—Usted es la generosidad en persona, general Cosca.
—Soy la avaricia personificada, que no es lo mismo, pero que se le parece un poco. Y ahora vayamos a cenar. ¿A alguno de los presentes le apetece beber algo? Ayer mismo, en una casa señorial situada corriente arriba, conseguimos una caja de botellas de una añada excelente y…
—Mejor será que, antes de comenzar con las frivolidades, discutamos nuestra estrategia —la aguda voz del coronel Rigrat le daba la misma dentera que el torno del dentista en las muelas de atrás, las más sensibles. Todo en él parecía agudo, afilado o preciso: su rostro, su voz, su autosatisfacción de militar que aún no había cumplido los cuarenta y su uniforme bien planchado, porque antes había sido el segundo al mando bajo las órdenes del general Ganmark y en aquellos momentos lo era bajo las de Foscar. Presumiblemente, era el cerebro militar de aquella operación, mientras que ellos representaban su vertiente mercenaria—. Ahora, mientras todos mantenemos intacto nuestro ingenio.
—Cualquier hombre joven de los que sirven a mis órdenes —decía Cosca, pero Rigrat no era joven ni mucho menos hombre, al menos no según lo que Cosca entendía por tal— sabe muy bien que no suelo perder fácilmente el ingenio. ¿Ha pensado algún plan?
—¡Así es! —con una floritura, Rigrat sacó su bastón. De repente, Amistoso salió del olivo más cercano y llevó las manos a las empuñaduras de sus armas. Con una débil sonrisa y una floritura de su mano, Cosca le envió de nuevo a la sombra de los árboles. Nadie se había enterado de lo sucedido.
Aunque Cosca hubiera sido soldado durante toda su vida, o algo que se le parecía, seguía sin saber para qué sirven los bastones. Porque con un bastón no se puede matar a nadie, ni siquiera aparentar que se pueda hacer. No sirve para clavar los vientos de la tienda, tampoco de espetón para cocinar un buen trozo de carne, ni siquiera para empeñarlo por algo de dinero. Quizá los hubieran inventado para rascarse esas partes difíciles en que se estrecha la espalda. O para estimular el ano. O, simplemente, para indicar que el que lo lleva es un necio. Para eso, reflexionaba él, mientras Rigrat apuntaba al río con su bastón de manera muy pedante, sí que servía, y muy bien.
—¡Ahí están los dos vados que cruzan el Sulva! ¡El superior… y el inferior! Aunque el inferior sea el más ancho y seguro de cruzar —el coronel indicó el punto donde la sucia tira de tierra de la carretera imperial se encontraba con el río, la corriente de reluciente agua que se perdía entre los meandros del valle situado más abajo—, el superior, a un kilómetro y medio más o menos corriente arriba, también puede utilizarse en esta época del año.
—¿Dice que hay dos vados? —la existencia de aquellos malditos vados era un hecho sobradamente conocido. El propio Cosca cruzó gloriosamente uno de ellos cuando fue a Ospria para ser agasajado por la gran duquesa Sefeline y sus súbditos, emprendiendo la fuga por el otro después de que aquella zorra intentase asesinarle. Sacó la gastada petaca del bolsillo de su guerrera. La misma que Morveer le había tirado a la cara en Sipani. Desenroscó la tapa.
Rigrat le obsequió con una mirada asesina y comentó:
—Creía que nos habíamos puesto de acuerdo en no beber hasta que hubiésemos discutido la estrategia.
—Usted se puso de acuerdo. Yo simplemente me quedé callado —Cosca cerró los ojos, respiró profundamente, empinó la petaca y se echó un largo trago y otro después, sintiendo que la boca se le refrescaba y que su garganta reseca quedaba bien lavada. Un trago, un trago, un trago. Suspiró con alegría—. No hay nada como un trago al atardecer.
—¿Puedo continuar? —dijo Rigrat con un siseo, mostrando la poca paciencia que tenía.
—Claro, muchacho, tómese su tiempo.
—Pasado mañana, al amanecer, usted dirigirá a las Mil Espadas por el cruce del vado inferior…
—¿Dirigir? ¿Se refiere a cabalgar al frente?
—¿Desde qué otro sitio suele dirigir el comandante en jefe?
—Pues desde el que sea —Cosca intercambió una mirada de perplejidad con Andiche—. ¿Ha estado usted alguna vez en el frente de batalla? Las probabilidades de morir en él son muy altas.
—Extremadamente altas —corroboró Victus.
—Pues diríjalas desde la posición que le plazca —Rigrat apretaba los dientes—, pero que las Mil Espadas crucen por el vado inferior, respaldadas por nuestros aliados de Etrisani y de Cesale. El duque Rogont no tendrá más remedio que atacarle con todas las fuerzas a su mando, esperando aplastarle mientras cruza el río. Cuando esté comprometido en la lucha, nuestros regulares de Talins saldrán de su escondite y cruzarán el vado superior. Tomaremos al enemigo por el flanco y entonces… —y, con un ruido muy seco, golpeó con el bastón la palma de su otra mano.
—¿Les golpeará con un bastón?
No pareció que Rigrat encajara la broma. Cosca se preguntó por qué nunca se reía.
—¡Con acero, señor, con acero! ¡Los desbarataremos y los pondremos en fuga, y así se terminará la molesta Liga de los Ocho!
Se hizo una larga pausa. Cosca enarcó una ceja a Andiche y Andiche se la enarcó a él. Sesaria y Victus se miraron al mismo tiempo el uno al otro. Rigrat se golpeó en la rodilla con el bastón, tan impaciente como siempre. El príncipe Foscar se aclaró nuevamente la garganta y, muy nervioso, echó la barbilla hacia delante, diciendo:
—¿Qué le parece, general Cosca?
—Hum —Cosca movió la cabeza con pesimismo y miró las chispeantes aguas del río con el ceño más fruncido que conocía—. Hum. Hum. Hummm.
—Humm —Victus se daba golpecitos con un dedo en sus fruncidos labios.
—Humf —Andiche acababa de vaciar de aire sus mofletes.
—Humrrrrm —la voz poco convencida de Sesaria retumbaba como en un pozo profundo.
Cosca se quitó el sombrero para rascarse la cabeza y luego volvió a ponérselo, dando un capirotazo a la pluma mientras decía:
—Huuummmmmmmmmmm…
—¿Eso quiere decir que lo desaprueba?
—Vaya, ¿he mostrado algunas dudas al respecto? Pues entonces es que no puedo dejar de referíroslas, porque me quedaría con mala conciencia. No estoy seguro de que las Mil Espadas se amolden a la tarea que se les ha asignado.
—Yo tampoco estoy convencido —dijo Andiche.
—No se amoldan bien —dijo Victus.
Sesaria era toda una mole de desgana.
—¿Acaso no se les paga bien por sus servicios? —la pregunta de Rigrat era más bien una exigencia.
—Claro que sí —Cosca chasqueó la lengua—, las Mil Espadas combatirán, ¡puede estar seguro de eso!
—¡Lucharán hasta el último hombre! —aseguró Andiche.
—¡Como diablos! —añadió Victus.
—Pero lo que me concierne como capitán general es la manera de conseguir que luchen con la máxima efectividad. Han perdido dos jefes en un breve espacio de tiempo —echó la cabeza hacia un lado como si lamentase lo último que acababa de decir, porque no le beneficiaba gran cosa.
—Murcatto y después Fiel —Sesaria suspiró, como si él no hubiera sido uno de los responsables de que el mando supremo hubiese pasado por tantas manos.
—Las Mil Espadas se han visto relegadas a funciones de apoyo.
—De reconocimiento —se lamentó Andiche.
—De limpieza de los flancos —dijo Victus con un gruñido.
—Su moral se encuentra muy decaída. Aunque hayan recibido una buena paga, el dinero nunca supone la mejor motivación para arriesgar la vida —hubiera debido añadir que aquello último aún lo era menos para un mercenario—. Arrojarlos al fragor de la batalla que tiene lugar contra un enemigo tan contumaz como desesperado, mano a mano… No estoy diciendo que vayan a derrumbarse, pero… bueno —Cosca era todo muecas mientras se rascaba despacio el cuello—. Sí que se podrían derrumbar.
—Espero que no sea un ejemplo más de los que ilustran su notoria aversión por el combate —dijo Rigrat con tono de burla.
—¿Aversión… a combatir? Pregunte a quien quiera, ¡soy como un tigre! —Victus reprimió la risa a costa de lanzar un moco que se le pegó en la barbilla, pero Cosca lo ignoró—. Se trata simplemente de dar con la herramienta más apropiada para la operación. Uno no emplea un sable para talar el árbol que se le resiste. Emplea un hacha. A menos que sea un asno integral —el joven coronel abrió la boca para protestar, pero Cosca se le adelantó con sus palabras melifluas—. En general, el plan está bien fundamentado. De militar a militar, le felicito a usted sin ninguna reserva —Rigrat se sentía incómodo, porque, a pesar de que todo indicase que le estaba tomando por idiota, no podía asegurarlo al cien por cien—. Por todo lo dicho, lo más acertado sería que sus tropas regulares de Talins (puestas a prueba recientemente en Visserine y después en Puranti, y entregadas por entero a la causa que es la suya, que están acostumbradas a la victoria y que, por ello, poseen la más elevada moral) cruzasen el vado inferior y entablasen combate con los de Ospria, por supuesto que con el refuerzo de nuestros aliados de Etrisani y de Cesale, y todo lo demás —y señaló hacia el río con su petaca, un complemento que se le antojaba mucho más útil que un bastón, puesto que nadie puede emborracharse con uno—. Las Mil Espadas cumplirían su misión mucho mejor si se desplegasen en terreno firme. ¡Esperando, para caer en el momento apropiado! ¡Para cruzar el vado superior con ímpetu y vigor y atacar al enemigo que se retira!
—Es el mejor sitio para atacar al enemigo —musitó Andiche. Victus sonrió burlón.
Cosca terminaba su exposición moviendo la petaca de manera muy florida:
—De esta suerte, su animoso coraje y nuestra fiera pasión serían empleados de la manera más conveniente. Se compondrían canciones, conseguiríamos la gloria, haríamos historia, Orso se convertiría en rey… —hizo una gentil reverencia a Oscar—, como vos, Alteza, a su debido momento.
—Sí. Sí, lo comprendo —Foscar miró preocupado los vados—. Aunque la cuestión es que…
—¡Entonces estamos de acuerdo! —Cosca le pasó un brazo por los hombros mientras le conducía hacia la tienda—. ¿No fue Stolicus quien dijo que los grandes hombres siempre marchan en la misma dirección? ¡Creo que sí! ¡Pues marchemos juntos a cenar, amigos míos! —Señaló con un dedo las montañas, que se iban tornando más oscuras mientras Ospria destellaba en el atardecer—. ¡Juro que tengo tanta hambre que me comería una ciudad entera! —y el calor de las risas le acompañó hasta la tienda.
Escalofríos se sentaba con el ceño fruncido y bebía.
El enorme comedor del duque Rogont era la habitación más grande en la que jamás se hubiese emborrachado. Cuando Vossula le comentó que Styria estaba llena de maravillas, debía de referirse a cosas como aquélla, y no a los asquerosos muelles de Talins. Debía de ser cuatro veces mayor que la gran sala que Bethod tenía en Carleon, y, por lo menos, el triple de alta. En las paredes, de un mármol claro que se hallaba surcado por vetas negro azuladas y por otras más tenues y brillantes, alguien había tallado hojas de viña. Éstas, al entremezclarse con la hiedra que crecía en las paredes, creaban un efecto tan curioso que, entre las sombras que bailaban en la sala, resultaba difícil diferenciar las plantas de verdad de las que estaban esculpidas. Las cálidas brisas vespertinas, que entraban por unas ventanas tan grandes como las puertas de un castillo, hacían que las llamas anaranjadas de un millar de lámparas de araña parpadearan y se meciesen, bañando con su agradable luz todo lo que tocaban.
Un lugar de magia y de majestuosidad, construido por los dioses para que los gigantes habitasen en él.
Pero, por desgracia, la gente que se refugiaba en su interior estaba tan lejos de los unos como de los otros. Mujeres con ropas vistosas, acicaladas, enjoyadas y maquilladas para parecer más jóvenes, o más delgadas o más ricas de lo que eran. Hombres con casacas de colores chillones, que llevaban encajes en el cuello y unas pequeñas dagas doradas al cinto. Si, nada más ver a Escalofríos, sus rostros empolvados le miraban con leve desdén, como si su carne fuese de ínfima calidad, cuando él les mostraba la parte izquierda del rostro, el horror cercano a la náusea que veía en ellos le hacía sentir una extraña sensación, formada en sus tres cuartas partes por satisfacción siniestra y en una cuarta parte por el espanto que sentía hacia sí mismo.
En los festines que acontecían en aquel sitio solía ser frecuente que algún bastardo estúpido, feo y mezquino acabara metiéndose con alguien sin ningún motivo en particular, porque las bebidas pasaban de mano en mano, convirtiendo la velada en una molestia para todos. Aquella noche parecía haberle llegado el turno a él. Carraspeó, arrancó una flema y la lanzó sonoramente hacia el reluciente suelo.
El hombre de casaca amarilla con faldones largos que se sentaba en la mesa contigua a la suya lo observó y esbozó una sonrisa en sus labios protuberantes. Escalofríos se inclinó hacia él y clavó la punta de su cuchillo encima de la bien pulimentada mesa, preguntando:
—¿Tienes algo que decirme, mequetrefe? —el individuo palideció y se volvió hacia sus amigos, sin decir palabra—. Atajo de bastardos cobardes —Escalofríos hundió la boca en su copa de vino, la vació enseguida y exclamó, tan claro y fuerte como para que le oyeran los que estaban a más de tres mesas de distancia—: ¡En esta jodida muchedumbre no hay ni un solo hueso duro!
Entonces pensó en lo que el Sabueso habría podido hacerles a todos aquellos mequetrefes que se reían con disimulo. O Rudd Tresárboles. O Dow el Negro. Sólo con pensarlo, lanzó un bufido siniestro, pero su risa se truncó casi al instante. Si se burlaban de alguien, era de él. A fin de cuentas, estaba allí en medio de ellos, dependiendo de su caridad, sin poder llamar amigo a nadie. O eso creía.
Miró con cara de enfado la mesa situada encima del estrado que dominaba toda la sala. Rogont se sentaba entre sus huéspedes más distinguidos, enseñando los dientes mientras sonreía a todo el que quisiera mirarle, como si fuese una resplandeciente estrella del cielo nocturno. Monza se sentaba a su lado. Aunque Escalofríos no pudiera verla bien desde su posición, por no hablar de que su mirada estaba un tanto empañada por la cólera y por todo el vino que había tomado, le pareció que reía. Sin duda, disfrutaba por no tener que seguir tirando de su errante chico tuerto.
El Príncipe de la Prudencia era un bastardo de apariencia elegante. Con dos ojos, claro. A Escalofríos le habría gustado partirle esa cara tersa y de presumido que tenía. A martillazos, como Monza había hecho con la cabeza de Gobba. O simplemente a puñetazos. Reventárselo con las manos. Convertirlo en añicos de color rojo. Agarró su cuchillo con mano temblorosa mientras revolvía en su mente una historia enloquecida que tenía que ver con su muerte. Se deleitó en sus detalles sangrientos, dándoles vueltas hasta verse a si mismo como un hombre enorme, mientras Rogont gemía pidiendo merced y se meaba encima, y los retorció de un modo demencial. De tal suerte, en aquella historia que se estaba imaginando, Monza le deseaba muchísimo mientras esperaba a que terminase. Y él, mientras se imaginaba todo aquello, no dejaba de vigilarles a los dos con su ojo entornado.