La Momia (53 page)

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Authors: Anne Rice

BOOK: La Momia
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Regina —
susurró él—. Mi reina.

Así que Julie Stratford lo había abandonado. La mujer moderna que iba sola a todas partes y que hacía lo que le venía en gana. Pero, por otra parte, era un gran rey el que la había seducido.

Y ahora Alex también tenía su reina.

Vio a Marco Antonio muerto, tendido en el diván. «Majestad, debemos llevárnoslo ya.»

Ramsés se había vuelto hacia ella y le había dicho: «¡Ven conmigo!»

Lord Summerfield atizó las brasas de su pasión cubriéndole el rostro de besos, sin preocuparse por las miradas de los turistas. Lord Summerfield, que moriría como Marco Antonio había muerto.

¿Y Julie Stratford, moriría ella también?

—Volvamos a mi habitación —susurró ella—. Tengo hambre de ti, lord Alex. Si no nos vamos te arrancaré la ropa aquí mismo.

—Soy tu esclavo para siempre —respondió él. Cuando entraron en el automóvil, Cleopatra se abrazó a él con fuerza.

—¿Qué te ocurre, alteza? Dímelo.

Ella contemplaba las muchedumbres de mortales que llenaban las calles, los miles de habitantes de aquella antigua ciudad vestidos con sus milenarias ropas de campesinos.

¿Por qué la había devuelto a la vida? ¿Cuál había sido su propósito? Volvió a ver el rostro de Ramsés inundado de lágrimas. Vio la foto en la que aparecía sonriendo, rodeando con el brazo los hombros de Julie Stratford, la mujer de ojos oscuros.

—Abrázame, lord Alex. Dame calor.

Ramsés deambulaba a solas por las calles del viejo Cairo.

¿Cómo podía convencer a Julie de que subiera al tren? ¿Y cómo podría dejarla ir? Pero, en realidad, era lo mejor para ella. Ya la había hecho sufrir bastante.

¿Y cómo podría saldar su deuda con el duque de Rutherford? Le debía mucho al hombre que había salvado a Cleopatra, aquel hombre cuya compañía tanto apreciaba y cuyos consejos siempre lo habían beneficiado, aquel hombre por el que sentía un afecto tan profundo y extraño que bien podía llamarse amor.

Convencer a Julie de que subiera al tren. ¿Cómo? Ramsés se debatía en un mar de confusiones. Una y otra vez volvía a ver su hermoso rostro. «Destruye el elixir. No vuelvas a mezclarlo jamás.»

Pensó en los titulares del periódico, en la mujer tendida en el suelo de la tienda. «Me gusta matar. Alivia mi dolor.»

Elliott dormía profundamente en la gran cama victoriana de su habitación. Estaba soñando con Lawrence. Los dos conversaban sentados en una mesa del Babylon. Malenka bailaba en el escenario, y Lawrence le dijo:

—Ya casi es hora de que te reúnas conmigo.

—Pero tengo que volver a casa, con Edith. Tengo que cuidar de Alex. Y luego quiero sentarme a beber hasta la muerte. Ya lo he planeado.

—Lo sé —repuso Lawrence—. A eso me refiero. No tardarás mucho.

Miles Winthrop no sabía qué hacer con todo aquel embrollo. Habían expedido una orden de búsqueda y captura contra Henry, pero en aquel momento todo hacía pensar que aquel canalla estaba muerto. Ropa, dinero, documentación, todo había quedado en la casa de la bailarina. Y

además estaba el caso de la mujer de la tienda.

Tenía el presentimiento de que aquel oscuro asunto nunca se aclararía.

Sólo estaba agradecido porque lord Rutherford no se había convertido en su enemigo declarado, lo que lo habría convertido en un hombre marcado para toda la vida.

Bien, al menos el día había sido tranquilo. No habían aparecido nuevos cadáveres con el cuello roto, con el gesto vacío, como si dijeran en un susurro: ¿No vas a encontrar al que me ha hecho esto?

No quería ni pensar en lo que sería la ópera aquella noche. Tendría que soportar preguntas sin fin de toda la comunidad inglesa. Y sabía que no podría refugiarse a la sombra de lord Rutherford. Por el contrario, temía volver a encontrarse con él. Tendría que arreglárselas solo.

Eran las siete, y Julie estaba delante del espejo del salón de su
suite.
Se había puesto el vestido escotado que tanto había perturbado a Ramsés, porque no tenía otro para una ocasión como aquélla. Miró a través del espejo a Elliott, que le estaba abrochando el collar de perlas.

Elliott siempre tenía mejor aspecto que la gente que lo rodeaba. Atlético y todavía atractivo a los cincuenta y cinco, llevaba el frac con la corbata de lazo blanco como si fuera natural en él.

A Julie le producía cierto horror pensar que todos pudieran actuar como si nada hubiera sucedido. Aquella escena podría haber tenido lugar en Londres. De repente Egipto le pareció una pesadilla, y sin embargo temía despertar de ella.

—Muy bien, ya estamos todos con nuestras mejores galas —comentó—, dispuestos a celebrar el ritual.

—Recuerda: mientras no lo detengan, y no lo detendrán, tenemos todo el derecho a creer que es inocente, y a comportarnos como si lo fuera.

—Es monstruoso, y lo sabes.

—Es necesario.

—Para Alex, sí. Y Alex no ha aparecido en todo el día. En cuanto a mí, la verdad es que me da igual.

—Tienes que volver a Londres —replicó él—. Quiero que vuelvas a Londres.

—Siempre te querré, Elliott —aseguró ella—. Eres para mí como un padre, siempre lo has sido. Pero lo que tú quieras ya no me importa.

Se volvió y lo miró de frente.

Podía percibir claramente la tensión en su rostro. Parecía envejecido, como Randolph cuando se había enterado de la muerte de su hermano. Estaba tan atractivo como siempre, pero ahora había en sus rasgos un tinte de tragedia, una cierta tristeza filosófica en los ojos que había reemplazado al brillo de antaño.

—No puedo volver a Londres —agregó el a—. Pero convenceré a Alex de que suba a ese tren.

«Destruir el elixir.» Ramsés estaba delante del espejo, poniéndose las prendas requeridas por la ocasión, todas ellas procedentes del baúl de Lawrence Stratford: pantalones negros relucientes, zapatos, cinturón... Con el torso desnudo, contempló su propio reflejo. Seguía llevando el cinturón oculto, como siempre desde que habían salido de Londres. Los pequeños tubos resplandecían en sus fundas de lona.

«Destruye el elixir. Nunca vuelvas a usarlo.» Cogió la camisa blanca que había extendida sobre la cama y se la puso. Vio el rostro cansado de Elliott Savarel : «Convencerá a Julie de que vuelva a Londres... hasta que todo haya pasado.»

Al otro lado de las ventanas se extendía la ciudad de El Cairo. ¿Dónde estaría la reina de cabellos oscuros y ojos de azul intenso? Volvió a verla jadeando bajo su cuerpo, con la cabeza hundida en los almohadones,
su misma carne.
«¡Poséeme!», había gritado, como tantos siglos atrás, con la espalda arqueada como la de un gato. Y entonces aquella sonrisa en sus labios: la sonrisa de una desconocida.

—Sí, señor Alex —dijo Walter al teléfono—. A la
suite
dos cero uno, le llevaré su ropa de inmediato. Pero llame a su padre. Está en la
suite
de la señorita Stratford y lleva todo el día intentando ponerse en contacto con usted. Han ocurrido muchas cosas, señor Alex... —La comunicación se había interrumpido. Marcó con rapidez el número de la
suite
de la señorita Stratford, pero no hubo respuesta. No tenía tiempo. Tenía que darse prisa con el traje.

Cleopatra estaba frente a la ventana. Se había puesto el lujoso traje plateado que había robado a la pobre mujer de la tienda, y las hileras de perlas caían en cascada sobre sus turgentes pechos. No se había peinado la cabellera, que caía sobre sus hombros como un velo, todavía húmeda del baño y perfumada. Le gustaba así. Sonrió al pensar que era como ser de nuevo una niña.

Se vio corriendo por los jardines del palacio envuelta en la capa de sus cabellos.

—Me gusta tu mundo, lord Alex —dijo mientras contemplaba las titilantes luces de El Cairo bajo el cielo del anochecer. Las estrel as parecían perdidas entre todo aquel esplendor—. Sí.

Me gusta tu mundo. Me gusta en todos los sentidos. Quiero vivir en él con dinero y poder. Y

quiero que tú estés a mi lado.

Se volvió. Alex la miraba como si lo hubiera herido. Cleopatra hizo caso omiso de los golpes que sonaron en la puerta.

—Querida, esas cosas no siempre van de la mano en mi mundo —repuso él—. Tengo tierras, títulos y educación, pero no tengo dinero.

—No te preocupes —lo tranquilizó ella, aliviada de que ése fuera el único problema—. Yo conseguiré la riqueza, lord Alex, eso no es difícil. No, cuando uno es invulnerable. Pero primero hay algunos asuntos pendientes que debo zanjar.

Debo hacer daño a una persona que me lo hizo a mí. Debo arrebatarle lo que él me arrebató a mí.

Volvieron a sonar unos golpes en la puerta. Como si despertara de un sueño, Alex apartó los ojos de ella y abrió la puerta. Era un sirviente que traía su traje para la ópera.

—Su padre ya ha salido, señor. Sus entradas están en la caja del hotel a su nombre.

—Gracias, Walter.

Apenas le quedaba tiempo para vestirse. Al cerrar la puerta, volvió a mirarla con aquel curioso aire de tristeza.

—Ahora no —dijo el a, besándolo con rapidez—. Podemos usar estas entradas, ¿no crees?

—Cogió del tocador las entradas que había robado al pobre muchacho muerto en el callejón.

—Pero quiero que conozcas a mi padre, quiero presentarte a mis amigos. Y quiero que ellos te conozcan.

—Desde luego, y muy pronto los conoceré. Pero ahora quiero estar sola contigo entre la muchedumbre. Ya los veremos cuando nos apetezca. Por favor...

Alex intentó protestar, pero ella estaba besándolo, acariciándole el pelo.

—Dame la oportunidad de ver a Julie Stratford, a tu amor perdido, desde lejos.

—Oh, pero ahora ya no importa nada de eso... —contestó él.

Estaban en el Palacio de la Ópera, otro de aquellos grandes palacios modernos hormigueante de mujeres enjoyadas vestidas con los colores del arco iris y elegantes hombres de negro y blanco. Era curioso que sólo las mujeres fuesen vestidas de colores. Los hombres parecían llevar uniformes idénticos. Cleopatra entrecerró los ojos para ver las manchas de color danzar entremezclándose.

Contempló la marea humana que ascendía la ancha escalinata, mientras sentía en la piel las miradas de admiración, como una luz cálida que la estuviese acariciando. Lord Summerfield le sonreía con orgullo y afecto.

—Tú eres aquí la reina —susurró en su oído, y se ruborizó levemente. Entonces hizo una seña a uno de los muchachos que vendían extraños instrumentos, cuya utilidad Cleopatra no podía imaginar.

—Anteojos —dijo él mientras le daba uno de aquel os objetos—. Y aquí tienes el programa.

—¿Pero qué es? —preguntó ella.

Él dejó escapar una breve risa de asombro.

—¿Es que has caído de repente del cielo? —La besó con ternura en el cuello y en la mejilla—. Pomelos en los ojos, y ajústalos hasta que estén enfocados. Eso es. ¿Lo ves?

Cleopatra no salía de su asombro. Dio un paso atrás al ver que los espectadores de la galería parecían abalanzarse sobre ella.

—¡Qué objeto más curioso! ¿Por qué tiene ese efecto?

—Por la amplificación de las lentes —explicó él—. Trozos de cristal pulido.

Parecía maravillado de que nunca hubiera visto nada parecido. Ella se preguntó qué opinaría Ramsés de todas aquellas invenciones. Ramsés, cuya «tumba misteriosa» había descubierto apenas un mes antes «el pobre Lawrence», que ahora estaba muerto; Ramsés, que había proclamado en sus manuscritos su amor por Cleopatra. ¿Era posible que Alex no supiera que Ramsey y la momia eran la misma persona?

Sonaron unas campanillas.

—La ópera va a comenzar.

Subieron juntos las escaleras. Parecía que una luz brillante los rodeaba a los dos, separándolos de los demás. Y todos podían percibir claramente que era el amor, sí, amor.

Amaba a aquel hombre. No era un amor enloquecido, como el que había sentido por Marco Antonio, una carrera hacia la muerte y la destrucción porque no podía vivir con él ni sin él, una carrera en la que había sabido que se consumía.

No. Este era un amor nuevo, fresco y tierno como el mismo Alex, pero era amor. Julie Stratford había sido una necia por no amarlo. Pero Ramsés habría podido seducir a la misma diosa Isis. De no haber existido Marco Antonio, ella misma no habría podido amar a nadie más que a Ramsés. Y él lo había sabido desde el primer momento.

Ramsés, el padre, el juez, el maestro. Marco Antonio, el joven alocado con el que el a había escapado. Jugando en la cámara real como niños; borrachos, locos, despreocupados por todo, hasta que Ramsés había reaparecido después de muchos años.

«¿Esto es lo que has hecho con tu libertad, con tu vida?»

La cuestión era qué haría ahora con su libertad. ¿Por qué el dolor no acababa con ella?

Porque esta nueva edad era demasiado maravillosa. Porque ahora tenía lo que había soñado en sus últimos meses de vida, cuando los ejércitos romanos arrasaban Egipto, cuando Marco Antonio estaba desesperado y hundido:
otra oportunidad.
Otra oportunidad, sin el peso de aquel amor que la había hundido en las tinieblas para siempre, sin la carga del odio por Ramsés, que no había querido salvar a su amante, que no la perdonaba por haberse condenado a sí misma.

—Alteza, otra vez te alejas de mí —susurró él.

—No, no me alejo —repuso el a. La luz brillaba con la misma fuerza a su alrededor—. Estoy contigo, lord Alex. —La inmensa lámpara formada por millones de cristales relucía con destellos como de diminutos arcos iris. Podía oír el tintineo de los cristales al moverse por efecto de la suave corriente de aire que subía por las escaleras.

—¡Oh, mira, ahí están! —dijo Alex de repente, señalando la curva que hacía la balaustrada de la galería al unirse con la escalera.

El murmullo de la multitud pareció desaparecer, y también las luces, la gente y el bullicio.

¡Ramsés estaba allí!

Ramsés, vestido de negro y blanco, como todos los hombres, y a su lado la mujer, de considerable belleza, joven y frágil como Alex, con el cabello castaño exquisitamente recogido y peinado en la nuca. Cleopatra percibió un destello de luz marrón al posar Julie los ojos en ellos por un instante sin verlos. A su lado estaba lord Rutherford, el buen lord Rutherford, apoyándose con esfuerzo en su bastón. Era increíble que Ramsés, aquel gigante cuyo rostro resplandecía con el vigor de la inmortalidad, pudiera engañarlos a todos. Y la mujer... No, ella no había tomado el elixir. Todavía era mortal, y se agarraba al brazo de Ramsés desesperadamente.

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