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Authors: Marcos Aguinis

La Matriz del Infierno (22 page)

BOOK: La Matriz del Infierno
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—¿Estás loco? —chilló ella—. No bajes.

—¡Papá! —Edith le sujetó los hombros desde atrás.

Alexander puso la primera con ruido; encendió las luces altas y arrancó en forma decidida. Pero no tenía el propósito de alejarse; demasiada indignación le enturbiaba la mente. Enfiló hacia la orilla, hacia el grupo que rodeaba a Hans Sehnberg y amarraba botes.

—¡Qué haces! —criticó su mujer.

En su imaginación Alexander ya trituraba a ese criminal lombrosiano. Le apuntó directamente a la espalda. Con un certero empujón le quebraría la columna y, a guisa de regalo final, lo empujaría a las sucias aguas del delta.

—¡Alexander! —Cósima forzó con ambas manos el volante.

Alberto también se arrojó sobre el demudado Alexander.

—¡Déjenme!

Las ruedas bramaron sobre el empedrado. El guardabarros delantero rozó al grupo con suficiente velocidad para que estallaran exclamaciones de sobresalto. Varios jóvenes con pesadas sogas en las manos brincaron para salvarse del atropello.

—¡Eh! ¡Bruto! ¡Fijate por dónde andás!

El instructor creyó que un neumático le había pasado por encima del pie. Rolf estuvo a punto de contraatacar cuando reconoció a Edith. También a Alberto. Sus ojos pelotearon de una cara a la otra mientras el auto se alejaba veloz.

Alexander apretaba el acelerador a fondo. Ahora su cólera lo alejaba del muelle. El fuego por atacarlos se trocó en fuego por no verlos nunca más. Desde la ventanilla trasera Edith y Alberto pudieron comprobar que Rolf era el único que seguía inmóvil, con la mirada fija en ellos; una soga colgaba de su mano.

Turbada aún, explicó a Alberto que ahí, además de Rolf, estaba el jefe de la pandilla que había atacado el negocio.

—Ese petiso acaudillaba a otros tres —agregó Cósima.

—Los canallas me engañaron al principio —recordó Alexander sin que se hubiera serenado el viboreo de sus mandíbulas—. Mintieron que venían a comprar largavistas.

—Ya han cometido varios ataques como ése —explicó Alberto—. Piden hasta lo que no les hace falta. Son grupos que imitan a las SA. En la Cancillería tenemos informes sobre su práctica. Buscan elementos que puedan ser útiles en futuras acciones y, de paso, aplican el terror.

—Pero estamos en la Argentina —protestó Cósima.

—Lo hacen en todas partes. El terror le dio el triunfo a Hitler por dos razones. Una, impuso la sensación de que su poder era más grande que el del mismo Estado y sedujo a millares de mediocres y marginales. Dos, generó la idea de que, confiándole el gobierno, él mismo se ocuparía de frenar lo que había desatado. Esto último fue un disparate: ahora ejerce el terror desde arriba, con más ensañamiento que nunca. Y lo propicia en cualquier otro país donde haya comunidades alemanas.

Edith le acarició la mano.

—En la Argentina procuran reeditar la misma historia —agregó—, es decir, ataques por sorpresa. Procuran domar a esta “Alemania chica”, como llaman a los germano-hablantes de aquí.

—¿Y qué opina nuestro gobierno? —Alexander formuló la pregunta con enojo y malicia, mirándolo a través del espejito retrovisor.

—No soy el gobierno. Pero me parece que desea mantenerse neutral. Predomina la idea de tomar este asunto como una rencilla entre alemanes. Por ahora los nazis sólo atacan objetivos alemanes.

—Objetivos judíos —corrigió Edith.

—Casi siempre judíos alemanes, es verdad —asintió Alberto rodeando sus hombros—. Pero raramente cruzan el límite. Fijate que incluso evitan asociarse con los nacionalistas argentinos, aunque tienen la misma ideología.

—No entiendo por qué.

—Para que no prohíban sus actividades. Les conviene aparentar que sus asuntos no inciden en la vida argentina. Pero terminarán aliándose abiertamente. Conozco a muchos nacionalistas católicos que se babean por Hitler —hizo una dubitativa pausa—. Algunos forman parte de mi familia.

—Esto es muy feo y muy triste, Alberto —comentó Alexander.

—Lo es. En mi familia hay miembros de la Legión Cívica.

Alexander trató de captar la expresión de su hija por el espejo retrovisor.

—La Legión Cívica se parece a los nazis. Pero no es la única organización que se les parece. Hay quienes, sin pertenecer a esas organizaciones, también los admiran. Lo peor es otra cosa, se me ocurre.

—¿Peor? —se asombró Cósima.

—Sí. Los arribistas. He conocido a varios últimamente. A ellos se les ha confiado una importante misión. Usted debería conocerla, Alexander.

—No sé a qué te refieres.

—Son empresarios que evitan manifestarse como nazis, pero responden a las presiones de Berlín. Hablo de gente significativa.

—¿Y cuál es su misión?

—Romper el boicot que los profesionales y empresarios judíos aplicarán a las firmas nazis.

—Sé lo del boicot y comprometí mi apoyo. Será uno de los primeros éxitos de nuestra flamante Hilfsverein. Pero no suponía que ya les empezase a preocupar a los nazis —sus ojos brillaron—. Dicen que los judíos somos inferiores.

—Claro que les preocupa, porque el boicot también será apoyado por una considerable franja no judía, independiente.

—Es cierto. Pero, me hablaste de arribistas.

—Es duro expresarlo: me refiero a los mismos judíos.

—Confieso que me resulta difícil seguirte, Alberto —protestó Alexander.

—Mire: la Embajada ha encargado a varios alemanes, tanto judíos como no judíos, que seduzcan y mimen a cuantos judíos alemanes puedan a fin de que no adhieran al boicot. Su argumento reside en demostrar que fue concebido y planificado por gente bruta e imprudente. A esa gente ustedes la llaman con desdén, según creo,
Ostjuden.

—Con desprecio —acentuó Cósima.

—Sí; algo tan lamentable como la existencia de nacionalistas en tu familia, Alberto.

—¡Nos van emparentando las cosas feas! —sonrió.

Cósima esbozó una mueca, pero su rabia no nacía de lo que acababa de oír, sino de lo que había acontecido en el embarcadero, de la reacción de Alexander, de su creciente temor.

—Yo me pregunto —dijo Alexander sin advertir el disgusto que aumentaba a su lado— cómo harán para convencernos de que los nazis no quieren nuestra ruina.

—Supongo que por ahora se conformarán con mantenerlos alejados de los
Ostjuden,
que son los más numerosos y activos. Dividir para imperar. Un colega me dijo que la Cámara Germana de Comercio ha convocado a importantes empresarios judíos para rogarles que no se plieguen al boicot.

—Yo recibí esa invitación y no fui.

—Porque me escuchaste —susurró Cósima entre dientes—. Si siempre me escucharas...

—Fue bastante gente —comentó Alberto.

—Más razón tienen entonces los que exigen profundizar la unión con los
Ostjuden;
unirnos para enfrentar una maquinaria tan cínica —dijo Alexander.

—¡Basta! —explotó Cósima y hundió su cara en el pañuelo.

La situación se tornó muy incómoda. Alberto miró a Edith en busca de auxilio. Alexander apretó sus dedos sobre el volante y movió apenado la cabeza. El callado sollozo sacudía el cuerpo de Cósima.

—¿Qué ocurre? —preguntó Alberto a la oreja de Edith.

—Está asustada. Teme que nos ocurra algo grave. No quiere que papá se involucre.

Llegaron a Buenos Aires. Por las calles circulaban los peatones que no se resignaban a dar por finalizado el domingo. Alberto miró a su novia con comprensión: “También mi madre tiene reacciones inexplicables”.

Cósima lloró un rato, se serenó, sonó su nariz y luego abrió el bolso, del que extrajo la polvera. Alexander se abstuvo de hablar el resto del camino. Ofreció dejar primero a Alberto en su casa. Antes de arribar estiró su mano con dudas, pero anhelante, hacia la mejilla de su adorada mujer; la caricia no tuvo buena recepción.

El 28 de marzo se llevó a cabo el Día Mundial de Ayuno en protesta por las persecuciones que el régimen nazi había puesto en ejecución apenas tomó el poder. Una enfervorizada masa de judíos, bautistas, anglicanos y otras denominaciones expresó su repudio. La Iglesia Católica, en cambio, prefirió mantenerse al margen por potentes razones: no era clara la definición de Hitler respecto de sus prerrogativas en Alemania y, además, en el país se vivía un renacimiento de la fe bajo la protección del autoritarismo. A Edith le dolió esa egoísta indiferencia.

—No es indiferencia —observó Alberto—. La Santa Sede tiene más talento diplomático que todo el resto de los países juntos. Actuará a su debido tiempo.

Por la noche tuvo lugar el acto multitudinario en el Luna Park. El embajador Von Kaufmann desplegó ímprobas gestiones ante las autoridades nacionales y municipales para conseguir que lo prohibiesen. La policía adujo no entender las objeciones del embajador, pero impartió instrucciones poco claras. Esto permitió el ingreso de provocadores nazis y una aguerrida columna de la Legión Cívica. Se infiltraron entre el público y tomaron posición.

Los oradores volcaron denuncias concretas: en Alemania se llevaba adelante el exterminio de la oposición, se maltrataba a los políticos y se había puesto en marcha acciones antisemitas de un descaro sin precedentes en los tiempos modernos.

Los nazis y los legionarios empezaron a interrumpir los discursos con agravios a “la corrupción judía” y “la inmoralidad protestante”. Sordos rumores de asombro se extendieron entre los asistentes porque ignoraban la envergadura del sabotaje. Pero a medida que aumentaban las interferencias el público empezó a chistar, exigir silencio e identificar a los provocadores. Desde el estrado se les pidió que abandonasen el local. Pero ésta fue la señal que esperaban para iniciar la agresión física contra la concurrencia, empujando a hombres y mujeres de sus asientos. El indignado clamor ascendió rápidamente y los legionarios extrajeron sus cachiporras. Los nazis hicieron lo propio y el caos permitió que una columna avanzara hacia el estrado para apoderarse de los altavoces.

La policía de a caballo y de a pie mantuvo sus efectivos a distancia de quienes portaban insignias nazis o el emblema de la Legión Cívica. Sólo cuando el tumulto amenazó volverse incontrolable un oficial ordenó el uso de gases lacrimógenos. La gente, despavorida, se atropelló en los pasillos. Afuera prosiguió la batahola entre adictos y enemigos del Reich hasta que los cascos policiales decidieron restablecer el orden.

Como consecuencia de este agravio, la Cámara Israelita de Comercio e Industria decretó el comienzo del boicot contra productos y firmas nazis. Se fundó el Comité Contra las Persecuciones Antisemitas en Alemania y a renglón seguido quedó públicamente legitimada la Hilfsverein deutschsprechender Juden como la institución líder de los judíos alemanes.

En pocos meses la Hilfsverein recaudó una suma sin precedentes para propaganda y ayuda a los refugiados.

Con ese dato en la cabeza, a la salida del cine Alberto propuso a Edith que se sentaran en un restaurante. Ingresaron en uno tranquilo de la calle Rodríguez Peña. El maître los llevó a una mesa junto a un acuario donde los peces de colores dibujaban laberintos. Edith cerró la tapa del menú y prefirió escuchar las recomendaciones del maître. Eligió trucha asada con almendras y una delicada guarnición de verduras. Alberto optó por crêpes de queso y hongos. Ordenó vino blanco helado de la cosecha 1921. Luego la acarició con sus dulces ojos marrones.

—Edith, navegamos por aguas revueltas. Mi madre dispara sin cesar contra nuestro noviazgo, que jamás nombra de esa manera, por supuesto. Mónica es la única que me apoya, y su apoyo le cuesta ciertos inconvenientes; ya no sólo es la rebelde, sino la “peligrosa”. Papá ha cedido un poco, aunque no se anima a ir más lejos. Incluso llegó a suspirar: “¡Si se enterase Ricardo!”, mi tío Ricardo, como si fuese una vergüenza familiar, ¿te das cuenta?

Extrajo de la panera una galletita salada y la untó con manteca. Mordió un extremo y agregó:

—En muchas cosas papá es la antípoda de mi tío, pero en esto se frunce, como si tuviera miedo de que él le reprochase “¿ves adónde está llevando el liberalismo a tu familia?”

Masticó el resto de la galletita y tomó una mano de Edith.

—No les alcanza con saber que estás bautizada y sos católica: las ideas veterinarias de diferencia racial que ahora se han puesto de moda son más antiguas que el mismo nazismo. Mamá, en voz baja para que no escuchen los vecinos pero yo sí, te llama “la judía”. Esto me duele especialmente por papá, que no simpatiza para nada con los nazis.

Edith lo imitó con otra galletita.

—No me transmitís algo nuevo. Es estúpido y cruel, pero es el desafío que debemos afrontar. Por otra parte, querido, tampoco en mi casa las cosas van bien. Mis padres... te habrás dado cuenta el otro día, en el auto.

—Sí.

Probó el vino.

—¡Exquisito!

Les llenaron las copas.

—¡Por nosotros!

—¡Por nuestro amor!

Alberto apoyó su copa junto al platito del pan y la hizo girar lentamente.

—Confieso que miraba con envidia a tus padres —suspiró—. Admiraba su vínculo tan fuerte, su trato igualitario, su evidente amistad. Parecían muy aliados, muy compañeros. Los míos no son así. Hay una forma que llaman respeto, pero que en realidad es distancia. Distancia y soledad. No se dicen todo, ni lo comparten por supuesto. Supongo que se debe a la herencia de hábitos victorianos. Duermen juntos, pero no están juntos. Para encontrarse arman una cita. Los tuyos, en cambio, parecían unidos en todo.

—En todo. Mucho amor y comprensión y amistad. Pero últimamente...

—¿La Hilfsverein? ¿Es eso?

—Creo que sí. Mamá tiene miedo, premoniciones. Ha cambiado. Además del impacto que le produjo el incidente en la óptica, alguien le ha metido en la cabeza que papá, por el hecho de tener esposa e hija católicas, sería respetado por los nazis mientras no participara activamente en organizaciones judías. Si lo hiciera sería atacado para escarmiento general.

El mozo sirvió la trucha para Edith y los crêpes para Alberto.

—Mamá fue siempre valiente y osada. Incluso más que papá —mordió el primer bocado—. Sospecho de su confesor.

—¿Qué?

—Mamá se resiste a hablar del asunto, pero tengo indicios de que su confesor es antisemita. No digo que busque provocar una separación matrimonial, pero sí hacerla sufrir por haberse casado con un judío.

—¡No lo puedo creer!

—Hay que creer eso y cosas peores.

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