Para entonces, ya casi habíamos acabado nuestra sección de la Gran Muralla; sin embargo, los ataques aislados también habían llegado a su fin, y habían comenzado los asaltos masivos e incesantes de millones de zombis. Si hubiéramos tenido que combatir con tantos al principio, si los héroes de las ciudades del sur no hubieran derramado su sangre para que ganáramos tiempo...
El nuevo gobierno sabía que debía marcar distancias con el que acababa de derrocar. Tenía que legitimarse de alguna manera ante nuestro pueblo, y la única manera de hacerlo era decir la verdad. Las zonas aisladas no estaban siendo «engañadas» para que se convirtieran en señuelos involuntarios como había sucedido en muchos otros países. Se les pidió, abierta y sinceramente, que se quedaran ahí mientras los demás huían. Esa decisión sería totalmente personal, y cada ciudadano tendría que tomarla en conciencia. En mi caso, mi madre la tomó por mí.
Nos habíamos estado escondiendo en el segundo piso de lo que había sido una casa de cinco dormitorios, situada en lo que había sido uno de los enclaves suburbanos más exclusivos de Taiyuan. Mi hermano pequeño se estaba muriendo, lo habían mordido cuando había salido a buscar comida por orden de mi padre. Estaba tumbado inconsciente en la cama de mis progenitores y se estremecía. Papá se hallaba sentado a su lado, meciéndose lentamente adelante y atrás. Cada pocos minutos, nos gritaba: «¡Se está poniendo mejor! Mira, tócale la frente. ¡Se está poniendo mejor!». El tren de los refugiados pasó justo al lado de nuestra casa. Los miembros de Protección Civil iban de puerta en puerta para comprobar quién se iba y quién se quedaba. Mi madre ya había preparado una diminuta bolsa en la que había metido mis cosas; ropa, comida, un buen par de zapatos para poder caminar con comodidad y la pistola de papá cargada con sus tres últimas balas. Mamá me estaba peinando frente al espejo, tal y como solía hacer cuando era niña. Me exigió que dejara de llorar y me prometió que algún día, muy pronto, nos reencontraríamos todos al norte. Esbozaba esa sonrisa, esa sonrisa helada y desprovista de vida que solo solía mostrarle a papá y sus amigos. Y en aquel momento la esbozaba para mí, mientras yo bajaba por las escaleras rotas de esa casa.
[Liu se detiene, toma aire y apoya su mano con forma de garra sobre la dura piedra.]
Nos costó tres meses acabar la Gran Muralla en su totalidad. Desde Jingtai, en las montañas del oeste, a la Gran Cabeza de Dragón, en el mar de Shanhaiguan. Nunca lograron abrir una brecha en ella, nunca la sortearon. Nos ha permitido tener el espacio que necesitábamos para consolidar nuestra población y levantar una economía de guerra. Fuimos el último país en adoptar el plan Redeker, mucho más tarde que el resto del mundo y justo a tiempo para la Conferencia de Honolulu. Hemos desperdiciado tanto tiempo, tantas vidas. Si la presa de las Tres Gargantas no se hubiera derrumbado, si esa otra Muralla no hubiera caído, ¿acaso habríamos levantado esta de nuevo? Quién sabe. Ambas son unos monumentos a nuestra cortedad de miras, a nuestra arrogancia, a nuestra desgracia.
Dicen que en la Muralla original murieron tantos obreros que se puede afirmar que se perdió una vida humana por cada kilómetro y medio. No sé si eso fue cierto en esa época...
[Liu da unas palmaditas a la piedra con su garra].
Pero ahora sí.
—¡Son demasiados! —chilló Naomi, cuyo grito encajó a la perfección con el patinazo que dieron los neumáticos de la motocicleta.
Se habían detenido a corta distancia de los árboles, y el motor de la Buell ronroneaba entre sus piernas. Steve entornó los ojos mientras examinaba el muro exterior con detenimiento. Los zombis no eran su mayor preocupación, sino que la puerta principal de entrada al laboratorio estaba bloqueada. Un Humvee había colisionado contra una mole calcinada que, al parecer, había sido la cabina de un camión articulado. El remolque debía de haber seguido su camino en solitario y había volcado al impactar contra dos vehículos. Unos charcos brillantes como el hielo relucían allá donde el fuego había derretido algunas partes de los embellecedores de aluminio. Por ahí, no vamos a poder entrar, pensó Steve. Entonces, giró la cabeza hacia Naomi, a quien tenía detrás.
—Es hora de usar la puerta de servicio.
La neurocientífica ladeó la cabeza.
—¿La hay?
Steve no pudo evitar soltar una risita ahogada. Para ser alguien tan lista, Naomi a veces podía ser bastante estúpida. Steve se mojó un dedo con saliva y luego lo alzó de una manera un tanto teatral al viento.
—Descubrámoslo.
El laboratorio estaba completamente rodeado. Lo cual era de esperar. Debía de haber unos cuantos cientos de esos engendros que avanzaban arrastrando los pies y que parecían buscar algo a tientas con las manos a cada lado de aquel perímetro hexagonal.
—¡Yo no veo ninguna otra puerta! —gritó Naomi por encima del rugido de la moto.
—¡No buscamos una en sentido literal! —replicó Steve a pleno pulmón.
¡Ahí está! Se refería a un punto en donde los muertos vivientes se habían congregado en torno al muro. Quizá eso se debía a que había algo al otro lado de esa pared: un superviviente, un animal herido... a saber, eso no le importaba a nadie. Fuera lo que fuese era lo bastante sabroso como para atraer a un montón de apestosos en tal número que incluso habían llegado a aplastar a algunos de sus compañeros contra esos bloques de hormigón. Había sido tal la presión a la que los habían sometido que habían quedado reducidos a una masa sólida de carne necrótica comprimida, cuya leve inclinación permitía a los apestosos que todavía se movían encaramarse a ella para poder sortear el muro.
La creación de esa «rampa» debía de haber tenido lugar hace unas cuantas horas. Y la presa original ya debía de haber sido devorada hace tiempo. Solo unos pocos necrófagos daban tumbos o se arrastraban por aquella rampa compuesta de no muertos. Algunas de sus partes aún se movían: algún brazo inquieto o alguna mandíbula que se abría y cerraba. A Steve le importaban un pimiento; solo le preocupaban los que todavía eran capaces de moverse y acercarse encorvados hacia ellos. Son solo unos pocos, pensó, mientras asentía imperceptiblemente. No serán un problema.
Naomi ni se inmutó cuando Steve dirigió el morro de la motocicleta hacia la rampa. Solo se le ocurrió mirar directamente hacia el objetivo al que se dirigían cuando este aceleró.
—¿Estás...? —acertó a decir Naomi.
—Es la única manera de entrar.
—¡Estás loco! —chilló, a la vez que dejaba de agarrarse con fuerza a su cintura como si pretendiera abandonar de un salto la Buell.
De manera instintiva, Steve la agarró de la muñeca con la mano izquierda en un visto y no visto. Acto seguido, la obligó a acercarse más a él de un tirón. Tras ver en su mirada que estaba aterrorizada, esbozó su peculiar sonrisa.
—Confía en mí.
Con los ojos abiertos como platos y pálida como la tiza, Naomi se limitó a asentir y agarrarse a él con todas sus fuerzas. Entonces, Steve se volvió hacia la rampa, sin dejar de sonreír. ¡Vale, Gunny Toombs, esto va por ti!
La Buell salió disparada como una bala, y el fuerte viento que eso provocó obligó a Hansen a inclinarse. Quinientos metros... cuatrocientos... trescientos... Algunos de los zombis que se hallaban cerca de la rampa se percataron de su presencia, se volvieron y se dirigieron dando tumbos hacia ese misil que se acercaba. Doscientos metros... cien... los zombis ya se habían concentrado, agrupándose en una pequeño enjambre sin fisuras que bloqueaba la rampa. Sin inmutarse lo más mínimo, Steve sacó la M4 de su funda de cuero gastado y con la mirada todavía clavada en lo que tenía delante mordió con todas sus fuerzas la palanca de carga de su arma. Era algo que solo había intentado en una ocasión anterior, la noche en que su Harrier se estrelló en las afueras de Fallujah. Se había roto un brazo y ambas piernas por culpa del impacto, pero aquello no quebrantó su espíritu combativo, e intentó amartillar la carabina automática con los dientes. Aquella vez, lo logró, y entonces también lo iba a lograr, joder. De repente, la primera bala hizo clic de un modo reconfortante en la recámara.
No tenía tiempo de apuntar. Tendría que disparar a lo loco. ¡Crack! El ojo izquierdo del zombi más cercano desapareció, y una nube de color marrón rojizo estalló en la parte posterior de su cabeza. Steve habría hecho algún comentario sobre su buena puntería si hubiera tenido tiempo para ello. ¡Crack! ¡Crack! Al instante, cayeron dos más, como unos títeres a los que hubieran cortado los hilos. Esta vez, Steve sonrió. Aún conservo mi magia.
De ese modo, se fueron abriendo camino, pero a la velocidad cegadora a la que avanzaban, ¿iban a conseguir que el camino estuviera despejado a tiempo?
—¡Oh, Dios mío! —gritó Naomi.
Cuando solo les quedaba una distancia equivalente a media decena de motocicletas para llegar a la rampa, Steve apretó el gatillo de la M4, esparciendo una descarga completamente automática de billetes al infierno recubiertos de cobre. Dadle un besito a Satán de mi parte, pensó Steve. O a mi ex esposa, al que veáis primero.
La carabina hizo ese clic peculiar que indica que el cargador está vacío justo cuando el último zombi cayó, y, a continuación, con un fuerte estallido, ciento cuarenta y seis caballos de potencia ascendieron por la rampa de un modo atronador. Las ruedas de la Buell rasgaron esa pútrida superficie a su paso mientras Steve y Naomi se catapultaban por encima del muro.
—¡Huuurraaa! —gritó Steve, quien por solo un segundo, se imaginó de nuevo en la cabina de su avión, chillando sobre el desierto iraquí, mientras lanzaba una lluvia de fuego y muerte en nombre de la bandera americana. Sin embargo, al contrario de lo que sucedía con el avión de despegue vertical AV-8, la moto no podía cambiar de dirección cuando se encontraba en el aire.
El neumático delantero de la Buell chocó contra el asfalto del aparcamiento y patinó sobre un charco de restos humanos. El impacto los hizo saltar a ambos del sillón de cuero hecho a medida. Steve, hecho un ovillo, rodó por el suelo y acabó chocándose contra la rueda de un Prius destrozado. El conductor de aquel híbrido, que carecía de brazos y cara, lo contemplaba fijamente desde la puerta abierta del piloto. Es una pena que ese coche que iba a «salvar la tierra» no haya podido hacer lo mismo por su propietario, pensó.
Steve se puso en pie de un salto. En ese instante, pudo ver que Naomi se encontraba tirada en el suelo a varios metros de distancia. Estaba boca abajo y no se movía. Mierda. La moto yacía en el suelo apuntando en dirección totalmente contraria. No había manera de saber si ella seguía viva y si la moto seguía funcionando.
Los gemidos y el hedor lo golpearon como si fueran una sucesión de dos puñetazos rápidos. Se dio la vuelta justo a tiempo para ver cómo el primer zombi de aquella horda se acercaba desmañadamente hacia ellos. ¿Dónde coño estaba la M4? Cuando se estrellaron, se dio cuenta de que la había soltado, había oído cómo se deslizaba sobre la dura superficie del suelo. Debía de haber acabado debajo de un coche, pero ¿de cuál? Aún debía de haber varios cientos de vehículos en ese aparcamiento, lo cual quería decir que todavía debía de haber varios cientos de no muertos que habían sido sus dueños por los alrededores. Sin embargo, en ese momento no había tiempo para preocuparse de eso, ni para ponerse a buscar el arma. Los necrófagos, que eran ya unos veinte, avanzaban lentamente hacia el cuerpo inerte de Naomi.
La primera reacción de Steve fue llevarse la mano a la chaqueta para sacar la 9 milímetros que siempre llevaba. No. Se dijo a sí mismo y se detuvo. Si la M4 se había estropeado o perdido, su Glock podía ser la única arma de fuego que les quedaba. Además, pensó, mientras sus dedos se cerraban sobre la familiar empuñadura de piel de tiburón que llevaba a la espalda, no sería justo con Musashi.
¡Schhiing! La espada de
ninjato¯
de cincuenta y ocho centímetros y medio centelleó bajo el sol del mediodía, tan brillante y diáfana como el día en que Sensei Yamamoto se la regaló en Okinawa. «Su nombre es Musashi», le había explicado el anciano. «Significa Espíritu Combativo. Una vez ha sido desenvainada, su sed debe ser saciada con sangre.» Bueno, pensó, espero que valga esa mierda espesa que esos apestosos tienen en las venas.
De repente, vio reflejado en la hoja de la espada a un zombi que se acercaba amenazador. Steve se giró y le acertó limpiamente justo por debajo del cuello. El hueso y los músculos se separaron como el hielo se derrite ante el fuego mientras la cabeza, que aún lanzaba mordiscos, rodaba de manera inofensiva bajo un monovolumen calcinado.
Mantén la calma y la concentración.
Otro zombi intentó agarrar a Steve del cuello, quien logró agacharse, pasó justo por debajo del brazo derecho de ese engendro y se incorporó a sus espaldas. Al instante, otra cabeza acabó rodando por el suelo.
Respira y golpea.
La hoja de Musashi atravesó el ojo izquierdo de un tercer zombi.
Esquiva y gira.
Un cuarto perdió la parte superior de la cabeza. Steve se encontraba ya a solo unos pocos pasos de Naomi.
¡Mantén la calma y la concentración!
Un quinto apestoso acabó con el cráneo partido justo por la mitad.
—Steve... —dijo Naomi, alzando la vista, con un hilo de voz y la mirada perdida. Estaba viva.
—Ya te tengo, guapa.
Steve tiró de ella para ayudarla a ponerse en pie, al mismo tiempo que le arrancaba la oreja con el filo de Musashi a un necrófago encorvado que se había interpuesto entre ambos. Pensó en intentar buscar la M4, pero no tenían tiempo que perder. Ya habrá más allá donde vamos.
—¡Vamos! —exclamó Steve, mientras tiraba de ella para atravesar una multitud de apestosos que pretendían interponerse en su camino. Juntos fueron corriendo hasta la Buell volcada. Cuando notó el rugido de la moto entre sus piernas no se sorprendió, ¡Estaba hecha en los Estados Unidos! ¡No podía dejarle tirado! Aunque también pudo escuchar otro rugido, tenue y débil, que iba aumentando de intensidad a cada segundo. Steve ladeó la cabeza para poder contemplar ese cielo repleto de humo. Ahí estaba: su billete de salida de aquel lugar, una diminuta mota negra que destacaba frente a aquel sol carmesí.
—¿Has llamado a un taxi? —preguntó Steve, a la vez que sonreía a Naomi. Por un brevísimo instante, la hermosa cerebrito le devolvió la sonrisa.