—General —Andiche se inclinaba nuevamente sobre él con esos cabellos lacios que le colgaban, tan característicos de él.
—Por caridad, ¿qué sucede? ¡Intento filosofar!
—Ospria ha empeñado todas sus fuerzas en la batalla. Toda su infantería contiene a las tropas de Foscar. Sus reservas sólo son una caballería muy escasa.
Cosca bizqueó al mirar hacia el valle y dijo:
—Ya lo veo, capitán Andiche. Todos lo vemos. Está muy claro. Por eso no hace falta hablar de lo que es obvio.
—Bueno… podemos barrer fácilmente a esos bastardos. Dame la orden y lo haré. No tendremos una oportunidad mejor.
—Gracias, pero ahí fuera creo que hace un calor espantoso. Aquí me siento muy a gusto. Quizá más tarde.
—Pero, ¿por qué no…?
—Me sorprende que, después de llevar tanto tiempo en campaña, aún no comprendas ese asunto de la cadena de mando. Descubrirás que se te hará menos incómodo si, en vez de intentar anticiparte a mis órdenes, esperas a que yo te las dé. Realmente, es el principio militar más simple.
—Entiendo el concepto —Andiche se rascaba su grasienta cabeza.
—Entonces actúa según él. Hombre, busca un sitio a la sombra y descansa los pies. Y déjate de idas y venidas. Aprende la lección que te da mi cabra. ¿La ves preocupada por algo?
Durante un instante, la cabra sacó la cabeza de la hierba que crecía alrededor de los olivos y baló.
Andiche se llevó las manos a las caderas, parpadeó, bajó la mirada hacia el valle, luego la subió hasta donde estaba Cosca, miró a la cabra con cara de pocos amigos, dio media vuelta y se fue, meneando la cabeza.
—Todo el mundo tiene prisa, mucha prisa. ¿Es que nunca vamos a poder estar en paz, sargento Amistoso? ¿Acaso es pedir mucho un momento de tranquilidad a la sombra? ¿Qué estaba diciendo?
—¿Por qué no ha atacado?
Cuando Monza vio a las Mil Espadas despuntar por la cumbre de la colina, las siluetas menudas de hombres, caballos y lanzas que se recortaban oscuras contra el cielo azul de la mañana, supo que estaban a punto de lanzarse a la carga. Para chapotear alegremente entre las aguas del vado superior y tomar a los hombres de Rogont por el flanco, tal y como ella misma había previsto que harían. Porque ella habría hecho lo mismo. Para poner un final sangriento a la batalla, a la Liga de los Ocho y a las esperanzas de Monza. Ningún hombre era más rápido para coger la fruta madura que Nicomo Cosca, y ninguno más rápido para devorarla que los hombres a los que ella había capitaneado.
Pero los soldados de las Mil Espadas se habían limitado a quedarse sentados en la cumbre de la colina Menzes, para esperar a la vista de todos. Para esperar por nada. Mientras tanto, los talineses de Foscar luchaban en las laderas del vado inferior, pica contra pica, con los de Ospria, teniendo en su contra agua, terreno y pendiente, por no hablar de las rociadas de flechas con las que les castigaban regularmente los hombres situados en la retaguardia de sus enemigos. Los cuerpos eran arrastrados por la corriente, contornos de miembros que lavaba el agua del río y que se estremecían en los bajíos del vado.
Y los de las Mil Espadas seguían sin moverse.
—¿Por qué se mostraron a la vista de todos si no pensaban bajar? —Monza se mordía el labio, no confiando en lo que veía—. Cosca no es idiota. ¿Por qué desaprovechar la sorpresa?
—¿De qué vale lamentarse? —el duque Rogont se limitó a encogerse de hombros—. Cuanto más tarde, mejor para nosotros, ¿no? Ya tenemos bastante de qué preocuparnos con Foscar.
—¿Qué hace ahí arriba? —Monza miraba fijamente el gran número de jinetes formados a lo largo de la cresta de la colina, al lado del bosquecillo de olivos—. ¿Qué querrá hacer ese viejo bastardo?
El coronel Rigrat fustigó a su sudoroso caballo mientras avanzaba entre las tiendas, dispersando a mercenarios ociosos, y luego tiró brutalmente de las riendas. Se deslizó silla abajo, casi cayendo, sacó una bota del estribo y se puso en pie, quitándose los guantes mientras su rostro aparecía cubierto de ira y sudor.
—¡Cosca! ¡Nicomo Cosca, maldito! —exclamó.
—¡Coronel Rigrat! ¡Excelente mañana, amigo mío! ¿Todo va bien?
—¿Bien? ¿Por qué no ha comenzado el ataque? —apuntaba al río con un dedo, porque debía de haber perdido el bastón—. ¡Nosotros estamos luchando en el valle! ¡Muy duramente!
—Ya lo veo —Cosca se echó hacia delante para levantarse imperceptiblemente de la silla de capitán general—. Considero más procedente tratar este asunto lejos de los hombres. Las discusiones alteran las buenas formas. Además, está asustando a mi cabra.
—¿Qué?
Cosca acarició suavemente al animal cuando pasó cerca de él y añadió:
—Es la única que realmente me comprende. Venga a mi tienda. ¡Tengo fruta! ¡Andiche! ¡Ven con nosotros! —Y echó a caminar, con el enfadado Rigrat tras él y Andiche, que acababa de dar un traspié, en la retaguardia. Dejaron atrás a Nocau, que con su enorme cimitarra desenvainada montaba guardia delante del faldón de entrada de la tienda, y penetraron en la penumbra de su interior, cubierta por todas partes con las victorias del pasado. Cosca pasó cariñosamente el dorso de su mano por un paño raído de bordes chamuscados—. La bandera que ondeaba en las murallas de Mutis, durante su asedio… ¿de veras que ya han pasado doce años desde entonces? —se volvió a tiempo de ver que Amistoso entraba con mucha cautela después de los demás y se agazapaba cerca de la entrada—. Sepa que la descolgué con mi propia mano del parapeto más alto donde se encontraba.
—Después de quitársela de la mano al héroe ya muerto que había subido antes que tú —observó Andiche.
—¿Y para qué sirven los héroes muertos, si no es para pasar las banderas capturadas a los individuos más prudentes que les siguen? —Tomó la fuente llena de fruta que descansaba encima de la mesa y la empujó hasta dejarla bajo la nariz de Rigrat—. Parece cansado, coronel, tómese unas uvas.
—¿Uvas? ¿Uvas? —el tembloroso rostro de aquel hombre iba tomando el color de aquella fruta. Cuando sacudió sus guantes contra uno de los lados de la mesa parecía más enfadado que nunca—. ¡Le exijo que ataque ahora mismo! ¡Se lo exijo al momento!
—Un ataque —Cosca hizo una mueca de dolor—. ¿Por el vado superior?
—¡Sí!
—¿Según el excelente plan que me expuso la noche pasada?
—¡Sí, maldición! ¡Sí!
—Para ser sincero, nada me gustaría más. Cualquiera le dirá que me gustan los buenos ataques, el problema es… que… verá… —cuando extendió las manos, un silencio preñado de sobreentendidos dominó la tienda—. He aceptado una enorme suma de dinero, entregada por la amiga gurka del duque Rogont, para no realizar ningún ataque.
Ishri apareció de la nada. Solidificada a partir de las sombras que ocupaban el perímetro de la tienda, se deslizó por entre los pliegues de las antiguas banderas y se pavoneó ante todos para decir:
—Saludos.
Y Rigrat y Andiche la miraron, boquiabiertos e igualmente sorprendidos.
Cosca alzó la mirada hacia el techo de la tienda, que ondeaba suavemente a causa del viento, y se dio varios golpecitos con un dedo en los labios, fruncidos hacia delante.
—Un dilema. Un dilema moral. Tengo muchas ganas de atacar, pero no puedo atacar a Rogont. Y apenas puedo atacar a Foscar después de que su padre me pagara tan espléndidamente. De joven era muy impulsivo, y seguía la dirección en que soplaba el viento, pero ahora, coronel, estoy intentando cambiar, como le expliqué la otra tarde. Así que, para ser sincero, lo único que puedo hacer es seguir sentado en este sitio —reventó una uva dentro de la boca—. Y no hacer nada.
Rigrat farfulló algo e intentó desenvainar su espada, pero el enorme puño de Amistoso acababa de rodear su empuñadura mientras un cuchillo relucía en su otra mano.
—No, no, no —el coronel se quedó inmóvil mientras Amistoso sacaba lentamente la espada de su vaina y la arrojaba hacia el otro lado de la tienda.
Cosca la agarró al vuelo y lanzó dos tajos con ella para probarla, diciendo luego:
—Excelente acero, coronel. Le felicito por las armas que escoge, aunque no por su estrategia.
—¿Has recibido dinero de los dos bandos? ¿Y no vas a luchar para ninguno de ellos? —Andiche tenía una sonrisa de oreja a oreja mientras rodeaba con un brazo los hombros de Cosca—. ¡Mi viejo amigo! ¿Por qué no me lo dijiste? ¡Demonios, cuánto me gusta que hayas vuelto!
—¿Estás seguro? —Cosca le metió lentamente por el pecho la espada de Rigrat, justo hasta su reluciente empuñadura. Fue como si los ojos de Andiche estuviesen a punto de estallar. Luego abrió la boca, tomó una bocanada de aire como si se hubiese quedado sin resuello, torció el rostro picado de viruelas e intentó gritar. Pero lo único que salió por su boca fue una tos desfallecida. Cosca se inclinó para estar más cerca de él—. ¿Creías que podías engañarme? ¿Traicionarme? ¿Entregarle mi silla a otra por unas cuantas monedas de plata, y luego sonreír y seguir siendo amigo mío? Te equivocaste conmigo, Andiche. Tu error fue fatal. Aunque pueda hacer reír a la gente, no soy ningún payaso.
La guerrera del mercenario brillaba por la sangre negra, su tembloroso rostro se había vuelto de color rojo encendido, las venas le sobresalían del cuello. Agarró con sus débiles manos el peto de Cosca mientras unas pompas de sangre se formaban en sus labios. Cosca soltó la empuñadura, se secó la mano en la manga de Andiche y le dio a éste un empujón. Cayó de lado, escupió, gimió débilmente y dejó de moverse.
—Interesante —Ishri se había puesto en cuclillas encima de él—. Estoy raramente sorprendida. Seguro que Murcatto fue la que le robó la silla. Y, sin embargo, permitió que se fuera, ¿fue así?
—Pensándolo bien, no estoy muy seguro de que los detalles de su traición cuadren perfectamente con la historia que acaba de contar. Pero, en cualquier caso, a las mujeres hermosas suele perdonárseles esas faltas que, cuando las vemos en hombres feos, nos parecen más que insufribles. Y si hay algo que no puedo consentir en absoluto es la deslealtad. En la vida siempre hay que tener apego por algo.
—¿Deslealtad? —exclamó Rigrat con voz chirriante, porque acababa de recobrar el habla—. Pagará por esto, Cosca, traidor…
El cuchillo de Amistoso entró por su cuello y luego salió de él, arrastrando consigo un chorro de sangre que cruzó la tienda y salpicó la bandera de Musselia, la misma que Sazine había capturado el día en que fundó las Mil Espadas.
Rigrat cayó de rodillas y se agarró la garganta con una mano, mientras la sangre le caía por una de las mangas de la guerrera. Se echó hacia delante, tembló durante un instante, y quedó inmóvil. Un círculo oscuro comenzó a extenderse por la lona del suelo y se mezcló con el otro que salía del cadáver de Andiche.
—¡Ah! —dijo Cosca, que había pensado pedir un rescate a la familia de Rigrat. Ya no podría cobrarlo—. Amistoso, eso ha sido… un poco descortés por tu parte.
—¡Oh! —el presidiario miró preocupado su cuchillo ensangrentado—. Pensé… bueno, ya sabes. Cubrir tus espaldas. Actué como el sargento mayor.
—Claro que actuaste en consonancia. Yo tengo toda la culpa. Debía haber sido más específico. Siempre he sufrido de… ¿
inespecificidad
? ¿Existe esa palabra?
Amistoso se encogió de hombros. Igual que Ishri.
—Bueno —Cosca se rascó discretamente el cuello mientras miraba el cuerpo de Rigrat—. Por lo que pude ver de él, era un hombre fastidioso, pomposo y con pajaritos en la cabeza. Pero si todas esas cosas fuesen crímenes capitales, creo que habría que colgar a medio mundo, y yo iría el primero a la horca. Quizá tuviera muchas y muy buenas cualidades que yo no pude descubrir. Estoy seguro de que así se lo parecía a su madre. Pero estamos en medio de una batalla. Y los cadáveres son algo desgraciadamente imposible de evitar —fue hasta el faldón de la entrada, se acicaló durante un instante y luego se agarró a él como si estuviese desesperado—. ¡Socorro! ¡Socorro, por caridad!
Regresó corriendo a donde estaba el cadáver de Andiche y se acuclilló a su lado, poniéndose de varias maneras posibles hasta dar con la que le parecía más dramática, la cual mantuvo justo cuando Sesada irrumpía dentro de la tienda.
—¡Por el aliento de Dios! —dijo al ver los dos cadáveres, seguido por Victus, que abrió unos ojos como platos.
—¡Andiche! —Cosca señaló la espada de Rigrat, que seguía donde la había dejado—. ¡Se puso en medio! —había visto con frecuencia que la gente acepta lo obvio cuando está apesadumbrada.
—¡Que alguien vaya a por un cirujano! —exclamó Victus.
—Mejor a por un sacerdote —Ishri se contoneaba dentro de la tienda mientras los miraba a todos—. Está muerto.
—¿Qué ha sucedido?
—El coronel Rigrat le clavó una espada.
—¿Y tú quién diablos eres?
—Ishri.
—¡Tenía un gran corazón! —Cosca tocó con delicadeza los ojos inmóviles de Andiche, su boca entreabierta, su rostro manchado de sangre—. Un auténtico amigo. Se puso en medio cuando él quiso matarme con su espada.
—¿Eso hizo Andiche? —Sesaria no parecía muy convencido.
—Dio su vida… para salvar la mía —las últimas palabras las dijo como sin voz, mientras una lágrima le asomaba por el rabillo de un ojo—. Debo dar gracias a los Hados, porque, si el sargento Amistoso no hubiese intervenido rápidamente, ahora yo también estaría acabado —golpeó el pecho de Andiche y se manchó el puño con la sangre de su guerrera—. ¡Fue culpa mía! ¡Culpa mía! ¡Yo mismo me maldigo!
—¿Por qué? —dijo Victus, mirando enfadado el cadáver de Rigrat—. Me refiero a por qué lo hizo este bastardo.
—¡Fue culpa mía! —gimoteaba Cosca—. ¡Acepté el dinero de Rogont para no entrar en combate!
—¿Que aceptaste el dinero de Rogont para no entrar en combate? —Sesaria y Victus intercambiaron una mirada.
—¡Era una cantidad enorme! ¡Por supuesto que para compartirla con los capitanes más antiguos! —Cosca movió una mano como si aquel dinero fuese una nadería—. Cada hombre recibiría en oro de Gurkhul una paga acorde con el peligro.
—¿Oro? —la voz de Sesaria retumbó. Luego el mercenario enarcó las cejas como si Cosca acabase de pronunciar una palabra mágica.
—¡Sepultaría todo ese oro en el océano con tal de poder disfrutar un minuto más con la compañía de mi fiel amigo! ¡Con tal de volverle a oír! Con tal de verle sonreír. Lo que nunca más sucederá. Porque, para siempre, ha quedado… —Cosca se quitó el sombrero, lo depositó cuidadosamente encima del rostro de Andiche e inclinó la cabeza— en silencio.