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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

La monja que perdió la cabeza (25 page)

BOOK: La monja que perdió la cabeza
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Pausa.

—Quería explicarle… Quería contárselo, porque… Quiero que comprenda por qué no se le dio publicidad a lo ocurrido. Nosotras, la hermana Eulalia, y Eliane y yo, abrimos la puerta a aquellos soldados hutus. Nunca haremos penitencia suficiente para perdonarnos aquella imprudencia. O nunca podremos perdonarnos que no nos mataran también a nosotras, que no defendiéramos a nuestras compañeras. El obispado nos pidió que jamás le contáramos a nadie lo ocurrido.

De ahí que al obispado no le hiciera ninguna ilusión que investigásemos el caso de Eulalia. Para evitar que el escándalo saliera a la luz. La versión oficial había cambiado sutilmente los hechos, olvidando mencionar que habían sido las propias monjas occidentales las que habían abierto las puertas a los asesinos y las que después habían presenciado pasivamente la tragedia. En la versión oficial, la misión había sido asaltada y Victoria y sus compañeras se habían librado de la muerte al conseguir huir a tiempo.

Continuaba la ex monja:

—… y por eso quería hablar con usted antes que con la policía. Porque estoy convencida de que lo que le ha pasado a Eulalia no tiene nada que ver con lo que vivimos en Ruanda. Y quería consultárselo a usted para que me aconseje, porque si usted comparte mi opinión de que posiblemente no hay ninguna conexión entre el secuestro de Eulalia y los hechos de Ruanda, quizá no haga falta que hable con la policía. ¿No le parece?

—Quizá… —Me exprimí la imaginación, buscando posibilidades—. El padre de alguna tutsi asesinada… Una venganza…

Ni pensarlo.

—Eran huérfanas. Niñas recogidas en poblados, pobres y abandonadas. Chicas que habíamos logrado llevar a Kigali y que se habían hecho novicias, chicas que necesitaban ayuda… ¿Padres? No… Creo que nunca conocieron a sus padres…

—¿Le suena de algo el nombre de Eleuterio Bernaola?

No le sonaba de nada.

—No. ¿Quién es?

—Un abogado con negocios en Ruanda…

—Jamás he oído hablar de él.

—Y ¿no había intereses comerciales por los alrededores de la misión? —Ella movía la cabeza: «No»—. Industriales… Minas de estaño… —«No, no»—. ¿Habían recibido alguna visita extraña, en la misión…?

—No. Lo he pensado mucho. No. Y aquellos soldados que cometieron los asesinatos eran soldados normales y corrientes, y llevaban ya muchos asesinatos parecidos a sus espaldas era tan sólo una matanza más, nada especial. Los cinco se comportaron como animales, sin alma, con la frialdad de monstruos mecánicos. ¿Cómo puede hacerse tanto daño sin siquiera… sudar?

Me estaba convenciendo.

Saqué las fotos arrugadas. Dejé de lado aquella en la que la niña estaba con su padre y le mostré la que había sido rasgada, la del negro de las gafas y Eulalia vestida de rojo.

—¿Conoce a este hombre?

—No.

—¿Diría que es hutu, o tutsi…?

Me miró como si acabara de decir un disparate.

—Ni una cosa ni la otra.

—¿Guineano?

—Yo diría que tampoco.

—¿Le suena?

—No… Pero ésta es Eulalia… Es Eulalia, ¿verdad?

—Sí.

—Y este hombre, no sé… Ahora debería de tener unos ochenta años, ¿no? Y, cuando pasó aquello de Ruanda debía de tener setenta y tantos… No, no le conozco.

Suspiré. Mostré la foto de Eulalia con escote y gesto provocativo. La miró en silencio.

—Esto es antes de que profesara —dedujo.

—¿Le habló ella de esta época?

Tardó en contestar.

—Sí… —Parecía preguntarse: «¿Por qué tenemos que hablar de según qué?»—. De hecho, ella decía que había tomado los hábitos para rezar por su padre. Todas entendíamos que quería decir para huir de su padre, que le parecía malo, una mala influencia.

La atención de ambos se desvió hacia la instantánea de Gracián y la niña.

—¿Le habló de maltratos? ¿De…?

—No. —Rotunda, saliendo al paso de cualquier insinuación—. Su padre no quería que se hiciera monja. La sacaba a pasear y, bueno, quería que tuviera una actitud más mundana… Le gustaba que se maquillara, que saliera con chicos… Permítame que le diga una cosa.

—Sí.

—¿Quiere que le diga por qué pienso que Ruanda no tiene nada que ver con lo que le ha pasado a Eulalia? —Claro que quería que me lo dijera—. Es sólo un presentimiento, una intuición, pero mire… Cuando me dijeron que Eulalia había desaparecido, fui al convento de San Lucas y pregunté por una hermana que había estado en Ruanda. La conocimos en Kigali. No estaba con nosotras en la misión del lago Kivu, pero habíamos coincidido. Quise volver a hablar con ella, para ver si sabía algo de Eulalia que pudiera ayudarnos… y no sabía nada, pero me contó algo que me pareció significativo. Dice que un par de africanos acudieron a ver a Eulalia al convento, unos días antes. Hablaron con la hermana portera y no acababan de entenderse. Le dijeron que eran ruandeses. Entonces ella les pidió que esperaran un momento, que iba a buscar a una monja que hablaba ruandés. Cuando esta monja salió, ellos ya no estaban. Se habían ido. ¿Sabe qué pensé? Que no eran ruandeses, que no sabían hablar en ruandés, y que por eso se fueron, para no quedar en evidencia. Si no, ¿qué sentido tiene que tuvieran tanto interés por hablar con Eulalia y que, cuando tenían la oportunidad de entenderse mejor, se fueran?

Me convenció tanto que pensé: «¿cómo puede habérseme pasado por alto?»

—Pero —dije, lentamente, al mismo tiempo que buscaba una respuesta a la pregunta—: dijeron que eran ruandeses. ¿Por qué lo habrían hecho?

Dijo ella:

—Para despistar.

«Para despistar.» Estas palabras se me clavaron en el cerebro. «Para despistar.»

¿En qué se parece Estados Unidos a una silla y a un ramo de flores?

En que en Estados Unidos está Kansas City y que la silla es por «si ti cansas».

Y ¿el ramo de flores?

Es para despistar.

Así de fácil.

Unos enemigos que dejan pistas falsas, que nos hacen bailar a su ritmo, un hombre y una mujer que van de un lado a otro proclamando que son ruandeses. Querían secuestrar a la hija de Gracián, pero visitaban a Gracián unos días antes, dando la cara, manifestando que buscaban a su hija y dejando muy claro que eran ruandeses. E iban al convento dejando bien sentado que unos ruandeses buscaban a Eulalia Gracián. Y Humberto Querétaro, que no era ruandés, le encargaba a Ana Homs que investigara al cónsul honorario de Ruanda en Barcelona. No había nada que investigar. Normalidad absoluta. Pistas para despistar. Y ¿por qué me habían enviado a mí la cabeza de la monja? ¿También para despistar?

Camino de casa, me vino Guinea a la mente. Me pregunté: «Si descartamos Ruanda, ¿qué nos queda?» Y, no sé, tal vez porque había tantos negros en danza, se me ocurrió: «Guinea». Y, un poco más adelante, casi llegando al piso, aquella frase de Palop: «Teníamos que acudir al registro de adopciones de Guinea, pero la aparición de la cabeza nos lo ha ahorrado.»

¿Y si precisamente querían evitar que la policía fuera a parar al registro de adopciones de Guinea?

Llegué a casa y no estaban ni Fatmire ni Ana Homs, y hacía tiempo que no me parecía tan vacía. Por no haber, ni siquiera había ni rastro de Marta.

Mejor, me dije. Así podré pensar. No puse música, no puse ningún DVD policíaco de mi colección (por cierto, tenía que comprar el DVD de los Microclones para los gemelos).

Cené cualquier cosa rodeado por un silencio profundo que favorecía la meditación.

ACTO OCTAVO
Escena 1

Miércoles, 4 de julio

Tan pronto como me fue posible (que no era muy pronto, tratándose de Biosca), pasé por la agencia y, en el aparcamiento, encontré al inescrutable Tonet esperándome al lado del aerodinámico Jaguar XK 108 descapotable. En cuanto me vio llegar, con mi Volkswagen Golf, me mostró las llaves, sosteniéndolas entre los dedos índice y pulgar de la mano derecha y elevándolas por encima de su cabeza. En el mismo instante en que las llaves cambiaron de mano, el gorila echó a correr hacia la agencia, de nuevo al lado de su amo y señor.

Tres muestras del inmenso afecto que Biosca experimenta por mí. La primera, prestarme su apreciadísimo Jaguar XK 108 descapotable; la segunda, resignarse a la ausencia de su inseparable Tonet durante un lapso de tiempo que le habría provocado una angustia y una paranoia extremas; la tercera, no haberle obligado a preguntarme si traía las llaves del chalé de la Costa Brava.

Puse mi coche en la plaza que quedaba libre y salí a la calle con el Jaguar hecho todo un señor, con cazadora beige, Lacoste verde y pantalones de gabardina Martinelli italianos, y mi dignísima y emblemática cabellera blanca azotada por el viento.

Ana me esperaba ante su casa, en la calle Sepúlveda, con traje de chaqueta y pantalón blancos, blusa negra y gafas de sol. Tan elegante y exótica con el pelo cortísimo, la pareja ideal para el viejo vividor que yo encarnaba.

No hubo besitos de bienvenida. Sólo una sonrisa complacida y la expresión maravillada, que no iba dirigida a mí, sino al lujo que me rodeaba.

—Hostia, qué pasada.

—A veces hay que aparentar —dije.

Es la manera de ser de Ana, un poco seca y distante. Poco afectuosa, y más si le das razones para comportarse así. Yo estaba deseando recordarle las cosas que me había dicho mientras le hacía cosquillas por dentro.

—¿Fuiste a la policía?

—Sí.

—Y ¿qué tal Soriano? ¿Qué te pareció?

—Por lo que me habías contado, me esperaba un monstruo.

Me sorprendí:

—Y ¿con qué te encontraste? ¿Un hada?

—Se mostró bastante correcto. No es como le imaginaba, después de lo que me dijiste de él.

Pensé que era su manera de decirme que yo no era de fiar. Que tampoco esperaba que yo fuera como había resultado ser.

—¿Se lo contaste todo?

—Todo, excepto esto de la casa de lujo que vamos a ver ahora.

—¿Alguna novedad? ¿Le sacaste algo?

—No. Nada.

¿Quería ocultarme una información o eran paranoias mías?

—¿Qué se sabe de Querétaro?

—Ah. Según la policía de Fort Worth volvió a Estados Unidos hacia finales de mayo, más o menos cuando dejó el hotel Colón, pero enseguida se volvió a irse de viaje, rumbo a Japón.

—¿Quién te lo ha dicho? ¿Soriano?

—Sí.

—Pero Querétaro no esta en Japón, está en Barcelona.

—Han averiguado que compró un billete de avión con destino a Tokio.

—Es una maniobra para despistar.

—Eso dice Soriano.

Me maravilló que Soriano y yo estuviéramos de acuerdo en algo.

—Pero él no da mucha importancia a eso de Querétaro. Sólo le considera un ayudante. Un ejecutor. —Y añadió—: Ha detenido a Eleuterio Bernaola.

—El cónsul honorario de Ruanda en Barcelona. Soriano es un imbécil. —Casi me preocupaba por él—. ¿Por qué siempre tiene que tener tanta prisa por meter la pata?

—Le pareció que era muy sospechoso.

—¿Ah, sí?

—Hombre. Tiene intereses comerciales en Ruanda. Habla por teléfono en ruandés…

—Y ¿qué más?

—Querétaro le hizo seguir…

—Y ¿que más?

—¿Te parece poco?

Dirigí la mirada hacia el cielo, para ver si allí había alguien que pudiera poner un poco de cordura en este disparatado mundo.

Subimos hacia la Diagonal hasta tomar Vía Augusta y aparcamos (mal, claro) cerca de DeLuxe Fincas BCN.

Ana entró en la agencia dando por supuesto que los dos APIs que trabajaban allí la recordarían perfectamente, como así fue. Echó la revista sobre la mesa, abierta por la página donde se ofrecía Villa Inés, mansión de tres plantas, en la avenida de Vallvidrera, construida sobre una parcela de mil metros cuadrados, con un precioso jardín, piscina, garaje, sótano, invernadero, cinco habitaciones, tres cuartos de baño, cocina muy espaciosa, cinco mil quinientos euros al mes.

—Ésta es la casa que necesitamos. Villa Inés. ¿Está en buen estado?

—En perfecto estado —dijo la API mujer.

—¿Podríamos verla ahora mismo?

¿Una casa que daba cinco mil quinientos euros al mes? ¿Si podíamos verla ahora mismo? ¿Cómo decir que no?

—Bueno, creo que sí… —Consultando al API hombre con las cejas.

—Por supuesto, no hay problema.

—Es que esta mañana teníamos que…

—No te preocupes. Tranquila. Yo me encargo de todo.

No se alquila cada día una casa de ese precio.

La API mujer abrió un cajón y sacó dos juegos de llaves. Uno era de coche y llevaba un distintivo de Audi en el llavero.

—Me llevo el Audi. —Que lo oyera todo el mundo.

Un coche que no era suyo porque no podía permitírselo.

—Nosotros la seguiremos con el Jaguar.

Un coche que no era nuestro porque no podíamos permitírnoslo. La gran comedia del mundo. Todos íbamos disfrazados.

—Saldré por ahí, por la puerta del garaje. Síganme.

Salió el Audi. La seguimos. No íbamos lejos. Al final de la Vía Augusta, bordeamos la Ronda de Dalt y, después de rodear una rotonda, tomamos la vieja avenida de Vallvidrera, estrecha y empinada. Casi inmediatamente, giramos a la derecha y nos introdujimos por una callejuela entre dos edificios de muros muy, muy altos, para ir a desembocar en otra calle transversal, adoquinada, donde estaba la verja de Villa Inés, con el nombre inscrito en un mosaico. Tuvimos que detenernos para esperar que la API bajara de su coche y abriera la verja de hierro. Nos quedamos encajonados en aquel callejón, bloqueando el paso de cualquier coche que hubiera venido detrás de nosotros. Un camión de mudanzas pasaría bien justito por allí y tendría difícil la maniobra. Seguramente, los edificios que cerraban la calle a nuestra derecha habían sido construidos contra la voluntad de los propietarios de Villa Inés, que se habían visto privados de una vista privilegiada.

Una vez abierto el paso, el Audi de la API primero y nuestro Jaguar detrás, penetraron en los terrenos de la finca.

Un jardín abandonado, amarillo y gris, con los árboles devorados por los parásitos, sin el estallido de ninguna flor, cuidado con las ortigas. Una piscina vacía protegida por una lona sucia y cubierta de escombros, y duchas antiguas, como faroles ciegos, y al fondo una especie de invernadero asomando el techo por encima de la selva. Ante nosotros, la mansión de tres plantas, de un estilo vagamente modernista, o tal vez modernista sin pretensiones o sin posibles, que es igual que decir no modernista, acostumbrados como estamos al Palau de la Música. Pequeña escalinata de tres peldaños para llegar a la puerta principal, flanqueada por columnas con capiteles imitación de dóricos, jónicos o corintios, no lo sé. La puerta principal tenía cristales azules y rojos y estaba resguardada por rejas. Rejas en las ventanas, rejas por todas partes, y hierros puntiagudos en lo alto de los muros, y anuncios de alarmas disuasorias de ladrones. Sobre la puerta principal, una terraza que adivinaba inmensa, con balaustradas de cemento bien torneadas. Y, por encima de esta terraza y del tercer piso, otra, en lo alto, que posiblemente gozaría de una vista panorámica sobre la ciudad condal.

BOOK: La monja que perdió la cabeza
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