La máscara de Dimitrios (4 page)

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Authors: Eric Ambler

Tags: #Intriga

BOOK: La máscara de Dimitrios
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El empleado vestido con ropas militares había entrado al despacho y aguardaba de pie junto al escritorio.

—¡Ah! —dijo el coronel—; aquí está su copia.

Latimer cogió los folios y le dio las gracias con una expresión evasiva.

—¿Eso fue lo último que ha sabido acerca de Dimitrios? —preguntó.

—Oh, no. La última noticia sobre este individuo nos llegó después, un año más tarde. Un croata había intentado asesinar a un político yugoslavo en Zagreb. En la confesión que hizo ante la policía, afirmó que la pistola utilizada en el atentado la había obtenido en Roma, de manos de un hombre llamado Dimitrios. De tratarse de Dimitrios de Izmir, eso significaría que ha vuelto a su antigua profesión. Un sucio bandido. Existen algunos más como él, que bien podrían estar flotando en las aguas del Bósforo.

—Usted me ha dicho que jamás ha visto una fotografía de ese hombre. ¿Cómo le han identificado, entonces?

—Han encontrado una
carte d'identité
[11]
cosida en la parte interior del forro de su chaqueta. Este documento fue expedido hace un año, en Lyon, a nombre de Dimitrios Makropoulos. Es el tipo de documentación que se da a los turistas y en él se describe al sujeto como persona sin trabajo. Todo esto puede significar cualquier cosa. Por supuesto, en esa tarjeta hay una fotografía. La hemos enviado a las autoridades francesas, quienes nos han asegurado que se trata de una fotografía auténtica. —El coronel Haki apartó de sí el
dossier
y se puso en pie—. Mañana habrá una pesquisa. Debo asistir a ella y ahora mismo tengo que ir a ver el cadáver que está en el depósito policial. Esto es algo con lo que usted no ha de verse en sus libros, mister Latimer: una lista de reglamentaciones. Ha sido hallado el cadáver de un hombre flotando en el Bósforo. Un asunto que incumbe a la policía, sin duda. No obstante, y ya que a ese hombre se le cita en un
dossier
de nuestros archivos, mi organización también tiene que participar. En fin, mi coche está esperando. ¿Quiere usted que le lleve a alguna parte?

—Si mi hotel no cae demasiado lejos de su camino, podría dejarme allí, tal vez.

—Sí, claro. ¿Tiene ya usted la copia del argumento de su nuevo libro? Bueno. Nos marchamos, pues.

Una vez en el coche, el coronel expuso sus opiniones acerca de las virtudes de
La clave del testamento ensangrentado
. Latimer le prometió que se mantendría en contacto con él y que le informaría de los progresos de la novela.

El coche se detuvo frente al hotel. Ya habían intercambiado los saludos acostumbrados y Latimer se disponía a bajar del coche, cuando, tras un instante de vacilación, volvió a reclinarse contra el respaldo de su asiento.

—Mire usted, coronel —dijo—, quiero hacerle lo que tal vez le parezca una extraña petición.

El coronel gesticuló amistosamente.

—Sí, dígame usted.

—Tengo la curiosidad de ver el cadáver de ese hombre, Dimitrios. Me pregunto si podría llevarme al depósito con usted.

El coronel frunció el entrecejo y después se encogió de hombros.

—Si quiere venir, puede hacerlo. Pero no veo…

—Jamás he visto —mintió Latimer al instante— ni un cadáver ni una morgue. Y creo que todos los escritores de novelas policíacas tienen que verlos alguna vez.

El rostro del coronel se despejó.

—Mi querido amigo, está usted en lo cierto. No es imposible escribir sobre lo que jamás se ha visto —Haki hizo una seña al chófer para que reemprendiera la marcha—. Tal vez podamos —agregó cuando el coche se hubo puesto en movimiento— incorporar a su nuevo libro una escena en una morgue. Lo pensaré.

El depósito de cadáveres era un pequeño edificio construido con chapas acanaladas de hierro, dentro del predio de una comisaría, cerca de la mezquita de Nouri Osmanieh.

Un oficial de la policía, recogido
en route
[12]
por el coronel, les guió a través del patio que separaba al depósito del edificio principal. El calor de la tarde se había detenido encima del piso de hormigón, con un vaho tembloroso. Latimer comenzó a arrepentirse de haber ido a ese sitio: no era el momento apropiado para visitar depósitos de cadáveres construidos con chapas acanaladas.

El oficial hizo girar la llave en la cerradura y abrió la puerta. Una tromba de aire caliente, cargado de olor a ácido fénico, se precipitó a recibirles, como si se tratara del efluvio de un horno. Latimer se quitó el sombrero y siguió al coronel.

No había ventanas y la luz procedía de una única bombilla, muy potente, metida dentro de un reflector esmaltado. A cada uno de los lados de un pasillo que recorría el centro del depósito, había cuatro mesas de madera, muy altas. A excepción de tres de ellas, las demás estaban desnudas. Sobre aquellas tres mesas, una tela encerada, rígida, destacaba un poco apenas por encima del nivel de las mesas desnudas. El calor era insoportable y Latimer sentía que el sudor comenzaba a empapar su camisa y a deslizarse hacia abajo, a lo largo de sus piernas.

—Hace mucho calor —dijo.

El coronel Haki se encogió de hombros y con un movimiento de cabeza señaló las mesas cubiertas.

—Ellos no se quejan.

El oficial se acercó a la más próxima de las tres mesas y se inclinó para retirar la tela que la cubría. El coronel se adelantó para observar el cadáver. Latimer se forzó a sí mismo a seguirle.

El cuerpo que yacía sobre la madera era el de un hombre bajo, de anchos hombros, de unos cincuenta años. Desde su sitio, Latimer podía ver muy poco de su cara: tan sólo una masa de carne de color ceniciento y un mechón de desgreñado pelo gris. El cuerpo estaba envuelto con una tela impermeable. Junto a los pies había una pila de ropas arrugadas: prendas interiores, una camisa, calcetines, una corbata estampada con flores, un traje azul, de sarga, que el agua de mar había vuelto casi gris. Junto a la pila de ropas descansaba un par de zapatos estrechos y puntiagudos, cuyas suelas se habían combado al secarse.

Latimer se adelantó un paso, para poder ver la cara de aquel cuerpo.

Nadie se había preocupado de cerrarle los ojos y el blanco de las córneas se alzaba hacia la luz. La mandíbula inferior estaba apenas caída. No era el rostro que Latimer se había imaginado: redondo, de labios gruesos —y no finos—, una cara que puede temblar y traducir la intensidad de una emoción. Las mejillas eran suaves, de línea rotunda. Pero era demasiado tarde para hacerse ninguna clase de juicio acerca de la mente que en otro tiempo había alentado detrás de esas facciones. Esa mente ya había desaparecido.

El oficial hablaba con el coronel Haki. Al cabo de unos segundos, calló.

—Muerto de una cuchillada en el vientre, según el informe del médico —tradujo el coronel—. Ya había muerto cuando le arrojaron al agua.

—¿Dónde han sido compradas las ropas?

—En Lyon, excepto el traje y los zapatos, que son griegos. Todo de mala calidad.

Haki volvió a hablar con el oficial.

Latimer observaba el cadáver. De modo que ése era Dimitrios. Ese era el hombre que, tal vez, le cortó el cuello a Sholem, aquel judío que se había convertido al islamismo. Ese era el hombre que había participado en varios asesinatos, que había trabajado de espía para Francia. Ese hombre había traficado con drogas, había vendido un arma a un terrorista croata, y por último, había sido víctima de la violencia él mismo.

Ese bulto de color ceniciento significaba el final de una odisea. En el último capítulo, Dimitrios había regresado al país en el que, años atrás, se iniciara su trayectoria.

Muchos años. Europa, después de la agonía, imaginó por un instante que sus dolores constituirían una nueva gloria; después, había vuelto a caer en el lodo, en medio de los pavores de la guerra. Nuevos gobiernos habían surgido y habían caído; hombres y mujeres habían trabajado, habían padecido hambre, habían dicho discursos, habían luchado, habían sido torturados, habían muerto. La esperanza había surgido y se había apagado; una fugitiva en el aura perfumada de la ilusión. Los hombres habían aprendido a husmear la materia de los sueños impetuosos del alma y esperaban sin inmutarse que las plataformas giratorias pusieran a los cañones en el sitio exacto para la destrucción.

Y a lo largo de todos aquellos años, Dimitrios había vivido y respirado y mantenido tratos con sus extraños dioses. Había sido un hombre peligroso. Ahora, en medio de la soledad de su muerte, junto a aquella escuálida pila de ropas que constituían todo su patrimonio, resultaba digno de piedad.

Latimer observó a los dos funcionarios, mientras discutían acerca de los datos con que rellenarían un formulario, que el oficial se había sacado de un bolsillo. Ambos comenzaron a revolver las ropas, para hacer un inventario de ellas.

No obstante, en algún momento de su vida, Dimitrios había hecho dinero, mucho dinero. ¿Qué había ocurrido con esa fortuna? ¿Lo habría gastado? ¿Lo habría perdido? «Lo que se consigue fácilmente, fácilmente se pierde», dicen. ¿Pero era Dimitrios hombre que derrochara el dinero con facilidad, fuese cual fuera la manera como lo hubiera obtenido? ¡Esos funcionarios sabían tan poco de él! Unos pocos hechos concretos acerca de ciertos incidentes especiales de su vida: ¡eso era todo lo que contenía el
dossier
! Nada más. Y por cada uno de los crímenes descritos en el
dossier
, sin duda habría otros, tal vez mucho más graves, incluso. ¿Qué podía haber ocurrido durante aquellos intervalos de dos o tres años que el
dossier
sorteaba de modo tan despreocupado? ¿Y qué había ocurrido desde su estancia en Lyon, un año atrás? ¿Por qué camino había avanzado para llegar a la cita que concertara con Némesis?

Todas ésas eran preguntas que el coronel Haki no se molestaría en formularse, y mucho menos, en hallar la respuesta. Haki era un simple profesional, preocupado tan sólo por el hecho desagradable de tener que disponer de un cadáver en estado de descomposición.

Pero sin duda habría gente que lo supiera, que supiera de la vida de Dimitrios, que hubiera conocido a sus amigos (si es que realmente los había tenido) y a sus enemigos. Sin duda habría gente en Esmirna, en Sofía, en Belgrado, en Adrianópolis, en París, en Lyon, gente de toda Europa que
podría
responderle a sus preguntas.

Si era capaz de hallar a toda aquella gente, si era capaz de obtener de ellos las respuestas a sus preguntas, Latimer tendría en sus manos el material para lo que, seguramente, sería la más extraña de las biografías.

El corazón de Latimer detuvo sus latidos. Era absurdo intentarlo, por supuesto. Una locura en la que no valía la pena pensar siquiera. En caso de hacerlo, habría que empezar en Esmirna, por así decir, y tratar de seguir uno a uno los pasos de aquel hombre, utilizando el
dossier
como guía inicial.

Podía ser una nueva experiencia como investigador, por cierto. Era posible que no descubriera nada; pero incluso el fracaso iba a aportar alguna pista aprovechable.

Lo lógico era que todas aquellas investigaciones rutinarias, que había organizado tan fácilmente en sus novelas, fueran llevadas a la práctica, al menos una vez, por él mismo.

Por supuesto que ningún hombre que tuviera un mínimo de sentido común podría soñar con salir a la caza del ganso salvaje… ¡no, por el amor de Dios! Pero era divertido jugar con la idea, y si de alguna manera Estambul comenzaba a convertirse en un lugar un poquitín aburrido…

Latimer alzó los ojos y se encontró con la mirada del coronel.

Haki hizo una alusión al calor que reinaba en el depósito. Ya había terminado su tarea de rellenar los papeles con el oficial.

—¿Ha visto ya todo lo que quería ver?

Latimer asintió con un movimiento de cabeza.

El coronel Haki se volvió y le echó al cadáver una mirada como si se tratara de una obra de artesanía de la que fuese su propio artífice, y de la que estuviera a punto de desprenderse. Durante uno o dos segundos permaneció inmóvil. Después su brazo derecho se adelantó hasta que su mano cogió el pelo del muerto, para levantar la cabeza de modo que los ojos sin vida se enfrentaran con los suyos.

—Un demonio espantoso, ¿verdad? —dijo—. La vida es algo muy extraño. Le he conocido a lo largo de veinte años y ésta es la primera vez que le veo cara a cara. Estos ojos han visto cosas que me hubiera gustado ver. Es una lástima que esa boca ya no pueda hablar sobre ellas.

Haki soltó el mechón de pelo y la cabeza cayó sobre la madera, produciendo un sonido sordo; después, el coronel sacó de su bolsillo un pañuelo de seda y se limpió los dedos cuidadosamente.

—Cuanto antes esté en un ataúd, mejor —comentó mientras salían del depósito.

3. Mil novecientos veintidós

En las primeras horas de una mañana de agosto de mil novecientos veintidós, el Ejército Nacionalista Turco, bajo el mando de Mustafá Kemal Pasha, atacó al grueso del ejército griego en Dumlu Punar, en una meseta que se extiende a doscientas millas al oeste de Esmirna. A la mañana siguiente el ejército griego se había dispersado y sus restos se batían en presurosa retirada hacia Esmirna y hacia el mar. En los días subsiguientes, la retirada se convertiría en huida.

Incapaces de destruir al ejército turco, los griegos se entregaron con frenético salvajismo a la tarea de destruir las poblaciones turcas que hallaban durante su escapada. Desde Alashehr hasta Esmirna, quemaron y asesinaron. Ni una sola aldea quedó en pie. Mientras perseguían a los vencidos, entre las ruinas humeantes, las tropas turcas hallaban los cadáveres de los aldeanos.

Con la asistencia de los pocos labriegos anatolios, medio enloquecidos, que habían logrado sobrevivir, los turcos se vengaban en los griegos que iban encontrando a su paso. A los cadáveres de niños y mujeres turcos, se sumaban los cuerpos mutilados de los integrantes del ejército griego que se habían rezagado. Pero el grueso del ejército griego había huido por mar.

Con su apetito de sangre infiel aún insatisfecho, los turcos continuaron su avance. El día 9 de septiembre ocuparon Esmirna.

Durante dos semanas, los que huían de los invasores turcos habían afluido a la ciudad, para engrosar el ya elevado número de habitantes griegos y armenios. Todos pensaron que las tropas griegas defenderían la ciudad, después de reorganizarse. Pero el ejército griego se había embarcado ya, había huido. Y ahora todos estaban atrapados en una trampa. Comenzó entonces el holocausto.

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