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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza (39 page)

BOOK: La mejor venganza
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—¿Tú eres Shenkt? Pues me esperaba algo más.

—Rece a cualquier dios en el que crea para que sólo me vea como ahora.

—No rezaré.

Shenkt se acercó a él y le dijo al oído:

—Pues le aconsejo que comience a hacerlo.

Aunque fuera bastante más amplio de lo que suele ser un típico estudio, el del general Ganmark estaba atestado de objetos. Un busto de Juvens, a escala mayor que la natural, miraba con expresión siniestra desde lo alto de la chimenea, mientras su brillante calva se reflejaba en un magnífico espejo de cristal coloreado de Visserine. Dos vasos monumentales, que casi llegaban a la altura de los hombros, dominaban ambos lados del escritorio. Las paredes estaban llenas de marcos sobredorados, dos de ellos muy grandes, que albergaban sus respectivos lienzos. Excelentes pinturas. Demasiado buenas para estar tan juntas.

—Una colección impresionante —dijo Shenkt.

—Ésta es un Coliere. Estuve a punto de quemarla junto con la mansión donde se encontraba. Y éstas dos son Nasuris, y ésta un Orhus —Ganmark fue señalándolas con el índice—. De su primera época, pero dejémoslo. Estos vasos fueron hechos como tributo al primer emperador de Gurkhul, hace muchos siglos, y, de una u otra manera, acabaron en la casa que un rico tenía a las afueras de Caprile.

—Y luego vinieron a parar aquí.

—Intento rescatar lo que puedo —dijo Ganmark—. Quizá cuando terminen los Años de Sangre, Styria siga teniendo algunos tesoros que valgan la pena.

—O usted.

—Antes de que se quemen, creo que es mejor que los tenga alguien, yo en este caso. La campaña va a comenzar, y mañana tengo que dirigirme a Visserine para asediarla. Escaramuzas, saqueos e incendios. Marchas y contramarchas. Hambre y pestilencia, naturalmente. Mutilación y asesinato, desde luego. Todo con la espantosa distribución aleatoria de un castigo enviado por el cielo. Castigo colectivo. O para todos, o para nadie. Guerra, Shenkt, guerra. Y pensar que en cierta ocasión soñé con ser un hombre honorable, con hacer el bien…

—Todos hemos soñado lo mismo.

El general alzó una ceja antes de preguntar:

—¿Incluso usted?

—Incluso yo —Shenkt sacó su cuchillo. Una hoja gurka de carnicero, pequeña pero muy afilada.

—Entonces le deseo que disfrute. Lo mejor que puedo hacer es limitar la devastación a unos límites sencillamente… épicos.

—Son tiempos de devastación —Shenkt se sacó del bolsillo un pequeño trozo de madera en el que casi había terminado de tallar una cabeza de perro.

—¿Le apetece beber algo? ¿Vino? Es de las mismísimas bodegas de Cantain.

—No.

Shenkt comenzó a tallar despacio con su cuchillo, mientras el general se llenaba un vaso. Las virutas de madera caían al suelo, entre sus botas, a medida que los cuartos traseros del perro cobraban forma. Aunque no fuese ninguna obra de arte como las que le rodeaban, le entretenía. Había algo relajante en la regularidad del movimiento de la curva hoja, en la suave lluvia de virutas que creaba.

Ganmark fue hacia la repisa de la chimenea, sacó el atizador y, sin necesidad, porque los leños ardían muy bien, hurgó en el fuego.

—¿Ha oído hablar de Monzcarro Murcatto? —preguntó.

—La capitán general de las Mil Espadas. Una mujer soldado muy célebre. Dicen que murió.

—Shenkt, ¿puede guardar un secreto?

—Suelo guardarlos a cientos.

—Claro que sí. Por supuesto —inspiró profundamente—. El duque Orso ordenó su muerte. La suya y la de su hermano. Sus victorias la habían hecho popular en Talins. Demasiado popular. Su Excelencia tenía miedo de que quisiera usurpar su trono, como suelen hacer los mercenarios. ¿No le sorprende?

—He visto muchas maneras de morir, por motivos de todo tipo.

—Por supuesto que las ha visto —Ganmark miró ceñudo al fuego—. Pero ella no tuvo una buena muerte.

—Ninguna lo es.

—Claro, pero ésta fue peor. Hace dos meses, el guardaespaldas del duque Orso desapareció. A él no le sorprendió mucho, porque era un hombre alocado que apenas se preocupaba de su propia seguridad, aficionado al vicio y a las malas compañías y que, además, se había hecho muchos enemigos. Y no volvió a saberse de él.

—¿Y?

—Un mes más tarde, el banquero del duque fue envenenado en Westport junto con la mitad de su plantilla. Pero la situación era diferente, porque él sí que se preocupaba muchísimo por su seguridad. Envenenarlo supuso un trabajo muy difícil, que fue realizado con una profesionalidad formidable y una excepcional falta de piedad. Pero él mangoneaba mucho la política de Styria, y la política de Styria es un juego fatal en el que hay muy pocos jugadores piadosos.

—Muy cierto.

—La mismísima Banca de Valint y Balk sospechó que el motivo pudiera deberse a la larga enemistad con los rivales de Gurkhul.

—Valint y Balk.

—¿Está familiarizado con esa institución?

—Creo que contrató mis servicios en cierta ocasión —dijo, tras recapacitar unos instantes—. Pero, prosiga.

—Y ahora el príncipe Ario ha sido asesinado —el general colocó la yema de uno de sus dedos debajo de una de sus orejas—. Apuñalado en el mismo sitio en que él apuñaló a Benna Murcatto, y luego arrojado desde la ventana de la planta superior.

—¿Cree que Monzcarro aún sigue viva?

—Una semana después de la muerte de su hijo, el duque Orso recibió una carta. De una tal Carlot dan Eider, amante del príncipe Ario. Aunque llevásemos mucho tiempo sospechando que espiaba para la Unión, a Orso no parecía importarle.

—Sorprendente.

Ganmark se encogió de hombros y añadió:

—La Unión es nuestra fiel aliada. La ayudamos a ganar las últimas batallas de la interminable guerra que mantenía contra los gurkos. Tanto ella como nosotros disfrutamos de los servicios de la Banca de Valint y Balk. Por no mencionar el hecho de que el rey de la Unión es el yerno de Orso. Por supuesto que nos intercambiamos espías, pero sin olvidar los buenos modales propios de vecinos. Si es que hay que mantener a un espía, pues que sea encantador, como era más que evidente en el caso de Eider. Estaba en Sipani con el príncipe Ario. Después de su muerte desapareció. Y luego la carta.

—¿Y qué decía?

—Que a causa del veneno que le habían administrado, no había tenido más remedio que ayudar a los asesinos del príncipe Ario. Que entre éstos se encontraba un mercenario llamado Nicomo Cosca, así como una torturadora llamada Shylo Vitari, y que a todos los dirigía la mismísima Murcatto. Vivita y coleando.

—¿Y usted se lo cree?

—Eider no tenía ningún motivo para mentirnos. Si la encuentran, la carta no la salvará de la ira de Su Excelencia, y lo sabe. Murcatto aún estaba viva cuando la tiraron por el balcón, estoy seguro. Yo no la vi morir.

—Entonces es que busca venganza.

Ganmark cloqueó sin alegría y añadió:

—Estamos en la era de los Años de Sangre. Todos buscan venganza. ¿La Serpiente de Talins? ¿La Carnicera de Caprile? ¿Aquella a la que sólo le importaba su hermano? Si vive, debe de estar muy enfadada. No creo que pueda haber un enemigo más resuelto que ella.

—Pues entonces busquemos a la mujer, Vitari, al hombre, Cosca, y a la serpiente, Murcatto.

—Nadie debe saber que aún sigue viva. Si en Talins se supiera que Orso planeó su muerte habría disturbios. Incluso una revuelta. Era muy querida por el pueblo. Un talismán. Una mascota. Una de los suyos, que había subido por méritos propios. A medida que las guerras prosiguen y los impuestos aumentan, Su Excelencia es… menos querido de lo que debería. ¿Puedo confiar en que guardará silencio?

Shenkt no dijo nada.

—Bien. Aún quedan en Talins algunos conocidos de Murcatto. Quizá alguno de ellos sepa dónde está —cuando el general alzó la mirada, el resplandor rojo del fuego iluminó una parte de su cara cansada—. Pero, ¿qué estoy diciendo? Si usted es el que tiene que encontrarlos. Encontrarlos y… —atizó nuevamente las brasas resplandecientes, lanzando una lluvia de chispas saltarinas—. No necesito decirle cómo tiene que hacer las cosas, ¿verdad que no?

Shenkt se guardó el cuchillo y la talla a medio terminar y se volvió hacia la puerta.

—No.

Hacia abajo

Llegaron a Visserine cuando el sol comenzaba a ocultarse tras los árboles y el terreno se oscurecía. Pero aún podían ver las torres, que estaban a varios kilómetros de distancia. Docenas de ellas. Veintenas. Altas y delgadas como los dedos de una dama, subiendo por el cielo gris azulado cubierto de nubes, llenas de puntos luminosos, las lámparas que ardían en sus ventanas más altas.

—Montones de torres —dijo Escalofríos en voz baja.

—A los de Visserine siempre les han gustado —dijo Cosca, mirándole de reojo—. Algunas son del Viejo Imperio, de hace ya muchos siglos. Las grandes familias compiten para ver quién las construye más altas. Es una cuestión de orgullo. Recuerdo que, cuando era niño, una cayó antes de estar terminada, a menos de tres calles de donde vivía. Una docena de moradas humildes quedaron aplastadas en la caída. Siempre son los pobres quienes resultan aplastados por las ambiciones de los ricos. Y raras veces se quejan, porque… bueno…

—¿Por qué sueñan con tener sus propias torres?

—Sí, bueno, supongo que sueñan con eso —Cosca chasqueó la lengua—. No se dan cuenta de que, cuanto más alto se está, más dura es la caída.

—La gente no se da cuenta de eso hasta que el suelo se les viene encima.

—Muy cierto. Y me temo que muchos ricos de Visserine no tardarán en caer…

Amistoso encendió una antorcha, Vitari también, y Day encendió una tercera, que colocó en la parte frontal de la carreta para iluminar el camino. No tardaron en ver antorchas a su alrededor, al punto de que la carretera se convirtió en una hilera de lucecillas que serpenteaba desde la tierra, ya a oscuras, hasta el mar. En otro momento les habría parecido algo digno de ver, pero no en aquél. La guerra se acercaba y nadie parecía de buen humor.

Cuanto más se aproximaban a la ciudad, más llena de gente estaba la carretera, y más basura aparecía tirada en las cunetas. La mitad de aquella gente parecía desesperada por entrar en Visserine y encontrar cuatro paredes donde poder esconderse, mientras que la otra mitad quería salir de allí y encontrar algún sitio al aire libre donde refugiarse. Siempre que la guerra estaba en camino, los granjeros debían tomar una decisión muy difícil. Apegarse a su tierra y recibir una dosis segura de fuego y saqueo, y quizá de violación o asesinato, o entrar en una ciudad, confiando en que pudiera proporcionarles alojamiento y arriesgándose a que sus protectores les robasen, para tomar parte en su saqueo cuando cayese. Aunque también podían correr hacia las colinas para ocultarse, quizá para que los atrapasen, o para morir de hambre o de frío cualquier noche heladora.

Aunque fuese muy cierto que la guerra mataba a muchos soldados, también dejaba dinero a los que quedaban, y canciones y un fuego para sentarse a su alrededor. Mataba a muchos más granjeros y sólo dejaba cenizas a los sobrevivientes.

Como si fuera justo lo que faltaba para levantar el ánimo, la lluvia comenzó a caer en medio de la oscuridad, crepitando y siseando al llegar a las parpadeantes antorchas, creando claros entre las luces que los rodeaban. La carretera se convirtió en un barro pegajoso. Aunque Escalofríos sintiese que la humedad le hacía cosquillas en el cuero cabelludo, sus pensamientos se hallaban muy lejos. En la ciudad donde había supuesto que se quedarían hasta que pasaran unas cuantas semanas. En el Cardotti y en el trabajo siniestro que había realizado en él.

Su hermano siempre le había dicho que la cosa más infame que cualquier hombre podía hacer era matar a una mujer. El respeto por las mujeres, los niños, las antiguas costumbres y la palabra dada era lo que diferenciaba a los hombres de los animales, y a los caris de los asesinos. Aunque no lo hubiera hecho a propósito, debía de haberse dado cuenta de que, cuando se mueve el acero entre una muchedumbre, se es responsable de lo que ocurra. La buena persona que él era hubiera debido morderse las uñas hasta hacerse sangre a causa de lo sucedido. Pero cuando volvía a ver su propia hoja asestando un golpe mortal por encima de las costillas a la mujer, cuando escuchaba el sonido hueco que hacía al caer sobre ella, cuando veía su mirada fija deslizarse lentamente hacia el suelo, sólo quería que aquel recuerdo desapareciese enseguida.

Si matar por error a una mujer dentro de un burdel era algo malo, ¿acaso matar adrede a un hombre en medio de la batalla era más noble? ¿Algo para recordar con orgullo y para componer cantares en honor del asesino? Antaño, bien abrigado alrededor de un fuego, allá en el lejano Norte, la diferencia le habría parecido algo sencillo y obvio. Pero ya no la veía con la nitidez de antes. Y nada tenía que ver con el hecho de que él mismo se sintiese confuso. De repente, lo vio todo claro. Si comienzas a matar gente, no encontrarás el momento de detenerte, porque entonces nada te importará.

—Amigo mío, creo que tienes unos pensamientos muy sombríos —dijo Cosca.

—No creo que sea el momento de hacer chistes.

—Mi viejo mentor Sazine —dijo Cosca, chasqueando la lengua— me dijo en cierta ocasión que hay que reír mientras se siga con vida, porque luego resulta condenadamente difícil.

—¿Y ya está? ¿Y qué le pasó?

—Que murió por un hombro gangrenado.

—Pues menuda broma.

—Bueno, si la vida es un chiste —dijo Cosca—, tiene que ser uno de humor negro.

—Entonces lo mejor será no reírse, por si el chiste tiene que ver con uno.

—Eso o ajustar el sentido del humor que uno tiene.

—Hay que tener un sentido del humor bastante retorcido para reírse de todo esto.

Cosca se rascó el cuello mientras miraba las murallas de Visserine, que se levantaban negras contra la espesa lluvia, y dijo:

—Estoy de acuerdo, porque hasta ahora no he conseguido verle el lado divertido.

Con buena luz, cualquiera habría visto que había un buen atasco delante de la barbacana de la ciudad y que no mejoraba a medida que uno se iba acercando. La gente salía por ella de vez en cuando: ancianos, jóvenes, mujeres con niños, llevando equipajes que cargaban en mulos o que llevaban encima, carretas cuyas ruedas chirriaban en el pegajoso fango. La gente salía, avanzando con nerviosismo entre personas enfurecidas, aunque no fueran muchos los que entraban. Podía sentirse el miedo en el aire, que aún era mayor donde se producía el atasco.

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