Victus se aclaró la garganta y preguntó:
—Exactamente, ¿de cuánto dinero estamos hablando?
—De una… cantidad enorme —Cosca se sorbió los mocos y se estremeció—. Enorme, comparada con la que nos pagó Orso para que combatiésemos por él.
—Andiche muerto. Ha sido un precio enorme —comentó Sesaria, que ya comenzaba a pensar en la otra cara de la moneda.
—Un precio enorme. Demasiado enorme —Cosca asentía con la cabeza—. Amigos… ¿podríais disponer todo lo necesario para el funeral? Tengo que observar la batalla. Debemos evitarla. Por él. Aunque supongo que nos queda un consuelo.
—¿El dinero? —preguntó Victus.
—Gracias a mi acuerdo no tendremos que luchar —Cosca dio una palmada en el hombro a ambos capitanes—. Andiche será la única baja que las Mil Espadas tengan en el día de hoy. Podréis decir que murió por todos nosotros. ¡Sargento Amistoso! —y Cosca se volvió y salió a la brillante luz del sol, mientras Ishri le seguía en silencio.
—Una actuación perfecta —murmuró ella—. Realmente debería haber sido actor en vez de general.
—No hay tanta diferencia entre ambos como te imaginas —Cosca fue hasta la silla de capitán general y se apoyó en su respaldo, sintiéndose repentinamente cansado e irritable. Considerando los largos años que había estado soñando con tomarse cumplida venganza por lo sucedido en Afieri, la revancha le resultaba decepcionante. Como tenía la terrible necesidad de echarse un trago, buscó la petaca de Morveer, pero estaba vacía. Frunció las cejas al mirar hacia el valle. En las alturas del vado inferior, los talineses mantenían una batalla desesperada que alcanzaba un frente de algo menos de un kilómetro, mientras aguardaban los refuerzos de las Mil Espadas. Unos refuerzos que nunca llegarían. Aunque contasen con la superioridad numérica, los de Ospria, que eran los amos del terreno, hacían que el combate no se generalizase, limitándose a contenerlos en los bajíos. La gran refriega se agitaba y centelleaba, mientras el vado hervía de hombres y se llenaba con cadáveres.
Cosca suspiró profundamente y dijo:
—¿Vosotros, los gurkos, pensáis que todo esto obedece a algún designio? ¿Que Dios tiene un plan?
—Eso he oído —Ishri apartó sus negros ojos del valle para mirarle a él—. ¿Cuál cree usted, general Cosca, que puede ser ese plan de Dios?
—Desde largo tiempo he sospechado que pudiese ser fastidiarme.
Nadie hubiera podido decir si ella sonrió o no, porque sus labios se curvaron para mostrar unos dientes tan blancos como afilados antes de decir:
—Furia, paranoia y un egotismo de dimensiones épicas en una sola frase.
—Todas las excelentes cualidades que definen a un gran jefe militar… —entornó los ojos y buscó con ellos el oeste, la quebrada que se encontraba detrás de las líneas talinesas—. Ahí están. Con perfecta puntualidad —ya veía las primeras banderas. Los primeros fulgores de las lanzas. La vanguardia de lo que parecía una hueste muy numerosa.
—Allí arriba —el enguantado dedo índice de Monza y, cómo no, también el meñique, apuntaban hacia la cresta de la colina.
Más soldados la estaban franqueando a dos o tres kilómetros del lugar donde los talineses habían hecho su primera aparición. Muchos más. Daba la impresión de que Orso se hubiese reservado unas cuantas sorpresas. Quizá fueran los refuerzos que le enviaban sus aliados de la Unión. Monza se humedeció los labios resecos con una lengua igual de reseca, y escupió. La leve esperanza que le embargaba había desaparecido. No iba a ser fácil tomar la iniciativa. Las banderas que iban en cabeza recibieron un súbito golpe de aire y se desplegaron durante un instante. Pudo distinguirlas gracias al catalejo, luego se restregó el ojo y volvió a mirar. No había ninguna duda: ostentaban el berberecho de Sipani.
—Sipaneses —murmuró. Hasta hacía poquísimo tiempo, la gente más neutral del mundo—. ¿Por qué diablos luchar a favor de Orso?
—¿Quién lo dice? —cuando miró a Rogont, vio que sonreía como el ladrón que acaba de conseguir la bolsa más repleta de toda su carrera. El duque abrió los brazos—. ¡Alégrese, Murcatto! ¡Es el milagro que había estado pidiendo!
—¿Están a nuestro lado? —Monza parpadeaba.
—¡Pues claro que sí, y también están en la retaguardia de Foscar! Y lo más irónico de todo es que se lo debemos a usted.
—¿A mí?
—¡Totalmente a usted! ¿Recuerda la conferencia de Sipani, amañada por ese gallito melancólico que es el rey de la Unión?
Recordaba la gran procesión por las calles llenas de gente, los vítores a Rogont y a Salier, que abrían la marcha, los insultos a Ario y a Foscar, que iban después.
—
¿A
qué os referís? —preguntó ella.
—Pues a que yo no tenía más ganas de hacer la paz con Ario y Foscar que la que ellos tenían de hacerla conmigo. Lo único que quería era ganarme al viejo canciller Sotorius. Intenté convencerle de que, tras la derrota de la Liga de los Ocho, la codicia de Orso no se detendría ante la frontera de Sipani, por muy neutrales que fuesen. Que mi joven cabeza rodaría y que la suya, venerable, la seguiría en el tajo del verdugo.
En eso tenía razón. Porque la neutralidad servía tan poco con Orso como con la sífilis. Ningún río había detenido jamás su ambición. Ésa era la razón de que se hubiese portado tan bien con Monza hasta el momento en que decidió asesinarla.
—Pero aquel anciano —proseguía Rogont— se aferró a su tan querida neutralidad como el capitán a la rueda del timón de su nave que se hunde, y vi que no podría convencerle. Me da vergüenza admitir que yo mismo comencé a desesperarme y que consideré seriamente la posibilidad de huir de Styria y buscar climas más benignos —Rogont cerró los ojos y orientó su rostro hacia el sol—. Y entonces ¡oh, día afortunado!, ¡oh, portento inesperado…! —luego los abrió y miró a Monza—, usted mató al príncipe Ario.
La negra sangre que brotaba a borbotones de su pálida garganta, el cuerpo que caía por la ventana abierta, el fuego y el humo del edificio en llamas. Rogont sonreía con la misma afectación que la que el mago emplea al explicar el truco de su último trabajo.
—Sotorius era el anfitrión. Y debía proteger a Ario. El anciano sabía que Orso nunca le perdonaría por la muerte de su hijo. Sabía que la perdición de Sipani había quedado sellada. A menos que alguien frenase a Orso. Aquella misma noche, mientras la Casa del Placer de Cardotti aún estaba en llamas, hicimos un pacto. En secreto, el canciller Sotorius decidió que Sipani ingresaría en la Liga de los Ocho.
—De los Nueve, entonces —dijo Monza, viendo cómo el ejército de Sipani bajaba a buen paso por la colina y avanzaba hacia los vados en dirección a la retaguardia de Foscar, que apenas estaba protegida.
—Mi lenta retirada de Puranti, que usted pensó que se debía a un cálculo desafortunado, sólo tuvo como objeto darle el tiempo necesario para prepararse. Urdí con mucho gusto aquella pequeña trampa para poder ser la carnaza de la siguiente, que sería más importante.
—Sois más inteligente de lo que parecéis.
—No me resulta difícil. Mi tía siempre decía que parecía un zopenco.
Monza recorrió con mirada preocupada el valle, hasta detenerse en la cumbre de la colina Menzes y contemplar la hueste inmóvil que la ocupaba.
—¿Y qué pasa con Cosca?
—Algunas personas no cambian nunca. Aceptó una gran suma de dinero de mis inversores de Gurkhul para no entrar en combate.
—Pero si yo le ofrecí dinero y no quiso aceptarlo —de repente le pareció que no conocía el mundo tan bien como creía.
—Como la negociación no es su punto fuerte, me lo imaginé por adelantado. Además, él nunca habría aceptado dinero de
usted
. Al parecer, Ishri emplea palabras mucho más dulces.
La guerra sólo es el punto crucial de la política. Aunque las hojas aceradas puedan matar a la gente, sólo las palabras pueden hacer que actúen, y los buenos vecinos son el mejor refugio en una tormenta
. La cita procede de los
Principios del Arte
de Juvens. Aunque en su mayor parte esa obra sólo sea superstición y tonterías, el tomo dedicado al ejercicio del poder es muy fascinante. Debería leer más, general Murcatto. Sus lecturas son un tanto estrechas de miras.
—Aprendí a leer muy tarde —dijo ella con un gruñido.
—Podrá disfrutar a sus anchas de mi biblioteca, eso sí, cuando hayamos descuartizado a los talineses y conquistado Styria —sonrió alegremente mientras observaba el fondo del valle, donde el ejército de Foscar se hallaba en grave peligro de quedar rodeado—. Aunque las cosas hubieran sido muy diferentes si las tropas de Orso hubiesen tenido un líder más experimentado que el joven príncipe Foscar. No creo que un hombre con la habilidad del general Ganmark hubiera caído de bruces en mi trampa. O cualquier otro con la larga experiencia de Fiel Carpi —se ladeó en la silla para que Monza pudiese ver su sonrisa más de cerca—. Lo cierto es que el escalafón del ejército de Orso ha sufrido recientemente varias pérdidas desafortunadas.
—Me agrada haberos sido de alguna ayuda —Monza lanzó un bufido, volvió la cabeza y escupió.
—¡Oh, no habría sido posible sin usted! Sólo debemos mantener en nuestro poder el vado inferior hasta que nuestros bravos aliados de Sipani lleguen al río, y luego aplastar entre todos a los hombres de Foscar, para que las pretensiones del duque Orso se ahoguen en sus bajíos.
—¿Eso es todo? —Monza miró el agua con desgana. Las tropas de Affoia, una masa roja y marrón de gente desaliñada que se encontraba en la parte más occidental de la batalla, acababan de ser desalojadas de la zona alta del vado. Aunque sólo veinte pasos los separasen del pegajoso barro, aquella distancia bastaba para que los talineses pudiesen hacerse fuertes. Le pareció que un grupo de soldados de Baol había atravesado las aguas más profundas que se encontraban corriente arriba para atacarlas por el flanco.
—Lo es, y me parece que vamos por el buen camino a… ¡ah! —Rogont también lo había visto—. ¡Oh! —un grupo de soldados comenzaba a abandonar la lucha para dirigirse, colina arriba, hacia la ciudad.
—Me parece que los bravos aliados de Affoia se han cansado de vuestra hospitalidad.
El júbilo excesivamente autocomplaciente que había dominado la plana mayor de Rogont nada más ver a los de Sipani se desvanecía rápidamente a medida que pequeños grupos de soldados abandonaban a la carrera las líneas de Affoia, ya rotas, y se dispersaban por todas las direcciones. Situadas más arriba, las unidades de arqueros comenzaron a mermar cuando sus soldados levantaron la mirada hacia la ciudad. Era evidente que no tenían muchas ganas de conocer de cerca a aquellos a los que habían estado disparando flechas durante la última hora.
—Si esos bastardos de Baol rompen la línea, tomarán a vuestra gente por el flanco y la línea caerá. Será una completa derrota.
Rogont se mordió el labio inferior y dijo:
—Los sipaneses están a menos de media hora.
—Excelente. Llegarán a tiempo de contar nuestros cadáveres. Y luego los suyos.
—Quizá deberíamos retirarnos al amparo de nuestras murallas… —acababa de echar una mirada llena de nerviosismo a la ciudad.
—No tenéis tiempo para evitar la refriega. Por más que seáis diestro en escurrir el bulto.
—¿Qué podemos hacer? —el duque estaba completamente pálido.
Entonces Monza pensó que conocía el mundo a la perfección. Desenvainó su espada con un débil quejido metálico. Era un arma de caballería que había tomado prestada del armero de Rogont, sencilla, pesada y tan afilada que resultaba mortífera. Sus ojos se encontraron con los suyos.
—Ah. Eso.
—Sí. Eso.
—Supongo que llega el momento en el que cualquier hombre debe dejar la prudencia a un lado —Rogont apretó la mandíbula y los músculos se le marcaron en las sienes—. ¡Caballería, a mi orden…! —pero se le quebró la voz.
La voz fuerte vale para el general tanto como un regimiento
, había dicho Farans.
Monza se apoyó en los estribos y exclamó con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡A formar!
La plana mayor del duque comenzó a chillar, a señalar con el dedo, a agitar las espadas. Los hombres a caballo llegaron de todas partes y formaron en largas filas. Los arneses tintineaban, las armaduras rechinaban, las lanzas chocaban unas con otras, los caballos relinchaban y coceaban el suelo. Los jinetes formaron de manera ordenada, apaciguaron a sus inquietas monturas, maldijeron y gritaron, se calaron los yelmos y bajaron de golpe los vísales de los mismos.
La gente de Baol estaba rompiendo las líneas muy deprisa, desparramándose por los numerosos huecos creados en la destrozada ala derecha de Rogont como la marea por un muro hecho con arena de la playa. Monza podía escuchar sus agudos gritos de guerra mientras subían a toda prisa por la pendiente. Veía ondear sus banderas hechas jirones, el brillo del metal en el asalto. Las unidades de arqueros que estaban más arriba se desvanecieron como de común acuerdo, y sus soldados arrojaron lejos el arco y corrieron hacia la ciudad, juntándose con gentes de Affoia y de Ospria que comenzaban a considerar aquel asunto desde otra perspectiva muy diferente. Siempre le había resultado sorprendente lo deprisa que un ejército puede quedar hecho trizas cuando el pánico recorre sus filas. Era como quitarle a un puente su piedra maestra, porque lo que hasta un minuto antes había parecido firme y en orden, al minuto siguiente se convertía en ruinas. Podía sentir que estaban a punto de llegar al momento del colapso.
Un caballo acababa de detenerse a su lado. Lo montaba Escalofríos, que llevaba un hacha en una mano mientras con la otra sujetaba las riendas y agarraba un escudo. No había querido molestarse en ponerse una armadura. Sólo llevaba encima la camisa que tenía unos bordados de oro en los puños. La que Monza había escogido para él. La que Benna hubiera podido llevar encima. En aquella ocasión no parecía sentarle bien. Era como ponerle a un perro asesino un collar de vidrio en el cuello.
—Pensé que habrías regresado al Norte.
—¿Sin cobrar todo el dinero que me debes? —su único ojo enfocó el valle—. Nunca le di la espalda a un combate.
—Bien. Me alegro de contar contigo —y era cierto, al menos en aquel momento. Aparte de otras consideraciones, él tenía la buena costumbre de salvarle la vida. Cuando comprendió que la miraba, ya casi se había ido. Eso era lo que tenía que hacer en las presentes circunstancias.