La Matriz del Infierno (18 page)

Read La Matriz del Infierno Online

Authors: Marcos Aguinis

BOOK: La Matriz del Infierno
11.14Mb size Format: txt, pdf, ePub

Ya no eran dos, sino cinco los oficiales que lo rodeaban para hacerlo callar. Pero el goce de ventilar secretos le dio fuerza para que sus zapatos se atornillasen a la tarima. La multitud se dividía. “¡Que siga!” Otros: “¡Que se meta el pico en el culo!”

—Gottfried Brandt, el querido Gottfried, fue designado apoderado del Partido Nazi gracias a la reciente bendición del capitán Botzen, el potente Botzen, el majestuoso Botzen. Pero no duró. Fíjense qué cosa: no duró... —abrió los brazos con pena—. Fue expulsado de repente y... y... ¡Déjenme hablar, mierda!... Botzen habrá querido asesinar a quienes ignoraron su voluntad. ¡Asesinarlos! ¡Sí, asesinarlos por idiotas! Porque es gravísimo. ¡Ya voy a terminar! Este desorden interno pone en riesgo la tarea de los
informantes...
¡Suelten mis mangas! Voy a decir quiénes son los
informantes
; ¿no estamos entre amigos? ¿Saben quiénes son los
informantes?
¡Fuera de mis hombros, fuera! ¡Estoy hablando!... ¡Fuera!

En el estrado forcejeaban los oficiales mientras Von Krone insistía en continuar su vómito.

—Escuchen bien: los
informantes
son militares alemanes. Son militares alemanes que el capitán Botzen trae clandestinamente desde hace diez años, violando los acuerdos de Versalles. ¡Es fantástico! ¡Es un héroe!
Heil Botzen! Heil Hitler!
Gran patriota y gran hijo de puta este Botzen.
Heil Botzen!
Se cagó en Versalles antes que muchos. ¡No he terminado todavía! ¡Corren peligro los informantes! ¡No me interrumpan!... ¡Maldita sea!

Lo bajaron a los golpes.

El comandante saltó al estrado.

—¡Soy el comandante!
Heil Hitler! Sieg Heil!
—trató de controlar el desorden—. En cuanto nuestro Führer tome las riendas del poder se acabarán los problemas. Presten atención. El balance en la Argentina es altamente positivo. Tal como escuchan: ¡positivo! Desde éste y otros barcos se brinda asistencia ideológica y desde los
Landesgruppen
se multiplica la acción concreta. Nuestra propaganda circula por doquier. Nuestro Partido domina media comunidad.
Heil Hitler!

—Heil Hitler!

—Los nazis locales —prosiguió con el máximo volumen de su voz— han fundado nuevas asociaciones deportivas y hasta escuelas donde se exhibe el retrato del Führer. Muchos empresarios aportan a la causa. ¡Muchos más de los que se imaginan! Y ustedes ejercerán presión para que los restantes también aporten. ¡Incluso los cerdos judíos! ¡Les arrancaremos el sucio dinero! ¡Se lo arrancaremos de verdad! ¡Para la patria y para ustedes, sus gloriosos hijos!

La multitud chillaba de pie, lista para correr a saquear.

—Heil Hitler! Sieg Heil!

Rolf agitó los puños y voceó injurias a los comunistas, los judíos y los traidores. También quería golpear de una buena vez al enemigo.

Hans Sehnberg le hizo señas para que se acercara. Rolf hundió sus codos en los riñones ajenos y se puso al lado del compacto instructor, quien tuvo que gritarle para ser oído.

—¡A la salida debo transmitirte algo!

Rolf sabía que era un premio.

En el fuliginoso muelle le explicó adónde debía ir con otros dos Lobos pasados dos días a las diez en punto. Y lo más importante: para qué. Los ojos de Rolf se iluminaron.

Urgía obtener dinero, mucho dinero, y también ropa, víveres, calzado, herramientas, vehículos e instrumental. Y no privarse de quitárselo a los judíos, como había dicho el comandante.

Sehnberg marcó el objetivo, que ya venía cumpliendo con otros ayudantes en distintas partes de la ciudad. Rolf y los tres camaradas también premiados lo escucharon con el alma en la cornisa. Debían proceder con la astucia del felino y la crueldad de la hiena. Les llegaba el momento de aplicar lo aprendido en la isla.

—Quiero hablar con el dueño —se adelantó Sehnberg al propietario; le habló con suficiente desprecio para que su interlocutor sintiera hielo en la espalda.

—Yo soy el dueño. ¿Qué se le ofrece?

—¿Así que usted es Samuel Neustein? —Hans Sehnberg frunció la nariz como si olfateara mal olor—. Necesito una caja con instrumental quirúrgico de primeros auxilios. Una caja completa.

Neustein retrocedió ante la contenida agresividad del energúmeno. Formuló preguntas de rutina para ganar tiempo.

—¿Desea una caja con hilos de sutura, desinfectantes y anestésicos?

—Sí. Pero eso no alcanza. Dije instrumental: pinzas, bisturí, tijeras, cizallas, sierras. Instrumental de acero inoxidable de primera calidad. ¿Hablé claro?

Neustein lo miró con preocupación.

—¿Es usted médico?

—No. Soy un comprador de instrumental. Y usted vende, ¿no es así?

Llamó al empleado más próximo y dijo:

—Atienda al señor.

—¡Neustein! —Hans se levantó en puntas de pie y le acercó la cara con una sardónica mueca—. Quiero ser atendido por el dueño. Se lo previne de entrada.

—Será bien atendido igual.

—Quiero al dueño —crujió los maxilares.

—No comprendo la razón. No estoy obligado a atender a cada uno.

—A mí, sí.

—¿Por qué? —la voz se le quebraba.

—Ya lo sabrá. Primero muéstreme los instrumentos. Ah, importante: que sean de lo mejor.

Neustein inspiró hondo, murmuró algo entre dientes y ordenó que depositasen sobre el mostrador vidriado tres cajas de diferentes dimensiones.

Sehnberg examinó su contenido como si fuese un experto e invitó a Rolf para que tomara en sus manos una pinza y un par de tijeras.

—¿Te gustan?

Rolf simuló displicencia, giró los instrumentos entre sus fuertes dedos, los miró como si entendiera e imitó a su jefe en la expresión de asco.

—Más o menos.

—Dice que más o menos —se dirigió socarronamente a Neustein—. ¿Tiene algo mejor que esta lata?

—Es lo mejor. ¿Quiere saber el precio?

—No.

El hombre levantó la cabeza y se acomodó los anteojos.

—¿Quiere o no quiere comprar los instrumentos? —su malestar lo tentó a jugarse en forma suicida.

—Los quiero llevar, simplemente —susurró Sehnberg—. Los quiero como una donación al Partido Nazi, señor-Samuel-Neustein.

Neustein tragó saliva.

—No soy nazi. Y no hago donaciones a su partido —brotaron gotas en sus mejillas.

—Los traidores a la patria se niegan. Los traidores... —agregó en desafiante susurro. Su índice avanzó lento hacia el pecho del comerciante, pero antes de tocarlo remontó altura y lo aplicó en forma de agravio sobre su frente transpirada. Neustein se liberó de un manotazo.

—No acepto injurias. Váyase —retrocedió otro paso y su rostro se tornó tan blanco que parecía a punto de desmayarse. Alcanzó a barbotear una orden al empleado que observaba la increíble escena—: Recoja y guarde las cajas.

Sehnberg hizo el movimiento convenido y las cajas desaparecieron rápidamente en las bolsas de sus discípulos.

—¡Ladrones! ¡Llamaré la policía! —la voz de Neustein se había agudizado hasta parecer el trino de un pájaro.

—Ni lo intentes, cerdo judío —se levantó en puntas de pie y volvió a ponerle el índice sobre la frente. Lo empujó hacia atrás.

—¿Quién lo manda a usted? ¿Quién es su jefe?

—¿Mi jefe? ¡Ja, ja, ja! ¿Quién puede ser? Adolf Hitler, asqueroso
Jud.
Y aquí, la comunidad alemana.

—Lo d... denunciaré. Lo haré san... sancionar por la comunidad alemana.

—¡Ja, ja, ja! ¿Un judío hará sancionar a un alemán?

—Soy alemán. Y a... a...lemán honesto. No como usted.

—¿Un
Jud
se califica honesto? Vaya, vaya a denunciarme. Vaya a hacerme expulsar de nuestra comunidad. ¡Ja, ja, ja! Vamos, camaradas. Aunque es mercadería manchada por las manos de esta basura, creo que servirá.

A Rolf le asombró la parálisis que se impuso en el salón. Hubiera deseado repartir golpes y trizar vitrinas, pero nadie se movía, nadie soltaba una palabra. Eran abominables: no facilitaban la tarea. Salió a la calle con frustración, como si sólo hubieran efectuado una compra normal.

Sehnberg no paraba de reírse.

—¡Los judíos son infrahumanos, de verdad! Todavía creen que cuentan con el apoyo de otros alemanes. Les pasa sobre todo a cerdos judíos como Neustein, cerdos con dinero. Y como para ellos lo principal es el dinero, suponen que por su inmundo dinero se los seguirá respetando. ¡Son tan imbéciles!

Los invitó a beber. Correspondía celebrar el operativo.

—No todas nuestras acciones serán como ésta —advirtió—. Por eso es mejor que les sobre entrenamiento. Cualquier día deberemos enfrentar enemigos bravos, en peleas de verdad, peleas peligrosas.

Pidió una segunda jarra, se secó los labios con el dorso de la mano y agregó, sin darle importancia:

—¡Ah! ¿Se acuerdan de la última reunión en el buque? Lamentable, ¿no? Los bocones como esa bestia de Von Krone deberían meterse la lengua en el culo. Es un traidor, ¿no les parece? Bueno, ya obtuvo su merecido: apareció ahorcado en su camarote.

ALBERTO

Las expectativas de mi tío por acceder a la presidencia de la Nación acabaron en un fiasco. Uriburu no entregó el bastón de mando como había prometido, pero debió cancelar su avanzado proyecto fascista y llamar a elecciones por exigencias del sector democrático del Ejército. A partir de esa concesión empezó a declinar su estrella. Mediante el fraude ganó la fórmula Agustín P. Justo-Julio A. Roca (h), fórmula que pretendía al mismo tiempo la continuación y la superación del golpe de Estado. Uriburu murió en París y Justo se empeñó en hacer obras y ganar popularidad.

Mi tío se había convertido al nacionalismo católico desde hacía diez años, lo cual no lo privaba de contar entre íntimos groseros chistes de curas y monjas; en público exageraba su pietismo. La doblez le salía perfecta. Pero tanto en público como en privado denostaba contra el liberalismo que había prevalecido en nuestra familia desde generaciones. No tenía escrúpulos en reconocerse un cruzado de la Edad Media. Coherente con esta posición, fue uno de los primeros en inscribirse en los Cursos de Cultura Católica que habían empezado a dictarse desde 1922; allí encontró abundantes argumentos contra la peste socialista y la corrupción liberal. Lo embelesaron algunos maestros belicosos.

—Nuestra causa busca pelea —decía.

También asistía a los Ateneos católicos, donde tuvo la oportunidad de lucir sus cualidades oratorias. Para completar su panoplia de guerrero de la Cruz, concurrió frecuentemente a los retiros espirituales que se efectuaban en la Casa de Ejercicios.

Aparecía en casi todos los eventos con María Julia, su dócil esposa. No faltaba a la misa de los domingos en la Iglesia del Socorro; pero cuando se producían oficios solemnes, entonces iba a la Catedral. Su alta figura captaba la atención de mujeres y hombres devotos. Cada quincena reunía en su casa a intelectuales nacionalistas de diversas corrientes, pero se abstenía de señalar cuál consideraba la mejor para contar eventualmente con el apoyo del conjunto. La Legión Cívica, creada durante el régimen de Uriburu, era su fortaleza, pero no la única.

El motor de su conducta no era religioso, sino político. No le interesaban las cuentas del Cielo, sino las de la Tierra. No rogaba por la bienaventuranza de los desposeídos, sino por su apoyo electoral. Sus simpatías estaban volcadas hacia los poseedores, “porque de ellos vendrán los recursos que permitan conquistar el poder”.

Nunca salía sin su nacarado cuello duro y la ancha corbata de seda fijada con un alfiler de oro. De su ojal pendía la cadena de un monóculo que sólo usaba cuando quería inhibir a su interlocutor examinándolo a través, como si fuese la mira de un rifle. Caminaba con paso lento aunque estuviese apurado. Una tarde, criticando mi tendencia a la rapidez, dijo: “Alberto, los grandes hombres somos dueños del tiempo”. Lo miré con aire zumbón, pero no se sintió criticado y tuvo la deferencia de explicarme que los reyes y los papas caminan a paso de tortuga para informar a la plebe que ya tienen todo lo que el vulgo desea.

Su único defecto eran los hombros estrechos y caídos, que su sastre tenía instrucciones de disimular. Había empezado a encanecer, pero se peinaba con raya al costado y suficiente gomina para que brillase en forma juvenil. Sabía cómo aumentar la reverencia de los hombres mediante estudiados gestos, mirada concentrada, oportunas intervenciones y calculadas ausencias.

Su apostura sólo se aflojaba en la intimidad, ante su hermano y algunos sobrinos, “gente estúpida que nunca votará por mí”.

Su mujer había sido bella y caprichosa en la juventud. Afirman que Ricardo la amó desde un principio porque ella había aceptado acompañarlo en sus extravagancias de entonces, entre las cuales figuraban salidas con amigos que podían durar una noche o una semana. Era hija del abogado que condujo el horrible juicio que Ricardo había efectuado a papá y a mi abuelo con motivo de la herencia. Pese a no haberse educado con institutrices ni haber nadado en la abundancia, ella empezó a comportarse como si hubiera nacido en cuna de oro. Se levantaba tarde y recibía en el lecho una espléndida bandeja de desayuno mientras ordenaba con bostezos detalles de su toilette. Durante años se entretuvo haciéndose desplegar telas relucientes sobre la alfombra para confeccionarse nuevos vestidos de seda, tafetán, guipiur, terciopelo y encajes. Luego estudiaba su agenda, concurría a misa y visitaba organizaciones caritativas. Pero tras una década de esterilidad conyugal las muestras de cariño de Ricardo se espaciaron hasta convertirse en una excepción. Perdió interés en el desayuno, las telas caras, las visitas sociales y el gobierno de su servidumbre. La progresiva oscuridad de su ropa acompañó a una progresiva oscuridad de sus párpados. La María Julia que había conocido en mi infancia se convirtió en una figura gris. La tristeza de su mujer no suscitó pena en mi tío, sino bronca.

—Además de estéril —confesó una noche a papá—, se ha convertido en un espectro. Por su culpa debo ir a coger en los quilombos.

Papá dudaba de que fuese a los quilombos; no había pistas de tal trayecto. En cambio sospechaba otra cosa. Ambos hermanos no eran una exacta réplica de Caín y Abel, pero se les parecían bastante. Su desencuentro se remontaba, quizás, a un oscuro episodio sucedido en la estancia El Fortín, cuando eran chicos. Las cosas nunca pudieron ser debidamente esclarecidas porque sus protagonistas fueron los principales interesados en mantener el secreto. La gravedad del asunto residía en la muerte de un peoncito, ocurrida en presencia de Ricardo y uno de sus mejores amigos llamado Jonathan Mc Millan. Parece que la familia Mc Millan se sintió desbordada por las consecuencias que podía generar el hecho, cuyas características iban más allá de un manejable accidente. Decidieron emigrar a los Estados Unidos.

Other books

The Man Who Spoke Snakish by Andrus Kivirähk
The Mage in Black by Jaye Wells
My Biker Bodyguard by Turner, J.R.
Unclouded Summer by Alec Waugh
Prophecy: Child of Light by Felicity Heaton
Judith Krantz by Dazzle
Ready To Go by Mann, Stephanie
Along Came a Rogue by Anna Harrington