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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

La monja que perdió la cabeza (29 page)

BOOK: La monja que perdió la cabeza
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«Guillermo se puso en contacto con las monjas de un orfanato y les dijo que había dos niñas, hermanas gemelas, negras, para dar en adopción. Con una condición: que tenían que ser adoptadas juntas. Las sacó del orfanato, todavía no habían cumplido un año, y se puso en contacto con Blain.

»—Que tengo dos niñas para ti.

»—¿Dos niñas? —exclamó el Blain—. ¡Yo quiero adoptar un crío, no un colegio!

(Al menos, así era como lo contaba Guillermo de Cádiz.)

»… De modo que Armando, eppa, se quedó una niña y le dio la otra a Blain y le hizo los papeles. Lo hizo todo por medrar, para lamerle el culo a Blain. Me lo confesó un día que iba trompa. Yo le pregunto: «¿Qué coño haces con una mocosa negra?» Y él me soltó: «Pero «no lo ves? Ahora mi hija y su hija son hermanas, esto nos hace como de la familia, y este tío está podrido de dinero.»

Estaba hablando de 1969. Mala época para los españoles en Guinea. A finales de febrero, hubo una operación militar española para ocupar puntos neurálgicos del país, en la que Guillermo de Cádiz participó activamente, y las cosas se pusieron incandescentes. El presidente Macías declaró el estado de emergencia, reclamaba la expulsión de la Guardia Civil, consideraba que se había roto toda relación con España.

—Entonces, jajá, tiene cojones, a Ebenezer se le ponen por corbata y consigue plaza en un avión militar que iba a Estados Unidos, y se larga con su hija y deja plantados a los Gracián con Eulalia, que le habían pedido sitio en el mismo avión. ¿Te das cuenta? «Seremos como de la familia», decía. Jajá, cosas que pasan, sí, señor, hasta en las mejores familias.

»El día veintisiete de febrero, a las 12:30, la embajada española ordenó la evacuación de «todos los blancos que se debían replegar a Bata y su aeropuerto».

»A las 15:30, una barcaza con treinta y una personas huyó bajando por el río Benito, hacia el mar. Los militares guineanos de Macías dispararon contra la barcaza y mataron a un español, Juan José Bima Martí, capataz de la explotación de madera Juan Jover SA. Poco después, los ocupantes de aquella barcaza fueron recogidos por el barco mercante Kogo, que les llevó hasta el puerto de Tenerife. Armando Gracián, su mujer Laieta y Eulalia viajaban en aquella barcaza.

Más o menos a esta altura del relato, me entró una llamada de Beth.

—¡Eh, Esquius! ¡Que te estamos esperando!

—¿Esperando?

—En Figueres. Para ir a resolver el caso del Fortuny. No nos vas a dejar plantados, ¿verdad?

—Bueno… Ahora voy camino del superchalé de Biosca y puede que tenga que pasar un rato allí ¿Por qué no lo hacéis sin mí?

—¡Ni pensarlo! ¡Tú me has ayudado a resolver el caso y tienes que ser tú quien le ponga el lacito rosa!

—Pues…

—¡Te esperamos, Esquius, te esperamos!

En fin, para abreviar, Armando Gracián se fastidió porque Ebenezer Blain no le solucionó la vida, quizá porque pensaba que, trabajando en un ministerio español, ya la tenía bastante solucionada. Y a Armando lo facturaron a las oficinas de Campsa de Barcelona.

—Pero ni aún así se rindió. Todavía envió unas cuantas cartas a Ebenezer, pidiéndole favores, que le encontrara trabajo allí, que le rescatara de la Campsa y de Barcelona, eppa, y el otro se las pasó por el forro de los cojones. Zruspayá. Armando acabó amargado, le odiaba. —Silbido—. Nunca le habló a nadie de la hermana de su hija. Supongo que se avergonzaba. Eppa. En realidad, él sólo había aceptado la paternidad de Eulalia porque pensaba aprovecharse del americano. Y al otro se le debían de acabar irritando los huevos de tanto pasarse por ellos las cartas de Armando, de manera que dejó de contestarlas, y así, hará unos cuarenta años, se rompieron las relaciones entre las dos familias y el sueño americano del pardillo de mi amigo. No veas lo resentido que quedó. Incluso le prohibió a su mujer que le dijera a Eulalia que tenía una hermana.

Habíamos bordeado Figueres y pasábamos por el interior de Roses cuando vi un cybercafé y no pude resistirme a la tentación. Llamé a Mónica para decirle que ya llegaba, pero ella tenía el teléfono desconectado. Recordé que me había dicho que no era muy urgente, que no corriera por la autopista y me prometí que no tardaría más de diez minutos.

Guillermo y yo nos sentamos ante un ordenador y nos pusimos a viajar por Internet.

Ebenezer Blain. Era el presidente fundador de una empresa llamada GEOPRO Ld., con sede en Fort Worth, Texas, especializada en la prospección geofísica (petróleo y gas). Realizaban estudios de las formaciones rocosas del subsuelo para localizar depósitos de petróleo, pero también trabajaban en otros ámbitos relacionados con los fenómenos sísmicos, como el trazado de carreteras, el análisis químico del contenido de los hidrocarburos en las rocas o en cosas que yo ya no entendía, como Electrical Prospector, Gravity Prospector o Magnetic Prospector. Era una de las empresas que se estaban enriqueciendo con la reconstrucción de Irak después de que el ejército americano lo hubiera destruido.

Ebenezer tenía una hija, llamada Theresa, que ocupaba un cargo directivo en GEOPRO. Cuando busqué a Theresa Blain, y pedí
Imágenes
, vi fotos de una ejecutiva de ébano, y de una novia con vestido blanco y pamela, que se casaba con un negro de piel más clara que ella. La Theresa Blain que se veía en todas aquellas fotografías era el resultado que obtendríamos si tomábamos una foto de sor Eulalia Gracián y la retocábamos con el Photoshop, vistiéndola de novia, poniéndole maquillaje y alborotándole un poco el pelo. Eran clavadas. Y había más fotos para compararlas. En una página consagrada a reencontrar amigos del instituto, incluso di con el original de la fotografía de la adolescente que aún llevaba en el bolsillo. La Eulalia de ojos lascivos, vestido blanco escotado y canalillo de buen mirar. Theresa Blain, el día del baile de final de curso. Aquello debía de haber sido publicado, en su día, por alguna revista local americana. De cómo llegó a manos de Gracián y del por qué la recortó y la conservó, nunca lo supe. Tal vez había continuado vigilando a los Blain desde la distancia, tal vez había tardado muchísimo más de lo que creía Guillermo de Cádiz en perder definitivamente la esperanza secreta de prosperar gracias a ellos.

La búsqueda en los titulares de los periódicos también nos dio datos. Una información repetida en varias publicaciones locales de Forth Worth y en alguna nacional, especializada en economía, de Estados Unidos: El año pasado, Theresa Waters (de soltera, Theresa Blain) había abandonado su cargo en la empresa debido a una grave crisis cardiaca de la que no se facilitaban más detalles.

Todo tan sencillo, y allí, en Internet, al alcance de cualquiera. Por eso, para los conspiradores había sido prioritario crear un plan de distracción, hurgar en la vida de los Gracián hasta encontrar un episodio alternativo que, debidamente alimentado con pistas falsas, pudiera justificar la desaparición de la chica y llevar las investigaciones de la policía en la dirección equivocada.

A partir de aquello, era fácil imaginar el resto. La necesidad de un transplante, la imposibilidad de conseguir a tiempo un corazón compatible con las características de la enferma e, inmediatamente, el recuerdo de la donante perfecta, aquella gemela casi olvidada de hacía cuarenta años que vivía en España. Y la movilización de la agencia de detectives de Humberto Querétaro.

Gracián jamás le había hablado a nadie de la hermana gemela de Eulalia, y eso pudieron comprobarlo tanto Querétaro como Ana Homs en sus indagaciones en el Poble Sec. Todo favorecía sus planes.

No obstante, cuando aparecieron, accidentalmente, los pies de Eulalia, se les complicaron las cosas. Todo el trabajo invertido en el plan de distracción para hacer que la policía mirara en dirección a Ruanda en lugar de mirar adonde tenía que mirar, podía irse fácilmente al cuerno. Tenían que impedir a cualquier precio que la policía llegara al registro de adopciones de Guinea, porque de allí seguro que la policía hubiera ido a parar a las gemelas adoptadas, a Ebenezer Blain y a Theresa y a su grave enfermedad cardiaca. Incluso Soriano sería capaz de sacar conclusiones rápidas y acertadas con todos esos datos en la mano. Y tenían que liquidar a Gracián para impedir que acabara contándolo todo. Y tenían que quemar su habitación, con todos los papeles que allí tenía, entre los cuales podía haber referencias a la hermana gemela. Por eso fue un asesinato contrarreloj, improvisado.

Fascinados como estábamos, cuando nos dimos cuenta ya llevábamos más de media hora en el cybercafé. Corté la conexión y arrastré a Guillermo de Cádiz hasta el coche, con tanta urgencia como si aún el enemigo nos fuera pisando los talones.

Escena 4

Los pueblos turísticos tienen una fachada de neones, discotecas y hoteles con animadores para desanimados en primera línea de mar; después, se convierten en barrios obreros de casas baratas y feas donde viven los empleados de aquellos establecimientos, y los campesinos de los alrededores y, por fin, unos alrededores sucios de polvo, allí donde acaba el asfalto y empieza la naturaleza salvaje.

En el Parque Natural del Cabo de Creus, la naturaleza salvaje consiste en un choque violento del Mediterráneo contra las rocas escarpadas y acantilados despeinados de pinos e incluso quercus y otras manifestaciones de la flora original superviviente a mil incendios. Existe la teoría de que entre esta flora originaria abundan diversos tipos de cicuta, el beleño blanco y negro y la belladona, y dicen los eruditos que, cuando sopla la tramontana, arrastra el polen de estas plantas de bruja y lo desparrama por todo el Ampurdán, y que ésa es la razón por la que los ampurdaneses sean como son, brujos y exaltados, creadores y lunáticos, vitales y felices como pocos pueblos en el mundo.

De repente, el Golf tomó una curva y desaparecieron las casitas bajas, feas, pobres y polvorientas, decoradas con geranios moribundos, y fueron sustituidas por el estallido del sol sobre el mar, y los veleros, como aletas de tiburones blancos, disfrutando del viento, y todo era verdor y rocas afiladas.

En este paraje está prohibido construir desde hace años y, por lo tanto, sólo quedan allí las casas de los pocos privilegiados que compraron un terreno edificable antes de la restricción. Hay que ser muy rico para tener casa en aquel paraíso, y eso significa que los que viven allí saben vivir y tienen buen gusto, de modo que las casas que iban apareciendo, ahora una, mucho más allá otra, respetaban el paisaje por el delicado sistema de confundirse con él. Allí, incluso en pleno verano, no había multitudes en busca de calas solitarias. Por algún motivo ignoto, aquel rincón del mundo era todavía terreno virgen.

El cartel que decía
RlEN-NE-VA-PLUS PROPIEDAD PARTICULAR
estaba escrito a mano sobre una madera, borroso por las inclemencias del tiempo y clavado en un árbol, y el camino que había que tomar era de tierra, irregular, lleno de piedras y bajaba pronunciadamente, como si se precipitara en línea recta hacia el fondo del acantilado y al mar.

La casa, blanca y cúbica, aparecía de pronto al otro lado de un muro que sería insalvable si alguien no se hubiera dejado abierto el gran portón de hierro que se desplazaba hacia un lado. Así, el visitante se encontraba con una extensión de césped de un color verde insólito, decorada a la derecha con columnas blancas, cipreses elegantes y un seto muy alto y, delante, un edificio formado por tres cubos superpuestos formando un grupo escultórico armonioso que me recordó mucho la casa que Biosca tenía en la comarca de l'Anoia, posiblemente porque era obra del mismo arquitecto. Detrás de la mansión, el mar, de un azul tan intenso que parecía pintado a propósito para enmarcarla como un
pas-partout.

Entre el muro y la casa, estaba la piscina tan comentada por Biosca. Agua de temperatura constante, etcétera. Más allá de la piscina, plantado en medio del césped, un coche blanco, un Hyundai o un Kia o cosa por el estilo. Y, muy cerca de las paredes de la casa, delante de un gran ventanal que permitía ver un vestíbulo o salón, inmenso, se veían aparcados un utilitario sucio, de color azul horroroso y un ciclomotor desvencijado.

Detuve el Golf cerca de la piscina. Mientras me apeaba, iba marcando el número de Mónica para notificarle que ya habíamos llegado. Lo tenía desconectado.

Entonces, se abrieron las puertas del Hyundai, o Kia, y bajó Ana Homs. Y más gente. Un hombre con camisa roja y pantalón beige, y una mujer negra, muy negra, vestida de azul tejano gastado, y otro negro, muy negro y muy alto y de cráneo afeitado, con ojos de niño perdido en el bosque. Los tres armados con pistolas.

Tardé un instante en darme cuenta de lo que estaba ocurriendo y, de pronto, ya era demasiado tarde.

Que hubieran llegado antes que nosotros sólo tenía una explicación: tan pronto como me perdieron, fueron en busca de Ana Homs porque sabían perfectamente dónde vivía y que ella les llevaría hasta mí. Debían de estar en su casa cuando yo llamé, antes de salir de Barcelona. Yo le había dicho dónde estaba y cómo se llegaba, y ella se había limitado a contestar «Ah, sí, de acuerdo», sólo «Ah, sí, de acuerdo», no me había pedido explicaciones, ni un simple «repite», ninguna resistencia, «yo haré lo que me parezca conveniente», la Virgen, tendría que haberme dado cuenta inmediatamente que allí había algo que no iba bien. Ana sólo había dicho «Ah, sí, de acuerdo» y vuestro querido amigo Esquius, tan astuto y superdotado, no se había dado cuenta de nada. Después, nos habíamos entretenido en el cybercafé de Roses y seguramente había sido entonces cuando nos adelantaron.

—Y ¿ahora qué pasa? —dijo el viejo Guillermo de Cádiz.

Allí teníamos a todos los miembros del equipo contrario. La mujer y el negro del cráneo rasurado, liberado de las rastas y la barba con las que le había visto la hermana Juana, eran el matrimonio de supuestos ruandeses que habían ido a todas partes preguntando por Eulalia. Humberto Querétaro, el cerebro que había dirigido la operación, y el pobre peón, carne de cañón, tonta útil que le había hecho el juego al enemigo sin saberlo, mi admirada Ana. Querétaro, con ojos de santa paciencia, labios gruesos y el delicioso hoyuelo en la barbilla, llevaba a Ana agarrada por la nuca, porque no podía cogerla por los cabellos, demasiado cortos.

La empujó hacia mí y la chica cayó en mis brazos. No lloraba ni había llorado, no temblaba ni daba señales de debilidad. Su expresión sólo reflejaba rabia, y le daba un aspecto sumamente peligroso.

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