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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

La monja que perdió la cabeza (7 page)

BOOK: La monja que perdió la cabeza
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Inmediatamente, fui en busca del episodio concreto de Eulalia. Lo encontré en una web que hacía un recuento cronológico de los hechos más sangrantes de aquella guerra:

El seis de octubre de 1994 un comando de hutus asaltó la misión del lago Kivu, en la provincia de Cyangugu. Cinco monjas tutsis y una misionera española, llamada Concepción Marrero, fueron violadas y asesinadas por los feroces hutus. Consiguieron huir, y por lo tanto sobrevivir, una monja canadiense llamada Eliane Roux y dos monjas catalanas, Eulalia Gracián y Victoria Arranz. Todas pertenecían a la Congregación de las Misioneras de la Divina Palabra. Las supervivientes fueron repatriadas unos días más tarde. Más o menos, lo mismo que me había contado sor Juana. La única diferencia estaba en que ella había dicho que las supervivientes se habían escondido y allí decía que habían huido. No me pareció una diferencia trascendental.

Cuando me disponía a reflexionar sobre estas informaciones, una voz desde la puerta de mi despacho me sobresaltó.

—Buenas noches, Ángel. Tengo mucho que dormir.

—Ah, Fatmire. Buenas noches.

No habría sabido decir si estaba o no decepcionado. Si en el fondo había esperado que ella insistiera en ganarse el sueldo que le pagaba Biosca aquella misma noche, sin esperar más.

Me costó dormirme. Echado en la cama, pensaba que, en la habitación de mi hija Mónica, allí donde Mónica había tenido aquellos terrores nocturnos, y donde había estado enferma con fiebres que la hacían delirar, y donde yo cada noche durante muchos años le conté un cuento y le di el besito de buenas noches, allí, entre sus ositos de peluche y sus objetos talismán y sus pósters totémicos, estaba durmiendo una puta de no más de veinticinco años.

Y me preguntaba si se habría quitado los guantes para dormir.

Escena 3

Cuando me levanté, me sorprendió la presencia de Fatmire en el comedor, vestida con un vaporoso vestido estampado, probablemente sin más ropa debajo, y estudiando algo que le interesaba muchísimo. Me acerqué, y ella levantó la vista del plano que Biosca me había dibujado para llegar hasta el superchalé Rienvaplí de la Costa Brava. Girona, Figueres, Roses: no había pérdida, y en la mano tenía el llavero que representaba una diminuta abarca menorquina de plata.

—¿Tú me llevas aquí? —preguntó, ilusionada. Hice un ruidito de aquiescencia. Una especie de gruñido—. ¿Llaves del Rienvaplí? —Otro gruñido.

Entonces, alzó los seductores ojos orientales y sonrió como una gata enigmática.

Bajé a desayunar al bar, dejando que ella se las apañara a su manera, porque no quería escenas familiares ni me veía con ánimos de conversaciones apacibles de buena mañana.

Cuando llegué al trabajo, ya habían dado las doce. Me había entretenido haciendo algunas cosas de esas que los detectives privados no hacen nunca en las películas. Renovación del carné de conducir y recoger una carta certificada en la Central de Correos. Todo el rato pensando: «Debo ir a ver a Biosca y tengo que soltarle ¿qué significa esto de comprarme una puta? ¿Es que piensa que no puedo conseguirme una mujer yo solito? ¿Que tengo que pagar por ellas?» Demoraba voluntariamente el momento de encontrármelo porque no quería jaleos, pero, al mismo tiempo, sabía que no podría evitar pegar un puñetazo sobre su mesa.

En cuanto abrí la puerta de la agencia y vi los ojos de Amelia, la recepcionista, me olí que allí pasaba algo extraordinario. En la sala de ordenadores, Octavio, Beth y Fernando también estaban mirando hacia la puerta, esperando mi entrada, y las tres miradas se dirigieron, de manera automática y simultánea, hacia el despacho de Biosca.

No me detuve ni pregunté. Sin aminorar la marcha, llegué a la puerta del sanctasanctórum y entré.

El despacho de Biosca parecía un
stand
de Sonimag, lleno de televisores que retransmitían programas diferentes todos a la vez. Tonet, en un rincón, sería aquel vigilante de los
stands
que se ocupa de que nadie se lleve las muestras expuestas al tiempo que reparte folletos de propaganda. En el símil, Biosca sería el vendedor, muy orgulloso de la calidad de sus productos, y la presencia del obispo de la ciudad sólo podía significar que era el día de la inauguración y bendición del certamen.

—¡Ah, Esquius! ¡Le estábamos esperando! ¿Conoce al señor obispo?

Era un hombre calvo, de rostro redondo y risueño, con gafas sin montura, traje gris claro de corte impecable, camisa gris perla a juego, y un discreto alzacuellos como los que ya no se ven.

—Señor Esquius. —Me prestó por un instante, sólo por un instante, una mano pequeña y fría, que en toda su vida sólo había repartido bofetadas en los rituales de confirmación—. El señor Biosca me ha estado hablando de usted. Dice que es el mejor detective de España…

—De Europa —le corrigió Biosca, las cosas como son—. He dicho exactamente el mejor detective de Europa. Y le gustará saber que el señor obispo ya tenía noticia de su competencia y que, con un excelente criterio, ha contratado nuestros servicios con la exigencia de que sea usted quien se ocupe de su caso.

El señor obispo parpadeó, «olvidaré esta intromisión».

Tendría que haber gritado: «¡Este hombre me ha comprado una puta y me la ha metido en casa, señor obispo! ¡Una esclava!»

—Siéntese, Esquius. Siéntese, señor obispo. Sentémonos todos para hablar tranquilamente.

A Biosca se le veía feliz. Siempre se le veía exultante cuando olía dinero.

Debería haber gritado. Pero no lo hice.

—¿Estamos hablando de Eulalia Gracián? —pregunté.

Biosca soltó una carcajada exagerada.

—Pero ¡qué dice! ¡No, hombre, no! ¡Estamos hablando de un caso de categoría! Precisamente, cuando fui al obispado para hablar de esta tontería, el obispo me dijo: «Hombre, Biosca, usted tiene una categoría superior a la de este asunto de las pobres monjitas, y yo quiero encargarle un caso que es como si dijéramos
haute cuisine
de la guía Michelin, no sé si me entiende.»

—Un caso —intervino el señor obispo, sin perder aquella sonrisa tibia que anunciaba emociones sin fin— en el que están implicados unos personajes muy, muy importantes. Tan importantes que la identidad de uno de ellos no puede ser revelada. Ni a usted ni a nadie.

—Bueno, pero el caso es que yo estoy ocupado…

—Olvídese de sor Eulalia, Esquius. Si la han secuestrado, y piden rescate y su padre quiere que lo negociemos o lo entreguemos nosotros, ya lo haremos. Entretanto, ¿qué podemos hacer? Nada. Dejemos que Beth realice un par de gestiones para llenar el expediente y ya está.

Me volví hacia el señor obispo. Él parpadeó confirmándome tácitamente que tenía que olvidar el asunto de las monjas.

—¿De qué va? —pregunté, incómodo.

—¿Ha oído hablar de un restaurante de Figueres que se llama L'Aglà?

Claro que había oído hablar. Propiedad de Fermín Mollerussa, cocinero genial, portada de revistas internacionales, gran gurú introductor del concepto de alienación en la alta cocina, dispuesto a desbancar de su pedestal al mismísimo Ferrán Adriá. Desde que el mundo de la alta cocina tiene pretensiones artísticas, resulta imprescindible disponer de alguna teoría vagamente filosófica y de alguna palabra un poco rara para triunfar. Fermín Mollerussa había elegido la palabra alienación. Cultivaba una especie de cocina mediterránea, donde se mezclaban el bogavante, las lentejas, el chocolate, el hummus y la musaka en combinaciones atrevidas. Las especialidades de cada país tenían que alienarse para alinearse y cosas así. Por inevitable asociación de ideas, se me vino a la cabeza un gran titular que había leído en una revista del corazón, primera página: «¡¡Fermín Mollerussa afirma que es más importante que Jesucristo!!» Y el fotomontaje en que se veía una Santa Cena de Leonardo da Vinci donde Fermín Mollerussa sustituía a la figura central. Se me escapó una mirada hacia el obispo. Y él la interpretó como una solicitud de explicaciones.

—No hace mucho, un, eeh, ah, digamos un alto dignatario de la Iglesia, fue a cenar al famoso restaurante de Figueres. No sé si sabe que este establecimiento está decorado con cuadros muy valiosos. —No lo sabía—. Bien, pues esta personalidad importantísima entró en el comedor, donde había un Marià Fortuny de su época oriental, valor incalculable, una
Fantasía Árabe
, con un grupo de odaliscas y demás… —Pausa dramática. Me temía lo que iba a decirme. Podríamos haberlo dicho a coro—. Y el cuadro desapareció.

Moví la cabeza como si comprendiera.

—No, no lo entiende. Existen fotos hechas antes de que entrara esta eminencia, y fotos de después, que demuestran que el cuadro fue sustituido por otro falso mientras la eminencia estaba allí, sola. Ninguna otra persona podría haber cambiado el cuadro auténtico por otro falso.

—En tal caso…

—Imposible —dijo el señor obispo, en el tono que hubiera utilizado para rechazar una herejía—. Imposible.

—Y yo —intervino Biosca, orgulloso—, le he dicho al señor obispo que usted es nuestro especialista en imposibles.

—Debo hacerle una advertencia —continuaba el obispo, que no parecía en absoluto acostumbrado a las intromisiones mientras hablaba—. Fermín Mollerussa, muy respetuoso y prudente, ha desistido de buscar el cuadro y a los ladrones. Es un hombre bueno y generoso, y yo se lo agradezco. No quiere provocar ningún escándalo. Pero yo sí quiero resolver el misterio. Con discreción, eso sí, ni una palabra a nadie, pero es preciso que el asunto quede resuelto, porque las cosas no resueltas siempre pueden acabar volviéndose en contra de uno de forma imprevisible. Aparte de Fermín Mollerussa hay otras personas que conocen lo ocurrido y no querríamos acabar viendo ninguna clase de calumnia publicada en algún medio sensacionalista. Además, el viaje de esta altísima dignidad de la Iglesia y su presencia en el, llamémosle así, escenario del crimen, se realizaron de incógnito. De modo que, entre una cosa y otra, podría acabar ensuciándose inevitablemente el buen nombre de la Iglesia Católica. Yo le garantizo que el cliente excelentísimo que visitó aquel día el restaurante de Figueres no se llevó el cuadro de las odaliscas. La sola idea resulta extravagante. Así pues, le necesitamos a usted para que averigüe lo que ocurrió, para alejar toda sospecha, toda posibilidad de escándalo. ¿Entiende lo que esperamos de usted?

—Amigo Esquius —otra vez Biosca—: lo que esperamos de usted es que mañana, viernes, nos acompañe a Figueres, a uno de los mejores restaurantes del mundo. Allí comeremos a dos carrillos y encima de gorra, y usted empezará sus brillantes investigaciones. No se hable más.

Se puso en pie, como decidido a echar a una visita molesta, y con tanta determinación que nos obligó al obispo y a mí a imitarle. Repartió apretones de manos repitiendo «no se hable más, no se hable más» y nos empujó hacia la puerta.

Cuando la puerta se abrió, observé que el señor obispo hacía un gesto de prevención, como si alguien le hubiera tirado algo a la cara. En realidad, no era más que una simple y muy comprensible reacción ante la presencia de Fatmire Zeqiraj, que estaba en medio de la sala de ordenadores, esperando mi salida. Llevaba un vestido un poco chillón, estampado en azules y verdes, muy veraniego, vaporoso, de esos que no soportan una ráfaga de viento, y notablemente escotado. Habría resultado un poco provocativo puesto en otra chica, por ejemplo Beth, pero sobre Fatmire era francamente escandaloso. Hay delanteras que siempre parecen excesivas para los escotes, como si estuvieran entrenadas para saltarse alegremente las barreras de ropa que se les pusieran por delante.

Una vez más, me gustó su sonrisa, pero no su presencia.

—¡Ángel! —dijo—. Quería conocer trabajo de ti. ¡Bonita, trabajo de ti!

El señor obispo me miró con una loable circunspección. Le agarré del codo y le conduje hacia la salida. Tuvimos que pasar al lado de aquel monumento rubio, todo carne y verdes y azules e incomprensibles guantes blancos, y segundos después, cuando nos despedíamos en la recepción de la agencia, las gafas del eclesiástico aún parecían empañadas por la visión.

—Bien, pues hasta mañana —dije.

—Nada de eso, yo no vendré. La investigación queda en sus manos. Encuentre el cuadro y a los auténticos ladrones y podremos olvidarnos de este asunto.

Me volvía irritado hacia la intrusa cuando la voz efusiva de Biosca enfrió mis protestas.

—¡Queridísima! —Plantaba dos besos en las mejillas de Fatmire Zeqiraj—. ¡Qué alegría verte por aquí! ¿Cómo te trata este crápula vicioso? ¿Te respeta? ¿Ya te ha contado lo de la casa de la costa donde tiene que llevarte? Dos piscinas, agua a temperatura constante, una vista magnífica, un gimnasio que te hará perder el sentido…

Me habría gustado preguntarle a Biosca por su repentina falta de interés por el caso de Eulalia Gracián, pero consideré que no valía la pena. Gracián y su negocio de putas no podían competir económicamente con la Santa Madre Iglesia.

Octavio era un espectáculo. Parecía un perro ansioso delante de un chuletón de Navarra. La lengua fuera, babas empapándole la camisa, el pantalón tirante. Temí que saltara sobre Fatmire y cometiera algún disparate allí mismo. Fernando le miraba y sonreía. Beth me miraba a mí y movía las cejas, interrogativa.

—Beth —le dije—. ¿Comemos juntos?

Beth no sabía qué decir. Sus ojos iban de mí a Fatmire y de Fatmire a mí.

—¿Ahora mismo?

—Ahora mismo —dije.

Beth encantada de la vida. Se puso en movimiento inmediatamente, agarrando el bolso de un manotazo.

—Eh, eh, Esquius —dijo Biosca—. Que se deja una cosa. —Refiriéndose a nuestra amiga rubia.

—No, señor Biosca —repliqué—. Ahora estoy en horario laboral, y no considero aconsejable mezclar el placer con los negocios. Tengo que instruir a Beth, si se va a encargar del caso de la santita.

—Ah, vale, pero que no revuelva mucho, ¿eh?

A Fatmire no parecía que el abandono le provocara desconsuelo alguno. Se despidió de mí alzando la mano blanca con aquella sonrisa blanca que siempre llevaba en la boca. Una sonrisa inquietante. Tristísima.

—¡Muy bonita, trabajo de ti!

Humilde y resignada, como un jarrón que se queda allí donde lo pones. «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.»

Me abrumaba la mala conciencia.

Escena 4

Normalmente habríamos ido a comer con Beth al Epulón, una marisquería cercana que frecuentábamos los empleados de la agencia. No es que dieran muy bien de comer, pero el propietario, un ex sacerdote blasfemo y con pretensiones, nos conocía y nos daba un trato deferente. No obstante, aquel día temí que Biosca, acompañado por Fatmire Zeqiraj, se presentaran allí de improviso, de modo que nos trasladamos al Bilbao, un clásico barcelonés, una apuesta segura. Además, ya estaba hasta el gorro de monjas y curas.

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