La banda ponía música al combate: el violín tocaba una canción aguda cada vez que Escalofríos acuchillaba el aire con su espada, y el tambor sonaba atronador cuando Rizos Grises bajaba su gran maza, dando significado a aquella tensión insoportable.
Era evidente que cada uno intentaba matar al otro, y Cosca no tenía ni la menor idea de cómo detenerlos. Torció el rostro cuando la maza volvió a estrellarse contra el escudo de Escalofríos y estuvo a punto de hacerle caer al suelo. Lanzó una mirada de preocupación hacia las vidrieras emplomadas de las ventanas que estaban al otro lado del patio.
Algo le dijo que aquella noche dejarían más de dos cadáveres tras de sí.
Los cadáveres de los dos guardias seguían al lado de la puerta. Uno se había quedado sentado en el suelo, mirando hacia el techo. El otro estaba tendido de lado. Apenas parecían muertos. Sólo dormidos. Monza se abofeteó la cara para quitarse los efectos del humo. La puerta se tambaleó hacia ella y una mano enguantada de negro la sujetó para luego empuñar su pomo. Maldición. Tenía que hacerlo. Se quedó quieta, oscilando, esperando que aquella mano se apartara.
Pero, ¡si era la suya! Giró el pomo y la puerta se abrió de repente. Pasó por ella casi golpeándose en la cara. La habitación dio vueltas a su alrededor, las paredes fluctuaron y se fundieron para convertirse en cascadas. Las llamas crepitaron y la chimenea se llenó con un cristal que chispeaba. Por una ventaba abierta entraban la música y los gritos de los que estaban abajo. Podía ver los sonidos, manchas de felicidad que se enroscaban alrededor del cristal de la ventana y que cruzaban el espacio cambiante que la separaba de él, tintineando en sus oídos.
El príncipe Ario estaba echado en la cama, totalmente desnudo, su blanco cuerpo sobre la abigarrada colcha, sus brazos y piernas completamente desmadejados. Giró la cabeza hacia ella y las exuberantes plumas de su máscara se convirtieron en sombras alargadas que reptaron por la pared de enfrente, apenas iluminada.
—¿Más? —preguntó con voz desvanecida mientras, de manera indolente, se echaba un trago de la botella de vino.
—Espero que aún… no os hayamos… agotado —dijo Monza, con voz tan profunda que era como si saliese de algún caldero muy distante, mientras avanzaba despacio hacia la cama como un barco que se adentrase a trompicones en el mar, pero un mar tan rojo como la sangre de una carnicería, pues eso parecía la mullida alfombra.
—Me atrevo a decir que puedo estar a la altura de las circunstancias —dijo Ario, y comenzó a meneársela—. Pero creo que me llevas ventaja —y apuntó un dedo hacia ella—. Tienes mucha ropa.
—Uh —Monza se quitó las pieles que llevaba encima de los hombros y las dejó caer al suelo.
—Guantes fuera —dijo él, moviendo la mano—. No te importará, ¿verdad?
—En absoluto —y se los quitó, sintiendo un cosquilleo en los antebrazos. Ario se quedó mirando su mano derecha. Ella la levantó hasta dejarla delante de sus ojos. Él parpadeó al mirarla. Tenía una cicatriz larga y rosada bajo el antebrazo, y la mano era una garra manchada, con la palma aplastada y los dedos retorcidos, aunque el meñique se empeñara en salir tieso hacia fuera.
—Ah —había vuelto a recordar cómo tenía la mano.
—Una mano lisiada… —Ario se movió en la cama para acercarse a ella, y su polla y las plumas que le salían de la cabeza siguieron de un lado para otro el movimiento de sus caderas—. Qué cosa tan… tremendamente exótica.
—¿Eso creéis? —el recuerdo de la bota de Gobba mientras se la aplastaba recorrió su mente como si fuera un relámpago y le devolvió la frialdad que necesitaba. Sonrió sin darse cuenta—. No necesitamos esto —agarró las plumas y le quitó la máscara de la cabeza, arrojándola a un rincón.
Ario la miró con una mueca mientras ella observaba las marcas rosadas que la máscara le había dejado alrededor de los ojos. Mientras le miraba a la cara sintió que la ofuscación del humo de las cáscaras abandonaba su mente. Volvió a verle apuñalando a su hermano en el cuello, tirándolo por encima de la terraza, quejándose por haberse cortado. Y allí estaba de nuevo ante ella. El heredero de Orso.
—Vaya maneras —gateó por encima de la cama—. Voy a darte una lección.
—Quizá te la dé yo.
Se le acercó mucho, tanto que Monza pudo oler su sudor.
—Qué atrevida eres por replicarme. Muy atrevida —la cogió y recorrió su brazo con un dedo—. Pocas mujeres son tan atrevidas —se le acercó aún más y metió la otra mano por la hendidura de su falda, hasta el muslo. Luego le dio un apretón en el trasero—. Me parece que te conozco.
Monza sujetó uno de los extremos de su máscara con la mano mala mientras Ario la atraía hacia sí.
—¿Que me conoces? —deslizó lentamente la otra mano por detrás de su espalda hasta tocar la empuñadura de uno de los estiletes—. Pues claro que me conoces.
Se quitó la máscara. La sonrisa de Ario persistió durante un largo instante cuando sus ojos parpadearon al verle el rostro, antes de abrirlos como platos.
—¡Que alguien…!
—¡Cien escamas a la próxima tirada! —exclamó Cuarto Creciente mientras levantaba los dados en alto. La habitación quedó en silencio cuando la gente se volvió para mirar.
—Cien escamas —Amistoso no tenía nada que perder, porque el dinero no era suyo y porque, además, sólo le interesaba para poder contarlo. Lo mismo le daba ganarlo que perderlo.
Cuarto Creciente agitó los dados dentro de su mano cerrada.
—¡Vamos, so mierdas! —exclamó, antes de lanzarlos encima de la mesa y de que tintinearan al rebotar en ella.
—Cinco y seis.
—¡Ah! —los amigos de Cuarto Creciente gritaron, hicieron bromas y le dieron palmaditas en la espalda, como si el hecho de sacar unos números y no otros fuese alguna rara proeza.
El que se cubría con la máscara en forma de barco levantó los brazos en alto y exclamó:
—¡Toma ya!
El que se cubría con la máscara de zorro hizo un gesto obsceno.
Le pareció que las velas daban más luz que antes, tanta que resultaba molesta. Era demasiada luz para poder contar. La habitación estaba cerrada, atestada de gente y hacía mucho calor dentro de ella. Amistoso sintió que la camisa se le pegaba cuando recogió los dados con una paleta y volvió a lanzarlos. Hubo jadeos alrededor de la mesa.
—Cinco y seis. La casa gana —la gente suele olvidar que cualquier tirada sólo es una tirada, aunque obtenga la misma puntuación que otra. Por eso, Amistoso no se sorprendió al ver que Cuarto Creciente perdía la perspectiva.
—¡Bastardo tramposo!
Amistoso frunció el ceño. En Seguridad habría rajado a cualquiera que le hubiese dicho aquellas palabras. Lo habría hecho para que a los demás no se les ocurriera repetirlo. Habría comenzado a rajarlo y no se habría detenido. Pero ya no estaba en Seguridad, sino fuera. Le habían dicho que mantuviese el control. Intentó olvidar el reconfortante contacto de la cuchilla de carnicero que tenía en uno de sus costados. Así que se limitó a encogerse de hombros y a repetir:
—Cinco y seis. Los dados no mienten.
Cuarto Creciente agarró por la muñeca a Amistoso cuando éste comenzaba a recoger las fichas. Luego se echó hacia delante y le clavó un dedo acusador en el pecho.
—Creo que tus dados están cargados —dijo.
Amistoso sintió que el rostro se le quedaba como en blanco y que apenas podía respirar por el nudo que se le acababa de formar en la garganta. Podía sentir las gotas de sudor que perlaban su frente, su espalda y su cuero cabelludo. Una calma tan fría como absolutamente intolerable se apoderó de la menor parcela de su ser.
—¿Que crees que mis dados están… qué? —pudo decir con un susurro.
Un golpecito, otro y otro.
—Tus dados son unos mentirosos.
—¿Qué mis dados son…
qué
?—la cuchilla de Amistoso partió en dos la máscara con forma de media luna y abrió el cráneo que estaba debajo. Su cuchillo entró por la boca del hombre que llevaba la máscara con forma de barco y su punta salió por su nuca. Amistoso le apuñaló una y otra vez, sacándole los sesos hasta que la empuñadura se volvió resbaladiza. Una mujer lanzó un chillido muy prolongado.
Amistoso apenas fue consciente de que toda la gente de la sala le miraba boquiabierta, cuatro por tres por cuatro personas, más o menos. Volcó la mesa, haciendo volar vasos, fichas y monedas. El hombre de la máscara de zorro se le había quedado mirando, y sus ojos, enmarcados por los agujeros de su máscara, eran tan grandes como platos, y una de sus pálidas mejillas estaba manchada de oscuro por los sesos salpicados.
Amistoso se inclinó para mirarle a la cara.
—¡Discúlpate! —exclamó con toda la fuerza de sus pulmones—. ¡Discúlpate con mis jodidos dados!
—¡Que alguien…!
El grito de Ario se convirtió en una respiración sin resuello. Miró abajo, lo mismo que ella. El estilete de Monza había ido a parar a la oquedad donde el muslo se junta con el cuerpo, justo al lado de su polla repentinamente flácida, enterrándose en ella hasta la empuñadura, de suerte que un chorro de sangre salía por encima de su puño cerrado.
Ario se quedó inmóvil, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas, y agarró uno de los desnudos hombros de ella con una mano sin fuerza. La otra, temblorosa, había bajado hasta la empuñadura del estilete y la toqueteaba. La sangre se escapaba por ella, espesa y negra, rezumando por entre sus dedos, borboteando por sus piernas, corriéndole pecho abajo con regatos del color de la melaza oscura, dejando su pálida piel manchada y salpicada de rojo. Abrió la boca y su grito se convirtió en un débil eructo, porque su aliento se condensaba en el acero húmedo que tenía en la garganta. Cayó hacia atrás, intentando pescar algo en el aire con el otro brazo, mientras Monza le miraba fascinada al comprobar que la blancura de aquel rostro dejaba un rastro luminoso en su campo visual.
—Tres muertos —susurró—. Quedan cuatro.
Sus muslos ensangrentados rozaron la ventana mientras caía, rompiendo sus emplomados cristales con la cabeza y golpeando el marco. Luego pasó por ella y fue hacia la noche.
La maza cayó con un impacto capaz de cascar el cráneo de Escalofríos como si de un huevo se tratara. Pero el golpe fue impreciso y sin energía, dejando sin protección el flanco izquierdo de Rizos Grises. Escalofríos se agachó, casi se giró, gruñendo mientras movía a su alrededor su pesada espada. Cortó el antebrazo pintado de azul de aquel hombretón con un golpe seco, separándolo del brazo, que fue a parar a uno de los lados de su estómago. La sangre brotó a chorros del muñón y alcanzó las caras de los espectadores. La maza suscitó un sonido metálico en los adoquines, aún con la mano y la muñeca agarrados a ella. Uno de los espectadores lanzó un chillido muy agudo. Otro una risotada.
—¿Cómo habrán podido hacer eso?
Entonces Rizos Grises comenzó a chillar como si se hubiese pillado un pie con una puerta.
—¡Joder! ¡Cómo duele! ¡Ah! ¡Ah! ¿Dónde está mi…? ¡Por los…!
Alargó el brazo que le quedaba y hurgó en la herida que tenía en el costado, de donde le salían unas cosas oscuras que parecían gachas. Movió una rodilla hacia delante, echó la cabeza hacia atrás y comenzó a gritar. Hasta que la espada de Escalofríos cayó en su máscara, justo encima de la frente, y detuvo en seco sus gritos, dejando una enorme abolladura entre los agujeros por los que podían verse sus ojos. El hombretón cayó de espaldas, levantó las botas en el aire y quedó inmóvil.
Y así terminó una de las atracciones de aquella tarde.
La banda farfulló unas cuantas notas imprecisas y entonces cesó la música. Aparte de algún alarido aislado que salía del salón de juego, el patio estaba en silencio. Escalofríos se quedó mirando el cadáver de Rizos Grises mientras la sangre seguía borboteando por debajo de su máscara, que parecía una estufa abollada. Su furia había desaparecido de repente, dejándole sólo un brazo dolorido, un cuero cabelludo empapado en sudor frío y un saludable sentimiento de horror por todo el cuerpo.
—¿Por qué siempre me sucederán estas cosas?
—Porque eres malo, un hombre malo —dijo Cosca, que acababa de aparecer junto a uno de sus hombros.
Escalofríos sintió que una sombra pasaba por delante de su cara. Apenas acababa de mirar hacia arriba, cuando un cuerpo desnudo cayó de cabeza en el círculo, regando a la muchedumbre boquiabierta con una ducha de sangre.
De repente, todo se volvió confuso.
—¡El rey! —exclamó alguien con un chillido, al parecer, sin ningún motivo aparente.
El espacio salpicado de sangre que había sido el círculo se acababa de llenar repentinamente con cadáveres caídos de la nada. Todo el mundo se desgañitaba, gemía, gritaba. Voces de hombres y de mujeres, una algarabía capaz de dejar sordos a los muertos. Alguien chocó con el escudo de Escalofríos y, por simple instinto, su dueño lo lanzó hacia atrás, yendo a caer con los miembros extendidos encima del cadáver de Rizos Grises.
—¡Es Ario!
—¡Es un asesinato! —un invitado comenzó a desenvainar su espada, y uno de los de la banda se acercó tranquilamente a él y le aplastó el cráneo de un certero mazazo.
Más gritos. Acero que choca con acero y chirría. Escalofríos vio que una de las bailarinas gurkas le abría a un hombre la barriga con un cuchillo curvo y que el herido, al intentar coger su espada mientras vomitaba sangre, se la clavaba en un pie a otro hombre que estaba detrás. Entonces se escuchó un tintineo de cristales rotos y un cuerpo salió volando por una de las ventanas del salón de juego. El pánico y la locura se propagaron como el fuego por un campo seco.
Uno de los malabaristas lanzaba sus cuchillos, y el siseo del metal en vuelo resonaba por el patio antes de clavarse en la carne y en la madera, igual de mortal para amigos que para enemigos. Alguien agarró el brazo con el que Escalofríos empuñaba la espada, y él le sacudió un codazo en la cara. Cuando levantaba la espada para matarlo se dio cuenta de que era Morc, el gaitero, con la cara llena por la sangre que le manaba de la nariz. Entonces se escuchó un sonido grave, aunque intenso, y los cadáveres caídos se tiñeron de naranja. El griterío se multiplicó, convirtiéndose en un coro en el que cada uno iba a su aire.
—¡Fuego!
—¡Agua!
—¡Fuera de mi camino!
—¡El malabarista! ¡Coged al…!
—¡Socorro! ¡Socorro!
—¡A mí, caballeros de la escolta! ¡A mí!