Read La mano izquierda de Dios Online
Authors: Paul Hoffman
En otros lugares del mundo lo que siguió podría haber resultado embarazoso. La muchacha, sorprendida, estaba a punto de protestar que ella necesitaría privacidad, pero los tres muchachos le volvieron la espalda a ella, y cada uno a los demás. Quedarse desnudo en presencia de otro chico era un pecado que clamaba venganza a los cielos, como solía explicar el Padre Disciplinario. La verdad es que había muchos pecados que obligaban a los cielos a exigir a gritos que se tomaran sonoras represalias. Así que, por una arraigada costumbre, los muchachos se adentraron en la oscuridad antes de desvestirse. Y como la dejaron sola, Riba no podía encontrar a quien protestarle. Así que también ella cogió un puñado de aquel limo de olor acre e, igual que los demás, se internó en la oscuridad.
—¿Estáis listos? —preguntó con sorna la voz de Cale—. Entonces empiezo...
Cinco horas después, mientras la sucia luz del alba se abría paso en la oscuridad de la noche, Brunt ordenaba a sus quinientos hombres y perros salir del patio principal. Cuando salían, se les añadieron otros cuatro encapuchados al final de la última fila para acompañarlos por las puertas, por el camino de toba y hacia la llanura cubierta de maleza que había abajo. Allí, los redentores se separaron en grupos para dirigirse a los cuatro puntos cardinales.
Los cuatro se mantuvieron en la retaguardia de la columna que se dirigía al sur. Durante una hora permanecieron con ellos, caminando mientras el Preceptor entonaba la marcha de la vergüenza:
—¡Santo Redentor!
—¡CONDENA NUESTROS PECADOS! —fue la quejumbrosa respuesta de ciento cuatro voces.
—¡Santo Redentor!
—¡CASTIGA NUESTROS CRÍMENES!
—¡Santo Redentor!
—¡FLAGELA NUESTRA LUJURIA!
—¡Santo Redentor!
—¡GOLPEA NUESTROS...!
Y así siguió la cosa hasta un pronunciado recodo que trazaba el camino en torno a un montículo del Malpaís, cuando las ciento cuatro voces se redujeron a cien.
Desde las almenas, el Padre Militante había visto salir de la niebla a los quinientos hombres, y tras recorrer dos o tres kilómetros, los había visto dividirse en cinco grupos. Se quedó allí en pie hasta que el último se perdió de vista, y entonces regresó para dar cuenta de su desayuno favorito: un cuenco de negros callos con huevo cocido.
De no ser por Riba, los chicos hubieran hecho sesenta o setenta kilómetros antes de que anocheciera. Hermosa pero gordita, en los últimos cinco años apenas se había movido, y las únicas caminatas que había hecho habían sido de la camilla de masaje al baño caliente, y de este, cuatro veces al día, a una mesa repleta de hojas de parra rellenas, galantina de manos de cerdo, pasteles especiados, y cualquier cosa que podáis imaginaros que engorde mucho. Como consecuencia, le resultaba tan difícil caminar cincuenta kilómetros como hacerlos volando. Al principio, Cale y Kleist se irritaban y le decían que se moviera, pero cuando quedó claro que ni las amenazas ni los ruegos podían lograr que la pobre muchacha diera un paso más, se sentaron y Henri el Impreciso le pidió que les hablara de su vida cotidiana en los reinos ocultos del Santuario.
No era solo una maravillosa historia de lujos y comodidades, de mimo corporal, cuidados y calidez. Era, además, algo completamente incomprensible. Cada vez que Riba añadía un nuevo detalle, o contaba el modo en que ella y las otras chicas eran mimadas, consentidas, obsequiadas y malcriadas, los tres acólitos se quedaban más desconcertados pensando en por qué demonios los redentores daban semejante trato a nadie, y menos todavía a alguien que era juguete del demonio; y en que esta sorprendente bondad no casaba en absoluto con las horribles prácticas a las que habían sometido a la amiga de Riba, crueldades tan espantosas que los chicos no habrían juzgado capaces de ellas ni siquiera a los redentores. Pero tendría que transcurrir mucho tiempo antes de que ninguno de ellos pudiera empezar a casar las piezas de la terrible historia de la que los tres acólitos, Riba y el Padre Militante constituían solo una parte, especialmente desde que Cale metiera aquella cosa aromática que había encontrado en el plato de disección en uno de los bolsillos que casi nunca usaba, y se hubiera olvidado por completo de ella.
Pero tenían que tratar un asunto más urgente que el destino de la humanidad: cómo seguir vivos mientras transportaban a la hermosa pero corpulenta Riba. Hicieron quince kilómetros ese día que constituyeron una proeza de la fuerza de voluntad, dado que el trabajo más extenuante que había realizado Riba hasta entonces era levantar un trozo de pollo frito para llevárselo a la boca, o darse la vuelta en la camilla de masaje para que le acariciaran la piel con espumas y ungüentos. No hará falta decir que esta determinación por parte de Riba no era muy apreciada por los tres muchachos. Exhausta, Riba cayó rendida en cuanto pararon para pasar la noche. Entonces, mientras comían la carne seca que había preparado Kleist, los muchachos discutieron qué hacer con ella.
—Lo mejor será que la dejemos aquí y nos vayamos —dijo Kleist.
—Morirá —observó Henri el Impreciso.
—Le dejaremos agua. Afrontémoslo —dijo Kleist observando su cuerpo gordito—, pasará bastante tiempo hasta que se muera de hambre.
—Morirá de todas formas, y si seguimos avanzando a este paso, nosotros lo haremos con ella. —Esta vez fue Cale el que habló, no tanto defendiendo un punto de vista como señalando un simple hecho.
Henri el Impreciso intentó el halago:
—Yo no lo creo, Cale. Mira: tú los has engañado completamente. Creen que estamos ya a muchos kilómetros de distancia. Seguramente pensarán que alguien nos ha ayudado a huir.
—¿Quién demonios nos iba a ayudar contra los redentores? —preguntó Kleist.
—¿Qué más da eso? Ellos piensan que hemos escapado. Y lo hemos hecho. Van a tardar mucho en entender cómo lo logramos, si es que llegan a entenderlo. Podemos permitirnos el lujo de ir despacio.
—Sería mucho mejor que no lo hiciéramos —observó Cale.
—A este paso nos cogerán —dijo Kleist—. Hará falta algo más que caca de tejón para mantenerlos apartados de nuestro rastro.
—Hemos pasado todo esto para salvarla. Ahora no podemos dejarla morir.
—Sí, claro que podemos —dijo Kleist—. Lo más piadoso que podemos hacer es rebanarle el cuello mientras duerme. Será lo mejor para ella y para nosotros.
Cale soltó un leve suspiro que no era realmente de lamentación.
—Henri tiene razón. ¿Qué sentido tiene dejarla morir ahora?
—¿Qué sentido tiene? —gritó Kleist, exasperado—. El sentido, capullos, es que escapemos. Que recobremos la libertad. Para siempre.
Los otros dos no dijeron nada. Tenía bastante razón.
—A votación —propuso Henri el Impreciso.
—No, nada de votos. Usemos el cerebro.
—A votación —aceptó Cale.
—¿Para qué molestarse? Vosotros lo tenéis claro. Nos quedamos con la chica.
Se hizo un silencio malhumorado.
—Hay algo más que deberíamos hacer —dijo Cale al fin.
—¿Ahora qué? —gruñó Kleist—. ¿Vamos a buscar plumas de ganso para hacerle un colchón a la putilla gorda?
—Baja la voz —dijo Henri el Impreciso. Cale no le hizo caso a Kleist.
—Tenemos que decidir quién lo hace si nos atrapan los redentores.
Era una idea desagradable, pero sabían que tenía razón. Ninguno de ellos quería que lo llevaran vivo al Santuario.
—El que saque la pajita corta —propuso Henri el Impreciso.
—Aquí no hay pajitas —dijo Kleist, abatido.
—Entonces sacaremos piedras. —Henri el Impreciso buscó por el suelo y volvió con tres piedras de diferente tamaño. Se las mostró a los otros, que asintieron con la cabeza, mostrando su conformidad—. La más pequeña pierde. —Henri ocultó las piedras a la espalda, y levantó la mano izquierda delante de él, cerrando el puño. Hubo una pausa. Desconfiado como siempre, Kleist no tenía ganas de elegir. Cale se encogió de hombros y sacó la mano, con la palma hacia arriba y los ojos cerrados. Sin dejar que Kleist lo viera, Henri el Impreciso dejó caer la piedra y Cale cerró el puño en torno a ella. Abrió los ojos. Entonces Henri sacó las dos piedras que quedaban, una en cada puño. Kleist seguía reacio a tomar una decisión pensando que tal vez los otros, de algún modo que él no podía imaginar, le hacían trampa.
—Elige —dijo Henri el Impreciso, algo irritado, cosa rara en él. A regañadientes, Kleist tocó la mano derecha de Henri y cerró los ojos. Tenían ya una piedra cada uno.
—A la de tres. Una, dos y tres.
Abrieron el puño. Cale tenía en la mano la más pequeña.
—Bueno, al menos tenéis la seguridad de que se hará correctamente.
—No tienes de qué preocuparte, Cale. Yo tampoco habría tenido ningún problema en rebanarte el cuello.
Cale lo miró, aún con la sombra de una sonrisa.
—¿Qué hacéis? —Riba se había despertado y llevaba un rato observándolos. Kleist miró hacia ella.
—Hemos estado discutiendo a quién nos comemos primero cuando nos quedemos sin comida. —Le dirigió una mirada muy intencionada, como sugiriendo que la respuesta era obvia.
—No le hagas caso —dijo Henri el Impreciso. Solo estábamos decidiendo quién haría la primera guardia.
—¿Cuándo me toca? —preguntó Riba.
Los tres acólitos se sorprendieron del tono desafiante, casi irritado, con que lo había dicho.
—Tú necesitas descansar todo lo que puedas —dijo Henri el Impreciso.
—Yo puedo hacer mi parte.
—Por supuesto. Dentro de unos días, cuando estés más acostumbrada. De momento, necesitamos que estés lo más descansada posible. Es lo mejor, lo entiendes, ¿no?
Naturalmente, era difícil rebatir aquel planteamiento.
—¿Quieres comer algo? —preguntó Henri el Impreciso, levantando un trozo de rata seca. No tenía muy buen aspecto, en especial para una chica criada a base de cremas y pastas, pastel de pollo y deliciosas salsas. Pero estaba hambrienta.
—¿Qué es? —preguntó.
—Eh... carne —dijo Henri el Impreciso de manera muy imprecisa.
Se aproximó a ella y le acercó el trozo. Olía tal como sería de esperar. Riba arrugó de manera involuntaria su delicada nariz.
—Uf, no. —Y añadió rápidamente—: Gracias.
—Quedarse sin comer ese trozo no le hará daño —masculló Kleist hablando para sí, pero lo bastante alto como para que la chica lo oyera. Riba, sin embargo, no era consciente de no ser completamente perfecta en algún sentido, porque eso es lo que le habían estado diciendo toda la vida que era, y en cuanto a la observación de Kleist, aunque comprendía que era hostil, no entendía el insulto.
—Haré yo la primera guardia —dijo Cale, y al decirlo se volvió para subirse a lo alto de un montículo próximo. Los otros dos muchachos se tendieron en el suelo, y a los pocos minutos ya estaban durmiendo. Riba, sin embargo, no pudo tranquilizarse, y empezó a sollozar casi en completo silencio. Kleist y Henri el Impreciso no estaban para el mundo, pero Cale, desde lo alto del montículo, podía oír el sonido de su llanto, y no pudo pensar en otra cosa antes de que Riba se durmiera.
A la mañana siguiente, los muchachos despertaron a las cinco, como de costumbre, pero tal como estaban las cosas no tenía mucho sentido levantar el campamento.
—La dejaremos que duerma —dijo Cale—. Cuanto más descanse, mejor estará.
—Sin ella, podríamos estar ya a cien, tal vez a ciento cincuenta kilómetros de aquí —rezongó Kleist.
Un cuchillo se clavó en el suelo, a sus pies.
—Lo cogí de la estancia de Picarbo. Rebánale el cuello con él, si quieres. Lo que tú prefieras con tal de que dejes de rezongar. —Lo decía sin alterarse, nada enfadado. Kleist miró a Cale con ojos fríos y llenos de aversión. Entonces se apartó. Henri el Impreciso se preguntó si realmente estaría dispuesto a matar a la chica, o tal vez a usar el cuchillo contra Cale, o si simplemente le gustaba quejarse de lo que fuera. En cualquier caso, Cale fue lo bastante prudente como para evitar teñir de triunfo su voz al volver a hablar.
—Tengo una idea. Tal vez podamos aprovechar el problema que tenemos con la chica. —Kleist se volvió, huraño. Pero estaba escuchando—. Si no podemos poner distancia entre nosotros y las partidas de rastreo que van al este y el oeste, será mejor que les sigamos la pista para asegurarnos de que no nos tropezamos con ellos.
Se agachó, cogió el cuchillo y empezó a dibujar en la arena con él.
—Si Henri y la chica siguen avanzando hacia el sur en línea recta y no hacen más que veinte kilómetros al día, entonces Kleist y yo siempre sabremos dónde están con bastante precisión. Kleist puede ir al oeste y yo al este, al encuentro de las dos partidas que están más cerca. Hizo un gesto para indicar la línea recta que había trazado para el recorrido de Henri y Riba—. Si nos parece que Henri y Riba se están acercando demasiado a las partidas, que irán zigzagueando, entonces volvemos y nos los llevamos en dirección opuesta.
Kleist tenía sus dudas.
—Supón que tú vuelves y les haces rectificar el rumbo. ¿Cómo os encontraré yo si no estáis donde estaba previsto?
Cale se encogió de hombros.
—En ese caso, tendrás que decidir si buscarnos o dirigirte a Menfis por tu cuenta. Y esperarnos allí el tiempo que te parezca conveniente.
Kleist hizo un gesto de desdén, y apartó la mirada. Era su forma de mostrarse de acuerdo.
—¿A ti te parece bien? —preguntó Cale, mirando a Henri.
—Sí —respondió Henri el Impreciso—. Hay muchas cosas que quiero que la chica me explique.
En cinco minutos, tras dividir la comida y el agua, Kleist y Cale se alejaban hacia el este y el oeste. Al cabo de otros cinco minutos se perderían de vista.
Henri el Impreciso estaba sentado, desayunando y mirando a la muchacha mientras dormía, observando su hermosa piel clara, los rojos labios, las largas pestañas y aquella sensación de hermosa paz. Seguía mirándola, fascinado, una hora después, cuando despertó. Al principio, al despertar y ver cómo la miraba desde un metro de distancia, ella se sobresaltó.
—¿No te ha dicho nadie que es de mala educación mirar fijamente?
—No —respondió Henri el Impreciso, con total sinceridad.
—Pues lo es.
Henri bajó la vista hasta los pies, y se sintió incómodo.
—Lo siento —dijo ella—. No era mi intención ser dura.
Al oír esto, Henri el Impreciso olvidó su incomodidad y estalló en una carcajada.