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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

La monja que perdió la cabeza (24 page)

BOOK: La monja que perdió la cabeza
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—¡Cuenta conmigo, con mucho gusto, gatita! —dijo Octavio con aire de sátiro.

—¿Cuándo lo haréis?

Beth me consultó.

—¿Mañana por la tarde?

Me pareció bien.

—Mañana por la tarde.

—Pues quedamos en Figueres, si te parece bien.

Cuando salíamos del restaurante, me acerqué a Biosca.

—Quería pedirle un favor.

Me miró por encima del hombro.

—Y yo quería pedirle las llaves del Rienvaplí de la Costa Brava. Ya me han dicho que despreció mi regalo… —Estaba un poco ofendido. Ahora entendía su actitud reticente y distante hacia mí.

—Lo siento, pero no pude ir.

—Usted se lo pierde. ¿Tiene las llaves?

—No… No las tengo aquí. Se las devolveré mañana. Y usted, eeee, ¿podría prestarme el Jaguar?

Levantó la barbilla. «Hay que ver, qué jeta. Después de hacerme un desaire imperdonable, viene a pedirme el Jaguar. ¿Cómo se atreve? Debería arrodillarse y lamerme los zapatos.» Biosca era muy capaz de pedírmelo.

Para acabar de convencerle:

—Hemos resuelto el caso del Fortuny.

—Pero el culpable no es su Santidad el Papa.

Hice un gesto de resignación. No era culpa mía. En el silencio que siguió, flotó la posibilidad de una operación para hacer que el Papa apareciera como culpable ante el mundo aunque fuera inocente. Portadas de semanarios internacionales mostrarían un fotomontaje con el Papa esposado y Biosca, espléndido, señalándole con un dedo acusador: el tipo de fantasías, que, estoy seguro, entretienen los ratos de ocio de mi jefe. No obstante la fantasía se desvaneció instantáneamente.

—¿Qué Jaguar? —preguntó—. ¿El XK 108 descapotable o el Mark IX?

—Con el descapotable me apaño.

—Páselo a buscar mañana por la mañana al aparcamiento de la agencia. Allí le estará esperando.

Escena 3

El hecho de que Biosca me exigiera que le devolviera las llaves del chalé me autorizaba a presentarme en casa de Mónica para recuperarlas. Era una buena excusa para hablar con mi hija y aclarar las cosas de una vez por todas.

La llamé pero tenía el móvil desconectado. Fui al piso que tenía alquilado a la izquierda del Ensanche, que ahora lo llaman el Gaisanche y que está decorado con banderas del arco iris por todas partes. Una vecina, amiga suya, me dijo que Mónica no estaba.

—Se fue el fin de semana y aún no ha vuelto.

—¿No ha vuelto?

—No.

—¿Dónde está?

—Ni idea.

¿Se había quedado en el Rienvaplí?

Yo había dado por supuesto que, acabado el fin de semana, incluso antes de eso, Mónica y su novio rechazado y suicida vocacional habrían vuelto a Barcelona. ¿Qué sentido tenía quedarse allí con el mal rollo que se había instalado entre los dos? Claro que habían vuelto. Tenían que haber vuelto. Pero, en tal caso, ¿dónde diablos se habían metido?

Decidí probar en el piso del chico y me dirigí al barrio de Gracia, a la calle Fidelidad, entre bares de copas, restaurantes exóticos y tiendas, que se morirían de hambre en cualquier otra zona de la ciudad. Por el camino, me iba dominando la angustia. Yo dedicado a mi trabajo y a mis líos de faldas mientras que vete tú a saber lo que le estaba pasando a mi hija. Si me ponía pesimista, la imaginaba sola, en una casa aislada, en compañía de un loco suicida. Nunca se sabe por dónde puede salir un trastornado mental. Los periódicos van repletos de noticias de locos que, antes de suicidarse, han acabado con todos los seres vivos que tenían a su alcance. Él quería hacer el amor con Mónica (¡porque yo se lo había sugerido!) y ella no quería meterse en la cama con él. Aquello me hacía pensar en discusiones, posiciones de fuerza, peleas, violaciones, agresiones físicas, espectáculo gore.

El cubano contestó al portero automático:

—¿Quién es?

—Soy el padre de Mónica. ¿Puedo subir?

—No. Espere. Bajo yo.

¿«No, espere, bajo yo»? No me gustó nada.

Tuve que aguardar un par de minutos largos como horas. Por fin se abrió la puerta y salió aquella especie de Mister Universo moreno. Camiseta imperio para lucir musculatura y tatuajes. No me gustaba nada su mirada indiferente y provocadora. Y aquella musculatura que necesitaba demasiadas horas de gimnasio. ¿En qué debía de trabajar aquel hombre? ¿A qué dedicaba el tiempo que le dejaba libre el fisioculturismo?

—¿Qué hay?

—¿Está Mónica arriba? —pregunté.

—Ahora mismo, no.

—Quiero hablar con ella.

—Ya le diré que le llame.

—No. Tiene que ser ahora… He venido a buscar las llaves de aquel chalé.

—Ah. Pues…

—¿Está mi hija arriba o no?

—Ahora mismo, no.

Hice la pregunta temiéndome una respuesta con disgusto incluido:

—Pero ¿ha vuelto de la Costa Brava?

—Sí, claro.

Uf.

—¿Con José?

—Sí, claro.

—Me dijo que José quería suicidarse.

—Oh, no te preocupes. José, de vez en cuando, hace cosas así. —Como si dijera: «De vez en cuando, se come las uñas»—. Pero no es nada serio. Un día, lo intentó con una sobredosis de valeriana y tila. Somníferos, decía él. Otro día se puso una bolsa de plástico en la cabeza, y tenía un cuchillo en la mano para clavárselo si veía que sufría demasiado. Cuando notó que se ahogaba pinchó la bolsa de plástico con el cuchillo y se hizo un corte en la mejilla. Tres puntos. Esa clase de suicidios.

Lo decía en serio.

—Y ¿no puedo hablar con Mónica, o con él?

—Ahora, no. Pero no te preocupes, yo hablaré con ellos. Está todo controlado. Tranquilo.

—Si no puedes devolverme las llaves ahora mismo, no está todo controlado. Las necesito para mañana por la mañana.

—Las tienen ellos. Mañana por la mañana lo tendrás todo. Las llaves y a tu hija. Y a José también, por si quieres partirle la cara.

—Me gustaría subir ahora.

—No serviría de nada. No están.

—¿Dónde están?

—Haciendo sus cosas. Mañana te lo contará Mónica. Ya es mayor, ¿sabes? Mayor de edad. Tiene su propia vida. Déjala que haga su vida.

Era verdad. Mónica ya era mayor. Y se cabrearía mucho si se enteraba de que yo me estaba metiendo una vez más en su intimidad. Aquello no haría más que empeorar las cosas.

Apunté al cubano con el dedo.

—Vendré mañana. Y, si no puedo hablar con Mónica, llamaré a la policía. Tengo amigos policías, ¿sabes?

—Mañana podrás hablar con tu hija. No te preocupes. Está todo controlado.

Me costó un buen esfuerzo dar media vuelta y alejarme.

—Eh.

Me giré.

Dijo el cubano:

—Y no hace falta que te pongas chulo, abuelo.

Me habría gustado partirle la cara. Pensé que, más tarde, me arrepentiría de no haberle partido la cara. Claro que, si lo hubiera intentado, ya me estaría arrepintiendo en aquel mismo momento.

Ya volvía a casa cuando sonó el móvil.

—¿Señor Esquius? Soy Victoria Arranz.

—Ah.

—He oído que Eulalia ha aparecido muerta. Me ha… me ha afectado mucho. Podemos…, ¿podemos hablar, por favor?

Escena 4

Me esperaba en un bar de detrás del ayuntamiento que se llama El Paraguas. Un clásico de Barcelona. La encontré delante de un té, en actitud de recogimiento, casi de oración, ni rastro de la altivez de la que hizo ostentación el día que nos conocimos. Se la veía firme, entera y elegante, pero sus ojos y su boca, cuando alzó la vista hacia mí, ya no me hicieron pensar en puertas cerradas. Ahora, en aquellos ojos había una súplica, como si pidiera perdón, y la boca estaba distendida, a punto de abrir los labios y soltar el discurso que estaba elaborando desde hacía rato.

—Siento no haberle hecho caso el otro día. Usted me advirtió de que la vida de Eulalia podía correr peligro y yo… No podía creer que este secuestro tuviera nada que ver con lo que pasó en Ruanda. Aún lo dudo… —Le costaba formularlo—. Pero ya me equivoqué una vez, y ahora no permitiré que el orgullo, ni la soberbia, ni la vergüenza, me hagan volver a tropezar con la misma piedra.

—Cuénteme qué pasó en Ruanda, y entre los dos tal vez lleguemos a entenderlo.

Pausa. Vino el camarero y yo no sabía qué pedir, porque un café me quitaría el sueño, el agua sin gas me parecía insípida, una cerveza demasiado grosera y, sin querer, me vi pidiendo whisky de malta con hielo. ¿Qué pensaría aquella mujer virtuosa de un hombre que tomaba un whisky con hielo a semejantes horas de la tarde?

—¿Glenfiddish le va bien?

—Muy bien.

Victoria Arranz juntó las manos, cruzó los dedos como encomendándose a Dios y dijo:

—Nos lo esperábamos. Sabíamos que los hutus estaban desplegándose por los alrededores de la misión, y teníamos hermanas tutsis con nosotros, eso se sabía, y sabíamos lo que habían hecho en otros lugares y nos temíamos que tarde o temprano vendrían. Estábamos como… paralizadas. Diciendo: «Tenemos que hacer algo, tenemos que hacer algo», pero no hacíamos nada. Quiero decir que rezábamos y hacíamos vida normal, lo de siempre, mientras esperábamos a que volviera el párroco, que había ido de viaje; esperábamos que viniera y nos dijera qué teníamos que hacer. En la misión no teníamos teléfono, ni ordenador, ni
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, ni, en fin… Estábamos… esperando resignadas. Como si pensáramos que si Dios quería que vinieran los hutus, nosotras no podíamos oponernos a su santa voluntad. Podríamos haber huido, no sé, o hacer que huyeran las hermanas tutsis, o que se escondieran, no sé qué deberíamos haber hecho. Las hermanas tutsis eran muy, muy jóvenes. He pensado en ello después y no le encuentro la solución, no sé qué podríamos haber hecho, pero nuestro pecado consiste en que entonces, allí, ni siquiera la buscábamos. Nos limitábamos a rezar y a poner nuestras vidas en manos de Dios. Y, por fin, un día llegaron los hutus.

En aquel momento, Victoria volvía a estar en Ruanda, cerca del lago Kivu, en una paupérrima misión, esperando la muerte. Hablaba con los ojos cerrados, como si rezara. Yo no me atrevía ni a coger el vaso, para que el tintineo de los cubitos no rompiera la magia del momento. Ahora, la ex monja describía lo que veía.

—Rodearon la mansión. Gritaron que sabían que teníamos hermanas tutsis allí, que sólo querían a las tutsis. No sabíamos qué hacer. Recuerdo a la hermana superiora, Concepción Marrero, que siempre me había parecido tan fuerte y decidida, y a la que de repente veía caminando de un lado a otro, retorciéndose las manos y hablando sola, o rezando, yo no sé qué decía. De pronto, veo que toma una determinación y va hacia la puerta y, entonces, en aquel preciso instante, como si la hubieran podido ver, o como si hubieran intuido algún movimiento, no sé, abrieron fuego. Fue una serie de explosiones espantosas, y las balas atravesaron la puerta, y la hermana Concepción salió impulsada contra la pared e hizo caer un par de bancos de los que teníamos en la iglesia, porque estábamos en la iglesia, y a nuestro alrededor se produjo una especie de lluvia de balas y explosiones, como un vendaval de destrucción. Horroroso.

»Y dicen los hutus: "Esto sólo ha sido una advertencia." Dios mío. Me parece que no sabían que habían matado a alguien. Era sólo una advertencia. "No podréis resistir mucho tiempo. Si nos obligáis, entraremos a saco. Estáis desarmadas, será muy fácil."

»Entonces, recuerdo el gesto de Eulalia. No sé cómo explicarlo, pero quiero que lo entienda. Fue un gesto de buena voluntad. Una de las novicias tutsis habló con ella. Tenían miedo, pero estaban dispuestas a sacrificarse por nosotras. La hermana Eulalia les decía que no, que no, que de ninguna manera, y se fue hacia la puerta. Aquella puerta perforada por las balas. Asumió la responsabilidad. Ella, tan menuda, tal vez porque era negra, como las novicias, se sentía más cercana a todo aquello, no lo sé. Sacó un coraje que yo no tenía.

»Abrió la puerta y le oímos decir:

»—¿Para qué queréis a las hermanas tutsis?

«Hablaba en ruandés.

»—Son tutsis —dijeron—. Tenemos que interrogarlas.

»—¿Qué queréis saber?

»—Queremos saber lo que ellas saben.

»Y la hermana Eulalia, es como si la estuviera oyendo ahora mismo:

»—No saben nada que os afecte. Ellas sólo conocen a Dios y las buenas obras que hacen para el pueblo ruandés en esta misión.

»Y el hutu de fuera:

»—Si esto es cierto, no deben temer nada.

»Dice Eulalia:

»—¿Hablaréis con ellas delante de nosotras?

»Dice: "Delante de vosotras."

»Eulalia entró. Habló con las tutsis. Eran muy jóvenes. Decían: "Si dicen que sólo quieren hablar…" Decían: "Pero nosotras no sabemos nada." Eulalia dijo: "Tranquilas, cuando vean que no sabéis nada, os dejarán en paz."

»Y dijeron: "Bueno, pues va…"

»La hermana Eulalia salió y dijo: "De acuerdo, las hermanas hablarán con vosotros."

»Se destacaron cinco hutus uniformados y armados, muy decididos. Entraron en la iglesia y, sin decir palabra, cogieron a las cinco novicias, y las, las…

Victoria Arranz abrió los ojos, huyendo de África, regresando violentamente a la mesa del bar El Paraguas. Tenía que interrumpir el discurso para concentrarse en enviar más aire a los pulmones. Como si el recuerdo le envenenara la sangre.

—Las… —No podía decirlo. Le hice un gesto para que lo obviara—. Y la hermana Eulalia, y una canadiense, Eliane, y yo, nos mirábamos y no hacíamos nada. No gritamos, ni nos interpusimos, ni protestamos, ni luchamos. Nos quedamos paralizadas. Como si ya nos lo esperásemos y supiéramos que era inevitable, que no podíamos hacer nada. Porque teníamos miedo, porque permitimos la indignidad diciéndonos que no serviría de nada oponernos, aunque sólo fuera levantando la voz para implorar clemencia para nuestras hermanas mártires. ¿Sabe qué pensamos? Pensamos: «A ellas las matarán igual, salvémonos al menos nosotras.» No podíamos creer, nunca hubiéramos podido creer, por mucho que nos lo contaran, que era posible tanta… que en la tierra pudiera existir tanta maldad.

Parecía enferma. A punto de desmayarse. Intervine:

—Y ¿después?

—A nosotras tres, nuestra cobardía nos salvó la vida. Ellos ni nos miraron. Reservaban su odio para las tutsis. Las jóvenes tutsis. Pobrecitas. —Ni una lágrima, no obstante. Las había agotado todas. Cerró los ojos para hacer un esfuerzo por recuperar la calma, los volvió a abrir y me miraba con una extraña serenidad—. Nos echaron, y se quedaron en el edificio de la misión para utilizarlo como cuartel. Por eso no lo habían asaltado de entrada, para no deteriorarlo. Y aquí acaba la historia.

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