba a rebelarse. Sabía que no debía mirar hacia atrás, pero no pudo evitarlo. Los sabuesos salían por la peña como carbones que se desparraman de un saco, ladrando y aullando de ansia de destrozarlo, interponiéndose unos en el camino de otros, gruñéndose y mordiéndose por llegar los primeros.

A duras penas seguía corriendo, mientras los perros avanzaban hacia él en una vorágine de patas y colmillos. Entonces penetró entre los primeros árboles del oasis. Uno de los perros, más rápido y feroz que los otros, se abalanzó sobre él. La criatura sabía cuál era su deber: alcanzó el talón de Cale con la zarpa delantera, y lo derribó.

Y ahí habría acabado todo si no fuera porque, demasiado ansioso de cobrar su presa, también el perro había perdido el equilibrio y, poco acostumbrado a la superficie húmeda y suelta del oasis, no fue capaz de afirmarse, y se fue de cabeza, dando una voltereta y chocándose contra un árbol, de lo que recibió un buen golpe en el lomo. Lanzó un aullido de furia, pero su desesperada ansia por ponerse en pie solo ponía las cosas peor para él mientras intentaba estabilizarse sobre el suelo. Para cuando consiguió hacerlo y volver a ponerse a la caza, Cale se encontraba ya a quince metros por delante. Sin embargo, esa ventaja no le duraría mucho, que el perro corría cuatro veces más rápido que él. Efectivamente, el perro acortó distancias, y estaba a punto de volver a saltar sobre su presa cuando el que saltó fue Cale, describiendo un largo arco en el aire para terminar zambulléndose en el lago con una enorme salpicadura.

El perro se detuvo en el borde, con miedo, aullando de rabia. Entonces otro perro llegó a su lado, y otro más, y todos lanzaban aullidos como si fuera el fin del mundo: aullidos de odio, furia y hambre.

Pasaron cinco minutos antes de que llegaran en sus ponis el explorador y los hombres que lo acompañaban, para encontrar a los perros en la orilla del agua. Seguían ladrando, pero ya no se veía nada. El explorador permaneció un rato en la orilla, mirando y meditando. Su cara, que nunca resultaba agradable de ver, estaba roja de frustración y recelos. Al final habló uno de sus hombres.

—¿Estáis seguro de que es él, Padre? Estos hijos de perra —dijo mirando a los perros—, no sería la primera vez que fueran persiguiendo a un ciervo o un jabalí.

—No habléis tan alto —dijo en voz baja Brunt, el Sabueso del Cielo—. Podría estar todavía aquí. Es un buen nadador, según tengo entendido. Poned guardas, y colocad a los perros más jóvenes en el perímetro del oasis. No escapará. Si está aquí, lo atraparemos. Pero no debe sufrir daño, vive Dios. —El caso era que Brunt no había contado a sus hombres nada de la fantasía del Bosco sobre la trama contra el Pontífice. No es que hubiera mentido a Bosco sobre la ira que sentían sus hombres. Era cierto que estaban furiosos, pero harían lo que fuera si él se lo mandaba. Ser el único redentor ordinario que estaba al corriente de la terrible amenaza que se había cernido sobre el Pontífice le hacía sentir un amor aún más hondo por Su Santidad, y no quería despilfarrar ese amor compartiéndolo con otros.

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