Read La monja que perdió la cabeza Online

Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

La monja que perdió la cabeza (11 page)

BOOK: La monja que perdió la cabeza
10.25Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Qué dicen?

—¿Usted no lo sabe? ¿No lo sabe todo?

—Claro que lo sé todo.

—Pues ya está. Eso es lo que dicen. —Sonrió, feliz de que nos entendiéramos tan bien.

—Pero quiero que me lo digas tú. Como una confesión. No basta con pensar las cosas. ¡Para que los pecados sean perdonados hay que escupirlos! ¿Qué dicen que pasó en Ruanda?

—Que la violaron… —Y, bajando aún más la voz, en un suspiro—:… Y ¡que le gustó! Esto sí que es un pecado terrible, ¿verdad?

—Terrible. Y ¿qué sabes de los demonios que la visitaban?

—Sólo lo que decía ella.

—Y ¿qué decía?

—Que eran un demonio blanco y una diablesa negra. —Tomé nota mental. Un hombre blanco y una mujer negra…—. Los dos tenían la cara el doble de grande que el cuerpo, y de los ojos les salían lenguas bífidas de serpiente, y vomitaban sangre. —Me abstuve de tomar más notas menta les. Aquello era un disparate—. Y tenían las bocas llenas de dientes, con unos colmillos como de lobo, y el aliento pútrido y sus garras eran como de águila y la querían atrapar…

Delirios. Manifestaciones, habría dicho la priora. Mientras tanto, mis pensamientos volaban por su cuenta preparando la siguiente pregunta. Tuve una inspiración. No sé por qué asociación de ideas me vino a la cabeza el recuerdo de aquella foto de la chica negra del vestido blanco y escotado, que tenía Gracián en su álbum. Se parecía mucho a Eulalia. Se me había ocurrido que podían ser parientes. Pero ¿y si era la propia Eulalia?

—… De la garganta les salía un ruido horrísono, como una flatulencia maloliente…

—Está bien, está bien —la corté—. Ya me he formado una idea. Y ¿qué sabes de ella, de cuando todavía no era monja?

—¿Antes…? —Pregunta difícil. No se la esperaba.

—Vestidos escotados, fiestas… —sugerí.

—Vestidos escotados. Su padre quería que llevara vestidos escotados. Y que se pintara. Pero ella entró en el convento. Porque su padre era malo. Eulalia siempre rezaba por la salvación de su padre…

Se oyó un ruido en el pasillo. Pasos. Alguien que se acercaba. Callamos los dos, cómplices.

—No te vayas —suplicó la monja.

La hice callar con un gesto. Oímos una puerta que se abría y se cerraba. La del cuarto de baño. Disponía de poco tiempo para salir de allí.

—¿Cómo diré que eres, cuando me pregunten?

Escondido detrás de la linterna, dije rápidamente:

—Di que sólo has visto una luz muy fuerte. Que te ha iluminado. Yo soy la luz que ilumina. Y te diré una cosa, para que se la digas a las hermanas: alguien del convento trabajó para que los demonios se llevaran a Eulalia. Si ese alguien no lo confiesa, morirá pronto, sin confesión, e irá al infierno.

Nunca he visto a una mujer tan feliz. Debía de estar esperando una aparición similar desde que Eulalia le contó sus delirios, y había encontrado exactamente lo que buscaba. Con creces.

—¿No podrías hacerme levitar un poco? ¿Un palmo? ¿Dos palmos…? ¡Por favor!

—Tiéndete de bruces en la cama.

—¿Cómo?

—De cara a las sábanas. Si quieres levitar, tienes que hacerlo tú. Tiéndete y cierra muy fuerte los ojos.

Cuando me obedeció, crucé la celda y abrí la ventana. Me habían entrado todas las prisas. No me atrevía a salir al pasillo por miedo a encontrarme con la monja del pipí y, de todas formas, aunque consiguiera llegar a la planta baja, no tenía ninguna seguridad de poder abrir la puerta desde el interior. Además, si lo hacía, saltaría la alarma.

Pasé por encima del alféizar, agarrándome al marco de la ventana con ocho manos, como un pulpo, dominado por el pánico. Después de haber subido hasta la segunda planta, la bajada desde la primera no me resultó más difícil que una exhibición de tango en un trapecio a diez metros del suelo. Habría sido imposible hacerlo con una monja cargada a la espalda, y por eso, sin duda, a Eulalia se la llevaron por la puerta principal y en ambulancia.

Estaba a dos metros del suelo, agarrado a la cañería, con los músculos de los brazos que empezaban a decir basta, cuando arriba estalló el chillido jubiloso de la hermana Luisa:

—¡Lo he visto! ¡He visto al espíritu y me ha hecho una revelación! ¡Un demonio, un ángel, un fantasma! ¡Todo es lo mismo! ¡Todos somos espíritus!

Un metro más, un último esfuerzo y me solté. Me faltó poco para caer de espaldas. Todavía se oían los gritos de las monjas y en algunas ventanas se encendieron luces.

—¡Y me ha hecho una revelación, muchas revelaciones! ¡Eulalia era una pecadora! Y ¡he levitado! ¡He levitado metro y medio, como Eulalia!

Me desprendí del gorro que me ocultaba las canas, me metí la linterna en el bolsillo y crucé el cobertizo del techo de uralita apretando el paso.

Una vez en el aparcamiento, mientras recuperaba el Golf y salía al exterior, pensaba que había averiguado, al menos, una cosa importante. Los secuestradores de Eulalia necesitaron un cómplice dentro del monasterio. Para saber dónde estaba la celda de Eulalia y para estar seguros de que la ventana estaría abierta.

Para volver a casa con el coche, tuve que pasar por delante del convento. Detrás de aquellos muros milenarios no parecía que hubiera ninguna conmoción. Era otro mundo.

Escena 3

Viernes, 29 de junio

Me levanté temprano porque, antes de ir a Figueres con Biosca, tenía que hacer una visita que había estado planeando durante mi insomnio. Fatmire, no obstante, había madrugado más que yo. Y, cuando en pijama empujé la puerta del cuarto de baño, me la encontré dentro, recién salida de la ducha, desnuda, con la piel brillante de humedad. No se sobresaltó. Estaba acostumbrada a que la viesen desnuda. Fui yo quien pegó un salto, diciendo: «¡Perdona, perdona!» Y, «perdona, perdona», cerré la puerta.

Fue después cuando caí en la cuenta de que era la primera vez que la veía sin guantes.

Renuncié a la ducha, me vestí y me fui a desayunar al bar de abajo. Otra vez. Pero en esta ocasión estaba más tranquilo. Con un poco de suerte, pronto me libraría definitivamente del compromiso del fin de semana.

Hacia las diez de la mañana, llegaba a la calle de la Fidelidad, del barrio de Gracia, una de tantas callejuelas de las que componen esa especie de laberinto por donde resulta tan difícil transitar en coche. El número catorce era una portería estrecha, medio escondida entre un bar de copas llamado Kitate-tu-pa-ponerme-yo y un restaurante nepalés y, justo enfrente, tenía otro bar de copas, l'Anarkràcia, un restaurante afgano y una tienda de ropa usada en cuyo cartel se veía un juego de palabras:
TETE-TETE
, donde se suponía que tenías que leer BIS-TETE.

La casa sólo tenía tres pisos. Tenía que llamar al de arriba. Tardaron en contestar, y lo hizo una voz adormecida, ronca, como de resaca.

—¡Diga!

Pregunté por José Simó y la voz se alejó del micrófono para gritar:

—¡José! ¡Que te llaman!

Aquella voz, su tono, su timbre, su falta de musicalidad, no me sugerían nada bueno.

Abrieron la puerta y subí a oscuras los tres pisos por una escalera que casi exigía crampones y piolet. Una vez arriba me encontré la única puerta del rellano abierta. Nadie me esperaba.

Entré en un piso pequeño, minúsculo, que olía a jóvenes bien hormonados y sudados que han dormido muchas horas con las ventanas cerradas. La decoración ramplona de cuadros de flores y lámparas con pantallas amarillas me hizo pensar en un piso alquilado cuyos ocupantes habían añadido muy poco de su parte.

El comedor había sido transformado en una especie de biblioteca hecha con estanterías metálicas y de madera, comprado todo en la ferretería del barrio, llenas de libros que parecían haber sido colocados allí lanzándolos desde lejos. La mesa de centro, capaz para seis personas, estaba cubierta de mamotretos y libretas y folios de apuntes mal grapados. Una taza sucia de café y dos latas de cocacola vacías y arrugadas, bajo un flexo desmayado. Me hicieron pensar en alguien que había estado estudiando abnegadamente hasta altas horas de la madrugada. Me acerqué y comprobé que los libros y los apuntes eran de Filosofía del Derecho.

«Kelsen, teoría pura del Derecho, el Derecho como fenómeno autónomo al margen de consideraciones ideológicas o morales. No existe el derecho natural. La norma hipotética fundamental. Derecho: única técnica válida para resolver los conflictos sociales.
De la esencia y el valor de la democracia
(1920),
Teoría General del Estado
(1925) y
Teoría Pura del Derecho
(1935).

»Positivismo escandinavo + Círculo de Viena + Grupo de Berlín =
Enciclopedia Internacional de la ciencia unificada.

»El conjunto de predicados cósicos observables proporcionará una base suficiente para construir una ciencia unificada siempre y cuando se consiga reducir el lenguaje de la ciencia a un lenguaje único. El Derecho (ciencia social) como cualquier otra ciencia experimental…»

Por una puerta cercana entró un individuo alto y de piel oscura, muy musculoso que, con el torso desnudo, se iba abrochando el pantalón. Llevaba una cenefa de aire oriental tatuada desde el hombro hasta el codo. Cuando habló, reconocí el deje musical cubano.

—José ahora sale. Estaba durmiendo. Estuvo estudiando hasta tarde.

Ya me gustaba la perspectiva de un yerno estudioso y sensato. Abogado. Si se lo saben montar bien, los abogados pueden ganar mucho dinero.

Salió José Simó. Era delgado, y no muy alto, con patillas y perilla recortadas con pulcritud, ojos grandes y claros, ahora entelados por las legañas. Llevaba una camisa desabrochada, calzoncillos e iba descalzo. Le dije:

—¿Tienes un examen de Filosofía del Derecho…?

Me contestó:

—Y ¿usted quién es?

Me armé de valor y le solté:

—Soy el padre de Mónica. De Mónica Esquius. —De momento, pareció como si nunca hubiera oído hablar de aquella chica—. La conoces, ¿no?

—Sí, sí, claro.

Pero no reaccionaba.

—Eeeh… y ¿estás interesado por mi hija?

A José Simó se le escapó una mirada de reojo hacia las estanterías, como si tratara de localizar un libro lo bastante grueso como para ser usado como arma defensiva, en caso de necesidad.

—No sé a qué se refiere.

—Si hay algún tipo de compromiso… —Empezaba a sentirme ridículo.

—¿Compromiso? Pues… Bueno, somos… buenos amigos.

—¿Muy buenos amigos?

—Muy buenos amigos, sí.

Se sentía interrogado, claro, acorralado. No sabía si tenía que pedir un abogado. Suponía que todo lo que dijera podía ser utilizado en su contra.

—Mira… Yo creo que tú… —arranqué, arriesgándome mucho—… eres una compañía que le puede hacer mucho bien a Mónica. —Mentí—: Ella habla muy bien de ti. Y yo quisiera propiciar vuestra relación.

El chico no entendía nada. Miraba de reojo a su compañero cubano, que me observaba con las cejas fruncidas y expresión suspicaz. Por un momento, pensé que uno de los dos me pediría la documentación para asegurarse de que mi apellido coincidía con el de Mónica. En una situación parecida, yo lo habría hecho.

—Mira, José, yo sé que esto te va a parecer muy extraño, pero es que… —¿Qué decir?—. Mónica está pasando un momento difícil y creo que tú eres el único que puede ayudarla.

—Perdóneme —pudo decir por fin el joven—, pero no entiendo nada. No sé qué me está pidiendo.

Yo tampoco sabía qué hacía allí.

—¿Tenéis pensado hacer algo este fin de semana?

—No —dijo con mucho cuidado, después de una duda, como temiendo que la negación le comprometiera demasiado.

Saqué las llaves unidas por un llavero de plata con forma de pequeña abarca menorquina.

—Estas llaves son de un chalé muy grande que hay cerca del Cabo de Creus. Es una casa fantástica. Si llevas a Mónica allí, estoy seguro de que lo pasaréis en grande. Yo sólo quiero que la hagas feliz y estoy seguro de que unos días en un lugar como ése le irán muy bien para centrarse.

El joven miraba las llaves como si temiera que le quemasen los dedos al agarrarlas.

—No puedes imaginarte cómo es la casa. Tiene una piscina de agua a temperatura constante. Caliente en invierno y fría en verano. Y piscina interior y piscina exterior, comunicadas por un túnel subterráneo, de cristal, que pasa por el salón, dentro de la casa. Y tiene… bueno, de todo. —Conseguí frenar a tiempo un comentario sobre los aparatos japoneses para hacer ejercicios sexuales.

La mano de José, como actuando por su cuenta, se apoderó de las llaves de un zarpazo.

—Te he dibujado un plano de la zona… —Le di un papel cuadriculado donde había copiado el plano que me había hecho Biosca—: Girona, Figueres, Roses: no hay pérdida.

José también lo cogió en un gesto que hacía pensar en la codicia, y dijo, con voz temblorosa:

—Perdone, pero… ¿puede mostrarme su documentación?

Pensé: «Este chico es inteligente.» Cada vez me gustaba más. Saqué la cartera, y de la cartera el DNI y se lo mostré. Lo miró durante un buen rato. Me miró. Miró la foto. Y el apellido. Esquius, sí. Mónica se llamaba Esquius, y Esquius no es un apellido tan común. Y aún no se conformaba.

—¿Usted a qué se dedica?

—Soy detective privado.

Asintió, convencido, y yo sentí que el pecho se me ensanchaba. Aquello demostraba que Mónica, pese a haberme retirado la palabra, le había hablado de mí a José. Como mínimo le había contado que su padre era detective privado y por eso ahora él podía hacer aquella comprobación.

Antes de salir del piso, le dije:

—Pero, de esto, ni una palabra a Mónica. Le dices que la casa es de un tío, o de algún conocido tuyo… Pero yo no tengo nada que ver con esto, ¿de acuerdo? Y me respondes con la vida de todo lo que hay en el interior del chalé. Piensa que no es mío y que yo también tengo que responder de ello. ¿De acuerdo? ¿Me prometes que intentarás hacer feliz a mi hija?

—Sí.

No las tenía todas consigo. Demasiada responsabilidad. Para mí aquello también servía como prueba de la firmeza de su carácter.

—Respondes con tu vida. ¡Mira que soy detective privado!

Para mí era una broma, pero para él a lo mejor no.

El cubano me miraba con mucha desconfianza, como si estuviera dispuesto a partirse la cara conmigo, los dientes apretados y las cejas fruncidas.

Escena 4

Biosca y Tonet me estaban esperando en la agencia. Biosca me confirmó que el señor obispo no nos acompañaría. Nos las tendríamos que apañar solos con Fermín Mollerussa y, eso sí, se nos exigía que realizáramos la investigación y que solucionásemos el caso. El cuadro auténtico tenía que ser recuperado, a fin de que su presencia física en el restaurante desmontara cualquier intento de argumentar que aquella obra de arte había sido robada por una «altísima dignidad eclesiástica». Más o menos.

BOOK: La monja que perdió la cabeza
10.25Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Ceri's Valentine by Nicole Draylock
Intermezzo by Eleanor Anne Cox
London Broil by Linnet Moss
Faith by Deneane Clark
An Infinite Sorrow by Harker, R.J.
Flavor of the Month by Goldsmith, Olivia
The Warrior's Tale by Allan Cole, Chris Bunch