La máscara de Dimitrios (21 page)

Read La máscara de Dimitrios Online

Authors: Eric Ambler

Tags: #Intriga

BOOK: La máscara de Dimitrios
13.01Mb size Format: txt, pdf, ePub

No obstante, Latimer se enojó al comprobar que él sabía más sobre el caso que el propio periódico al que había acudido en busca de esclarecimiento.

Estaba a punto de cerrar, disgustado, la carpeta del archivo, cuando advirtió una ilustración. Era una borrosa reproducción de una fotografía de tres de los detenidos, dirigiéndose a la sala de audiencias acompañados por tres detectives a cuyas muñecas habían sido esposados. Los tres acusados habían vuelto sus cabezas, para que la cámara no captara sus rostros, pero debido a que iban esposados no lo lograron del todo.

Latimer abandonó las oficinas de la hemeroteca en un estado de ánimo mejor que aquel con que había entrado.

En su hotel le esperaba un mensaje. A menos que enviara otro recado anulándolo, Peters le vería esa tarde a las seis en punto.

Pocos minutos después de las cinco y media llegó Peters. Su saludo fue efusivo:

—¡Mi
querido
mister Latimer! Cómo decirle lo mucho que me alegra volver a verle. Nuestro último encuentro tuvo lugar en circunstancias tan poco esperanzadoras que, casi no me atrevía a esperar… En fin, será mejor que hablemos de cosas más agradables… ¡Bienvenido a París! ¿Ha tenido usted un buen viaje? Tiene buen aspecto. Dígame, ¿qué le ha parecido Grodek? Me ha escrito para contarme lo encantador y simpático que ha sido el encuentro entre ambos. Es una persona estupenda, Grodek, ¿verdad? ¡Y esos gatos que tiene! El los adora.

—Me ha servido de mucho la conversación con Grodek. Siéntese, por favor.

—Sabía que sería así.

Para Latimer la sonrisa dulzona de Peters valía tanto como el saludo de un antiguo y detestado conocido.

—También se ha mostrado algo misterioso: me ha rogado de modo muy especial para que viniera a París a verle a usted.

—¿De veras? —Peters parecía contrariado: su sonrisa se había marchitado en parte—. ¿Y qué otra cosa le ha dicho Grodek, mister Latimer?

—Me ha dicho que usted se ha comportado como una persona muy inteligente. Al parecer ha encontrado divertida alguna de las cosas que le he dicho sobre usted.

Peters se sentó en la cama, con cautela. Su sonrisa había desaparecido.

—¿Y qué le ha dicho usted?

—Me ha preguntado con insistencia qué clase de relación tenía yo con usted. Le he dicho lo que he podido. Porque dado que nada sé —continuó Latimer, con tono desdeñoso—, he pensado que podía confiar en él sin temer ningún inconveniente. Si esto le desagrada, lo siento. Recuerde que aún desconozco absolutamente ese bonito plan suyo.

—¿Grodek no le ha dicho nada?

—No. ¿Podía haberlo hecho?

La sonrisa volvió a entreabrir sus suaves labios. Parecía que una obscena planta hubiera vuelto sus hojas hacia el sol.

—Sí, mister Latimer, podía haberlo hecho. Lo que usted me dice explica el tono petulante de la carta que me ha enviado. Me complace que haya satisfecho usted la curiosidad de nuestro amigo. En este mundo en que vivimos, con demasiada frecuencia los ricos codician los bienes de los demás. Grodek es un buen amigo mío, pero no estará de más que sepa que no necesitamos su ayuda. De otro modo, podría seducirle la idea de ganar algún dinero.

Latimer observó a su interlocutor, pensativamente, durante unos segundos y después preguntó:

—¿Lleva la pistola encima, mister Peters? —El gordo cambió su sonrisa por un gesto de horror.

—Cielos, no, mister Latimer. ¿Por qué habría de traer semejante objeto cuando he venido a hacerle una visita amistosa?

—Estupendo —dijo Latimer con sequedad; se volvió hacia la puerta e hizo girar la llave en la cerradura; luego la guardó en su bolsillo—. Pues bien —comenzó a decir torvamente—, no quiero parecer un mal anfitrión, pero mi paciencia tiene sus límites. He recorrido una larga distancia para verle y todavía ignoro los motivos. Y quiero saber por qué he venido.

—Lo sabrá.

—Ya he oído eso mismo antes —replicó Latimer con un tono rudo—. Pero ahora, antes de que comience otra vez con sus divagaciones, hay una o dos cosas que
debe
saber. No soy una persona violenta, mister Peters. Y le digo sinceramente que me espanta la violencia. Pero hay circunstancias en las que aun el más acérrimo amante de la paz se ve obligado a utilizarla. Tal vez sea ésta una de esas circunstancias. Soy más joven que usted y me atrevo a asegurarle que estoy en mejores condiciones físicas. Si insiste en su reticencia, le daré una tunda. Esto lo primero.

»Lo segundo que debe saber es que sé quién es usted. Su nombre no es Peters sino Petersen, Frederik Petersen. Usted es uno de los miembros de la banda de traficantes de droga que organizó aquí Dimitrios y fue arrestado en diciembre de 1931, multado en dos mil francos y condenado a un mes de prisión.

La sonrisa de Peters era una mueca torturada.

—¿Se lo ha dicho Grodek?

La pregunta fue formulada con cierta deferencia y pena a la vez. Por el tono como pronunció el nombre de Grodek bien hubiera podido ser sinónimo de Judas.

—No. Esta mañana he visto una fotografía suya en el archivo de la hemeroteca.

—Un periódico. ¡Ah, sí! Me resultaba imposible creer que mi amigo Grodek…

—¿Lo niega?

—Oh, no. Es cierto.

—Bueno, mister Petersen…

—Peters, mister Latimer. Hace tiempo que decidí cambiar de nombre.

—Muy bien, pues, Peters. Hemos llegado ya al tercer punto de mi exposición. En Estambul me enteré de ciertas cosas de interés acerca de cómo acabó aquella banda de traficantes. Se decía que Dimitrios había traicionado a todos sus compinches: había enviado, sin mencionar su procedencia, a la policía un largo informe con minuciosos detalles que acusaban a siete de ustedes. ¿Es cierto eso?

—Dimitrios se ha portado muy mal con todos nosotros —dijo Peters con voz ronca.

—También se decía que Dimitrios se había convertido en un adicto a las drogas. ¿Es cierto eso?

—Por desgracia, lo es. Creo que, de lo contrario, nunca nos hubiese traicionado. Estábamos ganando muchísimo dinero en su provecho en esos días.

—También se decía que habían jurado vengarse. Que todos ustedes le habían dicho a Dimitrios que le matarían tan pronto salieran de la cárcel.

—Yo no le amenacé —corrigió Peters—. Alguno de los otros lo hizo. Galindo, por ejemplo, que no era un hombre de gran frialdad, precisamente.

—Ya entiendo. Usted no le amenazó. Usted ha preferido actuar.

—No entiendo qué quiere decir, mister Latimer —Peters hizo un gesto como si realmente no comprendiera.

—¿No? Permítame que se lo explique a mi manera. Dimitrios fue asesinado hace menos de dos meses en Estambul. Al poco tiempo del asesinato, usted estaba en Atenas. No muy lejos de Estambul, ¿no es así? Dimitrios, según consta en los informes oficiales, ha muerto casi en la miseria. ¿Cómo es posible eso? Tal como usted mismo ha dicho, la banda de traficantes le había reportado mucho dinero en 1931. De acuerdo con lo que he podido saber de él, Dimitrios no era hombre que perdiera fácilmente el dinero que conseguía. ¿Sabe usted en qué estoy pensando, mister Peters? Me pregunto si no sería razonable suponer que usted ha asesinado a Dimitrios para apoderarse de aquel dinero. ¿Qué puede responderme a esto?

Peters guardó silencio durante unos segundos, mientras contemplaba a Latimer con aquel gesto de amarga admonición que podría dibujarse en la cara del buen pastor que se dirige a una oveja descarriada.

Tras la pausa, el gordo dijo:

—Mister Latimer, creo que es usted demasiado indiscreto.

—¿De veras?

—Y también muy afortunado. Admitamos por un instante que, tal como usted ha sugerido, yo haya asesinado a Dimitrios. Piense en lo que me vería obligado a hacer: me vería obligado a asesinarle a usted también, ¿no es así? —Peters metió una mano en el bolsillo superior de su abrigo y la mano emergió empuñando la Lüger—. Ya lo ve usted: le he mentido hace unos momentos. Lo reconozco. Me interesaba muchísimo saber qué haría si creía que yo iba desarmado. Y, por otra parte, es una actitud nada elegante venir aquí con una pistola en el bolsillo. Probar que no había traído la pistola para emplearla contra usted hubiera sido casi imposible. De modo que le he mentido. ¿Comprende mis sentimientos, aunque sea un poco? Me gustaría mucho lograr que usted se fiase de mí.

—¡Oh! Como respuesta a una acusación de asesinato, todo lo que acaba de decirme es muy astuto.

Peters guardó su pistola con un mohín de cansancio.

—Esto no es una novela policíaca, mister Latimer. No hay por qué comportarse tan estúpidamente. Si lo que ocurre es que usted no es capaz de ser discreto, utilice su imaginación, por lo menos. ¿Le parece verosímil que Dimitrios haya dejado un testamento a mi favor? No, no lo es. ¿Cómo supone usted, entonces, que he podido matarle para apoderarme de su dinero? En los tiempos que corren, la gente no lleva su fortuna en el bolsillo de la chaqueta. Vaya, mister Latimer, seamos razonables. Le invito a cenar, después hablaremos de negocios. Y propongo que tomemos el café en mi apartamento… es un poco más cómodo que esta habitación… Aunque si usted prefiriera ir a algún café, le comprendería. Es posible que no tenga una opinión demasiado buena sobre mí. No se lo reprocho, por cierto. Pero, por lo menos, déjeme creer en nuestra amistad.

Por un momento, Latimer sintió buena disposición hacia Peters. Aunque la parte final de su exhortación había ido acompañada por una excesiva autocompasión, el antiguo traficante de droga no había sonreído.

Además, ese hombre ya le había hecho sentirse estúpido y Latimer no quería que ahora le hiciera sentirse un perfecto melindroso. Al mismo tiempo…

—Tengo tanta hambre como usted —dijo— y no tengo ninguna razón para preferir un café a su apartamento. Al mismo tiempo, mister Peters, por muchas causas que tenga yo de mostrarme amigable, creo que es mi deber advertirle algo: a menos que esta misma noche reciba una explicación satisfactoria de por qué me ha hecho venir a verle a París, me iré en el primer tren que salga mañana, haya o no de por medio ese medio millón de francos. ¿Está claro?

La sonrisa de Peters volvía a florecer.

—Imposible estarlo más claro, mister Latimer. ¿Es necesario que le explique hasta qué punto aprecio su franqueza?

—¿Dónde iremos a cenar? Hay un restaurante danés muy cerca de aquí, ¿verdad?

Peters luchaba para ponerse el abrigo.

—No, mister Latimer, como usted ya sabrá muy bien, sin duda alguna, no existe ese restaurante. —Peters suspiró con amargura—. Es poco amable de su parte al burlarse de mí de esta manera. En fin, sea como fuere, prefiero la cocina francesa, amigo mío.

Mientras bajaban por la escalera, Latimer pensó que la capacidad de Peters para hacerle sentir un perfecto idiota era enorme.

Por sugerencia de Peters, y a sus expensas, cenaron en un restaurante barato de la rue Jacob. Luego se dirigieron hacia la impasse des Huit Anges.

—¿Qué pasa con Caillé? —preguntó Latimer mientras subían por la polvorienta escalera.

—No está en la ciudad. De momento soy el único que vive en la casa.

—Ya lo veo.

Peters, que respiraba con dificultad, se detuvo en cuanto llegó al segundo rellano.

—Habrá pensado que soy Caillé.

—Sí.

Peters reanudó el ascenso. Los peldaños crujían bajo sus pies.

Latimer, que le seguía a dos o tres escalones de distancia, imaginó la escena de un elefante de circo que va subiendo, de mal grado, por una pirámide de módulos de distintos colores, para realizar alguna prueba de equilibrio en la cima.

Llegaron al cuarto piso. Peters se detuvo, jadeante, y buscó en sus bolsillos un manojo de llaves. Introdujo una en la cerradura de la vieja y desquiciada puerta que tenía ante sí y abrió. Después de accionar el interruptor de la luz, con un gesto le cedió el paso a Latimer.

El cuarto se extendía de un extremo a otro de la casa y estaba dividido en dos por una cortina que colgaba a la izquierda de la puerta de entrada. La mitad oculta por la cortina era de forma distinta a la otra mitad que incluía la puerta, ya que en determinado lugar se estrechaban para dar paso a una escalera interior, y entre la pared trasera y la casa contigua delimitaba una pequeña alcoba. A cada extremo del cuarto había una alta ventana francesa.

Pero si desde el punto de vista arquitectónico era ése un cuarto que cualquiera podría considerar típico de una casa francesa de esa índole y antigüedad, desde cualquier otro punto de vista resultaba fantástico.

El primer objeto que llamó la atención de Latimer fue la cortina divisoria. La tela era de imitación oro. Las paredes y el cielorraso estaban pintados de un rabioso azul y sembrados de estrellas doradas, de cinco puntas.

Diseminadas sobre el piso, de modo que no se veía un solo centímetro de él, había toda clase de alfombras marroquíes baratas. Estaban superpuestas, de tres en tres en ciertas partes y hasta de cuatro en cuatro en otras.

Había tres enormes divanes, cubiertos por gruesos cojines, algunas otomanas de piel repujada y una mesilla marroquí con una bandeja de bronce apoyada en la tapa.

En un rincón destacaba un enorme gong de bronce. La luz provenía de varias bombillas ocultas por unas pantallas de madera labrada de roble. En el centro mismo de la estancia descansaba una estufa eléctrica de metal plateado. El olor del polvo depositado en la tapicería era sofocante.

—¡Este es mi hogar! —exclamó Peters—. Deje su abrigo allí, mister Latimer. ¿Le gustaría ver el resto de la casa?

—Oh, sí, muchísimo.

—En apariencia, no es más que una de tantas casas francesas incómodas —comentó Peters mientras subía la escalera interior—, pero por dentro es un oasis en medio de este árido desierto. Este es mi dormitorio.

Latimer tenía ante sus ojos otra mezcla de estilo francés y mobiliario marroquí. Aquí, los adornos más visibles eran dos pijamas arrugados de franela.

—Y el lavabo.

Latimer echó una ojeada al lavabo y descubrió que su anfitrión tenía una dentadura postiza de recambio.

—Ahora le mostraré algo interesante —anunció Peters a su compañero.

Volvieron al rellano. Delante de ellos había un gran ropero. Peters abrió una de sus puertas y encendió una cerilla. Al fondo del ropero había una fila de perchas metálicas. Peters cogió una de ellas y, utilizándola a modo de tirador, la movió de su sitio. La parte trasera del ropero se deslizó hacia delante y Latimer sintió el aire de la noche en su rostro y oyó los ruidos de la ciudad.

Other books

Doors Without Numbers by C.D. Neill
Waiting and Watching by Darcy Darvill
Skin on My Skin by John Burks