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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

La monja que perdió la cabeza

BOOK: La monja que perdió la cabeza
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Hay casos que dan dolor de cabeza, como el de una religiosa secuestrada en un convento de clausura, como el de un hombre al que no le gustan los negros buscando a su hija negra, como el de un matrimonio ruandés haciendo preguntas incómodas por Barcelona...

Y hay situaciones que te traen de cabeza, como el tener a una prostituta kosovar de ojos azules y guantes blancos durmiendo en tu casa... sin haberla invitado. El detective Ángel Esquius tiene madera para aguantar todo eso y más.

Pero si quiere resolver el misterio y llegar vivo al final de la aventura, primero tiene que encontrara una monja muy especial... La monja que perdió la cabeza.

Andreu Martín y Jaume Ribera

La monja que perdió la cabeza

Esquius III

ePUB v1.0

jubosu
20.01.12

Título: La monja que perdió la cabeza

Autor: Andreu Martín y Jaume Ribera

ACTO PRIMERO
Escena 1

Miércoles, 27 de junio

No habría sabido que se trataba de un Audi A3 si no hubiera visto cómo lo compraban en el concesionario, aún no hacía un mes.

En el plazo de aquellas cuatro semanas, Ramón Parramón Delgado, conocido en la agencia como el Jeta, lo había transformado desde el techo hasta las ruedas. Por mencionar sólo algunos detalles: pintura nueva, en tonos granate y neón, asientos especiales marca Recaro, un equipo estéreo con seis altavoces que ocupaba todo el maletero y que tenía la potencia suficiente como para desintegrar el vehículo si a su propietario se le ocurría poner el volumen al máximo,
leds
de colores marcando el perfil de las puertas, llantas de 19 pulgadas más relucientes que el oro de Fort Knox y tapón del depósito de gasolina importado especialmente de Alemania y serigrafiado por encargo. A esta afición por transformar coches la llaman
tuning
, una actividad quizás algo extravagante, pero que no se considera ilegal ni patológica. El
tuning
era la pasión personal e intransferible de el Jeta. Una vez tuvo listo el coche, y según había podido comprobar durante el seguimiento, pasaba horas mirándolo y acariciando el capó con la punta de los dedos, poseído por el temblor interno de un viejo carcamal que explora la piel de una virgen.

Lo que a mí me interesaba del coche era una pegatina que advertía a posibles ladrones que aquel vehículo estaba equipado con un sistema de alarma de última generación, tan eficaz que prácticamente entregaba al ladrón esposado a la policía.

Un peatón pasó por mi lado sin mostrar ningún interés en mí. Esperé a que se alejara y se perdiera tras la esquina.

Entretanto, consulté el reloj. Biosca acababa de llamarme diciendo que venía a buscarme para visitar a un cliente y que me recogería a las doce y veinte. Era obsesivamente puntual, de manera que sólo me quedaban cinco minutos.

—Vamos —dije para mí.

Introduje la punta de la navaja en la cerradura de la puerta del coche e hice un tímido intento de forzarla.

Automáticamente, saltó la alarma.

Como correspondía en aquel vehículo modificado, corregido y aumentado por su propietario, la alarma consistía en un ruido estruendoso que me hizo recordar las sirenas que anuncian la inmersión de los submarinos en las películas. Estrépito que conmocionó todo el barrio. Una bandada de pájaros huyó de las ramas de los árboles, las hojas cayeron como si de pronto hubiera llegado el otoño, se oyeron chillidos de agonía en las casas más cercanas.

Bueno, quizás exagero.

Crucé tranquilamente hacia la acera de enfrente, como si la cosa no fuera conmigo. Saqué de mi bolsillo una pequeña cámara de vídeo. Con mi actitud ociosa, el traje de lino beige, alto y delgado como soy, y con la mata de pelo blanco en la cabeza, supongo que podrían tomarme por un turista americano muy interesado por la arquitectura modernista del Ensanche barcelonés.

La alarma sonaba, la cinta de vídeo corría y sólo me quedaban cuatro minutos para rematar el caso del Jeta.

Un caso desgraciado.

El año anterior, Ramón Parramón Delgado había tenido un accidente de coche. Sufrió lesiones de gravedad relativa. La peor, una fractura de fémur. Aunque los médicos opinaban que, una vez soldada, no debería quedarle ninguna secuela, él se obstinaba en afirmar que no podía caminar bien. No sabía qué le ocurría pero, cada vez que pisaba, un dolor agudo e insoportable subía desde su tobillo a la femoral y le hacía ver las estrellas. El día del juicio contra la aseguradora cojeaba, apoyado en sus muletas, y pidió permiso al juez para permanecer sentado durante su declaración, y hacía gestos de dolor y desánimo mientras su abogado aseguraba que la carrera de aquel joven futbolista, con un horizonte repleto de millones, había quedado truncada para siempre, y sus posibles salidas laborales fuera del mundo del deporte, muy limitadas. No importó el hecho de que su carrera deportiva consistiera, a sus veintisiete años, en calentar banquillo en un equipo de segunda división B. Cuando hubo terminado el juicio, había conseguido una indemnización de doscientos diez mil euros.

Doscientos diez mil euros es mucho dinero. Suficiente como para comprarse un A3. Suficiente dinero también como para que la compañía aseguradora renunciara a seguir empleando a sus propios detectives, que se habían revelado incompetentes, y recurriera a la agencia de Biosca.

El fracaso de los detectives de la aseguradora se debía a que el Jeta sabía perfectamente que intentarían pillarlo a toda costa. Y a mí me había puesto las cosas difíciles por la misma razón.

Era listo, el tío, y paciente, y muy teatrero, y le gustaba hacerse el interesante con las muletas, y había descubierto que ligaba más con aquella pantomima del dolor agudo que empezaba por el tobillo y terminaba en la ingle.

Me había pasado un mes siguiéndole, viendo cómo avanzaba a saltitos por las calles. Cuando salía de casa a las once de la mañana a tomarse su cortadito, cuando iba a hacer sus gestiones a la Seguridad Social para cobrar la baja por enfermedad, cuando quedaba en el bar para tomar el vermú con los amigos, cuando trabajaba por las tardes, como representante comercial de artículos de escritorio, cuando supervisaba personalmente la transformación del Audi A3 en el garaje especializado en
tuning
. Y también por las noches, cuando se iba con su coche nuevo a ligar a las discos.

Y ahora la alarma de su A3 ensordecía a todo el barrio con un lamento de animal herido. Y yo sólo disponía de tres minutos.

Cuando Ramón Parramón Delgado, el Jeta, pensó que alguien pretendía robarle la razón de su vida, los reflejos se le activaron automáticamente y, tal y como yo esperaba, olvidó toda precaución. La cámara de vídeo le inmortalizó mientras salía catapultado de un bar cercano y le siguió en su carrera enloquecida, con un dominio espléndido de sus funciones motoras y una armonía de deportista de elite.

Veinte segundos impagables de grabación de vídeo, una carrera al
sprint
con récord incluido, que terminaron cuando al llegar a su coche y verlo intacto, se prendió una lucecita sobre su cabeza, recuperó la paranoia, miró a su alrededor y me descubrió al otro lado de la calle.

Le saludé agitando la cámara de vídeo al aire. Mi gesto significaba: «¡Enhorabuena! Veo que estás mucho mejor de la pierna. Ha desaparecido aquel maldito dolor que subía desde el tobillo hasta la ingle.»

Y él lo entendió enseguida.

—¡Hijo de puta! —chilló. Me pareció poco original.

Abrió y cerró el maletero del coche y en sus manos apareció una herramienta de las que se usan para cambiar las ruedas y que se podría definir perfectamente como «barra de hierro». Aquello ya era más original. Dio dos zancadas y se lanzó a cruzar la calle, con ánimo de abrirme la cabeza.

Estaba dando la segunda zancada por la calzada cuando un frenazo escalofriante se impuso a la sirena antiatómica y un coche se le echó encima. Ramón Parramón se quedó patitieso, rígido, con mueca de pánico antes del golpe definitivo, pálido como un ensayo de muerte, y se le cayó el hierro de las manos. El morro de un gran Jaguar berlina de 1960, de formas ampulosas, nada aerodinámico, coche de aristócratas, negro con cristales ahumados, se detuvo a tres milímetros de la pierna milagrosamente curada desde hacía un minuto. Iiiiiiiiiiii, gimieron los frenos y la garganta de el Jeta al unísono.

Se abrió la puerta y allí estaba Biosca, un hombre de unos sesenta años, con cabeza en forma de bombilla, traje inglés y pañuelo al cuello. No dijo nada, se limitó a sonreír, y yo salté al interior del vehículo, conducido por el enorme e inexpresivo Tonet.

—Hola, Tonet.

Me respondió con un ruido de los suyos, que habría hecho las delicias de un antropólogo, y puso la primera como si tuviera la intención de rematar al Jeta, que apenas empezaba a reaccionar diciendo algo parecido a «Peroquemierdacabronnomiras».

Vi cómo el presunto lisiado ejecutaba un salto de bailarina del Bolshoi para evitar la embestida, y cómo su figura se iba empequeñeciendo, enmarcada por el parabrisas trasero, cada vez más lejos, hasta que doblamos una esquina y desapareció de mi vida.

Escena 2

—Parece bastante recuperado, el chico —observó Biosca con alegría sincera—. ¿Le ha pillado? —Le respondí mostrándole la cámara de vídeo—. ¡Fantástico, Esquius! Una gran noticia. A partir de ahora, la compañía de seguros Arcadia nos encargará todos sus casos. ¿Y sabe qué significa esto? Millones, Esquius, millones de euros. Perdone mi euforia, pero ya sabe que pertenezco a esa clase de personas odiosas y materialistas que valora el éxito por la cantidad de dinero facturado. No sé a usted, Esquius, pero a mí el dinero me da felicidad. La gente que opina lo contrario, es porque todavía no ha encontrado la tienda donde la venden. Que me lo pregunten a mí, que les daré la dirección. Esta operación significa la felicidad para todos los empleados de la agencia. Sobre todo para usted.

—¿Sobre todo para mí?

Biosca se rió.

El Jaguar corría hacia la Ronda de Dalt, apurando los semáforos en ámbar y avanzando en zigzag, entre el océano de Fords, Seats, Citroëns, Audis, Opels, Renaults, Volvos, Saabs, Volkswagens, etc. que era la ciudad.

—De todo el personal de la agencia, usted es quien necesita una dosis más grande de felicidad, Esquius.

Jo, ya veía por dónde iba.

Días antes, en la agencia, me habían sorprendido hablando con mi hija Mónica. Yo no quería que me oyeran, pero me distraje. Los teléfonos móviles han acabado con la intimidad.

Por la época de las Navidades, como padre sobreprotector que soy, cometí el error de meterme en la vida de Mónica. Tenía un novio que no me gustaba y lo investigué. Todo aquello desembocó en un desastre, y lo peor fue que Mónica, con el tiempo, acabó descubriendo que yo era el responsable directo y me retiró la palabra. Y no puedo soportarlo. Después de la muerte de mi mujer, quedé muy sensibilizado a las cosas de familia, y no puedo quedarme con los brazos cruzados cuando mi hija decide borrarme de su agenda. Así que la llamo a menudo para decirle que tenemos que hablar, que quiero excusarme personalmente, que me gustaría reparar el daño que le hice, que aquel chico no era para ella, etc. Sé que se me pone voz de anciano cuando intento establecer estas conversaciones, pero no puedo evitarlo.

—¡Por favor! —decía ayer—. ¡No cuelgues, por favor! ¡Espera! ¡Tenemos que hablar! ¡No cuelgues!

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