La Muerte de Artemio Cruz (3 page)

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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Cuento, Relato

BOOK: La Muerte de Artemio Cruz
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Se reclinó en la silla giratoria hasta que los resortes crujieron y le preguntó al secretario: «¿Hubo algún banco que quisiera arriesgar? ¿Hubo algún mexicano que me tuviera confianza?» Tomó el lápiz amarillo y lo apuntó a la cara del secretario: que quedara constancia de eso; que Padilla sirviera de testigo: nadie quiso arriesgar y él no iba a dejar que esa riqueza se pudriera en las selvas del sur; si los gringos eran los únicos dispuestos a dar el dinero para las exploraciones, ¿él qué iba a hacer? El secretario le hizo ver la hora y él suspiró y dijo que estaba bien. Lo invitaba a comer. Podían comer juntos. ¿Conocía un lugar nuevo? El secretario dijo que sí, un lugar de antojitos nuevo y muy simpático; muy buenas quesadillas, de flor, de queso, de huitlacoche; estaba a la vuelta. Podían ir juntos. Se sentía cansado; no quería regresar esa tarde a la oficina. En cierto modo, debían celebrar. Cómo no. Además, nunca habían comido juntos. Bajaron en silencio y caminaron hacia la Avenida Cinco de Mayo.

—Es usted muy joven. ¿Qué edad tiene?

—Veintisiete años.

—¿Cuándo se recibió?

—Hace tres años. Pero…

—¿Pero qué?

—Que es muy distinta la teoría de la práctica.

—¿Y eso le da risa? ¿Qué cosa le enseñaron?

—Mucho marxismo. Hasta hice la tesis sobre la plusvalía.

—Ha de ser una buena disciplina, Padilla.

—Pero la práctica es muy distinta.

—¿Usted es eso, marxista?

—Bueno, todos mis amigos lo eran. Ha de ser cosa de la edad.

—¿Dónde queda el restaurant?

—Aquí en seguida, a la vuelta:

—No me gusta caminar.

—Está aquí cerquita.

Se repartieron los paquetes y caminaron hacia Bellas Artes, donde el chofer había quedado en esperarlas: seguían caminando con las cabezas bajas, dirigidas hacia los aparadores como antenas y súbitamente la madre tomó temblando el brazo de la hija y dejó caer un paquete, porque enfrente de ellas, junto a ellas, dos perros gruñían con una cólera helada, se separaban, gruñían, se mordían los cuellos hasta hacerlos sangrar, corrían al asfalto, volvían a trenzarse con mordiscos afilados y gruñidos: dos perros callejeros, tiñosos, babeantes, un macho y una hembra. La muchacha recogió el paquete y condujo a su madre al estacionamiento. Tomaron sus lugares en el automóvil y el chofer preguntó si regresaban a las Lomas y la hija dijo que sí, que unos perros habían asustado a su mamá. La señora dijo que no era nada, que ya había pasado: fue tan inesperado y tan cerca de ella, pero podían regresar al centro esa tarde, porque aún les quedaban muchas compras, muchas tiendas. La muchacha dijo que había tiempo; faltaba más de un mes todavía. Sí, pero el tiempo vuela, dijo la madre, y tu padre no se preocupa por la boda, nos deja todo el trabajo a nosotras. Además, debes aprender a darte tu lugar; no debes saludar de mano a todo el mundo. Además, ya quiero que pase esto de la boda, porque creo que va a servir para que tu padre se dé cuenta de que ya es un hombre maduro. Ojalá sirva para eso. No se da cuenta de que ya cumplió cincuenta y dos años. Ojalá tengas hijos muy pronto. De todos modos, le va a servir a tu padre tener que estar a mi lado en el matrimonio civil y en el religioso, recibir las felicitaciones y ver que todos lo tratan como un hombre respetable y maduro. Quizá todo eso lo impresione, quizá.

Yo siento esa mano que me acaricia y quisiera desprenderme de su tacto, pero carezco de fuerzas. Qué inútil caricia. Catalina. Qué inútil. ¿Qué vas a decirme? ¿Crees que has encontrado al fin las palabras que nunca te atreviste a pronunciar? ¿Hoy? Qué inútil. Que no se mueva tu lengua. No le permitas el ocio de una explicación. Sé fiel a lo que siempre aparentaste; sé fiel hasta el fin. Mira: aprende a tu hija. Teresa. Nuestra hija. Qué difícil. Qué inútil pronombre. Nuestra. Ella no finge. Ella no tiene nada que decir. Mírala. Sentada con las manos dobladas y el traje negro, esperando. Ella no finge. Antes, lejos de mi oído, te habrá dicho: «Ojalá todo pase pronto. Porque él es capaz de estarse haciendo el enfermo, con tal de mortificarnos a nosotras." Algo así te debe haber dicho. Escuché algo semejante cuando desperté esta mañana de ese sueño largo y plácido. Recuerdo vagamente el somnífero, el calmante de anoche. y tú le habrás respondido: "Dios mío, que no sufra demasiado»: habrás querido darle un giro distinto a las palabras de tu hija. y no sabes qué giro darle a las palabras que yo murmuro:

—Esa mañana lo esperaba con alegría.

Cruzamos el río a caballo.

Ah, Padilla, acércate. ¿Trajiste la grabadora? Si sabes lo que te conviene, la habrás traído aquí como la llevabas todas las noches a mi casa de Coyoacán. Hoy, más que nunca, querrás darme la impresión de que todo sigue igual. No perturbes los ritos, Padilla. Ah sí, te acercas. Ellas no quieren.

—No, licenciado, no podemos permitirlo.

—Es una costumbre de muchos años, señora.

—¿No le ve la cara?

—Déjeme probar. Ya está todo listo. Basta enchufar la grabadora.

—¿Usted se hace responsable?

—Don Artemio… Don Artemio… Aquí le traigo lo grabado esta mañana…

Yo asiento. Trato de sonreír. Como todos los días. Hombre de confianza, este Padilla. Claro que merece mi confianza. Claro que merece buena parte de mi herencia y la administración perpetua de todos mis bienes. Quién sino él. Él lo sabe todo. Ah, Padilla. ¿Sigues coleccionando todas las cintas de mis conversaciones en la oficina? Ah, Padilla, todo lo sabes. Tengo que pagarte bien. Te heredo mi reputación.

Teresa está sentada, con el periódico abierto que le oculta la cara.

Y yo lo siento llegar, con ese olor de incienso y faldones negros y el hisopo al frente a despedirme con todo el rigor de una advertencia; je, cayeron en la trampa; y esa Teresa lloriquea por allí y ahora saca la polvera del bolso y se arregla la nariz para volver a lloriquear otra vez. Me imagino en el último momento, si el féretro cae en ese hoyo y una multitud de mujeres lloriquea y se polvea las narices sobre mi tumba. Bien; me siento mejor. Me sentiría perfectamente si este olor, el mío, no ascendiera desde los pliegues de las sábanas, si no me diera cuenta de esos manchones ridículos con que las he teñido… ¿Estoy respirando con esta ronquera espasmódica? ¿Así vaya recibir a ese borrón negro y confrontar su oficio? Aaaaj. Aaaaj. Tengo que regularla… Aprieto los puños, aaaj, los músculos faciales y tengo junto a mí ese rostro de harina que viene a asegurar la fórmula que mañana, o pasado —¿y nunca?, nunca aparecerá en todos los periódicos, «con todos los auxilios de la Santa Madre Iglesia… " Y acerca su rostro rasurado a mis mejillas hirvientes de canas. Se persigna. Murmura el "Yo Pecador" y yo sólo puedo voltear la cara y dar un gruñido mientras me lleno la cabeza de esas imaginaciones que quisiera echarle en cara: la noche en que ese carpintero pobre y sucio se dio el lujo de montársele encima a la virgen azorada que se había creído los cuentos y supercherías de su familia y que se guardaba las palomitas blancas entre los muslos creyendo que así daría a luz, las palomitas escondidas entre las piernas, en el jardín, bajo las faldas, y ahora el carpintero se le montaba encima lleno de un deseo justificado, porque ha de haber sido muy linda, muy linda, y se le montaba encima mientras crecen los lloriqueos indignados de la intolerable Teresa, esa mujer pálida que desea, gozosa, mi rebeldía final, el motivo para su propia indignación final. Me parece increíble verlas allí, sentadas, sin agitarse, sin recriminar. ¿Cuánto durará? No me siento tan mal ahora. Quizá me recupere. ¡Qué golpe!, ¿no es cierto? Trataré de poner buen semblante, para ver si ustedes se aprovechan y olvidan esos gestos de afecto forzado y se vacían el pecho por última vez de los argumentos e insultos que traen atorados en la garganta, en los ojos, en esa humanidad sin atractivos en que las dos se han convertido. Mala circulación,
eso es,
nada más grave. Bah. Me aburre verlas allí. Debe haber algo más interesante al alcance de unos ojos entrecerrados que ven las cosas por última vez. Ah. Me trajeron a esta casa, no a la otra. Vaya. Cuánta discreción. Tendré que regañar a Padilla por última vez. Padilla sabe cuál es mi verdadera casa. Allá podría deleitarme viendo esas cosas que tanto amo. Estaría abriendo los ojos para mirar un techo de vigas antiguas y cálidas; tendría al alcance de la mano la casulla de oro que adorna mi cabecera, los candelabros de la mesa de noche, el terciopelo de los respaldos, el cristal de Bohemia de mis vasos. Tendría a Serafín fumando cerca de mí, aspiraría ese humo. y ella estaría arreglada, como se lo tengo ordenado. Bien arreglada, sin lágrimas, sin trapos negros. Allá, no me sentiría viejo y fatigado. Todo estaría preparado para recordarme que soy un hombre vivo, un hombre que ama, igual que igual que igual que antes. ¿Por qué están sentadas allí, viejas feas descuidadas falsas recordándome que no soy el mismo de antes? Todo está preparado. Allá en mi casa todo está preparado. Saben qué debe hacerse en estos casos. Me impiden recordar. Me dicen que soy, ahora, nunca que fui. Nadie trata de explicar nada antes de que sea demasiado tarde. ¡Bah! ¿Cómo vaya entretenerme aquí? Sí, ya veo que lo han dispuesto todo para hacer creer que todas las noches vengo a esta recámara y duermo aquí. Veo ese
closet
entreabierto y veo el perfil de unos sacos que nunca he usado, de unas corbatas sin arrugas, de unos zapatos nuevos. Veo un escritorio donde han amontonado libros que nadie ha leído, papeles que nadie ha firmado. y estos muebles elegantes y groseros: ¿Cuándo les arrancaron las sábanas polvosas? ¡Ah!… hay una ventana. Hay un mundo afuera. Hay este viento alto, de meseta, que agita unos árboles negros y delgados. Hay que respirar…

—Abran la ventana…

—No, no. Puedes resfriarte y complicarlo todo.

—Teresa, tu padre no te escucha…

—Se hace. Cierra los ojos y se hace.

—Cállate.

—Cállate.

Se van a callar. Se van a alejar de la cabecera. Mantengo los ojos cerrados. Recuerdo que salí a comer con Padilla, aquella tarde. Eso ya lo recordé. Les gané a su propio juego. Todo esto huele mal, pero está tibio. Mi cuerpo engendra tibieza. Calor para las sábanas. Les gané a muchos. Les gané a todos. Sí, la sangre fluye bien por mis venas; pronto me recuperaré. Sí. Fluye tibia. Da calor aún. Los perdono. No me han herido. Está bien, hablen, digan. No me importa. Los perdono. Qué tibio. Pronto estaré bien. ¡Ah!

Tú te sentirás satisfecho de imponerte a ellos; confiésalo: te impusiste para que te admitieran como su par: pocas veces te has sentido más feliz, porque desde que empezaste a ser lo que eres, desde que aprendiste a apreciar el tacto de las buenas telas, el gusto de los buenos licores, el olfato de las buenas lociones, todo eso que en los últimos años ha sido tu placer aislado y único, desde entonces clavaste la mirada allá arriba, en el Norte, y desde entonces has vivido con la nostalgia del error geográfico que no te permitió ser en todo parte de ellos: admiras su eficacia, sus comodidades, su higiene, su poder, su voluntad y miras a tu alrededor y te parecen intolerables la incompetencia, la miseria, la suciedad, la abulia, la desnudez de este pobre país que nada tiene; y más te duele saber que por más que lo intentes, no puedes ser como ellos, puedes sólo ser una calca, una aproximación, porque después de todo, di: ¿tu visión de las cosas, en tus peores o en tus mejores momentos, ha sido tan simplista como la de ellos? Nunca. Nunca has podido pensar en blanco y negro, en buenos y malos, en Dios y Diablo: admite que siempre, aun cuando parecía lo contrario, has encontrado en lo negro el germen, el reflejo de su opuesto: tu propia crueldad, cuando has sido cruel, ¿no estaba teñida de cierta ternura? Sabes que todo extremo contiene su propia oposición: la crueldad la ternura, la cobardía el valor, la vida la muerte: de alguna manera —casi inconscientemente, por ser quien eres, de donde eres y lo que has vivido— sabes esto y por eso nunca te podrás parecer a ellos, que no lo saben. ¿Te molesta? Sí, no es cómodo, es molesto, es mucho más cómodo decir: aquí está el bien y aquí está el mal. El mal. Tú nunca podrás designarlo. Acaso porque, más desamparados, no queremos que se pierda esa zona intermedia, ambigua, entre la luz y la sombra: esa zona donde podemos encontrar el perdón. Donde tú lo podrás encontrar. ¿Quién no será capaz, en un solo momento de su vida —como tú— de encarnar al mismo tiempo el bien y el mal, de dejarse conducir al mismo tiempo por dos hilos misteriosos, de color distinto, que parten del mismo ovillo para que después el hilo blanco ascienda y el negro descienda y, a pesar de todo, los dos vuelvan a encontrarse entre tus mismos dedos? No querrás pensar en todo eso. Tú detestarás a yo por recordártelo. Tú quisieras ser como ellos y ahora, de viejo, casi lo logras. Pero casi. Sólo casi. Tú mismo impedirás el olvido; tu valor será gemelo de tu cobardía, tu odio habrá nacido de tu amor, toda tu vida habrá contenido y prometido tu muerte: que no habrás sido bueno ni malo, generoso ni egoísta, entero ni traidor. Dejarás que los demás afirmen tus cualidades y tus defectos; pero tú mismo, ¿cómo podrás negar que cada una de tus afirmaciones se negará, que cada una de tus negaciones se afirmará? Nadie se enterará, salvo tú, quizá. Que tu existencia será fabricada con todos los hilos del telar, como las vidas de todos los hombres. Que no te faltará, ni te sobrará, una sola oportunidad para hacer de tu vida lo que quieras que sea. Y si serás una cosa, y no la otra, será porque, a pesar de todo, tendrás que elegir. Tus elecciones no negarán el resto de tu posible vida, todo lo que dejarás atrás cada vez que elijas: sólo la adelgazarán, la adelgazarán al grado de que hoy tu elección y tu destino serán una misma cosa: la medalla ya no tendrá dos caras: tu deseo será idéntico a tu destino. ¿Morirás? No será la primera vez. Habrás vivido tanta vida muerta, tantos momentos de mera gesticulación. Cuando Catalina pegue el oído a la puerta que los separa y escuche tus movimientos; cuando tú, del otro lado de la puerta, te muevas sin saber que eres escuchado, sin saber que alguien vive pendiente de los ruidos y los silencios de tu vida detrás de la puerta, ¿quién vivirá en esa separación? Cuando ambos sepan que bastaría una palabra y sin embargo callen, ¿quién vivirá en ese silencio? No, eso no lo quisieras recordar. Quisieras recordar otra cosa: ese nombre, ese rostro que el paso de los años gastará. Pero sabrás que, si recuerdas eso, te salvarás, te salvarás demasiado fácilmente. Recordarás primero lo que te condena, y salvando allí, sabrás que lo otro, lo que creerás salvador, será tu verdadera condena: recordar lo que quieres. Recordarás a Catalina joven, cuando la conozcas, y la compararás con la mujer desvanecida de hoy. Recordarás y recordarás por qué. Encarnarás lo que ella, y todos, pensaron entonces. No lo sabrás. Tendrás que encarnarlo. Nunca escucharás las palabras de «los otros. Tendrás que vivirlas. Cerrarás los ojos: los cerrarás. No olerás ese incienso. No escucharás esos llantos. Recordarás otras cosas, otros días. Son días que llegarán de noche a tu noche de ojos cerrados y sólo podrás reconocerlos por la voz: jamás con la vista. Deberás darle crédito a la noche y aceptarla sin verla, creerla sin reconocerla, como si fuera el Dios de todos tus días: la noche. Ahora estarás pensando que bastará cerrar los ojos para tenerla. Sonreirás, pese al dolor que vuelve a insinuarse, y tratarás de estirar un poco las piernas. Alguien te tocará la mano, pero tú no responderás a esa ¿caricia, atención, angustia, cálculo? porque habrás creado la noche con tus ojos cerrados y desde el fondo de ese océano de tinta navegará hacia ti un bajel de piedra al que el sol del mediodía, caliente y soñoliento, alegrará en vano: murallas espesas y ennegrecidas, levantadas para defender a la Iglesia de los ataques de indios y, también, para unir la conquista religiosa a la conquista militar. Avanzará hacia tus ojos cerrados, con el rumor creciente de sus pífanos y tambores, la tropa ruda, isabelina, española y tú atravesarás bajo el sol la ancha explanada con la cruz de piedra en el centro y las capillas abiertas, la prolongación del culto indígena, teatral, al aire libre, en los ángulos. En lo alto de la iglesia levantada al fondo de la explanada, las bóvedas de tezontle reposarán sobre los olvidados alfanjes mudéjares, signo de una sangre más superpuesta a la de los conquistadores. Avanzarás hacia la portada del primer barroco, castellano todavía, pero rico ya en columnas de vides profusas y claves aquilinas: la portada de la Conquista, severa y jocunda, con un pie en el mundo viejo, muerto, y otro en el mundo nuevo que no empezaba aquí, sino del otro lado del mar también: el nuevo mundo llegó con ellos, con un frente de murallas austeras para proteger el corazón sensual, alegre, codicioso. Avanzarás y penetrarás en la nave del bajel, donde el exterior castellano habrá sido vencido por la plenitud, macabra y sonriente, de este cielo indio de santos, ángeles y dioses indios. Una sola nave, enorme, correrá hacia el altar de hojarasca dorada, sombría opulencia de rostros enmascarados, lúgubre y festivo rezo, siempre apremiado, de esta libertad, la Única concedida, de decorar un templo y llenarlo del sobresalto tranquilo, de la resignación esculpida, del horror al vacío, a los tiempos muertos, de quienes prolongaban la morosidad deliberada del trabajo libre, los instantes excepcionales de autonomía en el color y la forma, lejos de ese mundo exterior de látigos y herrojos y viruelas. Caminarás, a la conquista de tu nuevo mundo, por la nave sin un espacio limpio: cabezas de ángeles, vides derramadas, floraciones policromas, frutos redondos, rojos, capturados entre las enredaderas de oro, santos blancos empotrados, santos de mirada asombrada, santos de un cielo inventado por el indio a su imagen y semejanza: ángeles y santos con el rostro del sol y la luna, con la mano protectora de las cosechas, con el dedo índice de los canes guiadores, con los ojos crueles, innecesarios, ajenos, del ídolo, con el semblante riguroso de los ciclos. Los rostros de piedra detrás de las máscaras rosa, bondadosas, ingenuas, pero impasibles, muertas, máscaras: crea la noche, hincha de viento el velamen negro, cierra los ojos Artemio Cruz…

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