La mejor venganza (26 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

BOOK: La mejor venganza
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—Según Eider, Ario y Foscar estarán protegidos por tres o cuatro docenas de guardias, algunos de ellos armados, aunque no muy acostumbrados a luchar, junto con seis guardaespaldas.

—¿Estás segura? —preguntó Escalofríos, sin poder eliminar su acento norteño.

—Habrá que jugar con la suerte, porque no creo que nos haya engañado.

—Para poder cogerlos con tanta gente alrededor necesitaríamos contar con más combatientes.

—Con más asesinos —puntualizó Cosca—. Insisto en que llamemos a las cosas por su nombre.

—Quizá con veinte —dijo Murcatto sin andarse con rodeos—, además de vosotros tres.

Veintitrés. Un número interesante. El calor besó una de las mejillas de Amistoso al quitar éste el seguro de la trampilla de la vieja estufa y abrirla con un chirrido. Veintitrés no podía ser dividido por ningún número, excepto por uno y por sí mismo. Nada de partes ni fracciones. Nada de medidas a medias. Nada parecido a la propia Murcatto. Levantó la enorme cazuela con ayuda del trapo que se interponía entre ella y sus manos. Los números no mienten. Al contrario que la gente.

—¿Cómo vamos a meter dentro a veinte hombres sin que nadie se dé cuenta?

—Se trata de una juerga —dijo Vitari—. Estará llena de artistas. Y nosotros podemos proporcionarlos.

—¿Artistas?

—Estamos en Sipani. Cualquiera es artista o asesino. No será difícil encontrar a unos cuantos que sean las dos cosas.

Aunque a Amistoso le hubieran dejado fuera de los planes que preparaban, no le importaba. Sajaam le había dicho que hiciera lo que le ordenase Murcatto. Y punto. Había aprendido hacía muchos años que la vida resulta más fácil cuando ignoras las maldades de la gente que te rodea. De momento, el estofado era su única preocupación.

Sumergió en él la cuchara de madera y probó su sabor. No estaba mal. Le concedió una puntuación de cuarenta y uno sobre cincuenta. El olor de la comida mientras se hacía, el vapor que producía al cocer, el sonido de los maderos al crepitar en la estufa, todo aquello le traía el agradable recuerdo de las cocinas de Seguridad. De los estofados, las sopas y los purés que solían preparar en grandes perolas. Hacía muchos años de aquello, cuando su cabeza descansaba bajo la protección reconfortante de todas las toneladas de piedra que tenía encima, cuando los números se sumaban entre sí, cuando las cosas tenían sentido.

—Ario querrá echarse tranquilamente un trago —decía Murcatto— y jugar, y desembarazarse de todos sus idiotas. Y entonces subirá a la suite real.

—Donde dos mujeres le estarán esperando, ¿no? —los labios de Cosca se abrieron en una mueca.

—Una de pelo negro y otra, pelirroja —Murcatto intercambió un gesto adusto con Vitari.

—Una sorpresa pensada para un emperador —dijo un divertido Cosca.

—Cuando Ario muera, que será al instante, entraremos por la ventana de al lado y le haremos a Foscar la misma visita —Murcatto dirigió su mirada burlona a Morveer—. Habrán apostado guardias en la parte superior de las escaleras para que comprueben que todo sigue bien mientras ellos están atareados. Usted y Day se preocuparán de ellos.

—¿Acaso lo duda? —el envenenador dejó de mirarse las uñas y le lanzó una mirada burlona—. Eso les va que ni
pintado a
nuestras habilidades, puedo asegurárselo.

—Esta vez intente no envenenar a media ciudad. Deberíamos poder matar a los dos hermanos sin llamar la atención. Si algo sale mal, entonces los artistas entrarán en acción.

El viejo mercenario toqueteó la maqueta con un dedo tembloroso y explicó:

—Ocupar el patio lo primero, después las habitaciones dedicadas al juego y a los fumadores, y luego asegurar las escaleras, desarmar a los invitados y juntarlos a todos. Con educación, por supuesto, y con exquisitas maneras. Sin perder el control.


Control
—el índice de la enguantada mano de Murcatto golpeó la superficie de la mesa—. Ésta es la palabra que quiero que grabéis en la frente de vuestras exiguas cabezas. Mataremos a Ario y luego a Foscar. Y si alguien supone un problema, se hace lo que haya que hacer, pero manteniendo los asesinatos al mínimo. Ya tendremos después bastantes problemas sin tener que contar además con un baño de sangre. ¿Lo habéis comprendido todos?

Cosca se aclaró la garganta antes de comentar:

—Un trago me ayudaría a comprenderlo todo…

—Lo he pillado —dijo Escalofríos, sin darle tiempo a añadir nada más—. Control, y la menor cantidad de sangre posible.

—Dos asesinatos —Amistoso dejó la cazuela encima de la mesa—. Primero uno, luego otro y ninguno más. La comida —y comenzó a repartirla en los cuencos.

Le habría gustado muchísimo estar seguro de que todos recibían el mismo número de trozos de carne. También el mismo número de trozos de zanahoria y de cebolla, el mismo número de alubias. Pero, para cuando hubiera podido contarlos todos, la comida se habría quedado fría. Además, sabía por experiencia propia que a la mayoría de la gente tanta precisión le resultaba desconcertante. En cierta ocasión, eso mismo había ocasionado que se pelease en la propia Seguridad, matando a dos hombres e hiriendo a otro. En aquellos momentos no tenía ganas de matar a nadie. Estaba hambriento. Por eso se contentó con servirle a cada uno de los presentes el mismo número de cazos de estofado, aun sintiendo cierta sensación de desasosiego.

—Está bueno —decía Day con la boca llena—. Es excelente. ¿Queda más?

—Amigo, ¿dónde aprendiste a cocinar? —preguntó Cosca.

—Pasé tres años en las cocinas de Seguridad. El hombre que me enseñó había sido el cocinero jefe del duque de Borletta.

—¿Qué hacía en la cárcel?

—Estaba allí por matar a su mujer, cortarla en trozos, hacer un estofado con ellos y luego comérselo.

En la mesa se hizo el silencio. Cosca carraspeó con fuerza para luego comentar:

—Confío en que hayas preparado este estofado sin tener que recurrir a la mujer de nadie.

—El carnicero me dijo que era cordero, y no tuve ningún motivo para dudarlo —Amistoso levantó en alto su tenedor—. Además, nadie vende la carne humana tan barata.

Se hizo uno de esos silencios incómodos que Amistoso siempre parecía suscitar con sólo pronunciar más de tres palabras seguidas. Entonces Cosca lanzó una risotada.

—Eso depende de las circunstancias. Y me trae a la memoria cuando encontramos a esos niños, ¿lo recuerdas, Monza? Fue después del asedio de Muris —aunque ella le mirase con el ceño más fruncido que nunca, él no pareció darse por aludido—. Encontramos a esos niños y se nos ocurrió vendérselos a unos traficantes de esclavos, pero tú pensaste…

—¡Por supuesto! —Morveer casi chillaba—.
¡Hilarante
! ¿Qué podría resultar más divertido que unos niños huérfanos metidos a esclavos?

Se hizo un nuevo silencio aún más tenso que el anterior, mientras el envenenador y el mercenario se fulminaban con la mirada. Amistoso había podido observar que los hombres encerrados en Seguridad solían mirarse de esa manera cuando llegaba sangre nueva y los presos tenían que vivir en un espacio más pequeño. En ocasiones metían juntos a dos hombres que no se entendían, que se odiaban el uno al otro desde el momento en que se veían. Porque eran muy diferentes o porque eran muy parecidos. Pero las cosas eran más difíciles de predecir fuera, por supuesto. Porque en Seguridad, cuando veías a dos hombres mirarse de esa manera, sabías que antes o después correría la sangre.

Un trago, un trago, un trago. Los ojos de Cosca fueron de la cara de aquel piojo atildado de Morveer al vaso lleno de vino que tenía y luego, a regañadientes, de los vasos de los demás a su mísera taza llena de agua, para finalmente detenerse en la botella de vino situada en medio de la mesa, cuya sola contemplación le dolía tanto como si le agarrasen los ojos con unas pinzas ardientes. Un movimiento rápido y la cogería. ¿Cuánto podría beber de ella antes de que se la arrebatasen de las manos? Poca gente podía beber más deprisa que él cuando las circunstancias lo exigían…

Entonces observó que Amistoso le miraba, y algo que había en los ojos inexpresivos y solitarios del presidiario le obligó a replantearse las cosas. ¡Maldición, él era Nicomo Cosca! O al menos lo había sido. Las ciudades habían temblado, etc. Había malgastado demasiados años pensando sólo en el siguiente trago. Era hora de mirar más allá, de beber después de haber hecho algo. Pero no le resultaba fácil cambiar.

Casi podía sentir el sudor que le salía por los poros. La cabeza le latía y aquellos latidos le ensordecían por lo que le dolían. Se rascó el cuello, porque le picaba, pero sólo consiguió que le picase más. Sonreía como una calavera, lo sabía, y hablaba de más. Pero, si no sonreía y hablaba, la cabeza le estallaría.

—… me salvó la vida en el sitio de Muris, ¿eh, Monza? ¿Fue en Muris, no? —apenas podía oír su voz cascada mientras hacía la pregunta—. Aquel bastardo llegó hasta mí como si acabara de salir de la nada. ¡Una estocada rápida! —al darle una puñalada al vaso con el dedo, estuvo a punto de volcarlo—. ¡Que le atravesó el corazón! Juro que ella le atravesó el corazón. Me salvó la vida. En Muris. Me salvó… la vida.

Fue como si casi deseara que le hubiese dejado morir. Fue como si la cocina diese vueltas, moviéndose y ladeándose como la cabina de un barco atrapado en una tempestad fatal. Se mantuvo a la espera para ver que el vino chapoteaba en los vasos, que el guisado salía de los cuencos, que los platos se deslizaban sobre la mesa. Aunque supiese que la única tormenta allí presente era la que él tenía dentro de la cabeza, se sorprendió de verse agarrado a la silla mientras la habitación parecía girar con evidente violencia.

—… y no habría sido tan malo si ella no hubiese vuelto a repetirlo al día siguiente. Recibí una flecha en el hombro y caí al maldito foso. Todos los combatientes lo vieron. Hacer que me sienta un idiota delante de mis amigos es una cosa, pero delante de mis enemigos…

—Te estás confundiendo.

—¿Que me confundo? —Cosca bizqueó al mirar a Monza, porque debía admitir que apenas podía recordar si la culpa era o no suya, por no hablar de lo sucedido en un asedio del que le separaban doce años de continua ebriedad.

—Yo estaba en el foso y tú bajaste de un salto y me sacaste de él. Arriesgaste la vida y recibiste un flechazo a cambio.

—Me parece algo muy sorprendente que yo haya podido hacer eso que dices —le resultaba muy difícil pensar en otra cosa que no fuese la imperiosa necesidad de echarse un trago—. Pero debo confesar que estoy teniendo ciertas dificultades para recordar los detalles. Si uno de vosotros pudiera pasarme el vino, entonces yo…

—Ya basta —ella tenía la mirada de siempre, la misma que tenía cuando le sacaba de las tabernas, aunque más encolerizada, más marcada e incluso con mucha más reprobación—. Tengo que matar a cinco hombres y no tengo tiempo para salvar a ninguno más. Y menos de su propia estupidez. No necesito a un borracho.

Todos los que se sentaban a la mesa guardaron silencio, mientras él comenzaba a sudar.

—No soy un borracho —dijo Cosca con voz aguardentosa—, simplemente me gusta el sabor del vino. Y me gusta tanto que tengo que probarlo con frecuencia o volverme violentamente enfermo —agarró el tenedor mientras la habitación daba vueltas a su alrededor, y congeló el rictus de dolor que era su sonrisa mientras los demás reían entre dientes. Que disfrutaran de la risa mientras pudiesen, porque Nicomo Cosca siempre reía el último. Siempre que no estuviese enfermo, por supuesto.

Morveer comenzaba a sentirse marginado. Aunque en compañía de otras personas, pocas, fuese un brillante conversador (huelga decirlo), nunca se sentía a gusto con bastante gente alrededor. Aquel escenario le recordaba otro más desagradable, el del comedor del orfanato, donde los chicos mayores se divertían tirándole comida, evidente y siniestro preludio de los susurros, cachetes, lanzamiento de mierda y demás tormentos que acaecerían en la nocturnal negrura de los dormitorios.

Los dos nuevos ayudantes de Murcatto, para cuya contratación ni siquiera había sido consultado, le creaban cierto malestar. Shylo Vitari, una torturadora que vendía información por su cuenta, era altamente competente, aunque dominada por una personalidad dominadora. Ya había colaborado antes con ella, y la experiencia no había sido agradable. Para Morveer, el concepto de infligir dolor personalmente era algo repugnante. Pero como Shylo conocía Sipani, tendría que aguantarla. De momento.

Nicomo Cosca era infinitamente peor. Un mercenario famoso por ser destructivo, traicionero y caprichoso, cuyos únicos códigos y escrúpulos se centraban en su propio beneficio. Un borracho golfo y mujeriego con el autocontrol de un perro rabioso. Un reincidente, pagado de sí mismo y propenso a hinchar épicamente sus propias habilidades, que era, precisamente, lo contrario de Morveer. Y mientras le hacían confidencias a aquel elemento tan peligrosamente impredecible y le contaban hasta el menor detalle de sus planes, todos parecían hacerle la corte al estremecedor infierno. Incluso Day, su ayudante, reía sus bromas sin tener la boca llena, lo que, admitámoslo, era muy raro.

—¿. un grupo de descreídos sentados alrededor de la mesa de un almacén vacío? —Cosca paseaba sus ojos inyectados en sangre alrededor de la mesa, porque acababa de hacer un chascarrillo—. ¿Hablando de máscaras, disfraces y armamento? No puedo ni imaginarme cómo es posible que un hombre de tan alto fuste como el mío haya terminado en semejante compañía. ¡Cualquiera pensaría que aquí hay algún asunto turbio!

—¡Exactamente mis propios pensamientos! —era la voz chillona de Morveer—. Jamás habría podido vivir tranquilo con una mancha como ésa en mi conciencia. Por eso he aplicado a vuestros cuencos un extracto de la flor de la viuda. ¡Espero que disfrutéis de vuestros últimos momentos de agonía!

Los seis rostros se volvieron hacia él completamente en silencio.

—Vamos, es una broma —dijo con voz burlona, comprendiendo al instante que su incursión verbal no había tenido el efecto deseado. Escalofríos dejó escapar un largo suspiro. Murcatto acarició con la lengua uno de sus caninos. Day seguía mirando su cuenco con el ceño fruncido.

—Me han dado puñetazos más divertidos en la cara —dijo Vitari.

—Humor de envenenador —todos veían la cara colorada de Cosca, aunque el golpeteo de su tenedor contra el cuenco y la tensión que podía verse en su mano derecha quitaran algo de efecto a su rostro—. Una amante mía murió envenenada. Desde entonces sólo siento asco por tu profesión. Y por todos sus representantes, naturalmente.

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