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Authors: Anne Rice

La Momia (58 page)

BOOK: La Momia
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¡Lo había conseguido! Y ya no había marcha atrás. Con los ojos fijos en la inmensidad azul del cielo, lanzó un breve grito que no iba dirigido a nadie. Era la más insignificante y espontánea muestra de su alegría.

Se hallaban en cubierta, y el cálido sol los envolvía en su abrazo. Julie sentía la magia fluir sobre su piel y en sus cabellos. Los labios de Ramsés tocaron los suyos y de repente se besaron como no se habían besado nunca. Era el mismo fuego, sí, pero ahora la fuerza y el ansia de Julie se igualaban a los de él.

Ramsés la tomó en sus brazos y la llevó de vuelta al pequeño camarote. Una vez allí la tendió sobre la cama. El velo del mosquitero cayó silenciosamente a su alrededor envolviéndolos y aislándolos del mundo.

—Eres mía, Julie Stratford —susurró él—. Eres mi reina para siempre. Y yo soy tuyo.

Siempre lo seré.

—Qué palabras tan hermosas —musitó ella, y sonrió casi con tristeza. Quería recordar siempre aquel momento, la expresión de sus ojos azules.

Entonces, lenta pero febrilmente, comenzaron a hacer el amor.

El joven médico cogió apresuradamente su maletín y echó a correr hacia la enfermería detrás del soldado que había ido a buscarlo. —Es terrible, señor. Está completamente abrasada. La encontramos casi aplastada en el fondo de un vagón, entre las cajas. No sé cómo puede seguir viva.

¿Qué diablos esperaban que pudiera hacer él, con los medios de que disponía en aquel puesto avanzado de la selva del Sudán?

Se apoyó en la jamba de la puerta antes de entrar en la habitación.

La enfermera se acercó a él sacudiendo la cabeza.

—No lo entiendo —dijo en un susurro haciendo una seña hacia la cama.

—Déjeme verla. —Apartó la mosquitera y miró el cuerpo—. Pero esta mujer no tiene ninguna quemadura.

Estaba dormida con la cabeza sobre la almohada blanca. Su cabellera negra se movía levemente a la luz del sol, como si pudiera haber una leve brisa en medio de aquel calor infernal.

Si había visto alguna vez a una mujer más hermosa, no lo recordaba, ni quería hacerlo. Era casi doloroso contemplar su belleza. Y su hermosura no era la de una muñeca de porcelana.

Sus rasgos eran fuertes pero exquisitamente proporcionados. Su frondosa melena, dividida en dos por el centro, formaba una pirámide resplandeciente bajo su cabeza.

Cuando él estaba rodeando la cama, la mujer abrió los ojos. Era curioso que fueran tan azules. Entonces sucedió el milagro: el a sonrió. El médico creyó que se le iban a doblar las piernas ante aquella sonrisa. Las palabras «sino» y «destino» acudieron a su mente, sin fundamento alguno pero con persistencia. ¿Quién diablos podría ser?

—Es usted un hombre muy atractivo —murmuró en un perfecto inglés. «Es uno de los nuestros», pensó él, y se avergonzó al instante por su esnobismo. Pero aquella voz era puramente aristocrática.

La enfermera musitó algo. Oyó murmullos a su espalda. Acercó una silla de tijera a la cama y se sentó junto a la mujer. Cubrió disimuladamente con la sábana sus pechos medio desnudos.

—Traigan algo de ropa para la señora —ordenó sin mirar a la enfermera—. Nos ha dado usted un buen susto. Todos pensaron que estaba completamente quemada.

—¿Ah, sí? —susurró el a—. Han sido muy amables al ayudarme. Estaba en un lugar cerrado, y casi no podía respirar. Todo estaba a oscuras. —Parpadeó al mirar la luz que entraba por la ventana—. Por favor, ayúdeme a salir al sol.

—Oh, creo que es demasiado pronto para que se levante.

Pero ella se incorporó y se envolvió en la sábana como si fuera una toga. Sus cejas finas y oscuras le daban un aire de voluntad y decisión que excitó al joven médico de forma inequívocamente física.

Parecía una diosa. Se levantó y de nuevo le lanzó aquel a sonrisa, esclavizándolo por completo.

—Escuche, debe decirme quién es. Avisaremos a su familia, a sus amigos.

—Venga afuera conmigo —pidió ella.

Él la siguió como un estúpido y la tomó de la mano. ¡Que murmuren cuanto quieran! Habían ido a decirle que estaba achicharrada como un filete pasado, y a aquella mujer no le pasaba absolutamente nada. ¿Se había vuelto loco todo el mundo?

Ella cruzó el patio polvoriento y se dirigió hacia un pequeño jardín que casualmente pertenecía al médico y que se extendía ante la puerta de su dormitorio y su consultorio.

La mujer se sentó en el banco de madera, y él tomó asiento a su lado. Ella lanzó su melena hacia atrás al levantar la vista hacia el sol ardiente.

—Pero no debería usted ponerse al sol —objetó él—. En especial si ha sufrido quemaduras.

Pero era una estupidez. Su piel era perfecta y radiante, y sus mejillas estaban teñidas de un saludable rubor. Jamás había visto a nadie tan sano en su vida.

—¿Hay alguien con quien quiera que me ponga en contacto? —insistió él—. Tenemos teléfono y telégrafo en el puesto.

—No se preocupe por eso —repuso ella, acariciándole los dedos de la mano izquierda.

El médico sintió vergüenza de la reacción que provocaba en él. No era capaz de apartar la vista de ella, de sus ojos y de su boca. Podía verle los pezones a través de la sábana.

—Sí, tengo amigos —agregó el a con aire distraído—. Y también citas que cumplir, y cuentas que saldar. Pero hábleme de usted, doctor. Y de este lugar.

¿Quería besarlo aquella mujer? Apenas podía creerlo, pero no tenía la intención de dejar escapar la oportunidad. Se inclinó sobre ella y le rozó los labios con los suyos. No le importaba que miraran. La rodeó con sus brazos y la atrajo hacia sí, atónito por la forma en que ella se plegaba a sus deseos. Los ardientes pechos de aquella mujer se apretaban contra su torso.

De un momento a otro la iba a arrastrar a su cama, si es que ella no se resistía, pero sabía que no iba a hacerlo.

—No tengo prisa por ponerme en contacto con nadie —murmuró ella mientras le introducía la mano por dentro de la camisa. Echaron a andar lentamente hacia su cabaña. Ella se detuvo como si no pudiera esperar más. El la tomó en brazos y la llevó adentro.

Era una locura, pero no podía detenerse. Ella pegó la boca a la suya y él estuvo a punto de caer al suelo. La dejó sobre la cama y cerró las persianas de madera. Al diablo con todos.

—¿Está segura de que... ? —No pudo decir más. Se estaba arrancando la camisa.

—Me gustan los hombres que se ruborizan —musitó ella sin dejar de mirarlo—. Y sí, estoy segura. Quiero prepararme bien antes de volver a encontrarme con mis amigos. —Desató la sábana y la dejó caer—. Quiero prepararme muy bien.

—¿Qué? —Él se había tendido a su lado y le besaba la garganta a la vez que le acariciaba los pechos. Entonces se puso sobre ella, que alzó las caderas apretándolas contra su vientre.

Se movía como una serpiente sobre la cama, pero no era ninguna serpiente. Era una mujer extraordinariamente cálida y fragante, dispuesta para recibirlo.

—Mis amigos... —susurró ella mirando al cielo con una leve chispa de inquietud en los ojos azules. Pero entonces lo miró. Sentía una hambre insaciable. Comenzó a acariciarlo y a arañarle la piel deliciosamente con las uñas—. Mis amigos pueden esperar. Tenemos mucho tiempo para vernos. ¡Todo el tiempo del mundo!

Él no tenía la menor idea de lo que querían decir sus palabras. Ni le importaba en absoluto.

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