—¿Quiere decir que usted ha inventado estos documentos?
Muishkin se enderezó en su silla con un brusco movimiento.
—
Je ne suis pas un faussaire
[15]
—dijo en tono categórico y comenzó a agitar un dedo ante los ojos de Latimer—. Hace tres meses apareció aquel tío. Mediante el pago de altísimos sobornos —sacudía el dedo con énfasis—, altísimos sobornos, había obtenido el permiso para examinar los archivos, en busca del
dossier
del asesinato de Sholem. El
dossier
estaba escrito con la antigua grafía árabe y aquel tío me trajo fotografías de los folios cuya traducción decía necesitar. Después recogió las fotografías, pero yo me guardé una copia de la traducción en mi propio archivo. ¿Lo comprende usted? Le he timado. Me ha pagado cincuenta piastras de más. ¡Puaf! —hizo castañetear los dedos—. Podría haberle estafado en cincuenta piastras; usted las hubiera pagado. Pero soy demasiado blando.
—¿Por qué le interesaba obtener esta información?
Muishkin adoptó una expresión de pésimo humor.
—No crea que soy incapaz de meter mis malditas narices sólo en mis propios asuntos.
—¿Qué aspecto tenía?
—El de un francés.
—¿Qué clase de francés?
Pero la cabeza de Muishkin se había deslizado hacia delante y reposaba en su pecho; el ruso no respondió. Luego, al cabo de unos pocos segundos, alzó la cabeza y le dirigió a Latimer una mirada vacía. Tenía el rostro lívido y, al parecer, le faltaban apenas tan sólo unos minutos para ponerse muy malo. Los labios del ruso se movieron.
—
Je ne suis pas un faussaire
—murmuró—; trescientas piastras, ¡asquerosamente barato! —De pronto se puso en pie y musitó—:
Excusez-moi
[16]
—y echó a andar de prisa hacia los servicios.
Latimer aguardó durante unos minutos; después pidió la cuenta, pagó y se encaminó a investigar.
En los servicios había otra puerta y Muishkin se había marchado. Latimer volvió al hotel a pie.
Desde el balcón de su cuarto podía ver la bahía y las colinas que se alzaban al otro lado. La luna había aparecido ya y sus reflejos destellaban entre la maraña de grúas erguidas sobre la dársena en que estaban anclados varios buques de carga.
Los reflectores de un crucero turco, anclado en la rada que se abría fuera del fondeadero de carga, giraban como largos y blanquísimos dedos, rozaban las cimas de las colinas y, luego, se extinguían.
Fuera del abrigo del puerto y en las ondulaciones que coronaban la ciudad, se advertía el titilar de algunas lucecillas. Una suave brisa bonancible soplaba desde el mar y había comenzado a agitar las hojas de un árbol del jardín, cuya copa casi alcanzaba el balcón de Latimer.
En el cuarto del hotel, una mujer reía. A lo lejos, en algún lugar, resonaban las notas de un tango. El plato del gramófono giraba demasiado rápidamente y el sonido era áspero, precipitado.
Latimer encendió el último cigarrillo del día y por centésima vez se preguntó qué habría estado buscando aquel hombre que tenía aspecto de francés en el
dossier
del asesinato de Sholem. Por fin, arrojó la colilla de su cigarrillo y se encogió de hombros. Una sola cosa era segura: aquel hombre no podía estar interesado en Dimitrios.
Dos días más tarde, Latimer partió de Esmirna. No había vuelto a ver a Muishkin.
Siempre ha sido algo fascinante ver que una persona, aunque con ingenua arrogancia crea dominar los hilos que mueven su destino, resulte ser juguete de circunstancias que van más allá de sus propias posibilidades de control. Esto es lo esencial de las mejores obras de teatro, desde el
Edipo
de Sófocles hasta
East Lynne
.
Sin embargo, cuando uno mismo ha pasado por esta situación y reflexiona sobre ella, esa fascinación se convierte en algo baladí un tanto ambiguo. De modo que cuando Latimer, tiempo atrás, reconsideró aquellos días pasados en Esmirna, se sintió abrumado no tanto por desconocer el papel que estaba desempeñando, como por el carácter bienaventurado que acompaña a la ignorancia.
Se había metido en aquel asunto convencido de que tenía los ojos bien abiertos, cuando, en realidad, los tenía absolutamente cerrados. Pero eso, al menos, era un hecho irreversible. Lo irritante del caso consistía en que no se había percatado de nada durante un largo período. Por cierto que no era justo consigo mismo, pero su orgullo, la estima de sí mismo, había sufrido una mengua. Sin darse cuenta de ello, de su papel de sofisticado e impersonal registrador de hechos, había llegado a convertirse en el activo participante de un melodrama.
A la mañana siguiente de la cena con Muishkin, se sentó ante su libreta de notas para poner en orden el material de sus pesquisas.
Un día de principios del mes de octubre de 1922, Dimitrios partió de Esmirna. Entonces tenía dinero suficiente para comprar un billete en uno de aquellos barcos griegos. Luego, el coronel Haki volvió a tener noticias de él estando en Adrianópolis, dos años más tarde. Pero en ese intervalo, la policía búlgara supo de la participación de Dimitrios en el intento de asesinar a Stambutisky.
Latimer no podía precisar con seguridad la fecha de aquel atentado, pero aun así comenzó a establecer una tabla cronológica no muy exacta.
FECHA: 1922 (octubre)
LUGAR: Esmirna
OBSERVACIONES: Sholem
FUENTE: Archivos policiales
FECHA: 1923 (comienzos)
LUGAR: Sofía
OBSERVACIONES: Stambulisky
FUENTE: Cor. Haki
FECHA: 1924
LUGAR: Adrianópolis
OBSERVACIONES: Atentado contra Kemal
FUENTE: Cor. Haki
FECHA: 1926
LUGAR: Belgrado
OBSERVACIONES: Espionaje para Francia
FUENTE: Cor. Haki
FECHA: 1926
LUGAR: Suiza
OBSERVACIONES: Pasaporte a nombre de Talat
FUENTE: Cor. Haki
FECHA: 1929-31 (?)
LUGAR: París
OBSERVACIONES: Drogas
FUENTE: Cor. Haki
FECHA: 1932
LUGAR: Zagreb
OBSERVACIONES: Asesino croata
FUENTE: Cor. Haki
FECHA: 1937
LUGAR: Lyon
OBSERVACIONES:
Carte d'identité
FUENTE: Cor. Haki
FECHA: 1938
LUGAR: Estambul
OBSERVACIONES: Asesinado
FUENTE: Cor. Haki
El problema más inmediato era, pues, comenzar a desenmarañar todo aquello. En los seis meses siguientes al asesinato de Sholem, Dimitrios salió de Esmirna, se encaminó a Sofía y se sumó al complot para asesinar al primer ministro búlgaro. Latimer encontraba difícil llegar a calcular el tiempo que se requiere para entrar a tomar parte de una conspiración destinada a asesinar a un primer ministro; no obstante, no resultaba descabellado pensar que Dimitrios hubiese llegado a Sofía poco tiempo después de su partida de Esmirna.
De haber escapado en un barco griego, su primer destino habría sido, sin duda, el puerto del Pireo y, luego, Atenas. Desde Atenas podía haber llegado por tierra hasta Sofía, vía Salónica, o bien por mar, a través del estrecho de los Dardanelos, el Bósforo, podía haber desembarcado en Burgas o en Varna, puertos búlgaros del mar Negro.
En aquellos días, Estambul estaba en poder de los aliados. Y Dimitrios no tenía nada que temer de los aliados. El problema era saber qué le llevaba a Sofía.
Pues bien, lo más lógico era ir a Atenas y desde allí emprender la tarea de rastrear su paradero. Iba a resultar difícil, sin duda. Aun cuando en esa época se hubiera intentado llevar un registro de los refugiados que llegaban, de diez mil en diez mil, era más que probable que esos registros, si aún existían, fueran incompletos. Pero no tenía sentido augurarse a sí mismo el fracaso.
Latimer tenía varios amigos influyentes en Atenas, de modo que si existía alguna clase de registro, daba por sentado que podría tener acceso al documento. Y así, se decidió a cerrar su libreta de notas.
Cuando el barco que cada semana soltaba amarras en Esmirna y ponía proa hacia el Pireo partió al día siguiente, Latimer era uno de sus viajeros.
Durante los meses subsiguientes a la ocupación de Esmirna por los turcos, más de ochocientos mil griegos regresaron a su país. Cargamento tras cargamento, llegaban apiñados en las cubiertas y en las bodegas de los barcos. Muchos de ellos iban desnudos y estaban famélicos. Algunos llevaban aún entre sus brazos los cuerpos de criaturas muertas que no habían podido sepultar. Con ellos llegaron los gérmenes del tifus y de la viruela.
Destrozados por la guerra, en la ruina total, debilitados por la falta de comida y diezmados por la carencia de medicinas, eran recibidos por su país de origen. En los presurosamente improvisados campos de refugiados morían como moscas. En las afueras de Atenas, del Pireo y de Salónica, una multitud informe yacía congelándose en medio del frío del invierno griego.
En Ginebra, la IV Asamblea de la Liga de las Naciones votó la entrega de cien mil francos oro a la organización Nansen, para que acudiera inmediatamente en ayuda de los refugiados griegos. Y así comenzó el trabajo de asistencia. Se montaron enormes edificios para albergar a aquellos infelices. Se les proporcionó comida, ropa y medicamentos. Las epidemias fueron controladas. Los supervivientes empezaron a dividirse por su propia voluntad, en nuevas comunidades. Por primera vez en la historia, un desastre de proporciones desmesuradas se había solucionado gracias al esfuerzo humanitario y a la razón. Parecía que, por fin, el animal humano descubría su conciencia, se hacía cargo del valor de su condición humana y racional.
Esto y mucho más aún oyó Latimer de boca de su amigo Siantos, en Atenas. Sin embargo, cuando llegó el momento de sus preguntas, el escritor vio que los labios de su amigo se fruncían en un gesto de desaliento:
—¿Un registro completo de los refugiados provenientes de Esmirna? Eso es demasiado pedir. Si usted hubiera visto cómo llegaban… Eran tantos y en un estado tan desesperado… —y después formuló la pregunta inevitable—: ¿qué interés puede tener en eso?
Latimer ya había pensado que esa pregunta surgiría una y otra vez, y, por lo tanto, había preparado su explicación. Decir la verdad, explicar que, por razones meramente académicas, intentaba seguir el rastro de un criminal muerto llamado Dimitrios, sería una larga y compleja tarea. Además, no pretendía que nadie creyera en el éxito de su trabajo. Lo que en un depósito de cadáveres de Turquía pudo haberle parecido una idea brillante, a la luz nítida y cálida del otoño griego bien podía convertirse en algo perfectamente absurdo. Mucho más sencillo le tendría que resultar el uso de un subterfugio elegante.
Y respondió así:
—Todo esto está relacionado con el nuevo libro que estoy escribiendo. Se trata de un detalle que debo comprobar. Quiero saber si después de tanto tiempo es posible seguir la pista de un refugiado.
Siantos dijo que comprendía y Latimer sonrió, abrumado por la vergüenza en el fondo de su corazón. El hecho de ser escritor podía ser aducido en las más diversas circunstancias con el fin de explicar incluso actitudes extravagantes.
Había acudido a Siantos porque sabía que, en Atenas, ese hombre ocupaba un importante puesto en el gobierno; y por medio de 61 le salió al encuentro la primera dificultad.
Sólo al cabo de una semana Siantos pudo comunicarle que existía un único registro, custodiado por las autoridades municipales y que no se permitía que personas no autorizadas tuvieran acceso a los archivos. Y el permiso exigía un trámite detallado. Le llevó otra semana: una semana de espera, de estar sentado en
kafenios
, de ser presentado a sedientos caballeros que tenían contactos dentro de las oficinas del municipio.
Con todo, el permiso fue expedido finalmente y al día siguiente Latimer, hacía acto de presencia en las oficinas en las que estaba archivado aquel registro.
La oficina de información era una habitación desnuda, con el piso cubierto de mosaicos y un mostrador en un extremo. Sentado detrás del mostrador se hallaba el empleado encargado del archivo. Aquel hombre se encogió de hombros una vez Latimer hubo formulado su pedido. ¿Un empacador de higos llamado Dimitrios? ¿Octubre de 1922? Era imposible. El registro había sido ordenado por orden alfabético de apellidos.
El corazón de Latimer se ensombreció. Tantas molestias para nada. Ya había dado las gracias al empleado y algunos pasos para marcharse, cuando se le ocurrió una idea. La posibilidad era muy remota…
Volvió junto al empleado.
—El apellido —le dijo— podría ser Makropoulos.
Como diría más tarde, Latimer tuvo en ese momento la vaga seguridad de ver entrar a un hombre en la oficina, por la puerta que daba a la calle. El sol dejaba caer sus rayos oblicuamente dentro de la habitación y durante una fracción de segundo, una larga sombra deformada se balanceó sobre los mosaicos del piso, mientras aquel visitante pasaba junto a la ventana.
—¿Dimitrios Makropoulos? —repitió el empleado—. Eso ya es otra cosa. Si existe alguna persona con ese nombre en el registro, la encontraremos. Es cuestión de paciencia y de organización. Pase por aquí, por favor.
Alzó una tapa del mostrador para que Latimer pasara. Mientras la mantenía levantada, miró hacia el fondo de la habitación, por encima del hombro de Latimer.
—¡Se ha ido! —exclamó—. Nadie me echa una mano en mi trabajo de organización. Todo el peso recae sobre mis espaldas. Pero la gente no tiene paciencia. Si de momento estoy ocupado. Y no pueden esperar —liquidó el asunto con un gesto—. En fin, eso es cosa de cada uno. Yo cumplo con mi deber. ¿Quiere usted seguirme, por favor?
Latimer le siguió a través de un tramo de escaleras de piedra, hasta desembocar en un extenso sótano ocupado por numerosas filas paralelas de armarios metálicos.
—Organización —comentó el empleado—, ése es el secreto del arte de gobernar en los días que corren. La organización engrandecerá a Grecia. Un nuevo imperio. Pero hay que tener paciencia —dijo mientras se dirigía hacia un grupo de pequeños armarios ordenados en un ángulo del sótano; abrió un cajón y comenzó a separar las tarjetas allí ordenadas; al cabo de un momento se detuvo, separó una tarjeta y la leyó con atención antes de devolverla a su sitio—. Makropoulos. Si este hombre ha sido registrado, encontraremos su ficha en el cajón número dieciséis. Esto es la organización.