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Authors: Anne Rice

La Momia (24 page)

BOOK: La Momia
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—Te comprendo.

—¡Y quiero el futuro! —declaró él, y su voz se convirtió en un susurro—. Quiero... —Se interrumpió, incapaz de continuar. Con aire confundido se apartó de el a. Buscó en su bolsillo y sacó un puñado de monedas de oro.

—¿Podemos comprar con esto un barco que nos lleve al otro lado del mar, Julie?

—Déjalo todo en mis manos —contestó ella—. Nos vamos a ir. Ahora siéntate y desayuna.

Sé lo hambriento que debes de sentirte. No tienes que contármelo.

Él se rió a su pesar.

—Y haré todos los preparativos de inmediato.

Julie entró en la cocina. Osear estaba preparando la bandeja con el desayuno para los dos, y la habitación olía a café, canela y bollos recién horneados.

—Osear, telefonea a Thomas Cook en mi nombre y reserva dos pasajes a Alejandría para el señor Ramsey y para mí. Si es posible para hoy mismo. Date prisa.
Yo
me encargaré de esto.

El mayordomo no salía de su asombro.

—Pero, señorita...

—Haz lo que te digo enseguida, Osear. Date prisa. No hay tiempo que perder.

Ella volvió al invernadero con la pesada bandeja, y una vez más la asombraron las maravillosas flores que habían brotado por todos lados. Las orquídeas y las margaritas estaban esplendorosas.

—Mira —susurró—. Y no me había dado cuenta. Todo ha florecido. Es tan bonito..

El la miró con la misma expresión triste y hermosa.

—Sí, muy bonito —dijo.

La casa era un hervidero. Rita había estado a punto de desmayarse al saber que iba a Egipto. Osear, que se quedaba a cargo de la casa, había estado ayudando a los cocheros a bajar los baúles por la escalera. Randolph y Alex discutían furiosamente con Julie. Era una locura que emprendiese aquel viaje.

Y el enigmático Reginald Ramsey estaba sentado ante la mesa del invernadero devorando una comida pantagruélica y acompañándola con una copa de vino tras otra mientras leía dos periódicos a la vez, si Elliott no se equivocaba. De vez en cuando cogía un libro del montón que tenía en el suelo y pasaba sus páginas con rapidez como si buscara algo de vital importancia.

Cuando lo encontraba, dejaba caer el libro al suelo despreocupadamente.

Elliott estaba sentado en el sillón de Lawrence, en la sala egipcia, contemplando la escena en silencio. Echaba una mirada a Julie, que seguía en el salón, y volvía a observar al señor Ramsey, al que no parecía importarle nada.

El otro personaje silencioso y solitario era Samir Ibrahaim, que estaba de pie al fondo del invernadero, casi perdido entre el lujurioso follaje que había invadido la habitación.

Hacía aproximadamente tres horas que Elliott había recibido la llamada de Julie. Se había puesto en acción al instante, y sabía más o menos cuál iba a ser el siguiente acto de aquel pequeño drama.

—No puedes irte a Egipto con un hombre al que no conoces de nada —decía Randolph, que hacía un esfuerzo por contenerse—. No puedes emprender ese viaje sin un acompañante apropiado.

—Julie, esto ya no voy a tolerarlo —declaró Alex, pálido de exasperación—. No permitiré que hagas esto sola.

—Callaos los dos —respondió Julie—. Soy una mujer adulta. Y me voy. Puedo cuidar de mí misma, y además Rita va a acompañarme. Y Samir, el mejor amigo de mi padre. No podría tener un protector mejor que Samir.

—Julie, ninguno de los dos es un acompañante adecuado, y lo sabes. Esto es escandaloso.

—Tío Randolph, el barco zarpa a las cuatro. Debemos irnos ahora mismo, así que vamos a hablar de lo que realmente importa. Tengo unos poderes notariales preparados para que puedas dirigir Stratford Shipping con las manos completamente libres.

Se hizo el silencio. «Así que por fin llegamos al meollo del asunto», pensó Elliott con frialdad. Oyó a Randolph aclararse la garganta.

—Bien, supongo que es necesario, querida —respondió con voz débil.

Alex intentó interrumpir, pero Julie lo detuvo con suavidad. Preguntó a Randolph si había algún papel más que quería que firmara. De todos modos, podía enviárselos a Alejandría, y ella se los devolvería firmados a vuelta de correo.

Satisfecho al ver que Julie saldría a tiempo, Elliott se levantó y entró en el invernadero.

Ramsey seguía engullendo cantidades sobrehumanas de comida. Tomó uno de los tres cigarros que tenía encendidos en un cenicero y aspiró una bocanada de humo. A continuación volvió al budín, el rosbif y el pan con mantequilla que estaba comiendo simultáneamente. Tenía delante una historia moderna de Egipto, abierta por el capítulo titulado «La masacre de los mamelucos», y su dedo índice se deslizaba a velocidad vertiginosa por las páginas.

De repente Elliott se dio cuenta de que estaba rodeado por la espesura. Miró con asombro el gigantesco helecho que se alzaba a su lado,
y
la exuberante buganvilla que le rozaba el hombro y que casi obstruía la puerta. Dios santo, ¿qué había pasado allí? Había lirios por todos lados, y las margaritas casi reventaban las macetas. La hiedra crecía salvajemente por las paredes y el techo.

Ni Samir ni Ramsey parecían haber reparado en él. Elliott cortó uno de los dondiegos azules y blancos que colgaban encima de su cabeza y contempló la perfecta flor en forma de trompeta. Era una belleza. Alzó lentamente los ojos y su mirada se cruzó con la de Ramsey.

Samir pareció despertar de pronto de su aparente estado de meditación.

—Lord Rutherford, permítame presentarle... —Se interrumpió como si le faltaran las palabras.

Ramsey se levantó y se limpió los dedos cuidadosamente con la servilleta.

Con gesto ausente, el duque guardó la flor en el bolsillo y extendió la mano.

—... al señor Reginald Ramsey —concluyó—. Es un placer. Soy un viejo amigo de la familia.

Y podríamos decir que también soy egiptólogo. Aquél es mi hijo Alex, que, como sabrá, está prometido en matrimonio con Julie.

Era evidente que no lo sabía. O no comprendía. Se ruborizó levemente.

—¿Prometido con Julie? —repitió a media voz. Entonces añadió con forzado entusiasmo—: Su hijo es un hombre muy afortunado.

El duque miró la mesa cubierta de comida y la espesura que casi impedía el paso al sol.

Miró con placidez al hombre que tenía delante, sin duda uno de los hombres más atractivos que había visto jamás. Era en verdad bello, tenía que reconocerlo, con aquel os ojos azules, grandes y comprensivos, que vuelven locas a las mujeres. Y, si se les añadía la sonrisa fácil, constituía una combinación fatal.

Pero el silencio estaba empezando a ser incómodo.

—Ah, el diario —dijo Elliott, extrayéndoselo del bolsillo del abrigo. Samir lo reconoció al instante—. Este diario —agregó— perteneció a Lawrence y contiene información muy valiosa sobre la tumba de Ramsés. Parecen ser notas sobre un papiro que encontró allí. Lo cogí la otra noche. Tengo que devolverlo a su lugar.

Ramsey lo miró con repentina frialdad.

Elliott le dio la espalda y, apoyándose en el bastón, se acercó con pasos lentos al escritorio...

—Ese dolor de sus articulaciones... —dijo Ramsey—, ¿no existe una medicina... moderna que lo alivie? Había un antiguo remedio egipcio: la corteza de sauce. Hay que hervirla.

—Sí —respondió Elliott, volviendo a mirar aquellos hermosos ojos azules—. Hoy en día se llama aspirina. —Sonrió. Todo estaba yendo infinitamente mejor de lo que había esperado.

Sólo esperaba que su rostro no estuviera tan encendido como el de Ramsey—. ¿Dónde ha estado todo este tiempo, que no ha oído hablar de la aspirina? Ahora se produce sintéticamente; estoy seguro de que sabe a qué me refiero.

Ramsey no perdió la compostura, aunque sus ojos se entrecerraron, como si estuviera valorando al duque.

—No soy un científico, lord Rutherford —replicó—. Soy más bien un observador, un filósofo.

Así que se l ama aspirina... Me alegro de saberlo. Quizás he pasado demasiado tiempo en tierras lejanas. —Alzó las cejas levemente y sonrió.

—Pero los antiguos egipcios tenían medicinas mucho más poderosas que la corteza de sauce, ¿no es así? —presionó Elliott. Lanzó una significativa mirada a la fila de jarras de alabastro expuestas al otro lado de la habitación—. Medicinas de gran poder, o elixires, por así decirlo, que curan enfermedades mucho más graves que el dolor que yo padezco en los huesos.

—Las medicinas poderosas tienen su precio —contestó Ramsey con voz calma—. O, mejor dicho, sus peligros. Pero es usted un hombre extraño, lord Rutherford. Supongo que no habrá creído usted lo que ha leído en el diario de su amigo Lawrence...

—Oh, por supuesto que sí. ¿Sabe usted? Yo tampoco soy un científico. Quizá sea como usted, un filósofo. Y me considero también poeta, porque la mayor parte de mis viajes sólo han tenido lugar en mis sueños.

Los dos hombres se miraron en silencio.

—Un poeta —repitió Ramsey mientras recorría con la mirada el cuerpo de Elliott, midiéndolo casi con descaro—. Comprendo. Pero dice usted cosas muy extrañas.

Elliott intentó mantener la calma. Sentía brotar el sudor bajo la camisa. El rostro de aquel hombre era sorprendentemente abierto, invitador.

—Me gustaría conocerlo mejor —confesó Elliott de repente—. Me gustaría... aprender de usted. —Pareció vacilar. Los ojos azules seguían clavados en los suyos—. Quizás en El Cairo o Alejandría tengamos tiempo para hablar con más tranquilidad. Quizás incluso en el barco podamos conocernos mejor.

—¿Va usted a Egipto? —preguntó Ramsey ladeando un tanto la cabeza.

—Sí. —Pasó con lentitud por delante de Ramsey y entró en el salón, donde Julie estaba acabando de firmar otro documento para Randolph—. Sí —repitió Elliott, volviéndose de nuevo hacia Ramsey y levantando la voz lo suficiente para que todos lo oyeran—. Alex y yo vamos también. En cuanto Julie me llamó, reservé pasajes en el mismo barco. No podíamos dejar a Julie irse sola, ¿verdad, Alex?

—Elliott, te dije que no —objetó Julie.

—Padre, yo no sabía...

—Lo sé, cariño —dijo Elliott a Julie—. Pero no puedo aceptar el no por respuesta. Además, puede que ésta sea la última vez que vea Egipto. Y Alex no lo conoce. No creo que vayas a negarnos el placer. ¿Hay alguna razón por la que no debamos ir?

Julie le lanzó una mirada furibunda.

Ramsey dejó escapar una suave risa a su espalda.

—Entonces iremos todos a Egipto —declaró—. Me parece de lo más interesante.

Hablaremos a bordo, lord Rutherford, como usted ha dicho.

Randolph levantó la vista tras meterse en el bolsillo del abrigo el poder notarial.

—Bien, eso lo resuelve todo, ¿no? Que tengas un buen viaje, querida mía. —Besó tiernamente a su sobrina en la mejilla.

Otra vez el sueño, pero no podía despertar. Se revolvió en la cama de Daisy y hundió la cara en la almohada de encaje.

—No es más que un sueño —murmuró—. Hay que pararlo.

Pero la momia seguía avanzando hacia él, y sus pies arrastraban las largas tiras de lino desgarrado y polvoriento. Sintió que los dedos se cerraban alrededor de su garganta.

Intentó gritar, pero no pudo. Se ahogaba. El olor de aquella criatura nauseabunda le impedía respirar.

Se dio media vuelta tirando de las sábanas y extendió una mano para protegerse. Entonces sintió que unos dedos le aferraban la muñeca. Cuando abrió los ojos vio el rostro de su padre.

—Oh, Dios —murmuró. Su cabeza volvió a caer sobre la almohada. El sueño volvió a apoderarse de él por un instante, pero con un estremecimiento abrió otra vez los ojos y vio de nuevo a su padre.

—Padre —gruñó—, ¿qué haces aquí?

—Eso debería preguntarte yo a ti. Sal de esa cama y vístete. Tu equipaje está esperándote abajo, en un coche que te llevará al puerto. Te vas a Egipto.

—¡Una mierda! —¿Qué era aquello, otra pesadilla?

Su padre se quitó el sombrero y se sentó en una silla junto a la cama. Cuando Henry cogió un cigarro y cerillas, Randolph se los quitó de un manotazo.

—Maldito... —siseó Henry.

—Ahora escúchame. Tengo otra vez todo controlado, y pienso mantenerlo así. Tu prima Julie y su misterioso amigo egipcio zarpan hacia Alejandría esta tarde, y Elliott y Alex van con ellos. Tú vas a estar también en ese barco, ¿me entiendes? Eres el primo de Julie, y por tanto el único acompañante apropiado. Te encargarás de que todo siga como hasta ahora y de que no suceda nada que eche a perder el matrimonio de Julie con Alex Savarell. Y también de que ese hombre, sea quien sea, no haga ningún daño a la única hija de mi hermano.

—¡Ese hombre! Estás loco si crees que voy a...

—Si no lo haces te desheredaré. —Randolph bajó la voz y acercó el rostro al de su hijo—.

Hablo en serio, Henry. Siempre te he dado todo lo que querías, pero, si no me obedeces ahora, te juro que te expulsaré del consejo de Stratford Shipping y te quitaré tu sueldo y todas los beneficios. Ahora te vestirás y subirás a ese barco. Vigilarás a tu prima para que no se escape con ese misterioso egipcio y me mantendrás puntualmente informado de todo lo que ocurra.

Randolph sacó del abrigo un sobre blanco y lo dejó sobre la mesilla. Henry se dio cuenta enseguida de que en su interior había una importante suma de dinero. Su padre se levantó.

—Y no me mandes un cable desde El Cairo diciendo que te has quedado sin dinero.

Mantente apartado de las mesas de juego y de las bailarinas del vientre. Esperaré una carta o telegrama dentro de una semana.

Hancock estaba fuera de sí.

—¡Que se ha ido a Egipto! —gritó en el teléfono—. ¡Pero toda la colección sigue en esa casa! ¡Cómo ha podido hacer una cosa así!

Hizo un gesto de impaciencia al empleado que osaba molestarlo y colgó con furia el teléfono.

—Señor, están otra vez aquí los periodistas. Es por lo de la momia.

—Oh, maldita momia. ¡Esa mujer se ha largado y ha dejado el tesoro encerrado en su casa como si fuera una colección de muñecas!

Elliott estaba con Julie y Ramsey apoyado en la alta barandilla mientras Alex se despedía de su madre al pie de la pasarela.

—Te aseguro que no vengo para estar encima de ti como una gallina clueca—dijo Elliott a Julie. Alex volvió a abrazar a su madre y subió por la pasarela con pasos rápidos—. Sólo quiero estar cerca por si me necesitas. Por favor, no te preocupes.

Dios, hablaba en serio. Le dolía ver en el rostro de la joven aquella mirada.

—¿Y Henry? ¿Por qué tiene que venir Henry? No quiero que esté con nosotros.

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