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Authors: Anne Rice

La Momia (50 page)

BOOK: La Momia
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Ramsés llevaba un buen rato escuchando en silencio a Elliott cuando por fin habló.

—Entonces pretende usted que contemos a las autoridades que yo discutí con él, lo seguí al museo, lo vi robar la momia y que entonces me apresaron los soldados.

—Mintió por Egipto cuando era rey, ¿no es así? Mintió a su pueblo diciéndole que era un dios viviente.

—Pero, Elliott —interrumpió Julie—, ¿y si esos crímenes continúan?

—Y es fácil que eso ocurra —aseguró Ramsés empezando a impacientarse— si no salgo de aquí de inmediato y la encuentro.

—No hay pruebas de que Henry esté muerto —contestó Elliott—. Y nadie va a encontrarlas.

Es perfectamente verosímil que Henry se encuentre en El Cairo. Y lo más verosímil es lo que aceptarán. Pitfield se tragó la historia, y los demás lo harán también. Pueden buscar a Henry mientras usted busca a Cleopatra. Pero Alex y Julie estarán a salvo y lejos.

—No me iré, ya te lo he dicho —declaró Julie—. Pero intentaré convencer a Alex de que se vaya...

—Julie, puedo reunirme contigo en Londres más adelante —sugirió Ramsés—. Lord Rutherford es un hombre inteligente. Hubiera sido un buen rey, o consejero de reyes.

Elliott sonrió con amargura y acabó con su tercera copa de ginebra.

—Contaré esa sarta de mentiras con todo el convencimiento que me sea posible. ¿Qué más debemos discutir?

—preguntó Ramsés.

—Nada más. Debe llamarme a las diez de la mañana. Para entonces ya tendré una garantía de inmunidad de puño y letra del gobernador. Entonces tendrá que acompañarme a hacer una declaración. Y saldremos de allí con nuestros pasaportes.

—Muy bien —asintió Ramsés—. Ahora debo irme. Deséenme buena suerte.

—¿Pero cuándo empezarás a buscar? —preguntó Julie—. Tienes que descansar.

—Cariño mío, te olvidas de que no necesito dormir. La buscaré hasta que nos encontremos aquí a las diez de la mañana. Lord Rutherford, si esto no funciona...

—Funcionará. E iremos a la ópera mañana, como estaba planeado, y después al baile.

—¡Eso es absurdo! —exclamó Julie.

—No, pequeña mía. Hazlo por mí. Es el último favor que os pediré. Quiero que todo vuelva a ser como antes. Que vean a mi hijo con su padre y sus amigos, y con Ramsey, cuyo nombre quedará limpio. No quiero más sombras sobre el futuro de Alex. Y a ti, no sé lo que el futuro te deparará, pero te daré un consejo: no cierres la puerta a la vida que tuviste hasta ahora. Vale la pena una noche de pompa y ceremonia para que esa puerta siga abierta.

—Ah, lord Rutherford, siempre me sorprenden y me agradan sus palabras —dijo Ramsés—.

En otro mundo y en otra vida yo mismo solía decir cosas parecidas a los que me rodeaban.

Son los palacios y los títulos los que nos hacen ser así. Pero ya es hora de que me vaya.

Samir, ven conmigo si lo deseas. Si no es así, saldré enseguida.

—Voy contigo, mi señor —respondió Samir. Se levantó e hizo una inclinación de cabeza a Elliott—. Hasta mañana, milord.

Samir salió primero, y al cabo de unos minutos lo hizo Ramsés. Durante unos instantes Julie fue incapaz de moverse. Entonces salió apresuradamente de la habitación en busca de Ramsés. Lo alcanzó en las escaleras de servicio, y una vez más se abrazaron.

—Por favor, ámame, Julie Stratford —susurró él—. No siempre soy tan necio, te lo juro. —

Le tomó el rostro con las manos y la miró a los ojos—. Vuelve a Londres, donde estarás a salvo, e iré a buscarte cuando todo este horror haya terminado.

Ella empezó a protestar.

—No te estoy mintiendo. Te amo demasiado para hacerlo. Te he contado todo.

Ella lo vio bajar por la escalera. Ramsés se puso el turbante y se convirtió de nuevo en el imponente jeque. Después de hacerle un gesto de despedida con la mano, desapareció en la oscuridad.

Julie no quería volver a sus habitaciones, no quería ver a Elliott.

Ahora sabía por qué había emprendido aquel viaje el duque. Lo había presentido desde el principio, pero ahora lo sabía con seguridad. Con todo, le asombraba que hubiera llegado al extremo de seguir a Ramsés al museo.

Aunque, pensándolo bien, ¿por qué iba a asombrarse? Después de todo, él había creído la historia. Quizá había sido el único, además de Samir, que la había creído. Y por ello el misterio y la esperanza de la inmortalidad lo habían cautivado.

Mientras volvía a su habitación, intentó comprender la dimensión del peligro que se había desatado. Y al pensar que alguien, por muy peligroso y malvado que fuera, podía llegar a ser encerrado en una cueva oscura, incapaz de volver a despertar, se estremeció y comenzó a llorar de nuevo.

Elliott seguía allí, sentado en la butaca con su vaso de ginebra, tan contenido y elegante como siempre a pesar de la borrachera, con los dedos curvados sobre el puño del bastón.

No levantó la vista cuando la oyó entrar. Tampoco se sentía con fuerzas para irse. Julie cerró la puerta y lo miró.

Las palabras brotaron en un torrente, sin pensar. Pero no acusó a Elliott de nada. Sólo le dijo lo que Ramsés le había contado acerca de la comida que no se podía comer, el ganado que no podía ser sacrificado, el hambre insaciable; le habló de la soledad, del aislamiento; todo salió poco a poco, mientras caminaba de lado a lado de la habitación sin mirarlo a los ojos.

Cuando terminó de hablar, se hizo un silencio mortal.

—Cuando éramos jóvenes —dijo Elliott—, tu padre y yo, pasamos mucho tiempo en Egipto.

Estudiábamos nuestros libros, visitábamos tumbas antiguas, traducíamos textos, recorríamos el desierto día y noche. El antiguo Egipto se convirtió en nuestra musa, en nuestra religión.

Soñábamos con un conocimiento secreto que nos apartara de todo lo que parecía conducir al aburrimiento y a la desesperación final.

«¿Contenían las pirámides realmente algún secreto todavía por descubrir? ¿Conocían los egipcios un lenguaje mágico que les permitía hablar con los dioses? ¿Cuántas tumbas intactas ocultaban aquellas colinas? ¿Qué filosofía quedaba por revelar? ¿Qué alquimia?

»O era tan sólo una imagen de conocimiento, de verdadero misterio, la que producía esta cultura? Nos preguntábamos de vez en cuando si no habría sido un pueblo sabio y místico, pero simple y brutal.

»Nunca lo averiguamos. Ahora mismo no lo sé. Sólo sé que nuestra pasión era la búsqueda. La búsqueda, ¿entiendes?

Julie no respondió. Cuando lo miró, vio sus ojos hundidos y le pareció muy viejo. Elliott se levantó lentamente, se acercó a ella y la besó en la mejilla con la misma elegancia con que hacía todo. Julie volvió a pensar, como otras veces en el pasado, que habría podido enamorarse de Elliott, de no haber existido Alex y Edith.

Ni Ramsés.

—Temo por ti, mi pequeña —susurró él, y salió de la habitación.

Ella quedó sola en la noche silenciosa y vacía. Sólo se oía débilmente la música de la sala de baile. Y de repente todas las noches anteriores de sueño tranquilo y profundo le parecieron como las ilusiones perdidas de la infancia.

Amanecía. Ramsés contempló el inmenso cielo rosado que se extendía más allá de las sombras de las pirámides y de la erosionada y desfigurada esfinge, tendida con las enormes garras apoyadas en la arena dorada.

La forma borrosa del Mena Hotel estaba silenciosa y oscura excepto por algunas luces encendidas.

Sólo se divisaba en el horizonte a un hombre solitario, vestido de negro y montado en un camello. En algún lugar un tren dejó oír el silbato.

Ramsés, con la capa flotando hacia atrás por el frío viento del desierto, caminó por la arena hasta llegar junto a la esfinge. Se detuvo entre sus grandes zarpas y miró su rostro desfigurado, que en otros tiempos había sido tan bello.

—Aquí sigues todavía —murmuró en la antigua lengua egipcia.

Recordó el tiempo en que todas las respuestas le habían parecido tan simples, cuando él, el rey, arrebataba vidas con un rápido golpe de su espada o de su maza. Cuando había asesinado a la sacerdotisa de la cueva para que nadie más poseyera el gran secreto.

Se había preguntado mil veces si no habría sido aquél su primer y más terrible pecado, matar a la inocente anciana, cuya risa todavía le resonaba en los oídos.

«No soy tan tonto como para beber el elixir restante.»

¿Debía avergonzarse de ello? No lo sabía. Lo único que sabía era que ya no podía soportar ser el único. Había errado, y volvería a hacerlo.

¿Y si aquella terrible soledad fuera su destino? ¿Y si cualquier nuevo intento acababa en un desastre?

Apoyó la mano sobre la dura piedra de la garra. La arena era suave y espesa. Volvió a mirar el rostro desfigurado. Recordó el tiempo en que había acudido a aquel lugar en peregrinación.

Volvió a oír las flautas, los tambores. Olió el incienso y escuchó los suaves y rítmicos conjuros.

Entonces pronunció su propia oración, pero lo hizo en la lengua y forma de aquellos tiempos antiguos, lo que le produjo un consuelo casi infantil.

—Dioses de mis padres, de mi tierra. Contempladme con indulgencia. Enseñadme el camino; decidme lo que debo hacer para devolver a la naturaleza lo que le he arrebatado. ¿O

debo retirarme humildemente clamando que ya he errado bastante? No soy ningún dios. No sé nada de creación, y muy poco de justicia. Pero una cosa es cierta: los que nos crearon a nosotros también saben muy poco de justicia. O, si lo saben, es como tu sabiduría, gran esfinge: un misterio insondable.

La gran sombra gris del Shepheard's Hotel pareció oscurecerse y solidificarse con la primera claridad del día. Ramsés y Samir se acercaron furtivamente al edificio.

Pasó junto a ellos un viejo camión negro que lanzó junto a la puerta varios paquetes de periódicos atados.

Samir cogió uno con gesto rápido mientras los jóvenes voceadores se los repartían. Buscó en el bolsillo una moneda y se la dio a uno de ellos, que apenas pareció reparar en él.

ROBO Y ASESINATO EN COMERCIO DE LUJO

Ramsés leyó el titular por encima de su hombro.

Los dos hombres se miraron.

Entonces se alejaron del hotel para buscar un café tranquilo y madrugador donde sentarse a leer con detenimiento las malas noticias y pensar lo que harían al respecto.

Todavía tenía los ojos abiertos cuando los primeros rayos de sol atravesaron las cortinas.

Los grandes brazos del dios se extendían para abrazarla.

¡Qué estúpidos habían sido los griegos al pensar que el poderoso disco era el carro de una deidad lanzada al galope por el cielo!

Sus antepasados lo sabían muy bien: el sol era el dios Ra, el dador de vida, el único dios anterior a todos los dioses, y sin el cual los demás no eran nada.

Los rayos alcanzaron el espejo, y un intenso resplandor dorado llenó la habitación, cegándola por un instante. Se incorporó en la cama, con la mano apoyada en el hombro de su amante. Sintió que se mareaba. La cabeza le daba vueltas.

—¡Ramsés! —susurró.

El cálido sol cayó silenciosamente sobre su rostro, sus negras cejas y sus párpados cerrados. Lo sintió en los pechos y en el brazo extendido.

Un cosquilleo, calidez. Una repentina e intensa oleada de bienestar.

Se levantó de la cama y cruzó la habitación con pasos rápidos. La tupida alfombra verde oscura, más suave que la hierba, amortiguaba por completo sus pasos.

Se acercó a la ventana y contempló la plaza que se extendía a sus pies. Más allá, el río brillaba con destellos plateados. Se tocó la mejilla con el dorso de la mano.

Un remolino de sensaciones le recorrió el cuerpo. Era como si un viento extraño le alborotase los cabellos; un viento cálido del desierto que llegase reptando sobre la arena, que se introdujera en los salones del palacio y de alguna manera penetrase en su cuerpo y lo recorriera por completo.

Sintió un leve zumbido en los cabel os, como si un cepillo estuviera peinándoselos.

¡Todo había empezado en las catacumbas! El viejo sacerdote le había contado la historia, y todos se habían reído durante el banquete: un inmortal que dormía en una profunda tumba de piedra, Ramsés el Maldito, consejero de los faraones del pasado, que dormía en la oscuridad desde los tiempos de sus tatarabuelos.

Al despertar a la mañana siguiente, Cleopatra había mandado llamar al anciano.

—Es una antigua leyenda. El padre de mi padre se la contó a éste, y él no la creyó. Pero yo he visto con mis propios ojos al rey durmiente. Debes comprender el peligro que representa.

Ella tenía trece años y no creía en el peligro, al menos no en el sentido ordinario. Siempre había habido peligro.

Se habían internado en el oscuro pasadizo, por cuyo techo se filtraba arena. El sacerdote la precedía con una antorcha.

—¿Qué peligro? Estas catacumbas son el peligro. Van a caer sobre nosotros en cualquier momento. Anciano, te digo que esto no me gusta.

El sacerdote, un hombre calvo, enjuto y encorvado, había seguido adelante.

—La leyenda dice que, si se lo despierta, no obedecerá órdenes de nadie. Es un inmortal con voluntad propia. Aconsejará al rey o reina de Egipto, como hizo en el pasado, pero también hará su voluntad.

—¿Sabía esto mi padre?

—Sí. Pero no lo creyó. Ni tampoco el padre de tu padre. Ah, pero en los tiempos de Alejandro el rey Tolomeo llamó a Ramsés pronunciando el conjuro: «Despierta, Ramsés, un rey de Egipto necesita tu consejo».

—¿Y este Ramsés volvió a su tumba? ¿Sólo los sacerdotes sabían el secreto?

—Eso me han contado, como se lo contaron a mi padre, y me fue dicho que debía transmitírselo al soberano de mi tiempo.

Hacía un calor sofocante, y Cleopatra no quería proseguir. No le gustaba la débil luz de la antorcha ni su siniestro reflejo en el techo. De cuando en cuando distinguía antiguas inscripciones en las paredes, pero no sabía leerlas. Todo aquello le hacía sentir miedo, y odiaba tener miedo.

Habían tomado ya tantos pasadizos y ramales que ella sola no habría sido capaz de salir de allí.

—Sí, te dijeron que le contaras la historia a la reina de tu tiempo —dijo el a con sorna—, mientras fuera lo suficientemente joven para escucharte.

—Lo suficientemente joven para tener fe. Eso es lo que tienes: fe y sueños. La sabiduría no siempre es el don de la edad, majestad. Muchas veces es una maldición.

—¿Por eso acudimos a este antiguo rey? —Cleopatra se había echado a reír.

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