La mejor venganza (22 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

BOOK: La mejor venganza
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—Los aplastara —repitió Day, haciéndose la bromista.

—Si su conciencia le importuna…

Monza sintió una punzada de dolor en la mano enguantada cuando agarró con fuerza la vaina de la espada y sus retorcidos huesos rechinaron.

—La conciencia es una excusa para no hacer lo que hay que hacer. Aquí estamos hablando de tener las cosas bajo control. A partir de ahora, nos ceñiremos al hecho de matar a la gente una a una.

—¿Usted cree?

Monza se acercó de una zancada al envenenador, que retrocedió mientras su mirada nerviosa iba a su espada y luego a ella.

—No me ponga a prueba. Nunca. Una a una. Como he dicho.

—Usted es la clienta, por supuesto —dijo Morveer después de aclararse la garganta— Procederemos como ordene. Realmente no hay motivos para enfadarse.

—Oh, puedo asegurarle que cuando esté enfadada lo sabrá.

—Day, ¿cuál es la tragedia asociada con nuestra profesión? —Morveer miraba a Monza como apenado.

—Que no se nos aprecia —su ayudante acababa de hacer desaparecer en la boca el último trocho de corteza.


Precisamente
eso. Vamos, salgamos a dar una vuelta por la ciudad mientras nuestra clienta decide qué nombre de su pequeña lista merece nuestras atenciones. Creo que la atmósfera de este lugar huele un poquito a
hipocresía
. —Y echó a andar con aires de inocencia injuriada. Day le miró con esos ojos suyos de pestañas con el color de la arena, se encogió de hombros, se levantó, se quitó las miguitas de la pechera de la camisa y siguió a su maestro.

Monza se asomó por la ventana. La mayor parte de la muchedumbre se había dispersado. Varios grupos de gente nerviosa y la guardia ciudadana acababan de aparecer para bloquear la calle que se encontraba delante del banco, manteniéndose a buena distancia de las formas inmóviles que habían quedado tiradas en el empedrado. Se preguntó qué hubiera podido decirle Benna al enterarse de lo que había pasado. Lo más seguro, que se tranquilizara. Que lo analizara.

Cogió un arcón con ambas manos y gruñó mientras lo lanzaba por la habitación. Se aplastó contra la pared, lanzando trozos de yeso por todas partes para luego caer al suelo y abrirse, dispersando la ropa por él.

—He terminado —dijo Escalofríos, que la vigilaba desde la puerta.

—¡No! —exclamó ella—. No. Aún necesito que me ayudes.

—Matar a alguien mientras lo miras de frente es una cosa…, pero esto…

—El resto será diferente. Yo haré que lo sea.

—¿Unos asesinatos bonitos y limpios? Lo dudo. En cuanto decides comenzar a matar, es difícil controlar el número de muertes —Escalofríos movió lentamente la cabeza—. Morveer y su zorrita quizá puedan mirar hacia otro lado y sonreír, pero yo no.

—Y, ¿ya está? —se acercó despacio hasta él, como suele hacerse con los caballos asustadizos, a los que se les fulmina con la mirada para que se detengan—. ¿De vuelta al Norte, con cincuenta escamas para el viaje? ¿De vuelta a las greñas, a las camisas baratas y a la sangre en la nieve? Suponía que tenías orgullo. Suponía que querías hacer algo mejor que eso.

—Tienes razón. Quería ser mejor.

—Lo puedes ser. Quédate. ¿Quién sabe? A lo mejor puedes salvar muchas vidas —puso suavemente la mano izquierda encima de su hombro—. Llévame por el buen camino. Así podrás ser bueno y rico al mismo tiempo.

—Estoy comenzando a dudar de que un hombre pueda ser ambas cosas a la vez.

—Ayúdame. Tengo que hacerlo… por mi hermano.

—¿Estás segura? Los muertos son agua pasada. La venganza es por ti.

—¡Pues, entonces, por mí! —tras aquel sobresalto intentó que su voz volviera a ser tan melosa como antes—. ¿No puedo hacer nada para que cambies de parecer?

Él hizo un puchero con la boca cuando preguntó:

—¿No me iras a tirar otra vez cinco monedas, verdad?

—Eso no estuvo bien —levantó la mano y recorrió con ella el perfil de su mandíbula, intentando encontrar las palabras apropiadas que pudieran convencerle—. No te lo merecías. Perdí a mi hermano, que era lo único que tenía. Y no quiero perder nada más… —dejó la frase sin terminar.

Para entonces, Escalofríos la miraba de un modo muy raro. En parte enfadado, en parte ansioso, en parte avergonzado. Guardó silencio durante un buen rato, en el que ella pudo ver cómo tensionaba y luego relajaba los músculos de su rostro.

—Diez mil —dijo.

—Seis.

—Ocho.

—Hecho —Monza dejó caer la mano y ambos se miraron fijamente—. Vete haciendo el equipaje. Nos vamos dentro de una hora.

—De acuerdo —Escalofríos salió por la puerta con cara de culpable y ni siquiera la miró.

Eso era lo malo de las personas buenas. Que siempre salían muy caras.

III. SIPANI

«
La creencia en un origen sobrenatural del mal es superflua, porque los hombres son muy capaces por sí solos de hacer todas las maldades.
»

JOSEPH CONRAD

Menos de dos semanas después, unos hombres atravesaron la frontera para ajustar cuentas, ahorcaron al viejo Destort y a su esposa y quemaron el molino. Una semana más tarde, sus hijos fueron en busca de venganza, y Monza cogió la espada de su padre y los acompañó, con Benna lloriqueando a su lado. Le gustó hacerlo. Se le habían quitado las ganas de ser granjera.

Dejaron el valle para ajustar cuentas y no pararon durante dos años. Otros se les unieron, hombres que habían perdido el trabajo, la granja, la familia. Poco después todos quemaban cosechas, entraban violentamente en las granjas, tomaban lo que encontraban. Y un poco más tarde comenzaron a ahorcar a la gente. Benna creció muy deprisa y se convirtió en una persona muy lista y desalmada. ¿Qué otra opción le quedaba? Vengaban asesinatos, después robos, después timos y después supuestos timos. Como había guerra, siempre estaban sobrados de entuertos que vengar.

Entonces, a fínales del verano, Talins y Musselia firmaron una paz en la que ninguna de las partes ganó otra cosa que no fuesen cadáveres. Un hombre cubierto con una capa ribeteada de oro cabalgó hasta el valle con unos soldados y les prohibió tomar represalias. Los hijos de Destort, junto con los demás, se llevaron su botín y regresaron para hacer lo que habían estado haciendo antes de que comenzara toda aquella locura, siempre que no encontraran por el camino más locuras que hacer. Para entonces, a Monza ya le habían vuelto las ganas de ser granjera.

Pero sólo llegaron al pueblo.

Al lado de la destrozada fuente les esperaba una visión de esplendor marcial en la persona de alguien que se cubría con un peto de reluciente acero y que llevaba a la cadera la enjoyada empuñadura de una espada. Medio valle se había juntado para oírle hablar.

—¡Me llamo Nicomo Cosca, y soy capitán de la Compañía del Sol, la noble hermandad que lucha al lado de las Mil Espadas, la mayor brigada mercenaria de Styria! ¡Tenemos una cédula de reclutamiento expedida por el joven duque Rogont de Ospria y buscamos hombres! ¡Hombres con experiencia en la guerra, hombres con coraje, hombres a los que les guste la aventura y el sabor del dinero! ¿Alguno de vosotros está cansado de destripar terrones para ganarse la vida? ¿Alguno de vosotros ha pensado hacer algo mejor? ¿En ganar honor? ¿Gloria? ¿Riquezas? Si es así, ¡que se una a nosotros!

—Podríamos apuntarnos —dijo Benna con un susurro.

—No —dijo Monza—, no quiero luchar más.

—¡Apenas habrá que luchar! —exclamó Cosca, como si pudiera escuchar los pensamientos de Monza—. ¡Os lo prometo! ¡Y a los que vengan, se les pagará el triple! ¡Una escama por semana, más aparte del botín que les corresponda! Y, muchachos, ¡habrá muchísimo botín, creedme! Nuestra causa es justa… o lo bastante justa, y la victoria es segura.

—¡Podríamos apuntarnos! —Benna insistía—. ¿Quieres volver a destripar terrones? ¿A acostarte cansada por la noche, con la espalda rota y las uñas llenas de porquería? ¡Yo no!

Monza recordó todo lo que le había costado limpiar el campo de arriba, y pensó en lo que podría sacar si se apuntaba. Los hombres que habían decidido unirse a la Compañía del Sol, mendigos y granjeros en su mayoría, acababan de formar en fila. Un notario de piel negra había comenzado a anotar sus nombres en un libro de registro.

Monza se puso delante de ellos.

—Me llamo Monza Murcatto, hija de Jappo Murcatto, y este es mi hermano Benna: ambos somos combatientes. ¿Podría darnos trabajo en su compañía?

Cosca la miró con el ceño fruncido, y el hombre de piel oscura denegó con la cabeza.

—Necesitamos hombres con experiencia en la guerra, no mujeres y niños —y movió un brazo para que se fuera.

Pero ella ni se movió.

—Tenemos experiencia. Más que esos destripaterrones.

—Yo tengo trabajo para ti —dijo uno de los granjeros, envalentonado después de poner una marca en el papel—. ¿Qué tal si me chupas el culo? —y rió la gracia que acababa de hacer, hasta que Monza le tiró al barro de un golpe y le hizo tragarse la mitad de los dientes con la patada que luego le propinó con una de sus botas.

Nicomo Cosca observó aquella exhibición tan efectiva sin apenas enarcar una ceja.

—Sajaam, ¿la cédula de reclutamiento indica específicamente que tienen que ser hombres? ¿Qué palabra emplea?

El notario bizqueó al leer el documento:

—Doscientos jinetes y doscientos infantes, que deben ser personas bien equipadas y de calidad. Sólo hace referencia a «personas».

—Y «calidad» es un término impreciso. ¡Eh, chica! ¡Murcatto! Estás contratada, y también tu hermano. Haced una marca.

Asilo hicieron ella y Benna, y de aquella manera tan sencilla se convirtieron en soldados de la Mil Espadas. En mercenarios. El granjero se agarraba a la pierna de Monza.

—¡Mis dientes!

—Búscalos entre la mierda cuando cagues —le respondió ella.

Bajo los sones de una alegre gaita, Nicomo Cosca, famoso soldado de fortuna, sacó del pueblo a sus flamantes reclutas, que aquella noche acamparon bajo las estrellas y se recogieron alrededor de los fuegos del campamento mientras hacían planes respecto a lo ricos que se harían en la campaña que comenzaba.

Monza y Benna se acurrucaron juntos y se taparon los hombros con la manta que compartían. Cosca salió de la oscuridad, con la luz de la lumbre reflejándose en su peto.

—¡Ah! ¡Mis niños guerreros! ¡Mis afortunadas mascotas! ¿Hace frío, eh? —se despojó de su capa carmesí y la colocó sobre los cuerpos de los niños—. Quedaos con ésta. Podrá alejar la helada de vuestros huesos.

—¿Qué quiere por ella?

—Nada. Os la entrego con mis cumplidos.

—¿Por qué? —pregunto Monza con un gruñido, como sospechando algo.

—Porque, como dijo Stolicus, un capitán debe mirar siempre por la comodidad de sus hombres y después por la suya propia.

—¿Quién es ése?

—¿Stolicus? Vaya, el general más grande de la historia —Monza le miraba con los ojos en blanco—. Un antiguo emperador. El emperador más famoso de todos.

—¿Qué es un emperador? —preguntó Benna.

Cosca enarcó las cejas.

—Como un rey, pero más importante. Deberíais leer esto —sacó algo de un bolsillo y se lo puso a Monza en la mano. Era un librito con una cubierta roja muy desgastada y llena de arañazos.

—Yo sí lo leeré —lo abrió y echó un vistazo a la primera página, haciendo tiempo para que él se fuera.

—Ninguno de los dos sabemos leer —dijo Benna antes de que Monza le ordenara que se callase.

Cosca frunció el ceño y retorció entre el índice y el pulgar uno de los extremos de su bigote encerado. Monza aguardó nerviosa a que los devolviese de vuelta a la granja; pero, en lugar de eso, él se agachó lentamente hasta sentarse con las piernas cruzadas al lado de ellos.

—Niños, niños —y señaló la página—. Ésta de aquí es la letra «A».

Nieblas y susurros

Sipani olía a agua de mar salada y estancada, a humo de carbón, a excrementos y a orina, a vida agitada y a lenta decadencia, al punto de que a Escalofríos, a quien taparse la nariz le servía tanto como intentar ver la mano con la que lo hacía, le entraron ganas de vomitar. La noche era oscura, y la niebla tan densa que Monza, que caminaba tan cerca de él que casi le tocaba, era poco menos que una silueta fantasmal. Su farol apenas llegaba más allá de lo que diez piedras del pavimento, todas ellas relucientes por la humedad del rocío, distaban de sus botas. En más de una ocasión, Escalofríos había acabado dentro del agua. No era nada raro, porque en Sipani el agua siempre puede aparecer en cada esquina.

Los gigantes airados y retorcidos que los dominaban desde lo alto se convirtieron en edificios pringosos que no tardaron en quedar atrás. Unas figuras surgieron de la niebla como los shanka en la batalla de Dumbrec, para mudarse acto seguido en puentes, barandillas, estatuas y carretas. Los faroles bailoteaban en lo alto de las pértigas dispuestas en las esquinas, las antorchas ardían en los portales, las iluminadas ventanas relucían como si estuviesen colgadas en la penumbra, tan traicioneras como los fuegos fatuos que arden en los pantanos. Escalofríos forzó la vista en medio de la niebla y decidió tirar hacia un lado, pero sólo para encontrarse con que una casa avanzaba hacia él. Parpadeó y agitó la cabeza cuando el terreno pareció deslizarse bajo sus pies. Luego comprendió que era una barcaza que se movía por el agua siguiendo la dirección del sendero empedrado, la cual tenía las luces apagadas aún siendo de noche. Jamás le habían gustado las ciudades, la niebla y el agua salada. Encontrarse de golpe con las tres cosas juntas era como una pesadilla.

—Maldita niebla —musitó, mientras levantaba en alto el farol como si fuera a servirle de alguna ayuda—. No veo nada.

—Estamos en Sipani —dijo Monza, hablando por encima de un hombro—. La Ciudad de las Nieblas. La Ciudad de los Susurros.

El aire helado comenzaba a llenarse de extraños susurros. El omnipresente sonido de los lametazos del agua, el chasquido de las cuerdas de los botes de remos que se desplazaban por los ondeantes canales, las campanas que sonaban en la oscuridad, la gente que llamaba, las voces de todo tipo. Precios. Ofertas. Advertencias. Bromas y amenazas entremezcladas. Los ladridos de los perros, los maullidos de los gatos, los chillidos de las ratas. Retazos de música perdidos entre la bruma. Risas fantasmales que procedían del otro lado de las agitadas aguas, faroles que se mecían entre la oscuridad como si quienes los llevaban fuesen unos juerguistas que salieran en mitad de la noche para irse a la taberna, al burdel, al fumadero o a jugar a los dados. Todo aquello mareaba a Escalofríos, haciéndole sentir más enfermo que nunca. Era como si llevase enfermo varias semanas. Incluso desde que llegó a Westport.

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