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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

La monja que perdió la cabeza (26 page)

BOOK: La monja que perdió la cabeza
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No aparcamos los coches en el jardín. El gran portón del garaje se abrió gracias a un mando a distancia y el Audi se internó en las profundidades, y nosotros detrás.

La API utilizó una linterna para dirigirse hacia las cajas de contadores de la luz y, cuando accionó un interruptor, nos encontramos en un sótano de techo alto donde cabían de sobra al menos cuatro vehículos. Unas escaleras conducían hacia la vivienda y una puerta, a la izquierda, se abría vete a saber hacia dónde.

Todo estaba mucho más limpio de lo que hacía suponer el estado del jardín.

—¿La casa lleva mucho tiempo sin inquilinos?

—Estuvo alquilada todo el mes de junio. Verán que se halla en perfecto estado.

—En todo caso, los anteriores inquilinos no usaron el jardín, ni la piscina.

—No. Es verdad.

Al lado de la escalera descendente, había tres grandes cubos de basura con las tapas puestas y con unas grandes bolsas de plástico sobresaliendo por los bordes.

—Suban, por favor…

—Y ¿esa puerta? —pregunté.

—Ya lo verán después. Bodega y habitaciones de servicio. Ahora vengan, vengan por aquí.

Subimos la escalera, abrió con la llave la puerta que nos cortaba el paso y llegamos al vestíbulo de la mansión, grande como toda aquella terraza balaustrada que tenía encima. El suelo estaba decorado con baldosas de todos los colores que componían complicados arabescos, y las ventanas (enrejadas) que miraban hacia el jardín tenían cristales de color rojo y azul. La sala comedor, con un gran ventanal en la parte posterior, donde continuaba la jungla, era más grande que todo mi piso. Y la cocina, al lado, de las dimensiones de mi sala de estar. En conjunto, la casa conservaba vestigios de un gusto anticuado y discutible en cualquier época. Espejos que ocupaban toda una pared o paredes que fingían falsas construcciones de roca a la vista.

No había muebles y los pasos y las voces retumbaban levantando ecos de catedral.

Otro tramo de escaleras nos llevó al primer piso, donde encontramos otra sala amplia, un cuarto de baño para las visitas, mucho mayor que los de casa, dos dormitorios inmensos y, por fin, la suite, con un vestidor y otro cuarto de baño con espejo panorámico, dos lavabos y una casi piscina con jacuzzi. En la alcoba, se podría haber celebrado tranquilamente un partido de tenis y había una balconada que se abría a la terraza de balaustres bien torneados.

En el tercer y último piso, había cuatro habitaciones más y otro cuarto de baño. Y, desde la terraza de la cumbre, ciertamente se podía disfrutar de una vista espléndida del Cinturón de Ronda con aquella cantidad de coches lanzados a velocidad suicida.

Todo perfectamente limpio. No se veía ni rastro de los anteriores inquilinos.

—¿Sabe a qué se dedicaban? —solté, como por pura curiosidad—. Me extraña que sólo se quedaran un mes.

—Cine —contestó—. El rodaje de una película. La gente del cine a veces alquila este tipo de fincas grandes. Lo que me sorprende es que lo dejaran todo tan limpio y ordenado. Normalmente, te dejan la casa hecha una porquería, con cristales rotos y agujeros en las paredes y hay que contratar a una empresa de limpieza.

—¿Qué película rodaban?

—Eso no lo sé. Ni idea.

Ana y yo nos mostramos muy satisfechos por lo que habíamos visto. Preguntamos si nos podían arreglar el precio; la API nos dijo que no y yo bajaba hacia el aparcamiento, luchando contra el desánimo, diciéndome que tenía que haber algún rastro; la gente no vive en una casa durante un mes y desaparece como el humo. Tenía la intuición de que estábamos en el lugar preciso. Todas las maniobras de distracción habían tenido como objetivo alejarnos de aquella casa. Imaginaba que era allí donde habían descuartizado a Eulalia, no sé con qué finalidad. Ya veía aquellas habitaciones ocupadas por miembros de una secta satánica, o tal vez por cineastas criminales rodando una película
snuff.

Cuando llegamos al garaje, señalé la puerta:

—¿Puedo ver la bodega?

Pues claro que podíamos verla. La API volvió a utilizar las llaves, cruzamos la puerta y, bueno, no había nada de particular. Un gran espacio embaldosado con gres que igual hubiera podido utilizarse como bodega que como gimnasio. Pensé: «O como sala de disección.» Olí y tuve la ilusión de que me llenaba la nariz de olor a productos de desinfección, o de anestesia. Si habían torturado a la santita en aquel sótano, ninguno de los vecinos habría podido oírla. Al fondo, una habitación y un cuarto de baño, para el servicio. Nada. Me agaché para ver el suelo de cerca, con la esperanza de distinguir rastros de sangre en las juntas de las baldosas. Si ha habido mucha carnicería, a menudo es imposible hacer desaparecer todo vestigio de sangre. Pero nada. Nada que no pudiera verse a simple vista.

—¿Qué mira?

—No, nada. La calidad de estas baldosas. Son nuevas, ¿no?

—Sí.

—Mi marido es un apasionado de las baldosas —dijo Ana.

A punto de subir al coche, eché una última ojeada alrededor, con ganas de retener cada detalle, por si acaso luego me resultaba significativo. Me fijé en los cubos de basura. Me acerqué y levanté la tapa de uno y, luego, la del otro.

—¿Qué está buscando? —preguntó la API, un poco inquieta.

—Es que mi marido es muy maniático, con esto de la limpieza.

En el interior de los cubos sólo había bolsas de plástico de gran capacidad. Vacías. Limpias. Saqué las tres bolsas. Una, dos y tres, y escudriñé el interior de los cubos casi introduciendo la cabeza en ellos.

—No puede soportar un cubo de basura sucio —estaba diciendo Ana.

En el fondo de uno de los cubos se advertía alguna sustancia pegajosa. ¿Sangre? La toqué con el dedo y me lo olí. La API ya me miraba francamente alarmada. En el fondo del segundo había algo más. Pellizqué un grumo de pelo y lo saqué, y lo observé de cerca ante la mirada horrorizada de las dos mujeres. Debajo de los cabellos, había un trozo de papel pegado.

—Vamos, Ángel, no seas tan maniático —dijo Ana, con zozobra.

Un trozo de cartón. Minúsculo. Un fragmento de solapa de caja de medicamentos. Casi no se leía «Pavulón — Pancuronio ampollas».

—Ya nos podemos ir —dije, muy satisfecho.

Nadie desaparece sin dejar rastro. Nadie.

La API nos despidió con mala cara, oliéndose que jamás alquilaríamos aquella casa, diciéndose que le habíamos tomado el pelo y tomándoselo como una cuestión personal. «Lo pensaremos y ya la llamaremos para hacerle saber nuestra decisión», «Adiós, adiós», y la dejamos allá plantada, apagando luces y cerrando puertas con llave, mientras nosotros salíamos a la calle con el Jaguar.

—Pancuronio —decía yo—. Pancuronio. ¿Te suena un medicamento que se llama Pancuronio?

—Ni idea.

Escena 2

Esperamos por los alrededores de la plaza Borrás hasta que vimos pasar el Audi conducido por la API, que regresaba enfurecida al despacho. Entonces, dejamos el Jaguar mal aparcado y nos dirigimos a uno de los dos edificios que tapaban la visibilidad de los habitantes de Villa Inés, el que era de pisos. El otro, era una escuela.

Nos presentamos como investigadores de una compañía de seguros.

—Parece que las personas que han ocupado Villa Inés este mes de junio han causado muchos desperfectos, y el propietario reclama que nuestra compañía le pague una enorme suma de dinero. ¿Podrían decirnos qué opinión les merecen los últimos inquilinos de Villa Inés? ¿Se les antojó raro su comportamiento? ¿Saben a qué se dedicaban? ¿Celebraban muchas fiestas, o ponían la música muy alta, o tenían algún tipo de comportamiento molesto…?

La vecina del piso de arriba no tenía ninguna queja. Nos dijo que, durante los quince primeros días de junio, por el jardín de Villa Inés sólo se veía a un hombre blanco y una mujer negra. Ellos se habían ocupado de amueblarla esencialmente con muebles de Ikea que trajeron una mañana, todos a la vez. Hacia mediados de mes, llegó mucha más gente y, durante un día, crearon mucho alboroto. Una ambulancia y un camión de mudanzas maniobrando y obturando la calle. Se instalaron en el interior de la casa y parece que no salían para nada, o, como mínimo, aquella mujer no los vio. ¿Cuánta gente? Diez o doce personas. ¿A qué se dedicaban? Ni idea. Nada de fiestas, nada de música alta, nada de molestias.

Un matrimonio de miopes, en el segundo piso, nos dijo que todo aquel grupo, diez o doce personas, había llegado exactamente el día diecisiete de junio, y lo hicieron en tres coches, una ambulancia y un camión de mudanzas. Ni idea de lo que habían descargado, porque habían entrado los vehículos en el garaje subterráneo y habían cerrado la puerta. Permanecieron allí hasta el domingo, día veintisiete, cuando se fueron, de nuevo todos juntos, como habían llegado, en tres coches y el camión de mudanzas. ¿A qué se dedicaron durante estos días? El matrimonio de miopes no lo sabía, pero ella se había fijado en que, en el primer piso, en el dormitorio grande, era donde se advertía más actividad, aunque habían colgado unas cortinas blancas que impedían distinguir exactamente lo que allí ocurría. El hombre no creía que se hubieran dedicado a filmar una película, porque no había visto ni trípodes, ni cámaras, ni focos, y porque le pareció que aquel personal se empeñaba en no salir para nada al exterior, pese a que había hecho días muy buenos para disfrutar del sol en la terraza. Los dos miembros del matrimonio eran miopes, pero utilizaban unas gafas muy bien graduadas.

Un hombre, en el primer piso, estaba mucho más indignado que los otros vecinos de Villa Inés, pero me pareció que aquel individuo era de los que se indignan con facilidad. Hablaba de mucha gente entrando y saliendo continuamente, y haciendo siempre mucho ruido. Confirmó que se habían instalado el diecisiete de junio y que el dieciocho habían armado un estrépito insoportable. Y este hombre conocía exactamente la procedencia del ruido: un generador eléctrico.

—¿Está seguro?

—Sí, sí, seguro. Yo he trabajado con este tipo de generadores, que funcionan con gasoil, y me conozco el ruido con los ojos cerrados. Y aquella gentuza plantó allí un generador. Fui a verles. No querían abrirme pero pegué el dedo al timbre, digo: «Ya abrirás, ya», y por fin salió un extranjero, creo que era americano, porque hablaba con la boca torcida…

—¿Rostro ancho, carnoso, labios gruesos, hoyuelo en la mejilla barbeta…?

—Exacto. Tal cual. El mismo. Y le digo: «Ya está bien, ¿es que se han vuelto locos?» Le digo: «Mira que voy a llamar a la policía.» Se acojonó. No volví a oír el generador.

—¿A qué diría que se dedicaba aquella gente?

—Nada bueno. No lo sé. No eran muy juerguistas. La verbena de San Juan tuvieron las luces encendidas toda la noche, pero no oí ni música, ni risas, ni gritos, nada.

Eulalia Gracián había desaparecido la noche de San Juan.

Después de aquellas visitas, Ana me pidió que la dejara cerca de una estación de metro porque tenía que ir a casa para terminar unos informes.

—Ana… —me animé a decir—. Aparte de estos encuentros profesionales, ¿crees que tendremos ocasión de cenar juntos, algún día de estos? Me gustaría hablar contigo en serio.

—Sí, sí, claro. Tenemos que hablar.

Su «tenemos que hablar» era completamente diferente de mi «tenemos que hablar». El suyo resultaba ominoso, del mismo modo que su sonrisa resultaba descafeinada y sus ojos, compasivos. Una vez más, me sentí seducido y abandonado. Yo era su asignatura pendiente y, plaf, con un polvo ya consideraba que la había aprobado y podía pasar de curso sin mirar atrás. Especialmente, después de descubrir que yo no era el santo monógamo que ella había imaginado.

—¿Has aclarado algo, con esta visita? —preguntó antes de irse. Curiosidad estrictamente profesional.

—No lo sé. Digamos que aún no he terminado de hacer todas las preguntas.

Subí por la avenida de Vallvidrera hasta la estación de Pie del Funicular, y allí la dejé, con la sensación de que nos separábamos para no vernos nunca más. No supe cómo apañármelas para darle a la situación la trascendencia precisa. ¿Una mirada lánguida mientras ella desaparecía dentro de la estación? ¿Una última frase inspirada? No, nada de eso. «Adiós, adiós, ya nos veremos», «adiós, ya nos veremos» y seguí carretera arriba, como si fuera a Vallvidrera, iniciando las curvas que llevan hasta la cumbre de la colina. Me detuve en el mirador desde donde puede contemplarse toda la ciudad y que de noche se llena de coches con parejitas enamoradas. De día, también hay algunos coches, pero la gente sale de ellos para contemplar el panorama.

Allí podría haberme parado a reflexionar sobre mi vida sentimental, sobre Ana y su frialdad y su relación desastrosa con los hombres, y sobre la duración de mi futuro. En vez de eso, me entretuve recordando la despedida con Fatmire Zeqiraj. Demasiado breve. Ella y su indumentaria chillona, su físico excesivo, la maleta mochila en la que transportaba miles de euros y una pistola.

—Y ¿qué harás ahora? ¿Dónde irás?

No lo sabía. Se había encogido de hombros, sonrió y dijo:

—Ti je miku im.

—¿Qué significa? —pregunté con un nudo en la garganta.

—Tú eres mi amigo.

Me dio un besito y me dio la espalda. Ana estaba en algún lugar de la casa y suponía un estorbo para una despedida como a mí me habría gustado. No lo sé: un beso en la boca, unas cosquillas que le arrancaran una carcajada limpia y fresca. Una promesa. No lo sé. Algo más que un besito en la mejilla impropio de toda una prostituta y aquel parpadeo antes de volverse de espaldas y caminar hacia la puerta del ascensor. Se abre y se cierra la puerta y ya está, Fatmire desapareció para siempre de mi vida.

Y yo miraba Barcelona, y suspiré.

Moví la cabeza para sacudirme los recuerdos y busqué un número de teléfono en mi agenda. Tiempo atrás, había conocido a un doctor, un tal Miguel Marín, del Hospital de Traumatología de Collserola, y pensé que podría ayudarme.

—¿Doctor Marín? Mire: soy Ángel Esquius, detective privado, no sé si acordará de mí… —Más que nada, se acordaba de Beth. Era imposible olvidar la codicia que brillaba en sus ojos mientras subíamos los tres en un ascensor—. He pensado que a lo mejor podría ayudarme. ¿Qué puede decirme de un medicamento llamado Pavulón y que se presenta en ampollas?

—Sí. Es un pancuronio, un bloqueador neuromuscular.

—Y ¿se utiliza para…?

—Problemas respiratorios que necesitan relajación muscular. Y también, sobre todo, se utiliza como relajador muscular en cirugía.

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