La Momia (57 page)

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Authors: Anne Rice

BOOK: La Momia
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. Puede ser alguna de esas pócimas egipcias. Yo no me fiaría.

Elliott estuvo a punto de echarse a reír. Junto a la botella vio una nota con su nombre, pero se quedó inmóvil, sentado en la cama, hasta que Walter cerró la puerta. Entonces abrió el pequeño sobre.

La nota estaba escrita en mayúsculas limpias y angulosas que recordaban a las inscripciones romanas.

«Lord Rutheríord, a usted le toca decidir. Le deseo que su filosofía y su sabiduría lo ayuden.

Ojalá elija el camino correcto.»

Elliott no podía creerlo. Se quedó un rato con la vista clavada en la nota, y al fin desvió los ojos hacia la pequeña botella.

Aún medio dormida, Julie abrió los ojos y se dio cuenta de que era su propia voz la que la había despertado. Estaba llamando a Ramsés. Se levantó de la cama y se puso la bata.

¿Tenía alguna importancia que la viera alguien en bata en cubierta? Pero era la hora de la cena: tenía que vestirse. Alex la necesitaba. Oh, si al menos pudiera pensar claramente... Abrió el armario y comenzó a sacar lo que se iba a poner. ¿Dónde estarían? ¿Cuántas horas llevarían navegando?

Cuando llegó a la mesa, Alex ya estaba sentado. Miraba hacia delante con gesto vacío. No la saludó, ni se levantó para acercarle la silla, como si ya nada importara. Comenzó a hablar.

—Sigo sin comprender nada de todo esto. De verdad. No parecía estar loca, en serio.

Aquel a conversación era una agonía más, pero Julie pensó que debía escucharlo.

—Quiero decir que había algo triste y sombrío en ella —prosiguió él—, pero sólo sé que la amaba. Y que ella me amaba. —Se volvió hacia Julie—. ¿Crees lo que estoy diciendo?

—Sí —repuso ella.

—¿Sabes? Me dijo cosas muy extrañas. Que no había pensado enamorarse de mí, pero que había ocurrido. Y yo le dije que sabía lo que quería decir. Yo nunca hubiera creído que...

Quiero decir, todo era completamente diferente, como si alguien hubiera pensado toda su vida que las rosas blancas eran rojas.

—Sí, lo sé.

—Y que el agua tibia era caliente.

—Sí.

—¿Pudiste verla bien? ¿Viste lo hermosa que era?

—Pensar en ella no va a ayudarte en nada. No puedes hacer que vuelva.

—Sabía que iba a perderla. Lo supe desde el principio. No sé por qué, pero lo sabía. No era de este mundo, ¿comprendes? Y sin embargo ella
era
el mundo, más que cualquier otra cosa que...

—Lo sé.

Él volvió a mirar al frente. Parecía observar a los demás comensales, a los camareros de negro que deambulaban entre las mesas, quizás escuchar los suaves y civilizados murmullos.

Los pasajeros eran casi todos británicos, y encontraba que había algo repugnante en ello.

—¡Es posible olvidar! —aseguró el a de repente—. Lo sé, es posible.

—Sí, olvidar —repitió él con una sonrisa helada que no iba dirigida a nadie en particular—.

Olvidar. Eso es lo que haremos. Tú olvidarás a Ramsés, porque sé que algo os ha separado. Y

yo la olvidaré a ella. Y seguiremos moviéndonos por la vida como si nunca hubiéramos amado así, ninguno de los dos. Tú a Ramsés y yo a ella.

Julie lo miró vagamente asombrada.

—¡Movernos por la vida! —susurró—. Suena horrible. Él ni siquiera la había oído. Tomó el tenedor y comenzó a picar la comida.

Julie estaba temblando con los ojos fijos en el plato.

En el exterior hacía frío. La luz azul brilló un momento entre las persianas cerradas. Walter había entrado para preguntarle si quería cenar, y le había dicho que no, que quería estar solo.

Sólo llevaba la bata y las zapatillas, y seguía mirando la botella que descansaba sobre la mesa y resplandecía débilmente en la penumbra. Junto a ella seguía la nota.

Finalmente se levantó para vestirse. Tardó varios minutos, ya que cada prenda ponía a prueba su paciencia de una forma diferente, pero por fin terminó. Se había puesto la chaqueta de lana gris, algo pesada para los días de El Cairo, pero apropiada para sus noches.

Luego se acercó a la mesa, cogió la pequeña botella y se la guardó en el bolsillo interior.

Sentía el bulto en el pecho.

Entonces salió. El dolor de la pierna se agudizó después de caminar unos metros, pero siguió alejándose del Shepheard's lentamente. Se detenía de vez en cuando para recuperar el aliento, y seguía su camino.

Al cabo de una hora llegó al viejo Cairo. Vagó sin rumbo fijo por sus callejuelas. No buscaba la casa de Malenka; simplemente se dejaba llevar. A medianoche el pie izquierdo volvía a estar insensible, pero no le importó.

Por dondequiera que iba observaba con atención todos los objetos, las puertas, las ventanas, los rostros de los que se cruzaban con él. Se detenía en las puertas de los cabarets y escuchaba la música disonante. De vez en cuando atisbaba a alguna bailarina que movía sinuosamente las caderas desnudas. Estuvo un rato escuchando a un flautista.

No se detenía mucho tiempo en ningún lugar, excepto cuando estaba muy cansado.

Entonces se sentaba y cerraba los ojos un momento. La noche era tranquila y agradable.

Todos los peligros de Londres quedaban muy lejos.

A las dos de la madrugada seguía caminando. Había recorrido la ciudad medieval y se encaminó de nuevo hacia la zona moderna.

Julie estaba apoyada en la borda, y se sujetaba con las manos el chal. Miró a la masa oscura del agua, vagamente consciente de que tenía frío, de que se le estaban helando las manos. Pero no importaba. Y de repente le pareció maravilloso que aquellas cosas carecieran de importancia.

En realidad no estaba en aquel lugar. Estaba en su casa, en Londres. Estaba en el centro del invernadero y todo estaba lleno de flores. Ramsés también estaba allí, cubierto de vendajes polvorientos. Lo vio levantar la mano y arrancarse las vendas del rostro. Los inmensos ojos azules se posaron en el a. Era amor lo que se leía en ellos.

—No, es mentira —susurró. ¿Pero con quién hablaba? No había nadie que pudiera escuchar sus palabras. El barco dormía. Los civilizados viajeros británicos descansaban de su pequeña aventura por Egipto mientras aquel buque los llevaba de vuelta a casa. «Destruye el elixir. Hasta la última gota.»

Volvió a mirar la turbulenta superficie del agua. El viento le revolvió los cabellos e hizo revolotear las puntas del chal. Se aferró a la barandilla y el aire le arrebató la prenda, que rodó por cubierta hecha una bola. La neblina la engulló. Julie no la vio caer al agua.

Súbitamente se fundieron el ruido del viento y el de las máquinas, y la mezcla parecía estar hecha del mismo material que la niebla.

Su mundo se había desvanecido. Aquel mundo formado por pálidos colores y sonidos lejanos había desaparecido. Entonces oyó la voz de Ramsés.

—Te amo, Julie Stratford.

A continuación escuchó su propia voz.

—Ojalá nunca te hubiera visto. Ojalá hubieras dejado a Henry acabar lo que había empezado.

Sonrió. ¿Había tenido alguna vez tanto frío? Se miró las piernas. Sólo llevaba un camisón.

Y, en realidad, en aquel momento el a debiera haber estado muerta, como su padre, pues Henry había envenenado su café. Cerró los ojos y dejó que el viento le apartara los cabellos de la cara.

—Te amo, Julie Stratford —volvió a resonar aquella voz en su memoria, y esta vez ella respondió con las viejas y hermosas palabras, tantas veces repetidas—: Te amaré hasta el día de mi muerte.

No tenía ningún sentido volver a casa, no tenía sentido moverse por la vida. La aventura había terminado. Y a partir de ahora el mundo real sería una pesadilla perpetua, a no ser que se reuniera con su padre. O que se aislara de toda realidad para pensar sólo en los gloriosos momentos que había vivido.

Estaba en la tienda con él, haciendo el amor; por fin era suyo, en el templo bajo las estrellas.

No quería tener que ocultar a nadie cuando envejeciera por qué no se había casado, qué había sucedido en el viaje a

El Cairo. No quería pasar toda una vida escondiendo un terrible arrepentimiento.

Pero no había por qué darle tantas vueltas: las aguas oscuras esperaban. En pocos momentos la corriente la arrastraría muy lejos del barco, y no habría posibilidad de salvación.

De repente la idea la atrajo irresistiblemente. Se subió a la barandilla. Sólo tenía que saltar al viento.

Pensó que el aire le daría un mayor impulso para alejarse del barco. Abrió los brazos y se lanzó hacia adelante. La velocidad del aire pareció aumentar mientras ella volaba hacia el agua. «¡Lo había hecho!»

En una fracción de segundo supo que nada podría salvarla. Ya caía hacia la oscuridad, y quiso pronunciar el nombre de su padre. Pero fue el de Ramsés el que brotó de sus labios. Ah, qué dulzura.

Entonces dos fuertes brazos la atraparon. Quedó suspendida en el aire, atónita, intentando ver algo a través de la niebla.

—No, Julie. —Era Ramsés el que suplicaba, el que la levantó en el aire por encima de la barandilla y la estrechó en sus brazos. Era Ramsés el que estaba en cubierta y la abrazaba—.

La muerte no puede triunfar sobre la vida, Julie.

Los sollozos brotaron de su pecho en un torrente. Temblaba incontrolablemente y sentía la calidez de las lágrimas que resbalaban por sus mejillas. Se abrazó a él con fuerza y enterró el rostro en su pecho.

Repitió su nombre una y otra vez, mientras sus poderosos brazos la protegían del azote del viento.

El sol estaba despertando a la ciudad. El calor parecía alzarse de las calles polvorientas mientras el bazar cobraba vida y se empezaban a escuchar los rebuznos de los asnos y los resoplidos de los camellos.

Elliott estaba agotado. Sabía que no podría mantenerse despierto mucho más tiempo, pero seguía caminando. Paseó entre las tiendas de los plateros y los mercaderes de alfombras, los vendedores de
galabiyyas
y de antigüedades falsas, con sus tesoros egipcios ofrecidos por un puñado de peniques. Allí estaban también los traficantes de momias, que ofrecían cadáveres de reyes a precio de saldo.

Las momias estaban apoyadas en fila contra una pared encalada; resecas, envueltas en sus vendajes polvorientos y desgastados, pero con sus rasgos visibles bajo las capas de tela.

Se detuvo. Todos los pensamientos que le habían ocupado la mente durante la noche desaparecieron. La imagen de los que amaba se desvaneció. Estaba en el bazar, el sol caía a plomo y contemplaba una fila de cadáveres alineados contra un muro.

Las palabras de Malenka resonaron en sus oídos.

—Harán de mi inglés un gran faraón. Mi hermoso inglés... Lo meterán en betún y harán con él una momia para vender a los turistas. Mi hermoso inglés. Lo envolverán en lino, lo convertirán en un gran rey.

Cediendo a una atracción irresistible, Elliott se acercó más, aunque el espectáculo le repugnaba. Sintió la primera oleada de náuseas al contemplar la primera momia, la más alta y esbelta. La segunda oleada llegó al acercarse el mercader precedido por su voluminoso vientre y con las manos entrelazadas a la espalda.

—¡Permítame ofrecerle una gran oportunidad! —dijo el mercader—. Éste de aquí no es como los otros. ¿Lo ve? Si se fija verá sus hermosas facciones. Éste era un gran rey. ¡Venga, acérquese más! Mírela bien.

Elliott obedeció lentamente. La envoltura era gruesa y se tensaba sobre el rostro. Su aspecto era tan antiguo como cualquier otra momia verdadera que hubiera visto antes. Y su olor, el hedor a podredumbre de la tierra y el betún. Pero bajo los vendajes se veía el rostro con claridad: la nariz, la frente ancha y despejada, los ojos hundidos, la boca fina... Sin ninguna duda estaba contemplando el rostro de Henry Stratford.

El sol de la mañana inundó con sus gloriosos rayos el camarote.

Estaban sentados en la cama, sudorosos y calientes de hacer el amor, de beber vino.

Julie lo observó mientras él llenaba la copa con el líquido del pequeño tubo. En el extraño fluido danzaban extraños reflejos. Ramsés se lo ofreció.

Ella tomó la copa y lo miró a los ojos. Por un breve instante volvió a tener miedo. Y de repente le pareció que no estaba en aquella habitación sino en cubierta, en medio de la niebla.

Hacía frío y el mar aguardaba. Entonces se estremeció, y el sol le calentó la piel. Vio también inquietud en los ojos de Ramsés.

«No es más que un hombre —pensó—. Es humano. Igual que yo, desconoce lo que pasará.» Julie sonrió y apuró la copa de un largo sorbo.

—Es el cuerpo de un rey, se lo aseguro —insistía el mercader en tono confidencial—. Se la daré por una insignificancia. Me gusta usted. Se ve que es un caballero. Tiene buen gusto.

Incluso sobornaré a los soldados de la aduana para que pueda llevársela a Inglaterra...

¡Era Henry, envuelto en vendas de lino para siempre! El mismo Henry que había acariciado en la pequeña habitación de París hacía una eternidad.

—Vamos, señor, no dé la espalda a los misterios de Egipto, señor, la tierra de la magia...

La voz se desvaneció. Elliott se alejó varios pasos hasta sentir con toda su fuerza la luz del sol.

Era un gran disco ardiente suspendido sobre los tejados. Al mirarlo se sintió cegado por un momento.

Sin apartar los ojos de él, se apoyó con firmeza en el bastón y buscó la botel a en el bolsillo de su chaqueta. Entonces dejó caer el bastón al suelo, abrió el tapón y bebió el líquido blanco hasta el final a grandes tragos.

Petrificado, sintió que un violento escalofrío le recorría el cuerpo. A continuación experimentó intensos espasmos de calor. La pierna dormida despertó rápidamente. La opresión en el pecho fue desapareciendo poco a poco. Se desperezó con el abandono de un felino y miró con los ojos muy abiertos el cielo resplandeciente y el disco dorado.

El mundo palpitaba y relucía ante él, y de pronto se llenó de nitidez. Volvió a verlo todo como cuando tenía treinta años, antes de que su visión comenzara a deteriorarse. Podía distinguir con claridad los granos de tierra del suelo.

Echó a andar haciendo caso omiso del mercader, que le gritaba algo sobre su bastón, y salió del bazar a grandes y ágiles zancadas.

El sol estaba bien alto en el cielo del mediodía cuando salió de El Cairo y tomó la carretera que conducía al este. En realidad no sabía adonde se dirigía, ni le importaba. Había infinitas ciudades y monumentos que visitar. Caminaba con pasos rápidos y seguros, y pensó que jamás el infinito mar de arena del desierto le había parecido tan bel o.

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