Se ríe entre dientes mientras bajamos a la cubierta B, en cuyo pasillo reina un ruido tremendo que surge de una escotilla iluminada.
No se preocupe por eso.
[Kiersted hace un gesto para señalar hacia atrás.] Es la temporada de cricket, Sri Lanka contra las Antillas. Recibimos la señal de la BBC directamente desde Trinidad. No, nuestros sujetos están todos abajo, en unos camarotes especialmente modificados. No es barato, pero nada de lo que hacemos aquí lo es.]
[Descendemos a la cubierta C y dejamos atrás los camarotes de la tripulación y varios armarios donde al parecer guardan diversos materiales y equipo.]
Nuestros fondos provienen oficialmente del Ministerio de Sanidad de la UE. Nos proporcionan el barco, la tripulación, un enlace militar para ayudarnos a recoger sujetos, o, si no hay tropas disponibles, nos dan dinero suficiente como para pagar a contratistas privados como los «Impisi», ya sabes, los «Hienas», quienes tampoco son baratos.
No recibimos ningún tipo de financiación pública por parte de Estados Unidos. He visto en la C-SPAN
[4]
los debates que se han celebrado en su congreso al respecto. Casi me da algo cuando vi que un senador intentaba defender lo que hacemos abiertamente. Supongo que ese tipo ahora debe de estar trabajando como subalterno en el Departamento de Registro Nacional de Tumbas, ¿no?
Lo más irónico de todo esto es que, al final, casi todo el dinero que recibimos procede de América, de individuos particulares o instituciones benéficas. La [nombre omitido por razones legales] nos ha proporcionado los fondos que han permitido que decenas de compatriotas suyos hayan tenido la oportunidad de utilizar nuestros servicios. Necesitamos todos los dólares posibles, o quizá debería decir pesos cubanos, ya que esa es la única moneda que vale algo hoy en día.
Si bien resulta muy difícil y peligroso recoger sujetos, realmente peligroso, esa es la parte relativamente barata de todo el proceso. El dinero se va de verdad en... la preparación. No basta con dar con un sujeto que tenga la altura, la constitución y el género adecuados, así como unos rasgos faciales razonablemente parecidos. En cuanto los tenemos [menea la cabeza de lado a lado] comienza el trabajo de verdad.
Hay que lavarles el pelo, cortárselo y, a veces, teñírselo incluso. Casi siempre hay que reconstruirles los rasgos de la cara o incluso hay que moldearlos a partir de cero. Contamos con algunos de los mejores especialistas de Europa... y Estados Unidos. La mayoría trabaja a cambio de un salario estándar, o incluso «desinteresadamente», pero algunos saben perfectamente que poseen un talento muy valioso y nos hacen pagar por cada segundo de su tiempo de una manera acorde. Son unos cabrones con mucho talento.
[Ahora vamos a la cubierta E, cuyo acceso se encuentra bloqueado por una escotilla blindada custodiada por dos hombres armados muy corpulentos. Kiersted habla con ellos en danés. Asienten y, acto seguido, me miran.]
Disculpe, pero yo no dicto las reglas.
[Les muestro mi identificación, tanto la de EE. UU. como la de la ONU, una copia firmada del escrito en que les exonero de toda responsabilidad y una carta con mi consentimiento, estampada con el sello del ministro de la Unión Europea de Salud Mental. Los guardias examinan detenidamente los documentos, incluso con luces ultravioletas anteriores a la guerra, y, a continuación, asienten y abren la puerta. Acto seguido, Kiersted y yo nos adentramos en un pasillo extremadamente seco iluminado con luz artificial, donde no corre el aire y no huele a nada. Oigo el zumbido de varios deshumidificadores pequeños o de uno extremadamente grande y potente. Las escotillas situadas a ambos lados son de sólido acero y se abren únicamente con una llave electrónica; en ellas, aparece escrita en varios idiomas la misma advertencia de que el personal no autorizado tiene prohibido el acceso. Kiersted baja un poco su tono de voz.]
Aquí es donde lo preparamos todo. Lamento que no podamos entrar; es por cuestiones de seguridad, por el bien de los trabajadores, usted ya me entiende.
[Seguimos recorriendo el pasillo. Kiersted señala las puertas sin llegar a tocarlas.]
La cara y el pelo son solo una parte de los preparativos. «La personalización del vestuario»... eso sí que es un reto. El proceso no funcionará si los sujetos, por ejemplo, llevan una ropa que no es la adecuada o les falta algún objeto personal. En ese sentido, al menos, podemos dar gracias a la globalización. La misma camiseta hecha, por ejemplo, en China se puede encontrar en Europa, Estados Unidos, o en cualquier sitio. Lo mismo se puede decir de los chismes electrónicos, o las joyas; tenemos contratado a un joyero para realizar piezas únicas, pero le sorprendería saber la cantidad de veces que damos con réplicas exactas de piezas supuestamente «únicas». También contamos con una especialista para los juguetes de los niños, pero no para fabricarlos, sino para modificarlos. Los niños personalizan sus juguetes como nadie. A un oso de peluche le puede faltar un ojo, o un muñeco puede tener una bota negra y otra marrón. Nuestra especialista tiene un almacén en Lund. Yo lo he visto, es un viejo hangar de aeroplanos enorme, que está repleto de piezas únicas de juguetes; como peines de muñecas y pistolas de Action Man... Hay cientos de montones, miles. Este sitio me recuerda a cuando visité Auschwitz cuando era estudiante... a esas montañas de ojos de cristal y de zapatos de niños que había ahí. No sé cómo lo hace la tal Ingvilde. Le pone mucho empeño.
Recuerdo que una vez necesitamos un «penique especial». El cliente nos dio unas instrucciones muy específicas. En el pasado, había trabajado como una especie de «representante del mundo del entretenimiento» en Hollywood, fue el manager de [nombre suprimido por razones legales] y de muchas otras estrellas ya muertas. En su carta, decía que una vez había llevado a su hijo a un lugar llamado Travel Town, un museo de trenes de Los Ángeles. Según nos contaba, esa fue la única vez que pasó una tarde entera con su hijo. En Travel Town había una de esas máquinas en las que uno mete un penique y, tras accionar una manivela, la moneda queda prensada y se convierte en un medallón especial. El cliente afirmaba que el día que huyeron, su hijo se había negado a abandonar el penique. Incluso obligó a su padre a hacerle un agujero para que pudiera llevarlo atado al cuello con un cordón de zapato. La mitad de la carta de aquel cliente estaba dedicada a describir ese penique tan especial. No solo el diseño, sino también el color, el desgaste que había sufrido por el paso del tiempo, el grosor e incluso el lugar exacto donde le había abierto un agujero. Sabíamos que nunca íbamos a dar con un penique similar. Ingvilde opinaba lo mismo, pero ¿sabes lo que hizo? Fabricó otro completamente idéntico. Buscó y dio con los archivos de esa empresa en internet y le dio una copia del diseño a un operario local. Luego, lo envejeció como si fuera una gran experta en química; utilizando la combinación adecuada de sal, oxígeno y luz solar artificial. Y lo más importante de todo, se cercioró de que el penique estuviera acuñado antes de la década de los ochenta, antes de que el gobierno decidiera quitar casi todo el cobre de su composición. Mire, cuando uno aplasta un penique, y el metal de dentro muestra... Lo siento... le estoy dando «demasiada información», como suelen decir ustedes los estadounidenses. Le comento esto para darle un ejemplo del empeño y dedicación con el que realizamos nuestro trabajo. Ingvilde, por cierto, trabaja para nosotros a cambio de un mero salario de subsistencia. Es como yo... sufrimos «la mala conciencia del rico».
[Llegamos a la cubierta F, el nivel más profundo de
La Reina de África
. Aunque también se encuentra iluminada con luz artificial como la cubierta superior, estas bombillas brillan tanto como el sol antes de la guerra.]
Intentamos replicar la luz solar; además todos los compartimentos están equipados especialmente con sonidos y olores confeccionados a medida del cliente. Casi siempre se intenta recrear un entorno sereno... donde reine el olor a pino y se escuchen los trinos de los pájaros... pero lo cierto es que depende de cada individuo. Una vez tuvimos un cliente de China que vino a probar este sistema con el fin de comprobar si merecía la pena que su gobierno desarrollara un proyecto similar. Era de Chongqing y necesitaba que recreásemos los ruidos del tráfico y el olor de la polución industrial. Nuestro equipo tuvo que preparar un archivo de audio donde mezclaron los ruidos que emitían ciertos coches y camiones chinos muy concretos, así como confeccionar una mezcla tóxica donde combinaron carbón, azufre y gasolina repleta de plomo.
Cumplimos el encargo con éxito. Como con el penique especial. No nos queda otra. Si no, ¿para qué demonios haríamos esto? Y no me refiero al coste en tiempo y dinero, sino también al peligro que corre la cordura de nuestros trabajadores. ¿Por qué intentamos revivir constantemente algo que todo el puñetero mundo intenta olvidar? Porque funciona. Porque ayudamos a la gente, porque les damos exactamente lo que promete el nombre de la empresa. Tenemos un porcentaje de éxito del setenta y cuatro por ciento. Casi todos nuestros clientes son capaces de volver a tener algo parecido a una vida, de superar su tragedia, de poder poner a un «punto final» o algo similar. Esa es la única razón por la que encontrará a alguien como yo aquí. Es el mejor sitio para superar «la mala conciencia del rico».
[Llegamos al último compartimento. Kiersted saca la llave y, a continuación, vuelve su rostro hacia mí.]
Antes de la guerra, ser «rico» implicaba tener posesiones materiales... dinero, bienes. Mis padres nunca tuvieron ninguna de ambas cosas, ni siquiera en un país socialista como Dinamarca. No obstante, uno de mis amigos sí era rico y siempre lo pagaba todo, a pesar de que nunca se lo pedí. Siempre tuvo mala conciencia por ser rico, incluso me lo reconoció en una ocasión cuando me dijo que era «injusto» que él tuviera tanto. «Injusto.».
[Su sonrisa se desdibuja por primera vez desde que nos hemos encontrado.]
No he perdido a ningún miembro de mi familia. En serio. Todos hemos sobrevivido. Fui capaz de anticiparme a los acontecimientos, como suelen decir los estadounidenses: «Fui capaz de sumar dos y dos». Sabiendo lo que sabía, decidí vender mi casa, comprar ciertas herramientas necesarias para sobrevivir y llevarme a mi familia a Svalbard seis meses antes de que estallara el pánico. Mi esposa, nuestros hijos, nuestras dos hijas, mi hermano y toda su familia... todos siguen vivos... además de tres nietos y cinco sobrino nietos y sobrina nietas. A mi amigo, ese que tenía «tanto», lo traté el mes pasado. Lo llaman «la mala conciencia del rico», porque la vida es la nueva riqueza. Quizá deberían llamarlo «la vergüenza del rico», porque, por alguna razón, la gente como nosotros casi nunca habla de ella. Ni siquiera entre nosotros. Recuerdo que una vez que quedé con Ingvilde en su taller, pude comprobar al entrar que había una foto en su escritorio dada la vuelta hacia ella. Como no llamé a la puerta, la sorprendí un poco. Volcó el marco de manera violenta antes de que siquiera supiera que se trataba de mí. Fue un acto instintivo. Provocado por la culpa. La vergüenza. No le pregunté quién aparecía en la foto.
[Nos detenemos ante el último compartimento. Hay un portapapeles sobre el mamparo junto a la escotilla, donde hay colgado otro escrito en que les exonero de toda responsabilidad. Kiersted lo mira, luego posa la mirada sobre mí, sintiéndose muy incómodo.]
Discúlpeme. Sé que ya ha firmado uno de esos documentos, pero como usted no es un ciudadano de la UE, la regulación exige que debe volver a leer y firmar otro formulario. Tener que leerlo otra vez es un coñazo, si por mí fuese, le dejaría firmarlo y ya está, pero...
[Entonces, posa la mirada fugazmente sobre la cámara de vigilancia situada por encima de nosotros. Finjo que leo el documento. Kiersted lanza un suspiro.]
Sé que mucha gente no está de acuerdo con lo que hacemos aquí. Piensan que es inmoral o, al menos, lo consideran un despilfarro. Lo entiendo. Para muchos de ellos, la ignorancia es una bendición, que les protege e impulsa a avanzar. La utilizan para seguir adelante con sus vidas, para rehacerse tanto física como mentalmente, porque quieren estar listos para el día en que esa persona desaparecida atraviese la puerta de repente. Para ellos, la ignorancia equivale a la esperanza y, a veces, poder ponerle punto final a esa situación de incertidumbre es suponer acabar con la esperanza.
Pero ¿qué pasa con ese otro tipo de superviviente, con aquellos a los que paraliza el no saber qué ocurrió? Esos son los que rebuscan sin parar a través de las ruinas, fosas comunes y listas realmente interminables. Esos son los supervivientes que han elegido saber la verdad por encima de la esperanza, que no pueden seguir adelante con sus vidas sin contar con alguna prueba física de esa verdad. Aunque, claro, lo que les ofrecemos no es la verdad, y lo saben en lo más hondo de su ser. Sin embargo, creen en ello porque quieren creer, al igual que otros son capaces de ver una esperanza cuando observan el vacío.
[Acabo de rellenar la última página del formulario. Kiersted saca su llave tarjeta.]
Por cierto, hemos logrado elaborar un perfil psicológico básico que define a las personas que buscan nuestra ayuda. Tienden a ser de naturaleza agresiva; son gente activa y decidida, que solía estar acostumbrada a labrarse su propio destino. [Me mira de reojo fugazmente.] Aunque, claro, eso es solo una burda generalización, pero para muchos de ellos lo peor de aquella época fue perder el control. Con este procedimiento pretendemos que recuperen el control y que al mismo tiempo puedan despedirse del pasado.
[Kiersted introduce la tarjeta, la luz de la cerradura parpadea, pasa de rojo a verde, y la puerta se abre. El compartimento en el que entro huele a salvia y eucalipto, y el sonido de la olas reverbera a través de los altavoces montados sobre el mamparo. Observo fijamente al sujeto que tengo delante de mí. Me devuelve la mirada. Tira de las correas e intenta alcanzarme. Tiene la boca abierta. Gime.]
No estoy seguro de cuánto tiempo podré seguir contemplando fijamente al «sujeto» que tengo frente a mí. Al final, me vuelvo hacia Kiersted, asiento para expresar mi conformidad y, entonces, me doy cuenta de que una sonrisa vuelve a dibujarse en su rostro.