La máscara de Dimitrios (17 page)

Read La máscara de Dimitrios Online

Authors: Eric Ambler

Tags: #Intriga

BOOK: La máscara de Dimitrios
13Mb size Format: txt, pdf, ePub

Antes de pronunciar aquel apellido había hecho una breve pero visible pausa. Latimer comprendió que los labios de Grodek se disponían a decir algo más.

—Le he visto una o dos veces… Una vez en un tren y otra en la habitación de mi hotel. ¿Y usted, monsieur? Sin duda usted le debe conocer muy bien.

Grodek arqueó las cejas.

—¿Qué es lo que le hace estar tan seguro,
monsieur
?

Latimer sonrió con facilidad porque se encontraba ante una situación difícil. Comprendía que había cometido alguna indiscreción.

—De no haberle conocido a usted muy bien, sin duda no se habría atrevido a darme una carta de presentación para usted ni le habría pedido que me proporcionara información de carácter tan confidencial. —Después de haberla expresado, aquella perorata le parecía bastante satisfactoria.

—Monsieur —dijo herr Grodek—, me pregunto cuál sería su actitud si yo le hiciera una pregunta indiscreta o impertinente; si, por ejemplo, le pidiera que se sincerara y me dijese si el nuevo interés literario en la debilidad humana es el único motivo por el que me ha hecho esta visita.

Latimer sintió que se ruborizaba.

—Puedo asegurarle que… —comenzó a decir.

—No dudo de que pueda asegurármelo —le interrumpió Grodek con voz muy suave—. Pero… le ruego que me perdone… ¿cuánto vale la seguridad que está dispuesto a ofrecerme?

—Sólo puedo darle mi palabra de que consideraré toda información que quiera proporcionarme como confidencial, monsieur —replicó Latimer con cierta rigidez.

El ex espía suspiró.

—Creo que esto no me aclara nada —dijo con cautela—. La información, en sí misma, no significa nada. Lo que ocurrió en Belgrado en el año 1926 carece de importancia ahora mismo. Pero pienso en mi propia posición. Para ser francos, nuestro amigo Peters ha incurrido en una verdadera indiscreción al hacerlo venir hasta mí. El mismo lo ha admitido en su carta, pero apela a mi indulgencia y me pide como un favor (me ha recordado que estoy en deuda con él, en cierta medida) que le proporcione información acerca de Dimitrios Talat. Me dice que usted es escritor y que su interés es, tan sólo, el propio de un escritor. Pues bien, a pesar de todo, hay una cosa que me resulta inexplicable —Grodek hizo una pausa, cogió su vaso y bebió—. Como buen observador de la naturaleza humana —prosiguió— debe haber advertido usted que la mayor parte de las personas, por debajo de sus acciones, obedecen a un estímulo más fuerte que los demás. En algunos se trata de vanidad, en otros el goce de los sentidos, y en los demás codiciar dinero u otras cosas. Pues… Peters es, precisamente, una de aquellas personas en las que la codicia del dinero está mucho más desarrollada que otros estímulos. Sin ser injusto con él, creo poder asegurarle que el amor de Peters por el dinero es el de un verdadero miserable. Por favor, quiero que me entienda bien. No he dicho que Peters actúe tan sólo por el dinero. Lo que he querido darle a entender es que, de acuerdo con lo que sé de ese hombre, no me imagino que no se haya molestado en enviarle a usted hasta aquí ni en escribirme tal como lo ha hecho sólo por el mero interés de mejorar la novela policíaca inglesa. ¿Me comprende usted? Soy un tanto suspicaz, monsieur. Aún tengo enemigos en este mundo. Por lo tanto, le ruego que me aclare cuáles son sus relaciones con nuestro común amigo Peters. ¿Sería tan amable, por favor?

—Lo haría con mucho gusto. Pero, por desgracia, no puedo. Y por una razón muy simple: ni yo mismo sé con exactitud cuáles son esas relaciones.

Los ojos de Grodek se endurecieron.

—No estoy de broma, monsieur.

—Tampoco yo. He estado investigando la historia de ese hombre, Dimitrios. Mientras lo hacía, conocí a Peters. Por alguna causa que ignoro, también él está interesado en Dimitrios. Por una casualidad, Peters me oyó preguntar sobre ese individuo en la oficina de los archivos de la comisión de socorro, en Atenas. Después, me siguió hasta Sofía y se acercó (detrás del cañón de una pistola, es necesario que se lo diga), para pedirme explicaciones sobre mi interés por ese hombre que, dicho sea de paso, ha sido asesinado hace algunas semanas, antes de que yo conociera siquiera que existía. A continuación, Peters me hizo una oferta. Me aseguró que si iba a verle a París y colaboraba con él en cierto plan que tiene in mente, ambos podríamos conseguir medio millón de francos. Me dijo que tenía un dato que, aunque en sí mismo carece de importancia, en relación con los informes con que él cuenta, podría adquirir un gran valor.

»En verdad, en un primer momento no le creí y rechacé participar en ese plan. De modo que, para convencerme y como prueba de su buena voluntad, me dio esa nota de presentación para usted. Yo le había dicho que mi intención era ir a Belgrado para obtener más datos allí, a ser posible. Pero Peters me aseguró que usted es la única persona que puede proporcionarme esos informes.

Las cejas de Grodek se arquearon una vez más.

—No quisiera ponerme en plan inquisidor, monsieur, pero me gustaría saber cómo se ha enterado usted de que Dimitrios Talat estuvo en Belgrado en el año 1926.

—Me lo dijo un oficial turco al que conocí en Estambul. Incluso me refirió la historia de ese hombre… es decir, la historia que de él corre por Estambul.

—Ya comprendo. Permítame preguntarle, entonces, cuál es ese dato tan valioso que usted conoce.

—No lo sé.

Grodek frunció el entrecejo.

—Vaya, monsieur, me pide usted que le haga una confidencia. Lo menos que puede hacer a cambio es que haga usted alguna.

—Le he dicho la verdad. No lo sé. Estaba yo hablándole sinceramente a Peters cuando él, en cierto instante, se mostró muy excitado.

—¿En qué instante?

—Creo que fue en el momento en que le explicaba por qué sabía yo que Dimitrios no llevaba dinero encima al morir. Después de eso fue cuando comenzó a hablarme de ese medio millón de francos.

—¿Y por qué
sabía
usted que Dimitrios no llevaba dinero encima?

—Porque cuando vi su cuerpo, todo lo que llevaba estaba allí, sobre la mesa del depósito de cadáveres. Todo, a excepción de su carnet de identidad, que había sido hallado bajo el forro de la chaqueta y que había sido enviado a las autoridades francesas. No había dinero. Ni un penique siquiera.

Durante algunos segundos Grodek clavó sus ojos en el visitante. Después se acercó a la vitrina y cogió una botella.

—¿Otra copa, monsieur?

Sirvió las copas en silencio, alargó la suya a Latimer y alzó su vaso con un gesto solemne.

—Un brindis, monsieur. ¡Por la novela policíaca inglesa!

Divertido, Latimer alzó su copa hasta los labios. Su huésped había hecho otro tanto. De pronto, sin embargo, Grodek empezó a toser y depositó su vaso sobre la mesa mientras se sacaba un pañuelo de un bolsillo. Con no poca sorpresa, Latimer comprobó que el ex espía estaba riéndose.

—Perdóneme, monsieur —jadeó apenas—, me ha pasado por la cabeza una idea que me ha hecho mucha gracia. Era… —se detuvo, dudando durante una fracción de segundo—, era la imagen de nuestro común amigo Peters enfrentándose a usted pistola en mano. Le aseguro que ese hombre siente verdadero pánico ante las armas de fuego.

—Pues, al parecer, se ha sabido dominar muy bien esos terrores y con gran eficacia —replicó Latimer con un dejo de irritación en la voz. Al mismo tiempo, tuvo la sospecha de que se reía por otro motivo, por otra cosa, que no lograba descubrir.

—Oh, este Peters es un hombre inteligente —dijo Grodek e hizo chasquear su lengua, mientras le palmeaba en un hombro a Latimer; de pronto se había puesto de excelente humor—. Mi querido amigo, no me irá a decir que se ha ofendido, se lo ruego. Verá usted: ahora comeremos. Espero que le guste la idea. ¿Tiene apetito? Greta es una cocinera estupenda y le aseguro, para su tranquilidad, que mis vinos no son suizos. Después de la comida le hablaré de Dimitrios, de los problemas que me ha causado, de Belgrado y del año 1926. ¿Le parece bien?

—Muy amable por su parte.

Latimer pensó que su anfitrión estaba a punto de echarse a reír de nuevo. Pero el polaco había cambiado de idea. Su aspecto había adquirido cierta solemnidad.

—Es un placer para mí, monsieur. Peters es un buen amigo mío. Además, usted me ha caído muy bien y en este lugar no abundan los visitantes —Grodek hizo una pausa—. Tal vez me permita que, como amigo, le haga una advertencia, monsieur.

—Hágala, se lo ruego.

—Pues bien, yo de usted, monsieur, no pensaría dos veces lo que le dijo nuestro amigo Peters e iría a París…

—No sé… —comenzó a decir lentamente.

Pero en ese instante entraba a la sala el ama de llaves, Greta.

—¡La comida! —exclamó Grodek, satisfecho.

Más tarde, cuando se le presentó la ocasión de pedirle a Grodek que le explicara el sentido de su «advertencia», Latimer olvidó hacerlo. En esos momentos tenía otras muchas cosas en las que pensar.

9. Belgrado, 1926

Los hombres han aprendido a desconfiar de su imaginación. Por esto les extraña descubrir que un mundo concebido por la imaginación, fuera del campo de la experiencia, pueda existir en realidad. En este sentido, Latimer recordaría como una de las más extrañas de su vida la tarde que pasara en Villa Acacias, escuchando el relato de Grodek.

En una carta en francés a su amigo, el griego Marukakis, que comenzó a escribir esa misma noche, cuando todo estaba aún fresco en su memoria, y que dio por terminada a la mañana del día siguiente, domingo, Latimer registraría esa rara experiencia.

Ginebra

Sábado

Mi estimado Marukakis:

Recuerdo que prometí escribirle para informarle de lo que fuera descubierto acerca de Dimitrios. Me pregunto si usted no se sorprenderá tanto como yo al comprobar que así ha sucedido. Me refiero al hecho de haber descubierto algo. Porque, de todas maneras, me había propuesto escribirle para volver a darle las gracias por la ayuda que usted me ofreció durante mi estancia en Sofía.

Al despedirnos, recordará usted que me proponía viajar a Belgrado. ¿Cómo es posible, pues, que le esté escribiendo desde Ginebra?

Mucho me temo que ya se habrá hecho esa pregunta.

Mi querido amigo, yo mismo querría conocer la respuesta. Sólo conozco parte de ella. El hombre, el espía profesional, que empleara a Dimitrios en Belgrado en 1926, vive en las cercanías de Ginebra. Hoy mismo le he visto y he hablado con él de Dimitrios. También puedo explicarle cómo me he puesto en contacto con ese hombre. He sido presentado a él. Pero el motivo y lo que el hombre que ha actuado de intermediario espera obtener de todo esto es algo que se me escapa aún.

Espero descubrir algo eventualmente. Entre tanto, permítame asegurarle que, si a usted le parece éste un misterio irritante, yo no lo encuentro menos desagradable. Ahora, permítame que le hable de Dimitrios.

¿Ha creído usted alguna vez en la existencia de un «jefe» de espías? Hasta hoy yo no lo creía, pero ahora sí. El motivo: he pasado la mayor parte del día hablando con uno de ellos. No puedo decirle su nombre, de modo que, según la mejor tradición de las novelas de espionaje, le llamaré «G».

G. era un «jefe» de espías (está retirado en la actualidad), tal como es jefe de tipógrafos el hombre que trabaja como tipógrafo para mi editor.

G. contrataba a otros para que trabajaran en el espionaje. Su tarea era, sobre todo, de índole administrativa.

Ahora comprendo cuántas son las tonterías que se dicen y escriben sobre los espías y el espionaje. Pero trataré de explicárselo a usted tal como me lo ha explicado G.

Ha comenzado la conversación recordando una frase de Napoleón, quien aseguraba que en la guerra el elemento básico de cualquier estrategia para lograr la victoria debe ser la sorpresa.

Me atrevería a decir que G. es un maníaco de las citas de Napoleón. Sin duda, Napoleón dijo esas palabras u otras muy similares. Pero estoy segurísimo de que no fue el primer jefe militar que las empleó. Alejandro, César, Genghis Khan y Federico de Prusia, todos ellos, expusieron alguna que otra vez esa misma idea. También en 1928 Foch pensó algo parecido. Pero volvamos a G.

Nuestro hombre asegura que las «experiencias del conflicto de 1914-1918» han demostrado que en una guerra futura (eso suena a algo hermosamente lejano, ¿no es verdad?) la capacidad de movimientos y el poder de choque de los ejércitos y de la marina modernos, así como la existencia de fuerzas aéreas, harán que el elemento sorpresa sea más importante que nunca. Tan importante, en rigor, que posiblemente la nación que realice el primer ataque por sorpresa sea la que salga victoriosa de la guerra. Más que nunca, pues, se pensaba durante la posguerra en la necesidad de estar prevenido contra las sorpresas, guardarse de ellas y hacerlo, evidentemente,
antes
de que la guerra hubiera comenzado.

Ahora bien, en total en Europa existen cerca de unos veintisiete estados independientes. Cada uno posee un ejército y una fuerza aérea y la mayoría tiene un cuerpo de marina, más o menos importante, según los casos.

Para su propia seguridad, cada uno de esos ejércitos, cada fuerza aérea y cada marina debe conocer los recursos de cada fuerza correspondiente en cada uno de los otros veintiséis países y debe saber qué hacen esos grupos militares: de qué poderío disponen, cuál es su eficacia, qué entrenamiento secreto realizan. Todo esto requiere espías… un verdadero ejército de espías.

En 1926, G. había sido contratado por el gobierno de Italia; durante la primavera de ese año, plantó su cuartel general en Belgrado.

Las relaciones entre Yugoslavia e Italia, por ese tiempo, eran muy tensas. Italia se había apoderado de Fiume, hecho que estaba aún tan fresco en las mentes yugoslavas como los bombardeos de Corfú. También circulaban rumores (que más tarde, durante ese mismo año, resultarían ser fundados) de que Mussolini contemplaba la posibilidad de ocupar Albania.

Italia, por su parte, abrigaba sospechas contra Yugoslavia. La ciudad de Fiume permanecía constantemente encañonada por las armas yugoslavas. Una Albania yugoslava a lo largo del Canal de Otranto resultaba ser una propuesta inadmisible. Y la posibilidad de una Albania independiente sólo era aceptable en la medida en que se admitiese una influencia italiana predominante. Lo ideal era consolidar cualquier estado de cosas favorable a Italia. Pero los yugoslavos podrían presentar batalla. Los informes de los agentes italianos en Belgrado indicaban que, en caso de que estallara una guerra, Yugoslavia se proponía proteger su costa obstruyendo de modo deliberado el Adriático con campos de minas que se tenderían al norte del Canal de Otranto.

Mi conocimiento de estas cuestiones es muy pobre, pero al parecer un país no necesita minar doscientas millas marinas para hacer que un corredor marítimo de doscientas millas sea impenetrable. Basta con que plante dos campos de minas, reducidos, o tal vez uno solo, sin dejar que el enemigo se entere de la posición exacta. O sea que el enemigo necesita llegar a conocer la posición de esos lugares minados.

Pues bien, ésa era la labor que debía desarrollar G. en Belgrado. Los agentes italianos se habían enterado de la existencia de esos campos de minas. Y G., espía experto, había sido enviado para descubrir la exacta localización de esas minas, sin que el gobierno yugoslavo (esta condición era la más importante de su trabajo) llegara a saber que el presunto enemigo poseía esa información. Porque, en caso de saberlo, sin duda, Yugoslavia cambiaría de lugar aquellas minas.

En este sentido, la operación planeada por G. fracasó. Y la razón del fracaso fue Dimitrios.

Siempre se me ha ocurrido la idea de que el trabajo de espía debe ser extraordinariamente difícil. Me refiero a que, si yo fuera enviado a la capital yugoslava por el gobierno británico, con la misión de obtener los detalles de un proyecto de minar el Canal de Otranto, ni siquiera sabría por dónde empezar mis averiguaciones.

Supongamos que yo supiera, como lo sabía G., que los detalles del plan estaban registrados con marcas especiales en cartas de navegación del canal. Pues bien. ¿Cuántas copias existen de esas cartas? Yo no llegaría a saberlo. ¿Dónde pueden estar esas cartas de navegación? Tampoco eso.

Una mínima reflexión lógica me llevaría a pensar que, al menos una copia, debía hallarse en alguna de las divisiones del Ministerio de Marina; pero el Ministerio de Marina es un lugar muy grande. Y además, claro está, esos mapas tendrían que estar custodiados bajo llave y sello.

De modo que, aunque fuera capaz de descubrir en qué oficinas está guardado el mapa y cómo puedo llegar hasta allí, ¿cómo lograr una copia sin permitir que los yugoslavos se percataran del hecho?

Pues bien, un mes después de llegar a Belgrado, G. no sólo había averiguado dónde se guardaba una de las copias de aquella carta de navegación, sino que también había elaborado un plan para hacerse de una copia,
sin permitir que los yugoslavos se enteraran
. Como verá es una persona competente.

¿Cómo lo había logrado? ¿A qué maniobra ingeniosa, a qué trampa sutil había recurrido? Trataré de explicarle paso a paso cada uno de sus movimientos.

En primer lugar, fingió ser un súbdito alemán, representante de una fábrica de instrumentos ópticos de Dresde. De ese modo, estableció cierta relación con un empleado del Departamento de Defensa Submarina (que se ocupa de todo lo relacionado con redes y cables submarinos, lanzaminas y barreminas) del Ministerio de Marina.

¡Qué lamentable!, ¿verdad? Lo más asombroso es que él mismo cree que ésa fue una astuta ocurrencia. Su sentido del humor ya no le funciona, por cierto. Al preguntarle si había leído alguna vez novelas de espionaje, me ha respondido que no, porque siempre las consideró demasiado ingenuas. Pero aún falta lo peor.

G. estableció relación con aquel empleado del siguiente modo: fue al Ministerio y preguntó al bedel por el Departamento de Suministros, pregunta que bien podía haber hecho cualquier extraño. Una vez dentro del edificio, lejos de la vista del bedel, detuvo a otro empleado, le explicó que le habían indicado cómo llegar hasta el Departamento de Defensa Submarina, pero que se había extraviado por los pasillos y le pidió que le orientara de nuevo. Una vez ante las oficinas del Departamento de Defensa Submarina, sin vacilar lo más mínimo, entró en él y preguntó si aquél era el Departamento de Suministros. Le dijeron que no y se marchó. No estuvo dentro más de un minuto, pero eso le bastó para echar un rápido vistazo al personal del departamento o, al menos, al que trabajaba en ese despacho. Y escogió a tres hombres. Esa tarde, G. esperó fuera del Ministerio hasta ver salir a uno de esos tres hombres. Siguió al empleado hasta su casa. Después de averiguar el nombre del individuo y cuantos pormenores pudo acerca de su vida, hizo lo mismo con los otros dos, en tardes sucesivas.

Así fue como eligió a un hombre llamado Bulic.

Pues bien: aun cuando el método que G. empleó carecía, a todas luces, de sutileza, él mismo fue sutil por el modo cómo lo llevó a la práctica. En realidad, G. no es capaz de darse cuenta de esto, con lo cual no deja de ser precisamente el primer hombre que ha triunfado sin lograr ver claramente las verdaderas razones de sus propios logros.

La primera prueba de la sutileza de G. radica en haber elegido a Bulic como conducto.

Bulic era un desagradable engreído, de unos cuarenta o cincuenta años de edad, mayor que sus compañeros de trabajo y poco apreciado por ellos. La mujer de Bulic, diez años menor que su marido, era bonita y tenía el aire de una persona insatisfecha.

Además, Bulic padecía de catarro crónico y acostumbraba tomarse una copa en un determinado bar cada día, al abandonar el Ministerio. En ese bar, G. se acercaría a él, le pediría una cerilla, le ofrecería un cigarrillo y, por último le invitaría a una copa.

Ya puede usted suponer que un empleado de un departamento gubernamental que se ocupa de asuntos estrictamente confidenciales se inclinará, como es natural, a sospechar de las amistades que pueda hacer en un bar, sobre todo si esas personas intentan sonsacarle alguna información referente a su trabajo. G. estaba dispuesto a evitar esas sospechas mucho antes de que se le pasaran, siquiera, por la mente a Bulic.

La relación maduraba. G. estaba ya en el bar, cada tarde, cuando Bulic aparecía en aquel lugar. Charlaban sobre cosas más o menos interesantes. Como forastero que era en Belgrado, G. le pedía a su ocasional amigo consejo acerca de una u otra cosa, le pagaba las copas y permitía que Bulic fuera condescendiente con él. Algunas veces jugaban largas partidas de ajedrez: siempre ganaba Bulic; otras veces, en compañía de un par de parroquianos, jugaban al
bezique
.

Así las cosas, una noche G. inició su ofensiva.

Le contó a Bulic que un amigo común le había dicho que él, Bulic, tenía un cargo de suma importancia dentro del Ministerio de Marina.

Para Bulic, aquel «amigo común» bien podía ser cualquiera de los asiduos clientes del bar, con los que jugaban a las cartas y conversaban y que, vagamente, sabían que él trabajaba en alguna oficina del Ministerio.

El yugoslavo frunció el ceño y abrió la boca; quizá se disponía a oponer algún reparo al calificativo «de suma importancia», quizá se disponía a mofarse de ello con falsa modestia. Pero G. no le dejó hablar. Le explicó que, como jefe de ventas de una respetable firma fabricante de instrumentos ópticos de medición, estaba facultado para negociar con el Ministerio de Marina la compra de cierta cantidad de binoculares. Ya había presentado los papeles para la cotización y confiaba en obtener el pedido, pero como Bulic ya sabía sin duda, en esos casos nada era tan importante como tener un amigo metido en el asunto. Por lo tanto, si el amable e influyente señor Bulic pudiera interceder para que la compañía de Dresde se adjudicara el pedido se embolsaría una suma del orden de los veinte mil dinares
[33]
.

Juzgue esa proposición desde el punto de vista de Bulic: él, un insignificante empleado, era agasajado y halagado por el representante de una gran compañía alemana, que le prometía veinte mil dinares, o sea, una suma de dinero equivalente a seis meses de su sueldo, por no hacer exactamente nada. Si las cotizaciones ya habían sido estudiadas, nada podía hacer. Pero podría haber de por medio otras cotizaciones. Si la compañía de Dresde obtenía el pedido, él obtendría mil dinares sin compromiso alguno. Si lo perdía, él no perdería mucho más que el respeto de aquel estúpido y mal informado alemán.

G. dice que Bulic se esforzó sólo a medias por ser sincero; murmuró algo acerca de que no estaba seguro de que su influencia sirviera de mucho; G. fingió interpretar esto como un intento de elevar la cifra del soborno; Bulic protestó: no se le había pasado por la cabeza semejante idea. De modo que ya estaba perdido. Al cabo de cinco minutos había aceptado.

Durante los días siguientes, Bulic y G. se convirtieron en íntimos amigos. G. nada arriesgaba. Bulic no podía enterarse de que ninguna compañía de Dresde había enviado una cotización, ya que todas las cotizaciones recibidas por el Departamento de Suministros se consideraban confidenciales hasta tanto se adjudicara el pedido. En el caso de que quisiera averiguar algo más, podría enterarse (tal como se había enterado G. leyendo la
Gaceta Oficial
) de que realmente el Departamento de Suministros había pedido la cotización de una cierta cantidad de binoculares.

G. se entregó, pues, a su tarea.

Bulic (recuérdelo usted) se veía obligado a representar el papel que le había asignado su pretendido amigo, el papel de un funcionario influyente. G., por su parte, comenzó a mostrarse muy deferente con el yugoslavo y su hermosa pero estúpida mujer: les invitaba a restaurantes y a
night
casi continuamente.

La pareja respondía como puede hacerlo una planta sedienta ante la lluvia. ¿Cómo podía Bulic andarse con cautela, después de haberse bebido casi una botella de excelente champaña dulce, de enzarzarse en una conversación sobre el asombroso poderío naval de Italia y el peligro que suponía para las costas yugoslavas? No, no podía hacerlo. Estaba un poco ebrio, su mujer estaba presente, por primera vez en su sombría y monótona vida alguien se interesaba por sus opiniones con todo el respeto que merecían. Además, tenía que representar su papel con dignidad, no podía mostrar ignorancia ante los sucesos que se desarrollaban tras el telón.

Other books

A Lust For Lead by Davis, Robert
Blackwood: A Hexed Story by Krys, Michelle
The Dreamer by May Nicole Abbey
Scrambled Babies by Hayes, Babe
The Pirate Devlin by Mark Keating
He's Watching Me by Wesley Thomas
Looming Murder by Carol Ann Martin
Frigid by Jennifer L. Armentrout