»¿Cree usted que era muy sencillo enterarse del lugar en que se encontraba una dama rica y elegante? No; era sumamente difícil. El anuario
Bottin
no revelaba nada. Al parecer, esta señora no tenía casa en París. Le confieso que estaba a punto de abandonar mi búsqueda cuando se me ocurrió cuál podía ser el camino para superar mis dificultades.
»Caí en la cuenta, en aquel momento, de que una dama de buen tono como madame la Comtesse por fuerza tenía que haber ido a practicar algún deporte de invierno durante la temporada que acababa de finalizar. Por lo tanto, pedí en Hachette que me proporcionaran un ejemplar de cada revista francesa, suiza, alemana e italiana dedicada a los deportes de invierno y a las crónicas de sociedad, publicada en los tres últimos meses.
»Era, por supuesto, un recurso desesperado. Pero dio sus frutos. No puede hacerse usted una idea del número de revistas de esa clase que se publican. Me llevó algo más de una semana leerlas con gran cuidado, mister Latimer, y le aseguro que al poco casi me había convertido en un socialdemócrata. De todos modos, a finales de semana había recuperado ya mi sentido del humor. Si la repetición convierte las palabras en tonterías, convierte en tonterías mucho mayores las sonrisas, por muy ricos que sean quienes sonrían.
»Además, había encontrado por fin lo que buscaba. En una de las revistas alemanas del mes de febrero, leí una breve reseña que decía que madame la Comtesse había ido a St. Anton para practicar deportes invernales. En una revista francesa había una foto suya, en el apartado de modas, vestida con ropas de esquiar. Fui, pues, a St. Anton. No hay muchos hoteles en ese lugar, o sea que no me llevó mucho tiempo averiguar que monsieur C.K. había estado en St. Anton junto con madame la Comtesse y que había dejado una dirección de Cannes.
»En Cannes me enteré de que monsieur C.K. tenía una villa en Estoril pero que, en esos momentos, él estaba en viaje de negocios. Esto no me desilusionó. Tarde o temprano, Dimitrios regresaría a su villa. Mientras tanto, me dedicaría a averiguar algo más acerca de monsieur C.K.
»Siempre he sostenido, mister Latimer, que el modo de lograr el éxito en esta vida de hoy consiste en conocer a la gente que pueda resultarnos útil. En mis tiempos conocí a mucha gente importante e hice negocios con ellos: ese tipo de persona, ya me entiende usted, que siempre está bien informada de lo que ocurre y de por qué ocurren las cosas que ocurren. Siempre me he preocupado por ser condescendiente con esas personas. Y eso me ha reportado buenos dividendos.
»Mientras Visser debió de merodear y acechar en la oscuridad para obtener la información que necesitaba, yo conseguí la mía preguntándole a un amigo. Todo resultó mucho más sencillo de lo que yo había supuesto, porque, según me enteré entonces, Dimitrios se había convertido en una persona importante en ciertos círculos, bajo el nombre de C.K.
»Por cierto que al enterarme de lo importante que era, me llevé una agradable sorpresa. Y comencé a creer que Visser debía de estar viviendo del dinero que le sacaba a Dimitrios. Ahora bien: ¿qué sabía Visser? Sólo que Dimitrios había traficado con drogas ilegalmente y era muy difícil que pudiese probarlo. Manus Visser no sabía nada del tráfico de mujeres. Yo sí. Por lo tanto, pensé, debían existir otras cosas que Dimitrios prefería mantener ocultas. Si antes de acercarme a Dimitrios yo lograba averiguar algunas de esas cosas, mi presión financiera podría llegar a ser muy fuerte. Decidí visitar a algunos amigos más.
»De entre todos ellos, dos me fueron de gran ayuda. Grodek era uno. Un amigo rumano el otro. Ya sabe usted que Grodek se había relacionado con Dimitrios cuando empleaba el apellido Talat. Mi amigo rumano me dijo que en 1925 Dimitrios había mantenido sospechosos tratos financieros con Codreanu, el lamentado jefe de la Guardia de Hierro rumana.
»En ninguno de esos asuntos había nada criminal. Y por cierto que las informaciones que me proporcionó Grodek llegaron a deprimirme un tanto. No era probable que las autoridades yugoslavas pidieran la extradición después de tantos años; en cuanto al gobierno francés, sin duda estaría dispuesto a ser tolerante con el tráfico de drogas y de mujeres, dado que Dimitrios había prestado algún servicio a la república en 1926.
»De modo que decidí ver qué podía averiguar en Grecia. Una semana más tarde llegaba a Atenas y cuando, sin obtener resultados positivos, aún trataba de localizar en los registros oficiales algo referente a Dimitrios, leí en un periódico ateniense una noticia sobre el descubrimiento de un cadáver de un griego oriundo de Esmirna, llamado Dimitrios Makropoulos; el cuerpo había sido hallado por la policía de Estambul. —Peters levantó los ojos y miró fijamente a Latimer—. ¿Comienza ya a comprender, mister Latimer, por qué me resultaba muy difícil de comprender su interés por Dimitrios? —Y luego agregó, en respuesta al gesto afirmativo de su interlocutor—: También yo, por supuesto, consulté los archivos de la Comisión de Socorro, pero le seguí a usted a Sofía, en lugar de ir a Esmirna. Me pregunto si usted querrá decirme ahora qué pudo averiguar allí en los archivos de la policía.
—Dimitrios era sospechoso de haber asesinado a un prestamista llamado Sholem, en Esmirna, en 1922. Después escapó a Grecia. Dos años más tarde, intervino en un atentado que se proponía asesinar al Kemal. Volvió a escapar, pero los turcos, con el pretexto del asesinato cursaron una orden de detención.
—¡Un asesinato en Esmirna! Eso lo aclara todo —dijo Peters sonriendo—. Nuestro Dimitrios es un hombre maravilloso, ¿no le parece? Tan pragmático.
—¿Qué quiere decir?
—Déjeme terminar el relato y lo comprenderá. Tan pronto como leí aquella nota en el periódico, envié un telegrama a un amigo mío, que estaba en París, preguntándole si sabía dónde estaba en ese momento monsieur C.K. Dos días más tarde recibía la respuesta, por la que supe que monsieur C.K. acababa de regresar a Cannes después de realizar un crucero por el mar Egeo, en compañía de unos amigos había navegado en un yate griego que dos meses antes él mismo había alquilado.
»¿Comprende ahora lo ocurrido, mister Latimer? Usted me ha dicho que aquel carnet de identidad, encontrado en el cadáver, ya tenía un año. Esto significa que había sido obtenido pocas semanas antes de que Visser me enviara los tres mil francos. Ya lo ve usted: desde el momento mismo en que encontró a Dimitrios, Visser estuvo sentenciado. Sin duda alguna, Dimitrios pensó rápidamente en asesinarlo. El motivo salta a la vista. Visser era un hombre peligroso, era una persona demasiado fatua, era capaz de irse de la lengua, de ser indiscreto en cualquier momento, con beber tan sólo unas copas y con la única intención de fanfarronear. Tenía que ser asesinado.
»¡Ya ve usted lo inteligente que ha sido Dimitrios! Pudo haber asesinado a Visser inmediatamente, por cierto. Pero no lo hizo. Su taimada mente elaboró un plan mejor. En vista de que se veía ante la necesidad de asesinar a Visser, ¿no sería posible utilizar provechosamente su cadáver? ¿Por qué no utilizarlo para salvaguardarse a sí mismo contra las posibles consecuencias de aquel anterior asesinato, en Esmirna? No era muy probable que aquel hecho tuviera nuevas consecuencias, pero allí se le presentaba una oportunidad para asegurarse de ello. El cuerpo de Dimitrios Makropoulos, el asesino, sería depositado en las manos de la policía turca. Dimitrios, el bandido, habría muerto y monsieur C.K. seguiría con vida, cultivando su jardín.
»Por supuesto que sería necesaria la propia cooperación de Visser. Había que conseguir que se sintiera seguro. De modo que Dimitrios sonrió y pagó, en tanto llevaba a cabo las diligencias necesarias para obtener un carnet de identidad que acompañara al cadáver de Visser. Nueve meses después, en junio, invitó a su buen amigo Visser: juntos harían un crucero por el Egeo.
—Sí, ¿pero cómo pudo haberle asesinado durante el viaje? ¿Se olvida de la tripulación? ¿Qué explicaciones pudo haber dado a los otros pasajeros del yate?
Peters adoptó el aire de un experto conocedor de esas situaciones.
—Permítame decirle, mister Latimer, lo que yo hubiera hecho en el caso de Dimitrios. Para empezar, habría alquilado un yate griego. Por un motivo muy sencillo: fondearía así en el puerto del Pireo.
»A mis amigos, incluido Visser, les diría que debían reunirse conmigo en Nápoles. Luego, después de un mes de navegación, volvería con ellos a Nápoles, puerto que, según he dicho hace un momento, sería el final del viaje.
»Una vez desembarcados, yo seguiría a bordo para llevar el barco hacia el Pireo. En ese momento, hablaría con Visser, en privado, para decirle que un negocio muy importante y muy secreto me estaba aguardando en Estambul; le propondría que me acompañara en el yate, porque me interesaba sobremanera que él colaborara conmigo. Al mismo tiempo, le pediría que no se lo dijera a los demás integrantes del crucero, que podían molestarse al ver que no les invitaba también a ellos, y que subiera a bordo después de la partida de los demás, en secreto. Para el pobrecito y engreído Visser semejante invitación sería irresistible.
»En cuanto al capitán del yate, le diría que Visser y yo abandonaríamos el barco en Estambul, para regresar por tierra a París, después de solventar algunos negocios; él tendría que llevar el yate hasta el Pireo.
»En Estambul, Visser y yo desembarcaríamos juntos. La tripulación tendría orden de entregar nuestro equipaje a quien fuera a buscarlo, cosa que sucedería después de que hubiéramos decidido en qué hotel habríamos de hospedarnos. Después llevaría a mi compañero a un club nocturno, que está en una calle próxima a la Grande Rue de Pera. Esa misma noche, unas pocas horas más tarde, yo tendría diez mil francos menos en el bolsillo y Visser se encontraría en el fondo del Bósforo, en un lugar desde donde las corrientes llevarían su cuerpo, cuando estuviera en condiciones de flotar, hasta el cabo Seraglio.
»Acto seguido, iría a un hotel y alquilaría una habitación con el nombre y el pasaporte de Visser; enviaría a alguien hasta el yate para que retirara mi equipaje y el de Visser. A la mañana siguiente, siempre bajo el nombre de Visser, abandonaría el hotel en dirección a la estación. Después de haber registrado minuciosamente todo el equipaje de Visser, lo dejaría en la consigna de la estación. Y cogería el tren hacia París. Si alguna vez alguien hiciera averiguaciones acerca de Visser en Estambul, encontraría que ese hombre había marchado a París por tren. Pero, en realidad, ¿a quién se le ocurriría hacer averiguaciones? Mis amigos seguirían creyendo que Visser había desembarcado en Nápoles. El capitán y la tripulación del yate no estarían interesados en el asunto.
»Además, Visser tenía pasaporte falso, era un criminal: un individuo de esa clase siempre tiene un motivo muy determinado para desaparecer cuando le apetece. ¡Fin!
Peters extendió las manos a uno y otro lado.
—Así se me habría ocurrido a mí explicar una situación semejante. Tal vez Dimitrios lo haya hecho de un modo algo distinto; pero creo que es así como ha sucedido. Sin embargo, hay una cosa respecto a la que no estoy seguro del todo. Usted recordará que me dijo que, algunos meses antes de su llegada a Esmirna, una persona se mostró interesada por examinar los archivos de la policía de esa ciudad. Esa persona, tal vez, era Dimitrios. Siempre fue muy cauteloso. Estaría preocupado por saber cuánto sabían acerca de su apariencia física; debía enterarse antes de dejar el cadáver de Visser en manos de la policía turca.
—Pero el hombre del que yo le he hablado tenía aspecto de francés.
Peters esbozó una sonrisa llena de reproches.
—O sea que usted no fue completamente franco conmigo en Sofía, mister Latimer. Usted
ha hecho
averiguaciones sobre ese misterioso hombre —dijo, encogiéndose de hombros—. Sí, por cierto que Dimitrios tiene ahora aspecto de francés. Lleva ropas francesas.
—¿Le ha visto usted hace poco tiempo?
—Ayer. Aunque él a mí no me ha visto.
—Es decir que usted sabe con exactitud en qué lugar de París vive.
—Sí, con exactitud. Tan pronto como descubrí sus nuevos negocios, supe dónde debía buscarle.
—¿Y ahora que le ha encontrado, qué?
Peters frunció el ceño.
—Vaya, mister Latimer. Estoy bien seguro de que usted no es ningún tonto. Usted sabe y puede probar que el hombre enterrado en Estambul no es Dimitrios. De ser necesario, podría identificar la fotografía de Visser en los archivos policiales. Por otra parte, yo sé qué nombre ha adoptado en la actualidad Dimitrios y también sé dónde encontrarle. Para Dimitrios, nuestro común silencio bien vale una buena suma de dinero.
»Si tenemos en cuenta el destino de Visser, también sabremos cómo obrar en estas circunstancias. Le pediremos un millón de francos. Dimitrios pagará, aunque tenga la certeza de que acudiremos a él a por más dentro de un tiempo. Pero nosotros no seremos tan necios, arriesgando nuestras vidas de esa manera. Nos tendremos que contentar con medio millón cada uno (casi tres mil libras esterlinas, mister Latimer), y después nos daremos un punto en la boca.
—Le entiendo. Chantaje con dinero en mano. Nada de créditos. ¿Pero por qué quiere que me meta en este negocio? La policía turca podría identificar a Visser sin mi ayuda.
—¿Cómo? Ya le han identificado como Dimitrios y le han enterrado. Desde ese momento han visto docenas de cadáveres. Han transcurrido varias semanas. ¿Recordarán la cara de Visser con la precisión necesaria para iniciar un costoso proceso de extradición contra un rico extranjero, sólo porque durante catorce años ha sido el principal sospechoso de un asesinato ocurrido hace dieciséis años? ¡Mi querido mister Latimer! Si le contara esto, Dimitrios se reiría de mí. Haría lo mismo que ha hecho con Visser: me entregaría algunos miles de francos un par de veces, o tres, para mantener mi pico cerrado, para que no le ocasione problemas con la policía francesa. Después, para su propia seguridad, planearía la más adecuada manera de asesinarme. Pero usted ha visto el cadáver de Visser y lo ha identificado. Usted ha visto los archivos de la policía en Esmirna. Dimitrios ignora quién es usted. Tendrá que pagar o correr algún riesgo que escapa a su previsión. Y es un hombre demasiado cauto para arriesgarse hasta ese punto.
»Escúcheme: en primer lugar, es esencial que Dimitrios no descubra nuestras identidades. Sabrá quién soy yo, desde luego, pero ignorará mi nombre actual. Para usted, inventaremos un nombre. Mister Smith, quizá, dado que es usted inglés. Me pondré en comunicación con Dimitrios con el nombre de Petersen y concertaremos un encuentro con él en un barrio bajo de París, en un lugar que elegiremos nosotros mismos. Allí deberá entregarnos nuestro millón de francos. Esa será la última vez que nos va a ver.