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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza (43 page)

BOOK: La mejor venganza
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—¿Y? —preguntó Morveer.

—El gran duque Salier tiene más obras de arte que nadie.

—Su colección es impresionante —Cosca había disfrutado de ella en varias ocasiones, o había hecho como si disfrutase mientras paladeaba el vino de Salier.

—Dicen que es la mejor de Styria —Monza se había ido al parapeto de enfrente para mirar el palacio que Salier tenía en una de las islas situadas en medio del río—. Cuando la ciudad caiga, Ganmark se irá derecho al palacio, ansioso por rescatar del caos todas esas obras inapreciables.

—Di mejor que para llevárselas —dijo Vitari.

La mandíbula de Monza parecía más amenazante que de costumbre cuando añadió:

—Orso querrá terminar el asedio cuanto antes y disponer de todo el tiempo que pueda para acabar con Rogont. Aniquilar a la Liga de los Ocho de una vez y para siempre, y así reclamar su corona antes del invierno. Eso supone brechas abiertas, asaltos y cadáveres en las calles.

—¡Maravilloso! —Cosca aplaudía—. Las calles pueden presumir de árboles nobles y de edificios majestuosos, pero jamás se sienten a sus anchas sin una muchedumbre de cadáveres.

—Nos haremos con armaduras, uniformes y armas de los muertos. Cuando caiga la ciudad, que será bastante pronto, nos disfrazaremos de soldados de Talins. Nos abriremos camino hasta el palacio y, mientras Ganmark se preocupa de rescatar la colección de Salier y tiene la guardia baja, nosotros…

—¿Mataremos al bastardo? —sugirió Escalofríos.

Se hizo una pausa.

—Me parece detectar un fallo
diminuto
en ese plan —las palabras burlonas de Morveer eran como uñas que a Cosca se le clavasen en la espalda—. En este momento, el palacio del gran duque Salier tiene que ser uno de los lugares mejor guardados, y
nosotros
no estamos dentro de él. Ni hemos recibido ninguna invitación para visitarlo.

—Al contrario, hemos recibido una —Cosca se sintió muy contento al ver que las miradas de todos se centraban en él—. Hace algunos años, Salier y yo fuimos buenos amigos, cuando me contrató para que estableciera las fronteras con Puranti, que estaban en disputa. Solíamos cenar juntos una vez por semana, y entonces me aseguró que sería bien recibido cada vez que volviese a la ciudad.

El rostro del envenenador era una máscara de desprecio cuando dijo:

—Un pequeño detalle, ¿eso te lo dijo
antes
de que te convirtieras en un borrachuzo destrozado por el vino?

Cosca agitó una mano como no dando importancia, mientras exploraba el efecto que aquellas palabras habían hecho en los demás, para decir a continuación:

—Fue durante mi transformación, tan larga como llena de disfrute, en uno de esos borrachuzos que dices. Como la oruga que se transforma en una bella mariposa. En cualquier caso, la invitación sigue vigente.

—Y, ¿cómo diablos piensas aprovecharla? —Vitan le miraba con ojos entornados.

—Pues me imagino que interpelando a los guardias que están en la puerta del palacio y diciéndoles algo parecido a lo siguiente:
Soy Nicomo Cosca, famoso soldado de fortuna, y vengo a cenar.

Cayó un silencio opresivo, como si sus palabras, en vez de suponer una manera de salir del atolladero, fuesen una cagada monumental.

—Discúlpame —dijo Monza en voz baja—, pero no creo que tu nombre siga abriendo las puertas que antes abría.

—Quizá sí que abra las de las
letrinas
—dijo Morveer, asintiendo burlonamente con la cabeza. Day se rió por lo bajo. Incluso Escalofríos esbozó una sonrisa.

—Entonces que se encarguen Vitan y Morveer. Ése es su trabajo. Vigilad el palacio y encontrad una vía de acceso —los dos se miraron con cara de pocos amigos—. Cosca, tú sabes bastante de uniformes.

—Poca gente sabe más que yo —dijo con un suspiro—. Todos los que te contratan quieren darte uno de los suyos. Tengo uno de los Aldermen de Newsport, hecho con un tejido de oro que es tan incómodo como una tubería de plomo metida por el…

—Quizá algo menos espectacular se avendría mejor a nuestros propósitos.

—¡General Murcatto, me esforzaré en cumplir sus órdenes! —Cosca acababa de cuadrarse para ejecutar un saludo marcial.

—No hagas tantos esfuerzos. Un hombre de tu edad puede romperse algo. Llévate a Amistoso en cuanto comience el asalto —el presidiario se encogió de hombros y siguió con sus dados.

—¡Con la mayor nobleza posible llevaremos la muerte a sus desnudos culos! —Cosca ya se dirigía hacia la escalera, cuando se detuvo en seco al divisar la bahía—. ¡Ah! La flota del duque Orso acaba de unirse a la fiesta —podía ver varios barcos moviéndose por el horizonte con la cruz negra de Talins en las velas.

—Más invitados del duque Salier —dijo Vitari.

—Aunque siempre fuese un anfitrión meticuloso, no creo que esté preparado para recibir tantos invitados al mismo tiempo. La ciudad se encuentra completamente rodeada —Cosca acababa de hacer una mueca.

—¡Estamos tan desamparados como ratas metidas en un saco! —dijo un cortante Morveer—. Lo dices como si fuera
algo bueno.

—He soportado un asedio cinco veces, y siempre he saboreado la experiencia. Es un modo magnífico de eliminar opciones. De liberar la mente —Cosca inspiró profundamente por la nariz y luego echó el aire por la boca como si lo paladease—. Cuando la vida es una cárcel, nada resulta tan liberador como la cautividad.

La fe perdida

Fuego.

Al llegar la noche, Visserine se había convertido en un lugar de llamas y de sombras. Un laberinto interminable de paredes rotas, de techos caídos, de vigas que sobresalían. Una pesadilla de gritos descarnados, de formas fantasmales que revoloteaban en la tiniebla. De edificios gigantescos con las tripas fuera, con puertas y ventanas abiertas como cuencas de ojos arrancados por las que salían llamas que lamían lo que hubiese fuera, haciendo cosquillas a la oscuridad. De vigas chamuscadas que apuñalaban a las llamas y eran apuñaladas por ellas. De chorros de chispas blancas que subían hacia los negros cielos y de una lluvia negra de cenizas que caía para contrarrestarlos. La ciudad tenía nuevas torres, unas torres de humo retorcido, relucientes bajo la luz de los incendios que las habían alumbrado, las cuales manchaban hasta a las estrellas.

—¿Cuántos cogimos la última vez? —los ojos de Cosca se veían amarillos a la luz de las llamas que recorrían la plaza—. ¿Tres?

—Tres —dijo Amistoso con un graznido. Estaban dentro del baúl que tenía en su habitación. Las armaduras de dos soldados de Talins, una de ellas con el agujero cuadrado producido por un cuadrillo de ballesta, y el uniforme de un insignificante y joven teniente muerto al caerle encima una chimenea. Mala suerte, aunque Amistoso sospechase que era uno de los responsables de propagar los incendios por la ciudad.

Habían instalado catapultas al otro lado de las murallas, cinco en la margen oeste del río y tres en la margen este. También había otras más en los veintidós barcos de blancas velas amarrados en el puerto. Durante la primera noche, Amistoso había estado levantado hasta la aurora para vigilarlas. Habían lanzado ciento dieciocho proyectiles incendiarios por encima de las murallas, esparciendo su fuego por la ciudad. Como los fuegos se desplazaban, se apagaban, se dividían y se juntaban unos con otros, nadie podía contarlos. Los números habían desertado de Amistoso, dejándole sólo y asustado. A Visserine sólo le había costado seis cortos días y tres noches multiplicadas por dos para convertirse en lo que era en aquellos momentos.

La única parte de la ciudad que seguía intacta era la isla donde se levantaba el palacio del duque Salier. Como había dicho Murcatto, allí había pinturas y otras maravillas que Ganmark, el jefe del ejército de Orso, el hombre al que habían ido a matar, quería rescatar. Aunque hubiese quemado un incontable número de casas y de personas dentro de ellas, y ordenado asesinatos de día y de noche, tenía que proteger esas cosas muertas que estaban pintadas. Para Amistoso, aquel hombre hubiera debido ingresar en Seguridad, para que el mundo de fuera fuese un lugar más seguro. Pero en lugar de eso, le obedecían y le admiraban mientras ardía todo el orbe. Le pareció que todo estaba al revés, que todo estaba equivocado. Pero Amistoso no sabía distinguir el bien del mal, como habían dicho los jueces.

—¿Estás preparado?

—Sí —mintió Amistoso.

—Pues entonces, mi querido amigo, ¡una vez más a la brecha! —y echó a correr calle abajo, con una mano en la empuñadura de su espada y la otra en el sombrero que llevaba en la cabeza. Amistoso tragó saliva y le siguió, moviendo lentamente los labios a medida que contaba los pasos que iba dando. Tenía que contar algo que no fuesen las diferentes maneras en que podía morir.

A medida que se acercaban al límite occidental de la ciudad, las cosas empeoraron. Los incendios, que habían crecido de una manera imponente, rugían y crepitaban como demonios gigantescos que diesen dentelladas a la noche. A Amistoso le producían un picor en los ojos que le hacía llorar. A no ser que sus lágrimas se debieran a la destrucción que se iba encontrando. Si quieres coger algo, ¿por qué quemarlo? Y si no quieres cogerlo, ¿por qué combatir para arrebatárselo a su dueño? En Seguridad, los hombres morían de vez en cuando. Pero allí morían todo el tiempo. Jamás había visto tanto desperdicio. No querían arriesgarse a dejar nada sin destruir. Y todo era valioso.

—¡Maldito fuego gurko! —exclamó Cosca mientras los dos evitaban una llamarada rugiente—. Hace diez años nadie suponía que llegarían a emplearlo como un arma. Luego lo utilizaron en Dagoska, para convertirla en un montón de cenizas, y en Agriont, para agujerear sus murallas. En cuanto comienza un asedio, todos lo piden a gritos. Aunque en mi época nos apeteciera quemar uno o dos edificios, sólo para que la cosa se pusiese un poco movida, nunca lo empleamos. Como la guerra se hace para ganar dinero, cierto grado de miseria relativa viene a ser un lamentable efecto colateral. Pero ahora se trata de destruir, y cuanto más, mejor. La ciencia, amigo mío, la ciencia. Se supone que hace la vida más llevadera.

Varias hileras de soldados manchados de hollín avanzaban lentamente, con las armaduras de color naranja por las llamas que se reflejaban en ellas. Varias hileras de civiles manchados de hollín se pasaban cubos de agua de mano en mano, con los rostros llenos de desesperación, medio iluminados por el resplandor de incendios que no podían apagar. Fantasmas airados, formas negras en la noche abrasadora. A sus espaldas había un mural de gran tamaño pintado en la destrozada pared: era el duque Salier vestido de punta en blanco, señalando con rostro austero el camino hacia la victoria. Amistoso pensó que la parte superior del edificio, que se había caído, debía de haberse llevado consigo el brazo con el que Salier quizá sostuviese una bandera. Las llamas que bailoteaban hacían que su cara pintada se retorciese, que su boca se moviese, que los soldados pintados cargasen contra la brecha recién abierta por el enemigo.

Cuando Amistoso era joven, en la celda número doce de su corredor vivía un anciano que siempre les contaba cuentos muy antiguos, cuentos acaecidos antes del Tiempo Antiguo, cuando este mundo y el que se encuentra bajo él sólo eran uno, y los diablos lo recorrían. Los reclusos se reían de aquel anciano, y también Amistoso, porque en Seguridad era prudente hacer lo que los demás y no destacar por nada. Pero en cierta ocasión, cuando todos ya se habían ido, él se le acercó para preguntarle cuántos años habían pasado exactamente desde que las puertas quedaron selladas y Euz expulsó del mundo a los diablos. El anciano no lo sabía. En aquellos momentos, a Amistoso le dio la impresión de que el mundo de abajo acababa de franquear las puertas que lo separaban del de arriba para anegar Visserine y extender el caos por ella.

Pasaron rápidamente al lado de una torre en llamas. El fuego crepitaba en sus ventanas y salía como una antorcha gigantesca por su tejado derruido. Amistoso sudaba, tosía y volvía a sudar aún más. Sentía la boca cada vez más seca, la garganta cada vez más áspera, las yemas de los dedos pringosas por el hollín. En el extremo de una calle cortada por los cascotes, vio la mellada línea de las murallas de la ciudad.

—¡Ya estamos muy cerca! ¡No te separes de mí!

—Yo… yo… —En aquel aire lleno de humo, la voz de Amistoso hablaba con voz cascada al vacío. A medida que entraban en un callejón estrecho, en cuyo extremo parpadeaba una luz roja, le pareció escuchar un ruido, el de metales que chocaban unos con otros y de una marea de voces furiosas. Un ruido parecido al de la gran revuelta que Amistoso y los seis presidiarios más temidos habían dirigido en Seguridad, y que luego ellos mismos detuvieron para evitar la locura en que se había convertido. ¿Pero quién podría detener la locura que imperaba en aquel lugar? Entonces sonó un estruendo que hizo estremecer el suelo, y un resplandor rojizo iluminó el cielo nocturno.

Cosca se subió al tronco de un árbol sin hojas, manteniendo un perfil bajo mientras se aplastaba contra él. Cuando Amistoso le siguió, el ruido se hizo mucho más fuerte, aunque los latidos de su corazón, que sonaban con mucha fuerza en sus oídos, casi lo ocultaran.

La brecha no estaba a más de cien pasos, una mancha irregular de oscuridad que se había instalado en las murallas de la ciudad ocupada por las tropas de Talins. Los soldados se arrastraban como hormigas entre la pesadilla de piedras caídas y de traviesas rotas que formaban una accidentada rampa en declive por la que se accedía a la plaza en llamas, situada a su vez en uno de los extremos de la ciudad. Aunque quizá hubieran mantenido el orden de combate durante el primer asalto, para entonces sólo existía una furiosa e informe mezcolanza en el lugar donde los defensores se agolpaban: las barricadas levantadas delante de los edificios destripados, hacia las que se apresuraban los atacantes, que no dejaban de entrar por la brecha para añadir su innumerable presencia a la lucha, y sus innumerables cadáveres a la carnicería.

Las hojas de las hachas y de las espadas brillaban y relampagueaban, las picas y las lanzas se agitaban y se revolvían, una o dos banderas hechas jirones pendían por encima del tumulto. Las flechas y los cuadrillos revoloteaban de aquí para allá, de los de Talins, que se agolpaban fuera de las murallas, de los defensores, que las lanzaban desde sus barricadas, de las que salían de una torre derruida que estaba junto a la brecha. Mientras Amistoso miraba, un gran lienzo de pared cayó dando vueltas desde lo alto de la muralla y fue a parar en medio del hervidero de gente que estaba abajo, formando un agujero en medio de ella. Cientos de hombres peleándose y muriendo bajo el resplandor infernal de las antorchas, de los proyectiles de fuego, de las casas en llamas. Amistoso apenas podía creer que todo aquello fuese real. Todo le parecía falso, de pega, como un escenario que estuviese a punto de quedar plasmado en alguna pintura sensacionalista.

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