La mano izquierda de Dios (11 page)

BOOK: La mano izquierda de Dios
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Hizo un gesto, nada más que un ligero movimiento de la cabeza hacia arriba y abajo, y de inmediato empezaron a moverse los hombres que lo rodeaban. En menos de una hora el perímetro estaba completamente cerrado. Cale no tendría escapatoria del oasis. Pero, afortunadamente, en su plan no estaba la idea de escapar.

En el pasillo secreto del Santuario, Riba se había quedado adormecida. Kleist se dedicaba a cazar ratas, y Henri el Impreciso contemplaba a la muchacha, intrigado con sus extrañas curvas y experimentando, junto al hambre y al miedo, sensaciones desconocidas. Lo que es miedo, motivos para tenerlo no le faltaban. Los redentores no cejarían hasta atraparlos, no importaba lo que les costara, y cuando los atraparan, harían con ellos un escarmiento que durante los siguientes mil años helaría la sangre de las venas de todos y cada uno de los acólitos, les provocaría vuelcos al corazón y les pondría los pelos de punta como las púas de un puercoespín. Su muerte resultaría tan cruel y dolorosa que con el tiempo se convertiría en una leyenda.

Pese a mantenerse ocupado con las ratas, Kleist albergaba pensamientos parecidos. Y compartían también otra idea: la creciente sospecha de que Cale se hallaba a mitad de camino hacia Menfis y que no regresaría nunca. Kleist expresaba estos recelos alto y claro, pero también Henri el Impreciso tenía sus dudas sobre lo que haría Cale. Siempre había querido ser amigo de Cale, aunque no sabía realmente por qué. Tenía miedo del anatema lanzado por los redentores contra la amistad, que volvía a los acólitos cautelosos unos con otros, en parte porque los redentores ponían trampas. Los sacerdotes entrenaban a ciertos chicos, conocidos como «pollos», que caían bien y tenían cierta capacidad para la traición, para caer aún mejor. Estos «pollos» invitaban a los incautos a intercambiar confidencias, hablando, practicando juegos y dando otras pruebas de amistad. Los que respondían a estas invitaciones recibían delante de todo el dormitorio treinta golpes propinados con un guante lleno de pinchos, y se les dejaba allí, sangrando, durante veinticuatro lloras. Pero ni siquiera estos castigos evitaban que algunos acólitos se convirtieran en amigos y aliados en la gran batalla por mantenerse vivos o ser engullidos en la fe de los redentores.

Pero en lo que se refería a Cale, Henri el Impreciso no estaba nunca seguro de que su amistad fuera auténtica. Henri había hecho ante él exhibición de sus impertinencias en el trato con algunos redentores, con la intención de impresionarle con su ingenio y temeridad. Pero durante meses había tenido la impresión de que Cale no se daba cuenta de lo que él hacía, o si se la daba, de que le importaba un pimiento. Su expresión era siempre la misma: de vigilancia y mutismo. Nunca expresaba emociones, independientemente de las circunstancias. Sus éxitos en los entrenamientos no parecían alegrarlo, del mismo modo que los duros castigos con los que Bosco le singularizaba por encima de los demás no le causaban dolor. No es que los acólitos le tuvieran exactamente miedo, pero tampoco caía bien. Nadie lograba entenderlo, porque no era ni de los rebeldes ni de los fieles. Todo el mundo lo dejaba en paz y, por lo que veía Henri, Cale prefería que las cosas fueran de ese modo.

—¿En qué piensas? —Era Kleist, de vuelta de su cacería de ratas. Sin cola, las piezas cobradas colgaban de una cuerda que llevaba a la cintura. Eran cinco. Deshizo el nudo, las dejó caer sobre una piedra, y empezó a desollarlas.

—Será mejor prepararlas antes de que despierte ella —dijo Kleist con una sonrisa—. No creo que las quiera asadas con la piel.

—¿Por qué no la dejas en paz?

—Sabes que por ella nos van a matar, ¿no? No es que tuviéramos muchas posibilidades, de cualquier modo. Tu amigo ya ha tenido doce horas para volver o...

—¿O qué? —le interrumpió Henri el Impreciso—. Si tienes idea de lo que hacer, explícamelo. Soy todo oídos.

Kleist dijo con desdén mientras empezaba a destripar las ratas:

—Si no fuera por las ganas que tengo de comérmelas, ahora me sentiría realmente mal. Me refiero a nuestras posibilidades. A las posibilidades de volver a ver a Cale.

Tras salir por uno de los lechos de juncos de la orilla del lago, Cale se había desplazado unos quinientos metros hacia el interior de las excavaciones. Durante quince años los redentores habían acudido al oasis para llevarse toneladas del fértil limo que se formaba bajo las copas de los árboles. Era algo mágico, capaz de hacer florecer las plantas hasta en la estéril tierra de los jardines del Santuario. Tan fértil resultaba que ello solo había permitido multiplicar por diez el número de acólitos a los que se podía dar entrenamiento. Pero Cale había descubierto otra propiedad en él. Un día que estaba trabajando en los jardines, vigilado por los perros que le ponían delante a rodo aquel que robaba, Cale se había parado un momento a descansar, y había sacado un trozo de pies de muertos que había encontrado en el suelo del refectorio. En cuanto lo olió, comprendió que no se le había caído a nadie, sino que lo habían tirado: estaba rancio y completamente incomestible. Vio que uno de los perros dormitaba allí cerca, y que su cuidador miraba hacia el otro lado. Se lo tiró, no por hacerle una gracia, sino esperando que el animal, que como todos los sabuesos, se comería cualquier cosa, se lo tragaría y vomitaría: lo tendría bien merecido. El trozo de pies de muertos cayó justo al lado de la cabeza del perro, sobre un pequeño montón de limo del oasis. El perro se levantó al oírlo, alertado por el ruido. Pero pese al hecho de que tenía comida debajo del hocico, y se trataba de un hocico que podía oler el pis de un mosquito a mil metros de distancia, no miró a la comida ni por un momento. En vez de a la comida, miró a Cale, bostezó, se rascó y se volvió a echar y a dormirse. Después, cuando el perro y su guardián se habían ido, Cale cogió el trozo de pies de muertos y se lo acercó a la nariz. Olía que apestaba. Intrigado, cogió un puñado de limo y envolvió con él el trozo de pastel. Entonces volvió a olerlo, y se dio cuenta de que solo olía a turba. Había algo en el limo que conseguía algo más que enmascarar el olor de grasa podrida: lo hacía desaparecer. Pero solo mientras permanecía en contacto con él.

Durante los días siguientes, en el jardín, probó a hacer experimentos con los perros y el trozo de pies de muertos, a medida que se volvía más y más fétido. Ni una vez los perros consiguieron olerlo. Al final lo tiró al camino de pedernal después de limpiarlo bien de limo, y al cabo de un par de minutos, uno de los perros, atraído por el hedor, se lo tragó. Con gran satisfacción, Cale vio diez minutos después cómo vomitaba hasta las entrañas.

Era más peligroso que difícil encontrar referencia a las fuentes del limo en el archivo de Stupples. Allí había mapas y carpetas que él iba a menudo a buscar para el Padre Militante, y todo cuanto necesitaba hacer era aguardar con paciencia la oportunidad de coger la carpeta adecuada y tener un poco más de paciencia todavía para devolverla. Aunque no era probable que lo pillaran, las consecuencias de que lo hicieran serían desagradables, y tal vez fatales en el caso de que averiguaran que la sustracción de los documentos se debía a sus intenciones de fuga más que a un mero interés en la jardinería y los fertilizantes.

Poco después de salir del lago completamente empapado, aún podía oír los aullidos de los perros. Una vez en los árboles, ya era más difícil ser visto u olido, pero sabía que esa seguridad no duraría mucho. Casi en cuanto empezó a caminar se encontró en los terrenos de excavación de los redentores. La extracción de limo había dejado grandes hondonadas, más que zanjas rectas, porque el limo era demasiado blando para sostenerse en paredes verticales como la turba, pero no tan blando que al derrumbarse sobre un hombre no pudiera atraparlo y asfixiarlo, como dejaban claro los informes guardados en el archivo. Le alegró leer que una docena de redentores habían muerto en las extracciones, pero no le alegraba tanto mientras buscaba algo con lo que cavar y ocultarse de la vista y el olor.

Encontró el lugar adecuado en un pequeño hoyo que se hallaba en la base de uno de los montículos, excavó lo más hondo que se atrevió, acumuló algo de limo suelto de alrededor para que no pudieran ver señales de su reciente excavación, y se metió en el agujero, acercando después con cuidado el limo de arriba abajo. No le llevó mucho tiempo, y se sentía vulnerable encontrándose tan cerca de la superficie, pero no se atrevía a cavar más hondo y arriesgarse a quedar enterrado por un derrumbe. Lo que intentaba recordar era que le bastaba con no ser visto ni olido. Pensaba que el punto débil de los redentores residía en la confianza que depositaban en los animales: para ellos, si los perros no olían nada, es que no había nada. Ni se molestarían en hacer un simple rastreo, porque no lo juzgarían necesario. Cale se tendió boca arriba e intentó dormir, comprendiendo que no podía hacer otra cosa. Necesitaba descansar. Y, en cualquier caso, no sería un sueño profundo: hacía mucho que se había acostumbrado a dormir con un ojo abierto.

Se adormeció, pero se despertó enseguida, al oír a los redentores y los perros, que aullaban y ladraban. Se iban acercando más y más. Los ladridos se habían convertido en meros resoplidos, porque los perros estaban rastreando, y no se lanzaban a una veloz persecución como antes. Se les oía más y más cerca, y uno de ellos olfateaba a tan solo unos centímetros de distancia. Pero el perro no se quedó allí mucho rato. ¿Por qué iba a hacerlo? El limo estaba cumpliendo su función, tapando todo olor salvo el suyo propio. Pronto dejaron de oírse los jadeos y ocasionales ladridos, y Cale se consintió un momento de alivio y alegría. Sin embargo, debía permanecer donde estaba unas cuantas horas. Se relajó y volvió a dormirse.

Cuando despertó, se encontraba rígido, por efecto de su larga carrera, y en especial le dolía la rodilla izquierda, donde tenía una vieja herida. Además, estaba helado. Sacó el brazo derecho y despejó el limo lo suficiente para ver que era de noche. Aguardó. Dos horas más tarde oyó cantar los pájaros y poco después llegó la luz del día. Salió lentamente, dispuesto a volver a esconderse si veía la menor señal de los redentores. Pero no había nada sino el sonido de los pájaros en los árboles, y el susurro de pequeños insectos en la maleza. Sacó una bolsa de lino que había cogido de la estancia del Padre Disciplinario y empezó a llenarla de limo, apretándolo bien para poder meter la mayor cantidad posible.

A continuación se lo echó a la espalda y salió en busca de los redentores y sus perros.

Los encontró tres horas más tarde. No le resultó difícil, porque había nada menos que veinte redentores y cuarenta perros. Además, ellos no tenían motivo para esconder sus huellas: nadie en trescientos kilómetros a la redonda se querría acercar a uno de ellos, aunque fuera solo. Ellos buscaban a los demás, pero los demás no los buscaban a ellos. Durante los diez minutos siguientes, Cale consideró la posibilidad de abandonar a los otros y huir a Menfis mientras estaba a tiempo. No le debía nada a Kleist, a Henri el Impreciso un poco más, a la muchacha aún menos. Como cuando cambia el pulpo de color ante la amenaza, y los rojos y amarillos se suceden bajo su piel como olas que van y vienen, Cale sentía tan pronto el impulso de irse como el de quedarse. Los motivos para desaparecer eran obvios, y los que tenía para volver eran vagos y oscuros, pero fueron estos últimos los que le empujaron, a regañadientes y blasfemando, hacia los perros y sacerdotes que seguían con su rastreo.

Aunque estaba cubierto de limo por todas partes, Cale permaneció a sotavento de los perros, y a casi un kilómetro de distancia del grupo. Dos horas después, tal como esperaba, cesaban en su búsqueda y se volvían hacia el Santuario. Cale sabía que no habían desistido: aquello no era más que el primer intento, una partida enviada a toda prisa para atrapar al fugitivo de inmediato. Generalmente daba fruto, pero si no lo daba, el grupo regresaba antes de treinta horas, y entonces salían no menos de cinco grupos para proseguir la búsqueda de manera indefinida. Aunque ninguna persecución se había prolongado eternamente. Dos meses era lo más que un fugitivo había logrado resistir sin ser atrapado, y su castigo fue más horrible de lo que puede contarse.

Conservando la distancia y manteniéndose a sotavento, Cale siguió a los redentores durante las siguientes doce horas, acercándose cada vez más, y alerta a cualquier señal de que los perros lo descubrían. Los siguió de regreso al Santuario, y para cuando llegaron allí, se encontraba ya tan cerca de ellos que todo lo que tuvo que hacer fue unirse al final del exhausto grupo y, con la capucha caída sobre la cara, seguir con ellos al traspasar, en la impenetrable oscuridad de la noche, las grandes puertas de la muralla. Al fin y al cabo, ¿quién, fuera niño o adulto, iba a querer entrar voluntariamente en el Santuario?

Al cabo de un día de espera en el túnel secreto, los tres estaban sentados, a oscuras, inmerso cada uno en sus pensamientos, que venían a ser siempre los mismos, siempre sombríos. Cuando oyeron un suave golpe en la puerta, se dirigieron hacia allí con esperanzas recobradas, pero al mismo tiempo con el temor de que se tratara de una trampa.

—¿Y si son ellos? —susurró Kleist.

—Si son ellos, entrarán por las buenas o por las malas, ¿no crees? —respondió Henri el Impreciso, y entonces se pusieron los dos a tirar de la puerta.

—Gracias a Dios que eres tú —le saludó Henri el Impreciso.

—¿Esperabais a alguien más? —preguntó Cale.

—Temíamos que pudieran ser ellos.

Era la primera vez que Cale oía a una mujer que le hablaba a él. Su voz era suave y baja, y si hubierais podido ver la cara de Cale en la oscuridad, habríais notado una expresión de intensa sorpresa y fascinación.

—Si los redentores vinieran por nosotros, pasarían sin llamar.

—Tal vez llamaran —observó Kleist, sin convicción—. Para tendernos una trampa.

Cale cerró la puerta.

—Esto ya es una trampa.

—Ya hemos tenido suficiente —dijo Kleist—. Dinos qué has estado haciendo y si podremos salir vivos de aquí.

—Prended una vela, nos hará falta.

Al cabo de dos minutos, podían verse unos a otros a la suave luz de una vela que hacía la escena casi bella: los cuatro juntos, acurrucados.

—¿Qué es ese olor? —preguntó Henri el Impreciso. Cale dejó caer al suelo la bolsa de limo—. Los perros no os olerán si os frotáis con esto todo el cuerpo y la ropa. Mientras lo hacéis, os contaré lo ocurrido.

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