La mejor venganza (73 page)

Read La mejor venganza Online

Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

BOOK: La mejor venganza
13.98Mb size Format: txt, pdf, ePub

No era lugar para alguien que tuviese miedo a las alturas.

Pero Monza ocupaba su mente con otras cosas. Lo único que intentaba era que nada le importase, y que cuanto antes dejara de importarle, mejor. Fue rápidamente al rincón más protegido y se acurrucó al lado de su lámpara y de su pipa, imitando a la persona que se está helando y que sólo puede calentarse con el fuego. Mordió la boquilla con los dientes, levantó con manos temblorosas la tapadera, se inclinó hacia delante…

Y entonces tuvo lugar en el rincón un súbito fogonazo que le metió por los ojos varios cabellos llenos de grasa. La llama parpadeó y se apagó. Ella se quedó inmóvil, helada, mirando compungida la fenecida lámpara mientras le asaltaba un sudor frío. El rostro se le aflojó por el horror cuando las consecuencias de lo sucedido comenzaron a abrirse paso por su aturrullada mente.

Sin llama. Sin pipa. Y sin querer volver.

Se levantó de un salto, dio varios pasos hacia el balcón y lanzó la lámpara todo lo lejos que podía. Echó la cabeza hacia atrás, respiró profundamente, se agarró al parapeto, se columpió hacia delante y gritó con toda la fuerza de sus pulmones. Liberando todo el odio que sentía por la lámpara mientras ésta caía hacia la ciudad; por el viento que la había apagado; por la ciudad que se extendía bajo sus pies; por el valle que se extendía más allá; por el mundo y todos los que moraban en él.

A lo lejos, el inflamado sol comenzaba a reptar por encima de las montañas, manchando de sangre el cielo que rodeaba sus pendientes en penumbra.

No más dilaciones

Cosca estaba delante del espejo, dando los últimos retoques al elegante lazo que se había puesto en el cuello, girando las cinco sortijas que llevaba para que sus gemas quedasen hacia fuera, recortando los pelillos de su barba hasta su entera satisfacción. Según el cómputo de Amistoso, todo aquello le había llevado hora y media. Doce pasadas de la cuchilla de afeitar por la correa que servía para afilarla. Treinta y un movimientos para quitarse la pelusa de la cara. Un pequeño corte debajo de la mandíbula. Trece tirones con las pinzas de depilar para librarse de los pelos que tenía en la nariz. Cuarenta y cinco botones abrochados. Cuatro pares de corchetes con sus ojales. Dieciocho tirillas que tensar y broches que cerrar.

—Y se acabó. Maese Amistoso, me gustaría concederte el empleo de sargento mayor de la brigada.

—No entiendo nada acerca de la guerra —nada, excepto que era una locura y que a él le sacaba de sus casillas.

—No tienes que entender nada. El empleo sólo consiste en mantenerte cerca de mí, callado pero muy siniestro, para ayudarme, para seguir mis órdenes cuando sea necesario y, la mayoría de las veces, para cubrir mis espaldas y también las tuyas. ¡El mundo está lleno de traición, amigo mío! También tendrás que cumplir algunas tareas tan singulares como sangrientas y, de vez en cuando, contar la cantidad de dinero pagado y recibido y hacer inventario de hombres, armas y todo aquello de que disponemos…

—Eso sí que lo puedo hacer —porque, palabra por palabra, casi era lo que Amistoso había estado haciendo para Sajaam, primero en Seguridad y luego fuera de ella.

—¡Mejor que nadie, estoy seguro! ¿Podrías comenzar por ayudarme a cerrar esta hebilla? Malditos armeros. Te juro que sólo las ponen para vejarme —metió el pulgar por la tirilla de uno de los lados del peto pavonado, se irguió y contuvo el aliento, encogiendo el vientre mientras Amistoso tiraba de ella para cerrarla—. ¡Gracias, amigo mío, eres una roca! ¡Un ancla! Un eje inmóvil alrededor del que doy vueltas como un loco! ¿Qué haría yo sin ti?

—Pues lo mismo que haces sin mí —Amistoso no captaba la pregunta.

—No, no. De eso nada. Aunque nos conozcamos desde hace poco, creo que… nos comprendemos. Hay una conexión entre ambos. Tú y yo somos muy parecidos.

En ciertas ocasiones, Amistoso era consciente del miedo que le producía lo que tenía que decir, las nuevas personas a las que conocía y los lugares nuevos adónde iba. Porque, por tanto contar con los dedos desde la mañana hasta la noche, las palmas de las manos se le quedaban resentidas a causa de las uñas que se le clavaban en ellas. Cosca, muy al contrario, se movía por la vida con la misma facilidad que la flor bajo el viento. Sus maneras de hablar, de sonreír, de reír, de conseguir que los demás hiciesen lo mismo que él, le parecían tan mágicas como el modo en que la mujer gurka había salido de la nada la primera vez que la vio.

—¡Eres mi exacto contrapunto! Somos completamente opuestos, como la tierra y el aire y, sin embargo, a los dos… nos falta algo… que tienen los demás. Alguna parte de la maquinaria que permite a la gente acomodarse a la sociedad. Pero las partes que nos faltan a ti y a mí no son las mismas. Por eso, quizá entre los dos formemos algo medianamente parecido a una persona.

—Un todo formado por dos mitades.

—¡Un todo, incluso extraordinario! Nunca he sido una persona de fiar… no, no, no intentes decir lo contrario —Amistoso no intentaba decir nada—. Pero, amigo mío, tú eres constante, perspicaz y sincero. Eres… lo bastante honesto. para hacer que yo sea más honesto de lo que soy.

—He pasado la mayor parte de mi vida en la cárcel.

—Donde, estoy por asegurarlo, predicaste la honestidad a los presidiarios más peligrosos de Styria, y con mayor efectividad que la conseguida por todos los magistrados del país. ¡Estoy seguro! —le dio una palmadita en el hombro—. La gente honrada es tan escasa que a veces se la confunde con los criminales, los rebeldes y los locos. ¿Cuál fue tu crimen, el ser diferente?

—La primera vez fue el robo, y por eso cumplí siete años. Y cuando volvieron a cogerme fue por ochenta y cuatro cargos, catorce de asesinato.

—¿Y eras culpable? —Cosca enarcaba una ceja.

—Sí.

Cosca siguió mirándole circunspecto durante un momento y dijo, como quitándole importancia:

—Nadie es perfecto. Dejemos atrás el pasado —dio un último capirotazo a la pluma y se encasquetó el sombrero en la cabeza con la inclinación chulesca que le gustaba—. ¿Qué tal estoy?

Llevaba unas botas de montar con enormes espuelas de oro que tenían forma de cabeza de toro. Un peto de acero pavonado con adornos de oro. Unas mangas de terciopelo negro, acuchilladas en seda amarilla y rematadas en los puños con encajes de Sipani. Una espada cuya rutilante guarda sobredorada le cubría toda la mano, y una daga a juego, colgada de una manera ridícula muy por debajo de la cintura. Un sombrero enorme cuya pluma amarilla casi limpiaba el techo.

—Pareces un alcahuete que se hubiese vuelto loco al entrar en una sastrería —comentó Amistoso.

—¡Pues ése era el aspecto que quería tener! —dijo Cosca con una sonrisa radiante—. ¡A trabajar, sargento Amistoso! —dio un paso adelante, levantó el faldón de la tienda y salió por ella para enfrentarse a la brillante luz del sol.

Amistoso le siguió de cerca. En eso consistía su nuevo trabajo.

Los aplausos comenzaron en cuanto se subió encima del tonel. Había ordenado a todos los oficiales de las Mil Espadas que se reuniesen para escuchar su discurso, y allí estaban todos, aplaudiendo, meneándose, vitoreándole y silbando lo mejor que podían. Los capitanes delante, los tenientes, amontonados, detrás, y los alféreces arracimados detrás de los tenientes. En cualquier otra unidad de combate, aquellos hombres habrían sido los mejores y los más brillantes, los más jóvenes y de cuna más ensalzada, los más valientes e idealistas. Pero en aquella brigada mercenaria eran todo lo contrario. Los que llevaban más tiempo de servicio, los más inclinados al vicio, a los que mejor se les daba apuñalar por la espalda, los ladrones de tumbas más expertos y los que huían más deprisa, los hombres con menos ilusiones y los más traidores. En otras palabras, un fiel reflejo de todo lo que definía al propio Cosca.

Sesaria, Victus y Andiche se habían puesto en fila al lado del tonel. Aplaudiendo educadamente, y eso que eran los mayores criminales de aquella asamblea. Descontando a Cosca, naturalmente. Amistoso no estaba lejos, los brazos cruzados con tuerza sobre el pecho, los ojos clavados como dardos en todos los allí reunidos. Cosca se preguntó si no los estaría contando, y llegó a la conclusión de que, casi con toda seguridad, así era.

—¡No, no! ¡No, no! ¡Muchachos, no merezco tantos honores! ¡Me avergonzáis con vuestras muestras de afecto! —y movió la mano para que cesase tanta adulación, obteniendo un silencio espectacular. Una masa de rostros llenos de cicatrices, picados de viruela, quemados por el sol y con signos de haber sufrido enfermedades se volvieron hacia él, expectantes. Tan ansiosos como una recua de bandidos. Pues eso es lo que eran.

»¡Bravos héroes de las Mil Espadas! —su voz retumbó en la fragante mañana—. Bueno, por lo menos, bravos hombres de las Mil Espadas. ¡Si os parece demasiado, dejémoslo sólo en hombres de las Mil Espadas! —risas aisladas y alaridos de aprobación—. ¡Muchachos, todos conocéis mi temple! Algunos de vosotros habéis combatido a mi lado… o incluso contra mí —más risas—. Los demás conocéis mi… reputación intachable —muchas más risas—. Sabéis que, por encima de todo, soy uno de vosotros. ¡Sí, un soldado! ¡Un luchador, a eso me refiero! Pero uno que prefiere envainar su arma —carraspeó mientras se ajustaba el pantalón en la ingle— ¡a desenvainarla! —Y entonces dio una palmada en la empuñadura de su espada, suscitando la diversión de todos los presentes.

»¡Que nunca se diga que no cumplimos con la gloriosa profesión de las armas! ¡Pues, por lo menos, la cumplimos tanto como esos perros falderos vestidos con botas elegantes! ¡Hombres llenos de vigor! —y dio una palmada al enorme brazo de Sesaria—. ¡Hombres llenos de ingenio! —y apuntó hacia la gorda cabeza de Andiche—. ¡Hombres llenos de gloria! —y señaló con un pulgar a Victus—. ¡Que jamás se diga que no somos valientes y que no corremos riesgos para obtener nuestra recompensa! ¡Pues sí que los corremos, pero minimizándolos para que la recompensa sea mayor! —otra oleada de afirmaciones.

»Nuestro patrón, el joven príncipe Foscar, quería que atravesarais el vado inferior para enfrentaros al enemigo en una dura batalla… —el silencio se hizo muy tenso—. ¡Pero yo no lo acepté!, porque, aunque os paguen para combatir, así se lo dije, ¡preferís la paga al combate! —aplausos de emoción—. Así que nuestras botas atravesarán el vado superior, ¡con mucha menor oposición! Y pase lo que pase en este día, y veáis lo que veáis en él, podréis estar seguros en todo momento de que… ¡vuestros intereses nunca dejarán de ser los míos! —Y levantó el pulgar por encima del puño cerrado para que los vítores fuesen aún mayores.

»¡No os insultaré apelando al valor, a la decisión, a la lealtad y al honor! ¡Porque todas esas cosas ya las tenéis, y en sumo grado! —risas generalizadas—. Así pues, sólo diré: ¡Oficiales de las Mil Espadas, a vuestras unidades, y aguardad mis órdenes! ¡Que nuestra amante, la Fortuna,
esté
siempre a vuestro lado, que es el mío! Porque, a fin de cuentas, ¡siempre favorece a los que menos se lo merecen! ¡Que la noche, cuando llegue, nos encuentre victoriosos! ¡Sin haber sido heridos! Y, por encima de todo…, ¡ricos!

Los vítores que recibió estaban llenos de emoción. Escudos y armas, brazos cubiertos de malla y placas de acero, y guanteletes, se agitaron en el aire.

—¡Cosca!

—¡Nicomo Cosca!

—¡El capitán general!

Bajó del tonel y, aún sonriendo, esperó a que los oficiales comenzaran a irse. Sesaria y Victus los acompañaron para que sus respectivos regimientos (o sus bandas de oportunistas, criminales y estranguladores) estuviesen listos para la acción. Cosca se dirigió lentamente hacia la cumbre de la colina para ver el hermoso valle que se extendía ante él y las brumosas nubes que cubrían como un sudario sus flancos inferiores. Ospria miraba orgullosa hacia abajo desde lo alto de su montaña, incluso más hermosa por el día, con toda aquella piedra de color blanco surcada de negro por las obras de albañilería, los tejados de cobre que habían ido tomando un color verde pálido por el paso de los años, los escasos edificios reparados no hacía mucho, que relucían con vigor en la radiante mañana.

—Bonito discurso —comentó Andiche—, siempre que a uno le gusten esas cosas.

—Muy amable. A mí sí que me gustan.

—Aún te salen muy bien.

—Ah, amigo mío, tú has visto a los capitanes generales llegar y marcharse. Sabes perfectamente que hay cierto tiempo, por otra parte muy feliz, en el que nada de lo que haga y diga el hombre recién promovido al mando parecerá mal a sus hombres. Será como el esposo para la esposa con la que se acaba de casar. Pero, ay, eso no suele durar. Sazine, yo mismo, Murcatto, el desafortunado Fiel Carpi. Las mareas que nos llevan a todos y cada uno de nosotros podrán moverse más o menos deprisa, pero siempre nos dejarán en la playa, traicionados o muertos. Así me sucederá a mí. Una vez más. Tengo que trabajar duro para conseguir sus aplausos futuros.

—Siempre podrías apelar a la causa —la mueca de Andiche era todo dientes.

—¡Ja! —Cosca se sentó en la silla de capitán general, para entonces dispuesta bajo la sombra intermitente de un olivo joven, desde la que tenía una vista excelente de los vados situados más abajo—. ¡A la mierda las malditas causas! No son más que excusas enormes. Jamás he visto a nadie que actúe con más ignorancia, violencia y malicia autojustificada que cuando se siente amparado por una causa justa —bizqueó al mirar el sol que escalaba el brillante cielo azulado—. Como no tardaremos en comprobar en las horas venideras…

Rogont desenvainó su espada con un leve tañido de acero.

—¡Hombres libres de Ospria! ¡Hombres libres de la Liga de los Ocho! ¡Animad vuestros corazones!

Monza volvió la cabeza y escupió. Mejor moverse deprisa y atacar con contundencia que perder el tiempo comentándolo. Si en alguna ocasión hubiese sido consciente de que antes del ataque aún tenía tiempo para lanzar un discurso, entonces no habría atacado. Sólo una persona demasiado pagada de sí misma puede pensar que sus palabras conseguirán volcar la balanza a su favor.

Por eso no le sorprendía que Rogont hubiera preparado bien su discurso.

—¡Me habéis seguido por largo tiempo! ¡Por largo tiempo habéis estado aguardando el momento de probar vuestro temple! ¡Os agradezco vuestra paciencia! ¡Os agradezco vuestro coraje! ¡Os agradezco vuestra fe! —se irguió en los estribos y levantó la espada por encima de la cabeza—. ¡Hoy lucharemos!

Other books

Dunkin and Donuts by Lyons, Daralyse
Tom Brown's Body by Gladys Mitchell
Above the Noise by Michelle Kemper Brownlow
Debutantes Don’t Date by Kristina O’Grady