Read La Matriz del Infierno Online

Authors: Marcos Aguinis

La Matriz del Infierno (17 page)

BOOK: La Matriz del Infierno
6.03Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El segundo mazazo ocurrió en la misma semana, como si hubiese urgencia por quebrarle la moral. Edith y Cósima fueron las aterradas testigos. Habían quedado en pasar por el negocio a media tarde para ir juntos a elegir el automóvil que finalmente Alexander había decidido comprar.

Lo encontraron desfigurado, con el pelo sobre la frente, polemizando con tres hombres mientras Delfino Rodríguez y los demás empleados se acurrucaban en el fondo, sobrecogidos.

—¡Es su contribución a la patria! —chillaba un petiso en alemán mientras golpeaba el mostrador.

—¡Usted no pretende una contribución, sino un despojo! —contestaba Alexander con espuma en los labios.

—¡Qué sucede, por Dios! —irrumpió Cósima y corrió a protegerlo del ataque.

—Quieren llevarse una docena de prismáticos. ¡Son ladrones!

—¿Los quieren gratis?

—No, señora —dijo su cómplice mientras escupía en el suelo—. No es gratis: es la contribución que su marido le debe a la patria.

—¿Y usted representa a la patria? ¿Quién es usted? —Cósima cubrió el cuerpo de Alexander.

—Él —dijo señalando al petiso— es un
Ortsgruppenleiter
y líder de varios
Landesgruppen.
Representa a la patria.

—No lo conozco —desafió Cósima.

—Ni me interesa conocerlo —agregó Alexander, molesto porque su mujer le tapaba la visión—. No me interesa la política, ni los
Landesgruppen,
ni sus dirigentes —corrió bruscamente a Cósima y se puso delante.

—¡No te interesa porque sos un cerdo judío! —el líder, parado en puntas de pie, le acercó el puño a la nariz.

—¡Salgan inmediatamente! —rugió Alexander.

—¡Todavía no nació el cerdo judío que me diga lo que debo hacer! —replicó el morrudo jefe, que no le sacaba el puño de la cara.

—¡Váyanse! —imploró Cósima mientras abrazaba a su marido.

—Hans —preguntó el más joven, de boca ladeada—, ¿procedemos?

Reflexionó un instante, alzó el conjunto de prismáticos que habían aparentado querer comprar y los introdujo ruidosamente en un bolso de cuero.

—¡Qué hace! —rugió Alexander intentando manotear el bolso.

El jefe quedó con un prismático en la mano, lo examinó con rara curiosidad y, en un movimiento tan vigoroso como inesperado, lo arrojó contra la vitrina. Estallaron cristales y se quebró un estante. El conjunto de anteojos, varios monóculos con varilla de nácar e impertinentes dorados se desmoronó en estrepitosa cascada.

—¡Salvajes! ¡Bestias! —chilló Alexander, que forzaba por liberarse del abrazo que le oponía su mujer.

También corrió Edith a frenarlo. Entre los tres nazis lo podían descuartizar. Mientras tanto Delfino Rodríguez y sus compañeros seguían en un rincón y movían los dedos implorando calma.

El petiso sonó hacia dentro su nariz, reunió flema en la garganta y lanzó un esputo a la enrojecida cara de Alexander.

—Esto es sólo el comienzo.

Alexander, con los párpados adheridos por el salivazo que le resbalaba desde la frente, no lograba soltarse de Cósima. Estaba bañado en sudor, a punto de llorar y con locos deseos de convertir en papilla a esos bandidos.

—¡La pagarán, bestias! ¡La pagarán!

Los nazis salieron riendo. Aún tuvieron la insolencia de quedarse parados un minuto frente a las vidrieras de la óptica.

Alexander consiguió desprenderse de su esposa, pero ella lo siguió de cerca, acariciándole el brazo. Lo acompañó hasta el baño, donde ingresó a higienizarse. Se miró al espejo y no pudo creer que era el mismo. Los empleados, ahítos de vergüenza y desconcierto buscaron escobas y se aplicaron a recoger los cristales desparramados por los extremos del salón.

—Vamos a salir de todas formas —dijo Alexander al retornar con la toalla sobre el cuello; sus ojos estaban enrojecidos y su mente nublada.

—Vaya nomás, señor —apoyó Rodríguez—. Yo me ocuparé de comprar otro estante. Hoy mismo repondremos todo.

Cósima lo miró con desconfianza, pero se abstuvo de hacer comentarios. Alexander entregó la toalla y fueron al café de la esquina. Se imponían unos minutos de respiro. Ninguno habló del incidente. Como animales lastimados, optaron por ahorrar energías. En sus cabezas seguía rugiendo la ominosa escena, pero sus labios se concentraron en el cálido té. Al rato, en los maxilares de Alexander viborearon algunos músculos como finas corrientes eléctricas; Cósima y Edith sabían que esa reacción seguía al dolor intenso, que expresaba una terrible tormenta. Alexander se negó a probar las ricas masas; era evidente que sólo tenía ganas de llorar.

Una media hora más tarde sacó el reloj de bolsillo.

—¿Todavía quieren ver autos?

—No sé —titubeó Cósima.

—Estamos a tiempo. Era el programa que nos habíamos hecho.

—Creo que nos ayudará —opinó Edith.

Llegaron a la ancha puerta de la concesionaria. Un vendedor se les aproximó mientras arreglaba su corbata roja con lunares añil. Alexander explicó que prefería un robusto Ford a bigotes. “Robusto y barato”, completó el hombre mientras los conducía hacia un conjunto de vehículos espejeantes. Abrió las puertas, los invitó a sentarse adelante y atrás, mostró la dureza de los guardabarros mediante severos golpes y la estabilidad de los estribos sobre los cuales saltó. Exigió que Alexander tomara el volante y jugase con el freno y los pedales. No satisfecho con su demostración, rogó que aceptaran dar una vuelta con el modelo que tenía estacionado en la calle. Antes de que surgiesen protestas, los Eisenbach entraron en el coche con fragancia a cuero nuevo y dieron una vuelta por el barrio. La estridente corbata del vendedor salió por la ventanilla y flameó triunfal. Al regreso Alexander confesó que, por su calidad de comerciante, no debía cerrar una operación en forma precipitada. Pero aseguró que regresaría. El vendedor preguntó a Cósima qué unidad le gustaba más y juró reservarla.

En la semana siguiente al ofensivo robo sobrevino el golpe de gracia. Alexander concurrió temprano a su óptica y desde la esquina lo asaltó una visión horrible. Ambas cortinas metálicas estaban cubiertas por una gigantesca inscripción. Miró la repetida palabra pintada a cal, una palabra que en Alemania ya sonaba a grito de masacre:
Jud
!

ROLF

En el segundo semestre de 1932 se multiplicaron las reuniones en los barcos mercantes de la Hamburg-Süd y Hapag-Lloyd que hacían escala en Buenos Aires. Ya no se trataba de reuniones esporádicas, sino de centros permanentes de agitación, disimulados por el blindaje de las naves y el hecho de ocurrir sobre las neutrales aguas del Río de la Plata, casi fuera de la ciudad.

Hacia allí confluían cientos de artesanos desocupados, profesionales sin éxito, comerciantes quebrados, agricultores resentidos. Los oficiales y suboficiales inyectaban odio a la República de Weimar, los comunistas, los judíos y la plutocracia internacional. Se bebía cerveza, se cantaban ruidosas melodías populares y se daba rienda suelta a las maldiciones. Cada tanto alguien se ponía de pie, estiraba el brazo y rugía
Heil Hitler y Sieg Heil!
Los buques de aparente inocencia traían a este alejado segmento del globo adoctrinamiento y pasión. Miles de ejemplares de
Mein Kampf
empezaron a circular por Buenos Aires.

Por indicación de Botzen los Lobos concurrían también a esas reuniones. Debían congregarse en la octava grúa de la dársena cuando caía la noche. La consigna era llegar en forma separada —como a las clases del capitán— y mantenerse alertas ante cualquier seguimiento. Junto a la grúa esperaba Hans Sehnberg, quien se ponía a la cabeza de los muchachos y avanzaba hacia la montaña amarrada junto al espigón. Ante los guardias pronunciaba la contraseña. Después hacía un amplio movimiento con su derecha: “Pasen”.

La mano de Sehnberg palmeó la espalda de Rolf, quien captó al instante su significado: no era expresión de cariño, sino el anuncio de una distinción. Rolf pensó que sería encargado de repartir
Mein Kampf
o enviado al interior del país para organizar nuevos
Landesgruppen.

Una multitud llenaba de humareda el salón principal. Varios marineros circulaban con jarras de cerveza. Sehnberg recibió una y, como siempre, indicó a sus discípulos que lo imitaran.

Las conversaciones hacían referencia a los crecientes despidos; despidos en compañías de transporte, construcción, petróleo e incluso comercio. Los hombres ventilaban sus cuitas a los gritos; cada pocas frases escupían puteadas. Delante de Rolf un individuo flaco, de nuca negra y camisa rota aseguraba que no iba a perder tiempo mendigando socorro en la Sociedad Alemana de Ayuda. Alguien próximo lo escuchó.

—Queremos una reivindicación definitiva.

—¡Y las malditas cabezas de los culpables!

El oficial Von Krone trepó al estrado con una jarra de cerveza en la mano izquierda, extendió su brazo derecho y voceó
Heil Hitler!
Tras la sonora réplica de la multitud, empezó a derramar insultos a los judíos y los comunistas. Esto era lo habitual. Pero Von Krone ululaba como si le estuviesen mordiendo los testículos. En medio minuto consiguió encender a la muchedumbre más de lo común. Algunos asistentes se pusieron de pie, frenéticos de cólera e interrumpieron sus palabras con insistentes
Heil Hitler
y
Sieg Heil.
El orador escupía saliva y cerveza. Su violenta oratoria le produjo eructos. Contento por el júbilo desencadenado, dedicó sus eructos a los judíos.

—¡Y también los pedos! —rugió la platea.

Resonaron aplausos y silbidos. El rubicundo Von Krone, tironeado por otro oficial, accedió a descender.

El siguiente orador lucía más sobrio, no llevaba consigo la jarra y se dedicó a prodigar felicitaciones a los alemanes de la Argentina por haber creado los
Landesgruppen.

—Los
Landesgruppen
—prosiguió— garantizan la consecución de nuestros objetivos. Cada uno de sus miembros está subordinado a una cadena de mandos, cuya perfección y eficacia nos anticipa la maravilla a punto de concretarse: ¡un solo Partido, un solo Pueblo, un solo Führer!

—Heil Hitler! Sieg Heil!

—¡Ustedes deben multiplicar los
Landesgruppen!
—exhortó con las venas fuera de la piel—. ¡Son organizaciones implacables!

Descendió acompañado por más aplausos y silbidos e invitó al tercer orador, quien se dirigió a “los amados integrantes de nuestro pueblo” que aún permanecían alejados de las organizaciones nazis.

—Me refiero a los que no concurren aquí, a los que ignoran que vivimos días trascendentales. Debemos afiliarlos para que actúen junto a nosotros, para que se incorporen a nuestras columnas de la victoria. ¡La victoria llega al galope! ¡Tenemos un orden perfecto en el Partido e impondremos este orden perfecto a toda Alemania y luego a todo el mundo!

Rolf sabía que la creación de
Landesgruppen
seguía a un buen ritmo y que, además, se fundaban
Ortsgruppen
para comunidades pequeñas. Botzen dijo que se proponía lograr el control de toda la comunidad alemana y también el control de cada alemán. Mediante esas organizaciones podría conseguir que cada uno vigilase al vecino, incluso mediante la delación. La delación que efectúa un nazi para señalar el menor desvío es igual a la tarea de un noble médico —enseñó el capitán en su última clase, tras comunicar que había decidido cambiar su afiliación al DNVP por el NSDAP (nacionalsocialista)—. “La delación en boca de un nazi es virtud”; “ser nazi es virtud”.

Tras esta enfática arenga el primer orador, más temulento aún, volvió a trepar al estrado y se dispuso a hacer otra vez uso de la palabra. Nunca había ocurrido que un mismo orador lo hiciera dos veces en la misma sesión. Cundió la sorpresa, pero un sector del público recibió a Von Krone festivamente y reclamó más eructos y flatulencias para los enemigos de Alemania.

—¡Caguemos a los cerdos judíos!

Un rumor atravesó las primeras filas, donde estaba el comandante. Von Krone apenas se sostenía y espantó las manos que le tironeaban mangas y pantalones para hacerlo bajar. Sonrió a la muchedumbre y giró medio cuerpo para mostrar sus nalgas.

—Achtung! Achtung!

Su voz pedregosa consiguió sobresalir por sobre el caótico rebumbio y volvió a escupir agravios “a los gusanos de la patria”. La gente bramaba, exigía pedos y soltaba carcajadas. Estimulado por su éxito, puteó como en un burdel. Durante varios minutos su boca se convirtió en una interminable cloaca de maldiciones. Pero de pronto, tras evitar caerse sobre las primeras filas, modificó el tono de voz y anunció que había empezado la guerra.

Se expandió el silencio. Entonces Von Krone detuvo de golpe su discurso, quizás asustado por lo que acababa de decir. Eructó, se sonó la roja nariz y agregó con un dejo de melancolía que había empezado la guerra en la Argentina, pero que era una guerra inmunda “porque la inmundicia predomina entre ustedes por causa de los malos alemanes que andan mezclados por ahí...”.

Perplejidad. Murmullos. Calló por varios segundos mientras su cuerpo oscilaba. ¿Qué lo obligaba a interrumpirse? Von Krone recorrió a la gente con mirada inestable. Sehnberg, a un metro de Rolf, se secaba el cuello.

—Es la tercera vez que vengo a la Argentina —dijo—. La Argentina es un gran país, lleno de alemanes. Pero los alemanes se han dividido por intereses egoístas y por el comunismo de mierda. Cuando hablo con un alemán de la Argentina no puedo saber si es un nazi sincero o un enemigo. Ustedes... —recorrió con el índice a la muchedumbre—, ¿qué son?

Dos oficiales hicieron bocina con sus manos y le ordenaron que bajase. Pero fue inútil: Von Krone quería seguir. Pasmo y expectativa se mezclaban en ese ámbito que era, en última instancia, un ámbito militar. La noche se volvía absurda.

—Hay riñas para conseguir el poder local —prosiguió, y la mirada de Sehnberg ya tenía aspecto desesperado—. Voltearon a un montón de dirigentes. ¡No quiero más dirigentes estúpidos! ¿Me oyen? ¡Déjenme hablar, carajo! —espantó a quienes lo tironeaban—. El capitán Rudolf Seyd fue desplazado por Eckard Neumann, quien a su vez cayó bajo el empuje de Rudolf Gerndt, que era socio de Seyd. Tres nombres, tres héroes, tres bajas: Seyd, Neumann, Gerndt... Gerndt, poderoso editor del
Deutsche La Plata Zeitung,
entró en indecente pelea con mi amigo Willi Kohn. Kohn es un genio. ¿Saben cómo empezó? Empezó como vendedor de discos y fonógrafos, y fue cabeza del
Landesgruppe
de Chile. ¡Saquen las sucias manos!... Kohn es un genio porque además lo conocen en Berlín y allí forjó grandes, grandes lazos. ¡No me toquen las mangas! ¡Estoy diciendo cosas importantes! Y también rindo mi homenaje al capitán Botzen, gran capitán de escritorio, gran intrigante. Magnífico y terrible. Pero su habilidad tampoco acabó en victoria: Botzen no puede destruir a sus rivales —eructó—. ¡La Argentina es un gallinero!

BOOK: La Matriz del Infierno
6.03Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Judas and the Vampires by Aiden James
Waking Up in Eden by Lucinda Fleeson
Hard Evidence by Pamela Clare
Killer Calories by G. A. McKevett
Brooke's Wish by Sandra Bunino
Give Yourself Away by Barbara Elsborg