—Ese es el hombre que sigue de pie —dijo Vitari con una risotada—. Todos se arrodillan ante todos. No debes de saber mucho de política, ¿verdad?
—¿De qué?
—De mentiras. El Lisiado gobierna la Unión. Ese chico con tanto oro es como la máscara que lleva.
—Si te parecieras al Lisiado, seguro que llevarías una máscara igual… —dijo Cosca con un suspiro.
Los vítores que lanzaba la gente siguieron lentamente al rey y a la reina, dejando un silencio relativo tras ellos, que bastó para que Monza pudiese escuchar el traqueteo de las ruedas de un carruaje dorado que avanzaba avenida abajo. Varias veintenas de silenciosos guardias marchaban en columnas a ambos lados del mismo, sus armas menos brillantes que las de la Unión, pero más desgastadas por el uso. Los seguía una muchedumbre de gentileshombres a caballo, tan bien vestidos como inútiles.
Monza cerró con fuerza el puño derecho y estiró sus retorcidos huesos. El dolor le subió por los nudillos, por la mano, por el brazo, hasta sentir que su boca se torcía por una sonrisa siniestra.
—Ahí están —dijo Cosca.
Ario se sentaba a la derecha encima de unos cojines, bien cubierto, moviéndose despacio al ritmo del carruaje, su acostumbrada expresión de desprecio e indolencia bien pintada en el rostro. Foscar se sentaba a su lado, pálido y erguido, la cabeza al frente para captar hasta el menor sonido. El gato mandón y el perrito ansioso juntos sin más.
Gobba no era nadie. Mauthis sólo había sido un banquero. Orso apenas repararía en las nuevas caras que los suplantarían. Pero Ario y Foscar eran hijos suyos. Su preciada carne. Su futuro. Si lograba matarlos, sería como si la hoja que les había clavado a ellos se la hubiese clavado a Orso en su propia barriga. La sonrisa de Monza creció al imaginarse la cara que pondría cuando se lo dijeran.
—¡Excelencia! ¡Vuestros hijos… han muerto!
Un súbito chillido rasgó el silencio:
—¡Asesinos! ¡Escoria! ¡Bastardos de Orso! —varios brazos se agitaron entre la muchedumbre, porque algunos de los presentes querían romper el cordón de soldados—. ¡Sois la maldición de Styria! —entonces los comentarios airados se desbordaron y una especie de marea corrió entre los espectadores. Aunque Sotorius se hubiese declarado personalmente neutral, al pueblo de Sipani no le gustaban Orso ni su descendencia. Sabían que después de que rompiera con la Liga de los Ocho, ellos serían los siguientes. Algunos hombres siempre quieren más.
Dos de los gentileshombres desenvainaron sus aceros. Cuando el metal brilló donde se terminaba la muchedumbre, pudo escucharse un grito sofocado. Foscar seguía de pie en el carruaje, mirando fijamente a la muchedumbre. Ario tiró de él hacia abajo y se repantigó en su asiento para seguir mirándose las uñas.
El disturbio había terminado. El carruaje seguía traqueteando, los gentileshombres habían vuelto a su formación, los soldados con la librea de Talins avanzaban afanosamente tras ellos. El último de ellos pasó por debajo del tejado del almacén, avenida abajo.
—Y el espectáculo ha terminado —dijo Cosca con un suspiro, apartándose de la barandilla y dirigiéndose hacia la puerta que conducía a las escaleras.
—Me gustaría que hubiese terminado para siempre —comentó Vitari mientras se volvía.
—Mil ochocientos doce —dijo Amistoso.
—¿Qué? —Monza se le había quedado mirando.
—La gente. En el desfile.
—¿Y?
—Ciento cinco piedras preciosas en el collar de la reina.
—¿Acaso te he hecho la puñetera pregunta?
—No —Amistoso seguía a los otros en dirección a las escaleras.
Monza se quedó sola y pensativa bajo el viento que arreciaba, contemplando la avenida donde la muchedumbre comenzaba a dispersarse, mientras seguía apretando con fuerza el puño y las mandíbulas, v también con dolor.
—Monza —no era cierto que estuviese sola. Cuando volvió la cabeza, Escalofríos la estaba mirando a los ojos, más cerca de lo que le hubiese gustado. Era como si le costase encontrar las palabras exactas—. Es como si nosotros no…, no sé. Desde Westport…, sólo quería preguntarte…
—Mejor que no me preguntes nada —pasó a su lado, rozándole, y desapareció.
Nicomo Cosca cerró los ojos, se lamió los risueños labios, inspiró profundamente por la nariz, anticipándose a la sensación que adivinaba, y levantó la botella. Un trago, un trago, un trago. La familiar promesa del gollete al tocar los dientes, la refrescante humedad en la lengua, la tranquilizadora sensación de la garganta que ingiere el líquido… todo magnifico…, si aquel líquido no hubiese sido agua.
Empapado en sudor y vestido sólo con el camisón, acababa de levantarse furtivamente del lecho para bajar a la cocina en busca de vino. O de cualquier otro brebaje capaz de embriagar a un hombre. Lo que fuera, y le costara lo que costase, con tal de que el polvoriento dormitorio dejara de dar vueltas a su alrededor como un carruaje que se sale de la carretera; con tal de que las hormigas que se paseaban por todo su cuerpo y el dolor de cabeza que le machacaba constantemente desaparecieran. A la mierda el cambio; a la mierda la venganza de Murcatto.
Como suponía que todos estarían acostados, se retorció de frustración al comprobar que Amistoso se encontraba al lado de la estufa, preparando las gachas que serían el desayuno de todos. Pero luego (tuvo que admitir que le resultaba extraño) se alegró de encontrarse en compañía del presidiario. Había algo mágico en el aura de tranquilidad que rodeaba a Amistoso. Su aplomo era tan grande que lo disfrutaba en silencio, sin importarle lo que los demás pudieran pensar. Y eso bastó para que Cosca se decidiera a buscar la tranquilidad que le era tan necesaria. Una tranquilidad que nada tenía que ver con el recogimiento, porque estuvo hablando sin que nadie le interrumpiese hasta que las primeras luces se insinuaron por los resquicios de las contraventanas para dar paso a la aurora.
—¿Que por qué diablos estoy haciendo esto a mis años, Amistoso? ¿Luchar, a mi edad? ¡Luchar! Jamás me gustó esa parte del negocio. ¡Y estar en el mismo bando que ese gusano autocomplaciente de Morveer! ¿Al lado de un envenenador? Esa manera suya de matar a la gente apesta. Y soy completamente consciente, por supuesto, de estar rompiendo la primera regla del soldado.
Amistoso levantó imperceptiblemente una ceja sin dejar de mover las gachas. Aunque Cosca estuviese casi seguro de que el presidiario sabía a qué se debía su presencia en la cocina, Amistoso no lo dio a entender. Por lo general, los presidiarios son gente muy educada, porque los malos modos suelen resultar fatales en la cárcel.
—¿La primera? —preguntó Amistoso.
—Jamás luches a favor de los perdedores. Aunque siempre despreciara al duque Orso de una manera ardientemente apasionada, hay un abismo tan enorme como potencialmente fatal entre odiar a un hombre y hacerlo todo por él —golpeó blandamente con un puño la superficie de la mesa, y la maqueta del palacio de Cardotti se estremeció—. Sobre todo, si aplicamos esta teoría al comportamiento de cierta mujer que ya me traicionó una vez…
Como la paloma doméstica, que siempre vuelve a la jaula que ama y odia al mismo tiempo, su mente volvía a Afieri después de los nueve años que había malgastado. Como en tantas ocasiones, ya fuera en habitaciones perennemente apestosas, en pensiones de mala muerte o en tabernas destartaladas, dispersas a lo largo y ancho del Círculo del Mundo, se imaginó los caballos bajando con un galope atronador por la larga pendiente, con el sol a la espalda. Bonita demostración, aunque un tanto ostentosa, pensó mientras llegaba la caballería y él sonreía entre las brumas del alcohol para ver cómo quedaba. Recordó su desánimo al comprobar que los jinetes no se detenían. La enfermiza sensación de horror cuando chocaron con sus propias líneas desprevenidas. La mezcla de furia, desesperación, disgusto, ebriedad y vértigo cuando montó en su caballo para huir, mientras su destartalada brigada caía a su alrededor, hecha añicos junto con su reputación. La misma mezcla de furia, desesperación, disgusto, ebriedad y vértigo que a partir de entonces le había seguido como si fuera su sombra. Al ver el reflejo distorsionado de su cara marchita en el curvo vidrio de la botella de agua, frunció el ceño.
—Los recuerdos de nuestras glorias se disipan —dijo entre susurros— y se pudren, dando paso a anécdotas de medio culo, ligeras y tan poco convincentes como las mentiras que suelta la vil chusma. Los fallos, las decepciones, los pesares, mantienen la crudeza de cuando sucedieron. La sonrisa de una niñita, a la que jamás dimos importancia. Una pequeña injusticia, por la que culpamos a otro. Un hombro sin nombre, que nos golpeó entre la muchedumbre y nos dejó cabreados durante días o meses. Para siempre —torció un labio—. El pasado está construido con todo eso. Los momentos mezquinos que nos convierten en lo que somos.
Amistoso seguía sin decir nada, haciendo que Cosca hablase aún más que si le hubiese dicho algún cumplido.
—Y ninguno fue más amargo que aquel en que Monzcarro Murcatto se volvió contra mí, ¿eh? Debería vengarme de ella en lugar de ayudarla a vengarse. Debería matarla, junto con Andiche, Sesaria, Victus y todos los bastardos de las Mil Espadas que antaño fueron amigos míos. Por eso mismo, Amistoso, me hago la siguiente pregunta: ¿Qué
cojones
hago en este sitio?
—Hablar.
Cosca lanzó una risotada.
—Como siempre. En lo que concierne a las mujeres, mi juicio siempre fue muy pobre —tosió mientras reía—. A decir verdad, mis juicios siempre han sido desacertados. Por eso, mi vida no ha sido más que una serie de sobresaltos —dejó la botella encima de la mesa con un pequeño golpe—. ¡Pero, basta ya de filosofía barata! Lo cierto es que necesito una oportunidad, que necesito cambiar y, lo que es más importante, que necesito desesperadamente el dinero —se levantó—. Que se joda el pasado. ¡Soy Nicomo Cosca, maldición! ¿Miedo? ¡Me río en su cara! —hizo una pausa momentánea y añadió—: Y ahora me vuelvo a la cama. Mis más sentidas gracias, maese Amistoso, tu conversación es de las más agradables que haya conocido.
Durante un instante, el presidiario apartó la mirada de las gachas.
—Pero si apenas he dicho una palabra.
—Pues por eso.
El desayuno de Morveer reposaba encima de la mesita del pequeño dormitorio que ocupaba, el cual debía de haber sido la despensa superior de aquel almacén, para entonces abandonado, que se levantaba en uno de los distritos más insalubres de Sipani, una ciudad que siempre había despreciado. El refrigerio consistía en un cuenco de aspecto informe que estaba lleno de gachas de cebada, una copa vieja de té hirviente, un vaso barato lleno de leche medio agria y agua templada. Al lado de todo aquello, puestos en fila, había hasta diecisiete viales, botellas y tarros, llenos con sus correspondientes pastas, líquidos y polvos, y ordenados desde los colores menos claros hasta el blanco, pasando por el tono oscuro del cuero y el azul verdoso del aceite de escorpión.
Morveer metió a regañadientes la cuchara en las gachas y se la llevó a la boca. Mientras deglutía su contenido con escaso apetito, levantó los tapones de los cuatro primeros recipientes, sacó una aguja centelleante del paquete, la hundió en el primer recipiente y luego se pinchó con ella en el dorso de la otra mano. Luego volvió a repetir la misma operación con los tres recipientes restantes y arrojó lejos la aguja. Al ver que una pequeña perla de sangre brotaba de cada uno de los pinchazos, parpadeó y hundió nuevamente la cuchara en el cuenco, apoyándose en el respaldo de la silla y dejando que su cabeza colgase al sentir el mareo.
—¡Maldito larync! —exclamó, pensando que era preferible soportar una pequeña dosis todas las mañanas, a pesar de las leves molestias que ello le ocasionase, que otra mayor, administrada por malicia o despiste, que podría reventarle todos los vasos sanguíneos del cerebro.
Hizo de tripas corazón para tomarse otra cucharada de gachas frías, abrió la lata que estaba al lado, sacó un pellizquito de raíz de mostaza, cerró una de sus fosas nasales y lo aspiró por la otra. Se estremeció cuando el polvo quemó los circuitos de su nariz y le dejó insensibles dientes y labios. Se bebió un buen trago de té y descubrió que quemaba mucho, tanto que estuvo a punto de vomitarlo.
—¡Maldita raíz de mostaza! —aunque, en varias ocasiones, hubiera empleado eficazmente aquella porquería contra varios objetivos, no le apetecía convertirse personalmente en uno de sus consumidores. Todo lo contrario. Tomó un sorbo de agua e hizo gárgaras con él, en un vano intento por eliminar su sabor acre, sabiendo que seguiría agazapado detrás de su nariz durante varias horas.
Puso en fila los seis receptáculos siguientes y los desenroscó o les quitó el tapón, según lo que correspondiese. Habría podido beberse el contenido de todos ellos uno tras otro, pero los largos años que llevaba desayunándose de aquella singular manera le habían enseñado que lo mejor era tomárselo todo al tiempo. Así pues, midió las cantidades apropiadas, las echó en el vaso de agua, las mezcló cuidadosamente con la cuchara, se concentró y, haciendo aspavientos, se lo tragó todo de tres veces.
Morveer dejó el vaso en el suelo, se enjugó las lágrimas y se permitió lanzar un pedo acuoso. Sintió un amago de náusea que desapareció al momento. A fin de cuentas, llevaba veinte años haciéndolo durante todas las mañanas. Si aún no se había acostumbrado…
Fue hacia la ventana, abrió sus jambas de par en par y metió la cabeza entre ellas, justo a tiempo de rociar con su magro desayuno el mísero callejón que se encontraba al lado del almacén. Emitió un gemido de amargura mientras se echaba hacia atrás, se quitó el moco ardiente que tenía en la nariz y caminó con paso incierto hacia el lavabo. Llenó la pileta de agua y se la echó por toda la cara, mirando fijamente su reflejo en el espejo cuando el agua cayó goteando de sus cejas. Lo peor de todo aquello era que tenía que obligar a sus tripas rebeldes a aceptar más gachas. Uno más de todos los sacrificios anónimos con los que se castigaba para seguir siendo uno de los mejores.
Los demás niños del orfanato nunca apreciaron sus talentos especiales. Tampoco su maestro, el infame Moumah-yin-Bek. Su mujer tampoco le apreciaba. Tampoco los numerosos aprendices que había tenido. Y en aquellos momentos le parecía que su reciente patrona tampoco apreciaba su falta de egoísmo, su inquietud, los (no, no era ninguna exageración)
heroicos
esfuerzos que hacía para caerle bien a ella. Nicomo Cosca, aquel disoluto y viejo pellejo de vino, recibía mucho más respeto que él.