—No —dijo él, con un susurro.
El momento de decir «no» había terminado al comenzar la batalla. Escalofríos empujó el hacha con toda la fuerza que le quedaba, gruñendo y gimiendo. Los ojos del chico se marcaron en sus órbitas a medida que el metal mordía despacio su garganta, cada vez más hondamente, y la roja abertura se hacía cada vez más ancha. La sangre brotó a borbotones pegajosos, mojando la camisa y el brazo de Escalofríos para luego caer al río y perderse en él. El chico tembló durante un instante, la roja boca completamente abierta, y entonces se le aflojaron los miembros, quedándose mirando fijamente al cielo.
Escalofríos se levantó, tambaleándose. Los jirones de la camisa le pesaban por estar empapados de sangre y de agua. Se la quitó con una mano tan adormecida, por haber estado agarrando el escudo con mucha fuerza, que de paso se arrancó parte del pelo que tenía en el pecho. Miró a su alrededor, parpadeando bajo el implacable sol. Hombres y caballos peleaban en el espejeante río, siluetas difusas y manchadas. Se agachó para recoger el hacha del cuello medio separado del chico y sintió que los bultos de cuero de su empuñadura se adaptaban a la palma de su mano como la llave a su cerradura. Chapoteó por el agua para encontrar algo más. Para encontrar a Murcatto.
La vertiginosa sensación de fuerza que la carga le había proporcionado se desvanecía rápidamente. Monza tenía la garganta seca de tanto gritar, las piernas le dolían de agarrarse con ellas al caballo. Su mano derecha era una masa retorcida de dolor con la que sujetaba las riendas, el brazo con el que empuñaba la espada le dolía desde los dedos hasta el hombro, la sangre le latía con fuerza detrás de los ojos. Se giró en redondo, sin saber ya dónde quedaban el este y el oeste. Apenas importaba.
En la guerra, la línea recta no existe
, como había dicho Verturio. Allá abajo, en el vado, no había líneas, sólo jinetes e infantes empeñados en cien combates asesinos que poco importaban. Apenas se podía distinguir al amigo del enemigo, porque, a menos que se los mirase de cerca, no había mucha diferencia entre uno y otro. La muerte podía llegar de cualquier parte.
Vio la lanza, aunque demasiado tarde. Su caballo se estremeció cuando la punta se le clavó en el costado, justo al lado de su pierna. Torció la cabeza, miró con un ojo enloquecido, y sus desnudos dientes se llenaron de espuma. Monza se agarró al pomo de la silla mientras el animal caía hacia un lado, la lanza clavada muy profundamente, su pierna manchada con su sangre. Lanzó un chillido desesperado cuando comenzó a caer, los pies aún en los estribos, la espada caída de su mano cuando intentó agarrarse a la nada. El agua golpeó su costado, el pomo de la silla se le clavó en el estómago y expulsó el aire de sus pulmones.
Estaba debajo del agua, la cabeza llena de luz, las burbujas rodeándole la cara. El frío del agua se agarraba a ella, y también el frío que produce el miedo. Levantó la cabeza durante un instante. Dejar atrás la oscuridad y regresar de nuevo a la claridad, para que el ruido de la batalla haga que se te estremezcan nuevamente los oídos. Tomó aliento, tragando de paso algo de agua, tosió y aspiró otra bocanada. Agarró su silla con la mano izquierda en un intento de zafarse de ella, pero su pierna estaba atrapada debajo del caballo.
Algo se estrelló en su frente y Monza volvió a sumergirse, aturdida, desmadejada. Los pulmones le quemaban, los brazos eran como de fango. Levantó nuevamente la cabeza, aunque en aquella ocasión le costase más que antes, apenas para aspirar una bocanada de aire. Un cielo azul se movía entre un sudario de nubes blancas, como el cielo que había visto al caer desde Fontezarmo.
El sol parpadeó al mirarla, quemándola a cada vahído que ella daba, para luego atenuarse y titilar cuando el agua del río volvió a cubrirle la cara y su respiración se convirtió en un gorgoteo apagado. Ya no le quedaban fuerzas para sacar la cabeza fuera. ¿Habrían sido así los últimos instantes de Fiel, mientras se ahogaba en la noria?
Pues entonces sólo era justicia.
Una silueta oscura veló la luz del sol. Escalofríos, que parecía tener una altura de tres metros mientras estaba encima de ella. Algo brillaba en la cuenca de su ojo tuerto. Sacó lentamente una bota del agua y miró con gesto hosco, mientras el agua caía lentamente de la suela hasta su cara. Durante un momento estuvo por asegurar que iba a plantarle la bota en el cuello para que siguiera sumergida. Entonces la bajó con fuerza muy cerca de ella. Oyó cómo gruñía mientras tiraba enérgicamente de su caballo muerto. Sintió que el peso que le oprimía la pierna cedía un poco y luego otro poco más. Se retorció, gimió, respiró agua y la expulsó tosiendo, hasta que, finalmente, sacó la pierna y salió a la superficie.
Le temblaban las manos y las piernas, mientras el agua, que le llegaba hasta los codos, chispeaba y relucía ante ella, y las gotas caían de su pelo empapado.
—Mierda —dijo, casi susurrando, mientras sus labios magullados se estremecían cada vez que respiraba—. Mierda —necesitaba una pipa.
—Ya llegan —decía Escalofríos. Sintió que le metía una mano por debajo de la axila y la levantaba—. Hazte con una espada.
A causa del peso de la ropa empapada y de la armadura, llegó dando tumbos hasta un cadáver atrapado en una roca que se mecía con la corriente. Como una pesada maza con empuñadura de metal aún colgaba de su muñeca, la cogió con dedos ateridos, junto con el largo cuchillo que el muerto llevaba al cinto.
Justo a tiempo. Un hombre con armadura avanzaba hacia ella, pisando con cuidado y mirándola con ojillos atrevidos por encima de su escudo, la espada perlada de gotitas de agua. Ella dio uno o dos pasos imprecisos, como dando a entender que estaba en las últimas. Lo cual no parecía muy desacertado. Mientras aquel hombre daba otro paso, ella le cayó encima. Lo cierto es que el salto que acababa de dar apenas fue poco más que un empujón a medias, porque el pie metido en el agua no tiraba lo suficientemente rápido del resto del cuerpo para que le siguiese.
Le atizó con la maza un golpe desabrido que rebotó en su escudo y que sólo logró que el brazo le vibrase hasta el hombro. Gruñó, forcejeó con él y le apuñaló con el cuchillo, pero alcanzándole en un lado del peto, al que simplemente arañó. Él le metió el escudo en el cuerpo y la obligó a retroceder. Cuando vio la espada que iba hacia ella, tuvo la suficiente presencia de ánimo para esquivarla. Golpeó con la maza y sólo encontró el aire, perdiendo el equilibrio y casi toda la fuerza que le quedaba mientras aspiraba una bocanada de aire. La espada del contrario volvió a caer.
Entonces vio la siniestra mueca de Escalofríos detrás de él, junto con un relámpago cuando la roja hoja de su hacha atrapó la luz del sol. Con un golpe apagado, hendió el acorazado hombro del contrario hasta el pecho, lanzando un chorro de sangre hacia el rostro de Monza. Ella se tambaleó, con los oídos saturados por el chillido que más parecía un gorgoteo, con la nariz saturada por el olor de su sangre, mientras intentaba limpiarse los ojos con el dorso de una de sus manos.
Lo primero que vio fue otro soldado con barba que había levantado el visal de su yelmo y le asestaba un lanzazo. Aunque intentó echarse a un lado, la alcanzó con fuerza en el pecho, de suerte que la punta de la lanza no sólo chirrió al rozar su peto, sino que la derribó, haciendo que cayese boca arriba. Pero el soldado acababa de dar un traspié por culpa de una grieta del lecho del río, cayendo al agua y salpicándole a ella. Monza consiguió apoyarse en una rodilla mientras los cabellos manchados de sangre le tapaban la cara. Él se volvió y levantó la lanza para intentar atravesarla de nuevo. Ella se giró y metió su cuchillo entre las dos piezas de la armadura que le cubrían la pierna derecha, clavándoselo hasta la empuñadura.
El soldado se agachó encima de Monza con ojos que parecían a punto de salírsele de las órbitas y abrió la boca como si fuese a gritar. Monza gruñó mientras golpeaba con la maza hacia delante y le alcanzaba debajo de la mandíbula. Su cabeza fue rápidamente hacia atrás en medio de una lluvia de sangre, dientes y trocitos de dientes. Fue como si permaneciese ingrávido durante un momento, con las manos colgando, antes de que ella le atizara con la maza en el cuello echado hacia delante, para caer encima de él cuando él caía, rodando en el río para luego levantarse y escupir.
Había varios hombres alrededor de Monza, pero ninguno combatía. De pie, o subidos en las sillas de montar, miraban lo sucedido. Escalofríos seguía mirándola con el hacha colgada de una mano. Por alguna razón estaba desnudo de cintura para arriba, y su blanca piel estaba manchada y salpicada de sangre. Como el esmalte se le había quitado del ojo, la brillante bola de metal relucía en su órbita por el sol de mediodía, mojada con gotas de agua.
—¡Victoria! —exclamaba alguien. Insegura, tiritando, con los ojos mojados, vio en mitad del río a un hombre montado en un caballo bayo, que, erguido en los estribos, levantaba su refulgente espada hacia lo alto—. ¡Victoria!
Dio un paso titubeante hacia Escalofríos y éste bajó su hacha surcada de arañazos, para cogerla mientras caía. Ella se agarró a él y le pasó el brazo derecho por el hombro, porque el izquierdo lo llevaba colgando por el peso de la maza, pero no porque no quisiera soltarla, sino porque no podía abrir la mano.
—Hemos ganado —dijo ella con un susurro, mientras sonreía.
—Hemos ganado —dijo él, apretándola con más fuerza y casi llevándola en volandas.
—Hemos ganado.
Cosca bajó el catalejo, parpadeó y se restregó los ojos, uno medio ciego, por haberlo tenido cerrado durante casi una hora, y el otro casi igual, por haberlo tenido apretado contra el visor durante el mismo período de tiempo.
—Bueno, pues hasta aquí hemos llegado —dijo, mientras se movía un tanto incómodo en la silla de capitán general. Los pantalones se le habían metido por la sudada hendidura del trasero, y por eso intentaba sacarlos de ella—. Dios sonríe por el resultado, ¿no es eso lo que decís los gurkos?
Silencio. Ishri había desaparecido con la misma rapidez con que había llegado. Así que Cosca probó con Amistoso.
—Todo un espectáculo, ¿verdad, sargento?
El presidiario apartó su mirada de los dados, observó preocupado el valle y no dijo nada. La oportuna carga del duque Rogont había cerrado la brecha abierta en sus líneas, aplastando a los de Baol y penetrando profundamente en las filas de Talins, dejándolas desbaratadas. Haciendo precisamente todo lo contrario de aquello por lo que había merecido su sobrenombre de Duque de la Dilación. De hecho, Cosca se sentía extrañamente contento de percibir detrás de aquello la mano audaz, e incluso el puño, de Monzcarro Murcatto.
La infantería de Ospria, después de que el peligro que se había cernido sobre su ala derecha hubiese desaparecido, bloqueaba por entero las partes orientales del vado inferior. Sus nuevos aliados de Sipani, que habían participado muy bien en la refriega, venciendo en el breve enfrentamiento con la sorprendida retaguardia de Foscar, estaban a punto de cerrar la pinza sobre la ribera occidental. Más de la mitad del ejército de Orso (la parte resultante tras descontar los que habían quedado desbaratados y muertos en las pendientes y en los altos que se encontraban corriente abajo, o flotando boca abajo mientras se dirigían hacia el mar) había quedado atrapada sin remisión en los bajíos situados entre las dos pinzas, por lo que sus soldados arrojaban ya las armas. La otra mitad se daba a la fuga, pequeñas sombras oscuras que corrían por las verdes pendientes de la parte oeste del valle. Aquellas pendientes por las que apenas unas horas antes habían avanzado con tanta gallardía, confiando en la victoria. Los jinetes de Sipani se movían en pequeñas agrupaciones cerca de ellos, las armaduras reluciendo bajo el abrasador sol de la tarde mientras rodeaban a los sobrevivientes.
—Todo ha terminado, ¿verdad, Victus?
—Eso parece.
—Ésta es la parte favorita de todos. La derrota. —Siempre que uno no formase parte de ella, claro está. Cosca observó las siluetas menudas que comenzaban a salir de los vados para dispersarse por la hierba pisoteada, y sintió un sudor frío al recordar Afieri. Con un esfuerzo pudo conseguir que la mueca de despreocupación que siempre llenaba su rostro siguiese en él—. No hay nada como una buena derrota, ¿eh, Sesaria?
—¿Quién lo hubiese pensado? —el grandullón asentía lentamente con la cabeza—. Rogont ha ganado.
—El duque Rogont parece ser un caballero tan impredecible como lleno de insospechados recursos —Cosca bostezó, se desperezó y apretó los labios—. Uno de esos que tanto me gustan. Voy a intentar que me contrate. Quizá necesite ayuda para hacer limpieza —se refería a recoger a los muertos—. Para hacer prisioneros y luego cobrar el rescate —o para asesinarlos y robarles, según su estado social—. Para vigilar los pertrechos que hay que confiscar, a menos que quieran que los roben a la luz del día —lo mejor sería que los saqueasen o los quemasen antes de que ellos les pusieran los guanteletes encima.
—Dispondré lo necesario para recoger todo lo posible de los fiambres —dijo Victus con una mueca que dejaba todos sus dientes al aire.
—Hazlo, bravo capitán Victus, hazlo. Que los hombres se pongan en marcha antes de que el sol haga lo propio por Poniente. Me sentiría avergonzado si, en los tiempos venideros, los poetas dijesen que las Mil Espadas estuvieron en la batalla de Ospria… y no hicieron nada —Cosca sonrió, en aquella ocasión sin afectación—. ¿Qué tal si comemos algo?
Dow el Negro tenía la costumbre de decir que lo único mejor que una batalla era una batalla y después un polvo, algo con lo que Escalofríos solía estar de acuerdo. Ella no parecía el tipo de mujer capaz de darle la razón en eso, pero cuando entró en la habitación a oscuras, le aguardaba en la cama, tan desnuda como un bebé. Se desperezó, puso las manos detrás de su cabeza y estiró una de sus suaves piernas hacia él.
—¿Te importa? —preguntó, moviendo las caderas de un lado hacia otro.
Aunque en aquellos momentos Escalofríos necesitase pensar con rapidez, lo único de él que se movía con rapidez era su polla.
—Estaba… —no podía pensar con claridad en nada que no fuese la mata de pelo negro que ella tenía entre las piernas, porque la ira que sentía se había desvanecido tan deprisa como la cerveza que se escapa por una jarra cascada—. Estaba…, bueno… —cerró la puerta de una patada y se acercó lentamente a ella—. Pero no importa, ¿verdad?