La máscara de Dimitrios (26 page)

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Authors: Eric Ambler

Tags: #Intriga

BOOK: La máscara de Dimitrios
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»Visser me aseguró que había sospechado que Dimitrios nos traicionaría, pero sé muy bien que eso no es más que una tontería. Fueran cuales fueran sus motivos, Visser decidió que seguiría a Dimitrios después de una de las reuniones en la Impasse.

»La primera noche en que lo intentó, no tuvo éxito. Junto a la entrada de la Impasse había un enorme coche aguardando y Dimitrios se alejó en él antes de que su seguidor lograra llamar a un taxi.

»La segunda noche, Visser había alquilado un coche y no asistió a nuestra reunión sino que esperó a Dimitrios en la rue de Rennes. Cuando el coche, enorme y cerrado, apareció en la rue, Visser lo siguió. Dimitrios se detuvo ante la puerta de un gran edificio de apartamentos, en la avenue de Wagram, y entró en la casa mientras el coche se alejaba.

»Visser anotó la dirección y una semana más tarde, cuando supo que Dimitrios estaba reunido con nosotros en esta misma habitación, fue al inmueble y preguntó por monsieur Makropoulos. Como era natural, el conserje no conocía a ninguna persona con ese nombre. Visser le dio dinero, le describió a Dimitrios y pudo averiguar que tenía un apartamento en aquel edificio, a nombre de Rougemont.

»Ahora bien, a pesar de su engreimiento, Visser no era tonto. Sabía que Dimitrios debía haber previsto la posibilidad de que le siguieran y supuso que el apartamento de Rougemont no era su única vivienda. De modo que se dispuso a observar las idas y venidas de monsieur Rougemont. No tardaría en descubrir que había otra salida en la parte trasera del edificio y que Dimitrios a menudo se marchaba de la casa por allí.

»Una noche, cuando Dimitrios abandonó el inmueble por aquella puerta trasera, Visser le siguió. No tuvo que andar demasiado para descubrir que nuestro jefe vivía en una gran mansión en la avenue Hoche. Esa propiedad pertenecía, según descubrió más tarde, a una dama muy elegante, dueña también de un título nobiliario. La llamaré
madame la Comtesse
[45]
. Más tarde, Visser vio que Dimitrios salía con aquella mujer, camino de la ópera. Dimitrios iba
en grande tenue
[46]
y ambos subieron a un lujoso Hispano que les esperaba a la puerta.

»Tras obtener estos resultados, Visser perdió interés por el asunto. Sabía dónde vivía Dimitrios. Sin duda, en ese momento debió pensar que, en cierta medida, había cumplido con su venganza al descubrir este detalle. Además, también se había cansado de apostarse a la espera en las calles. Su curiosidad estaba satisfecha. Lo que había descubierto, después de todo, era lo que había querido descubrir. Dimitrios era un hombre que ganaba mucho dinero: lo gastaba tal como lo hacían otros hombres poseedores de gran fortuna.

»Mis amigos me habían dicho que Visser, al ser detenido en París, había revelado muy pocas cosas sobre Dimitrios. Pero, a pesar de eso, creo que ya por entonces abrigaba malos propósitos, porque era hombre de naturaleza violenta y también estaba muy pagado de sí mismo. De todas maneras, hubiera sido inútil que él hubiese intentado algo para que detuvieran a Dimitrios. Sólo podía dar a la policía las señas del apartamento de la avenue de Wagram y de la casa de madame la Comtesse, en la avenue Roche, y Visser sabía que Dimitrios no estaría en ninguno de esos lugares. Como ya le he dicho, mister Latimer, ese hombre tenía otras ideas para sacarle partido a lo que conocía.

»Creo que, en un primer momento, Visser pensó en asesinar a Dimitrios tan pronto como le encontrara. Pero cuando comenzó a andar mal de dinero, su odio hacia Dimitrios dio paso a un sentimiento algo más razonable. Tal vez haya recordado el Hispano Suiza y el lujo de la mansión de madame la Comtesse, quizá la noble dama se quedaría preocupada al saber que su amigo obtenía una fortuna con la venta de heroína y quizá Dimitrios hubiera estado dispuesto a pagar una buena suma para evitarle semejante preocupación.

»Después de salir de la cárcel, a comienzos de 1932, durante varios meses, Visser se dedicó a buscar a Dimitrios. El apartamento de la avenue de Wagram ya no estaba ocupado. La casa de madame la Comtesse estaba cerrada y el conserje le dijo que la señora se había ido de viaje a Biarritz. Visser fue a Biarritz y averiguó que madame la Comtesse estaba allí con algunos amigos. Dimitrios no se encontraba entre ellos. Visser regresó a París. Entonces tuvo lo que considero una brillante idea. El mismo se mostraba orgulloso de ella. Por desgracia para él, esa idea se le ocurrió un poco tarde.

»Un día, Visser pensó que Dimitrios había sido adicto alguna vez y dio en pensar que, tal vez como lo hacen los adictos que disponen de mucho dinero, Dimitrios podía haberse internado en una clínica de rehabilitación. Sin duda, su adicción tenía que haber alcanzado un nivel muy alto.

»En los alrededores de París hay cinco clínicas privadas especializadas en este tipo de tratamiento. Con la excusa de averiguar precios y condiciones de la terapia, para un hermano imaginario, Visser visitó cada una de las cinco, diciendo que había sido enviado al lugar por un amigo de monsieur Rougemont. En la cuarta, la idea dio sus frutos. El doctor que habló con Visser preguntó por el estado de salud de Rougemont.

»Creo que Manus Visser sentía una baja satisfacción ante la idea de lo que habría sido el proceso de rehabilitación de Dimitrios.

»La cura es terrible, ya lo sabe usted. Los médicos siguen suministrando drogas al paciente, pero gradualmente reducen la dosis. La tortura que sufre el enfermo es casi insoportable; durante días y días no hace más que bostezar, sudar y temblar; no puede dormir ni comer. Anhela la muerte y balbucea incoherencias acerca del suicidio: no tiene siquiera fuerzas para poder hacerlo. Esa piltrafa gime y chilla por su droga, que le es restringida poco a poco. Esa piltrafa… Pero será mejor que no le aburra con estos horrores, mister Latimer. La cura exige un periodo de tres meses y cuesta cinco mil francos semanales. Cuando la terapia termine, tal vez el paciente olvidará sus torturas y comenzará a tomar drogas de nuevo. O quizá logre ser sensato y olvide el Paraíso. Dimitrios, al parecer, ha sido sensato.

»Rougemont se había marchado de la clínica cuatro meses antes de la visita de Visser, de modo que había que pensar en alguna otra brillante idea. Y, por cierto que
la pensó
, pero debía viajar de nuevo a Biarritz y no tenía dinero. O sea que falsificó un cheque, lo cobró y emprendió el viaje. El razonamiento de Visser era simple: Dimitrios y madame la Comtesse habían sido amigos; era probable que ella supiera dónde estaba Dimitrios en aquel momento. Pero Visser no podía presentarse ante la dama para preguntarle las señas de su antiguo amigo. Aun en el caso de que tuviera un buen pretexto, no podía hacerlo, porque ignoraba el nombre por el que ella conocía a Dimitrios.

»Ya ve usted: las dificultades eran muchas. Sin embargo, Visser encontró la vía para superarlas. A lo largo de varios días vigiló la villa de madame la Comtesse. Después, cuando conoció todos los detalles importantes del lugar, una noche se introdujo en la habitación de la dama, mientras los dos sirvientes dormían y los señores habían salido. Visser buscó entre los objetos personales de madame la Comtesse. Esperaba encontrar cartas.

»Dimitrios jamás había escrito informes en nuestro negocio, no era una tarea que le agradara, y jamás había mantenido correspondencia con ninguno de nosotros. Pero Visser recordaba que en una oportunidad Dimitrios había garabateado sobre un papel una dirección para dársela a Werner. Yo mismo recuerdo aquella ocasión. Me había llamado la atención su extraña caligrafía: una letra que revelaba pocos estudios, llena de rasgos desmañados, inseguros y de trazos vulgares que pretendían ser airosos adornos. Visser había ido tras esa escritura. Y por cierto que la encontró.

»Había nueve cartas. Todas provenían de un hotel de Roma, muy distinguido. Perdón, mister Latimer, ¿qué me ha dicho?

—Puedo decirle qué estaba haciendo Dimitrios en Roma. Estaba organizando el asesinato de un político yugoslavo.

Mister Peters no se mostró muy impresionado.

—Es muy posible —comentó con tono indiferente—: no se encontraría donde se encuentra hoy de no haber poseído esa especial destreza para la organización. ¿Qué le estaba diciendo? ¡Ah!, sí, las cartas.

»Todas provenían de Roma y todas estaban firmadas con iniciales que, a los fines de mi relato, le diré que eran C.K. Las cartas en sí mismas no eran lo que Visser había esperado. Eran muy formales, pomposas y breves. La mayoría de ellas no decían más que eso: el remitente estaba en buen estado de salud, sus negocios iban muy bien y esperaba volver a ver a su querida amiga muy pronto. Nada de tuteos, ya sabe usted. Pero en una decía que había conocido a una persona emparentada con la familia real italiana gracias a un enlace matrimonial y en otra carta contaba cómo había sido presentado a un diplomático rumano, que tenía un título de nobleza. Al parecer, se mostraba sumamente complacido con aquellas relaciones. Todo eso era muy
snob
y Visser pensó que podía lograr que Dimitrios quisiera comprarle su amistad.

»Anotó, pues, el nombre del hotel y, después de dejar ordenado cuanto había tocado, regresó a París desde donde pensaba seguir a Roma. Llegó a París a la mañana siguiente. La policía le estaba esperando. Creo que como falsificador había resultado ser poco hábil.

»Figúrese usted lo que sentiría aquel pobre hombre… Durante los tres interminables años que pasó en la cárcel no hizo nada que no fuera pensar en Dimitrios, en lo cerca que había estado de él y en lo lejos que se hallaba en esos momentos. Por alguna extraña razón, consideraba que Dimitrios era el responsable de su nuevo encarcelamiento.

»Esa idea encendía más aún su odio contra el antiguo jefe y le afirmaba su decisión de hacerle pagar por el daño ocasionado. Creo que Visser estaba fuera de su sano juicio.

»Tan pronto como fue puesto en libertad, consiguió un poco de dinero en Holanda y marchó a Roma. Dimitrios le aventajaba en tres años, pero Visser estaba decidido a enfrentarse con él. Fue, pues, al hotel, se presentó como detective privado holandés y pidió ver los registros de las personas que habían permanecido en el hotel tres años antes. Las fichas habían ido a dar a los archivos de la policía, por supuesto, pero en el hotel se conservaban los recibos del periodo en cuestión y así Visser logró descubrir el nombre que Dimitrios había utilizado. También supo que Dimitrios había dejado una dirección: era un número de apartado de correos de París.

»Visser se enfrentaba con una nueva dificultad. Sabía el nombre, pero de nada le serviría si no lograba entrar en Francia y seguir allí los pasos de aquel hombre. No tenía ningún sentido que enviara por escrito un pedido de dinero: Dimitrios no seguiría yendo aún a buscar correspondencia, al cabo de tres años, a ese apartado de correos. Además, Visser no podía poner los pies en Francia sin que lo llevaran a la frontera o lo metieran otra vez en la cárcel. En cierto modo se veía forzado a cambiar de nuevo su nombre y a conseguir un nuevo pasaporte, pero no tenía dinero suficiente para hacerlo.

»De modo que le presté tres mil francos. Y debo confesarle, mister Latimer, que me sentí estúpido al hacerlo; en fin, en realidad ese hombre me daba pena. Ya no era el Visser que yo había conocido en París: la prisión le había chafado. En otro tiempo, sus pasiones se reflejaban en sus ojos; ahora sólo emergían hasta su boca y sus mejillas. Vaya, que comprendes que te estás volviendo viejo.

»Le di el dinero por compasión y para desembarazarme de él. No había creído ni una palabra de su historia. Ya comprenderá usted cuál sería mi asombro, hace un año, al recibir una carta de Visser que contenía un giro por valor de tres mil francos.

»La carta era muy breve, sólo decía: "Le he encontrado, tal como dije que lo haría. Aquí le remito, con mi más profundo agradecimiento, el dinero que usted me había prestado. Bien vale tres mil francos la sorpresa que se llevará usted." Eso era todo. Ni siquiera había firma. Tampoco dirección. El giro había sido librado en Niza y la carta llevaba un sello de correos de esa ciudad.

»Aquella carta me hizo pensar, mister Latimer, Visser había recuperado sus ínfulas, que le permitían darse el lujo de devolverme aquellos tres mil francos. Esto significaba que tenía mucho dinero, sin duda. Las personas engreídas sueñan con realizar gestos grandilocuentes, pero muy pocas veces los llevan a la práctica. Dimitrios debía haber pagado y, ya que no era ningún tonto, debía tener buenos motivos para hacerlo.

»Yo estaba sin trabajo entonces, mister Latimer, sin trabajo y un tanto intranquilo. De modo que pensé que bien podía ser interesante encontrar a Dimitrios, por mi cuenta, y compartir la buena suerte de Visser.

»No era la codicia lo que me impulsaba, mister Latimer, no quiero que piense eso. Me sentía
interesado
. Además, siempre he creído que Dimitrios ha quedado en deuda conmigo por los apuros e indignidades que me he visto obligado a soportar por él. Durante dos días jugué con esa idea. Después, al tercer día, adopté una decisión: me fui a Roma.

»Ya puede figurarse, mister Latimer, que pasé por muchas dificultades y desilusiones. Conocía las iniciales que Visser, en su empeño por convencerme, me había revelado, pero lo único que sabía acerca de aquel hotel de Roma se reducía a que era muy caro y elegante.

»Desgraciadamente, hay muchos hoteles caros en Roma. Comencé a visitarlos, uno tras otro. Pero cuando, en el quinto hotel, me dijeron que no podían permitirme ver los registros del año 1932, abandoné el intento.

»Sin embargo, a continuación acudí a un amigo italiano que trabajaba en un ministerio del gobierno. Este hombre puso su influencia a mi servicio y, tras algunos cabildeos y no pocos gastos, recibí una autorización para inspeccionar los archivos del Ministerio del Interior, correspondientes al año 1932. Descubrí cuál era el nombre que Dimitrios había utilizado en aquella oportunidad y también descubrí algo que Visser no sabía: en 1932, tal como yo mismo lo había hecho, Dimitrios se había decidido a adoptar la nacionalidad de cierta república sudamericana que es muy comprensiva en estos casos, si tu bolsillo es suficientemente ancho. De modo que Dimitrios y yo nos habíamos convertido en compatriotas.

»Debo confesarle, mister Latimer, que regresé a París muy esperanzado. Pero me esperaba una amarga desilusión. Nuestro cónsul no se mostró comprensivo ni dispuesto a echarme una mano. Me aseguró que jamás había oído hablar del
señor
[47]
C.K. Y aún me aguardaba otro inconveniente. La mansión de madame la Comtesse, en la avenue Hoche, permanecía deshabitada desde hacía dos años.

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